La cultura islámica en Guadalajara

sábado, 12 diciembre 1970 1 Por Herrera Casado

 

I

Hubiera sido muy difícil pronosticar, a la vista de las aventuras teológico‑militares de Mahoma, que el año 622, fecha en que el profeta de Alá tuvo que salir huyendo de la Meca perseguido por sus habitantes, iba a ser el año cero para una nueva civilización que, de un modo sorprendente y abrumador, cambió los modos de vida y de pensamiento de una gran parte del Universo conocido por aquellas fechas. Y sin embargo, por dificultoso que sea de entender, la palabra de un iluminado, la palabra de Mahoma, iba a levantar, desde el marco tan pobre de una Arabia desértica y una civilización siríaca en trance de desaparecer, un imperio militar y cultural, una civilización, en suma, que hasta hoy dura con plena independencia. España, confirmando una vez más su doble carácter europeo y africano, fue durante largos siglos el solar de una de las más sorprendentes facetas que la cultura islámica dio al mundo.

Irrumpieron los árabes sobre la España visigótica como una tromba de terror y desconcierto. Fue en el año 711 y en menos de diez años, prácticamente toda la península era suya. Por Guadalajara también pasó el primer fragor de sorpresa y dura galopada. Los cristianos de la región fueron aniquilados o asimilados casi totalmente a la religión de Alá. Son hacer concesiones a la ya implantada cultura visigótica, de cualquier modo aún poco notable, el árabe invasor hizo en poco tiempo de nuestra patria un reducto árabe totalmente característico. La dinastía Umaiya trató por todos los medios de orientalizar España, de hacer de Andalucía otra Siria y en Toledo otra Palmira. El clima, el sol, las tierras verdes del Sur y las áridas estepas de la Meseta, semejaban en todo el primitivo solar de la civilización islámica.

Una vez conseguido este objetivo, el primer período de desorden y algarabía se va transformando en un sesudo ir y venir de, morenas gentes que, por una parte, han de organizarse férreamente si no quieren perder lo tan fácilmente conquistado. Los hombres rubios de las montañas atacan incansablemente. Por otra parte, he aquí que comienzan los árabes españoles a dar muestras de uno de los grandes valores de su raza: la preocupación por la cultura.

Yo creo que hay aún en nuestra Patria, sobre todo entre las personas que viven en los pueblos, y entre las que no se han preocupado demasiado de estar bien informadas acerca de lo que verdaderamente ha sido la historia del suelo español, una falsa idea que asocia, más por costumbre que por raciocinio, a todo lo árabe con terribles historias de horror, de sangre, de traiciones en noches oscuras, de fabulosos tesoros… y qué poco de verdad hay en todo eso. Todavía hoy, en muchos pueblos y ciudades de España, hablar de los moros es hablar de crímenes y asaltos, de matanzas innombrables, de crueldades sin fin… Para demostrar que todo eso es, en un gran porcentaje, completamente falso, existen multitud de pruebas, que hoy no puedo traer aquí porque se saldría del objeto de este trabajo. Los que sí vienen hoy a estas páginas son algunos de estos personajes, árabes de pura cepa, de turbante y larga chilaba de lana, de babuchas y alfanje y cadencioso hablar de plata. Y estos que llegan son, en su totalidad, hombres nacidos en esta ciudad, educados en sus escuelas, aleccionados en su mezquitas, vivificados en su común quehacer islámico, eternizados tal vez en esta tierra nuestra, tan triste y polvorienta, tan aparentemente dura y, en el fondo, tan tibiamente acariciante. Yo os pido que hagáis un pequeño esfuerzo mental y os trasplantéis 1.000 años atrás en el tiempo. Seguís en Guadalajara. Vivís en esta ciudad árabe de callejas estrechas, y rodeada de altas murallas. A vuestro lado pasan hombres oscuros, barbudos, largamente ataviados de vivos colores, arrastrando a un burro que se resiste a andar; mujeres misteriosas que ocultan su rostro y dejan ver tan sólo sus turbadores ojos negros; chicuelos y chicuelas por todas partes, armando un guirigay de los infiernos. Wad‑al‑Hayara en el mapa, y, ya desde entonces, en el corazón de tantos de sus hijos. Guadalajara, ya entonces, y desde mucho tiempo antes, eterna. La que hoy pisamos. La que hoy, también nosotros, amamos.

Pero Guadalajara está enclavada en el territorio que, desde Córdoba, el Califa regenta y organiza a su modo. Abderramán III es el gran rey, el hombre sabio y culto, el valeroso guerrero que extiende su dominio a uno y otro lado del estrecho de Gibraltar, muchas leguas al Norte, y muchos días de arena al Sur. Con él llega Córdoba a su esplendor, con más de medio millón de almas. Los jardines de Medina‑Azara son un pedazo de su cielo traído a orillas del Guadalquivir. Su hijo, Alhakén II, no se queda atrás en poder y sabiduría. Su Corte hace la competencia, en lo cultural, a la Meca en lo religioso. La Biblioteca de su palacio era, sin duda, la mejor del mundo por aquel entonces, con más de 400.000 libros (aún no se había descubierto la imprenta: hacer un libro era escribirlo y dibujarlo a mano). E catálogo de esa biblioteca fabulosa constaba de cuarenta y cuatro registros. Un ejército numeroso de escribas, encuadernadores y dibujantes, muchos de ellos traídos de Sicilia y Bagdad, trabajaban incansablemente para aumentar este colosal monumento cultural, que nos dice a las claras lo que los árabes españoles significaban, culturalmente, frente a sus vecinos, los castellanos y leoneses y aragoneses y navarros, que pasaban la vida entera haciéndose guerras mutuamente.

¿Será necesario todavía citar nombres como los de los poetas Ibn Zaidín, Ibn‑al.­Labbaná o Ibn-Ammar? Tan españoles como Cervantes. ¿Y quién será capaz de no enorgullecerse de contar entre sus antiguos compatriotas a juristas de la talla de Ibn Habib; de pensadores como Ibn Hazam, Averroes y Avempace; de médicos como Avenzoar, de antologistas como Ibn Bassam; de historiadores como Ibn Hayán; o incluso de reyes como el sevillano al‑Mustamid-Ibn‑Asbbad?

Es en medio de este ambiente de cultura y elegancia que aparecen nuestras figuras arábigo‑alcarreñas, cuya memoria aún permanece entre los que saben apreciar todo lo que de grande y hermoso nos transmite el pasado de nuestras tierras.

 II

Y aquí llegan, fieles a su cita, algunas de las figuras alcarreñas que, tocadas con turbante e invocando a Alá en sus diarias oraciones, lograron ocupar un puesto en la historia de la cultura. He de advertir, en primer lugar, que este trabajo no pretende en .ningún momento sentar doctrina acerca de este tema. Sería imposible mencionar todas las figuras árabes que tuvieron un alto rango intelectual en la Guadalajara islámica, pues ‑muchas de ellas quedaron exclusivamente a nivel local, y, de otra parte, los muchos siglos Y los complicados avatares transcurridos desde entonces, han borrado el nombre de muchos de ellos, quizás definitivamente. Así, pues, no están todos los que son. Por otra parte, el hecho de que los historiadores árabes y aún otros cristianos más modernos, no especifiquen en ciertos casos si tal o cual personaje nació en Guadalajara, o fueron sus padres los que vinieron al mundo en esta ciudad, nos hace suponer que de todas las figuras que hoy recordamos, algunas de ellas no hayan nacido en nuestra ciudad, aunque, en todo caso, sean oriundas de ella. Y, por tanto, no son todos los que están.

Con este preámbulo aclaratorio aparece a continuación una galería de personajes árabes de neta raíz alcarreña, que, a pesar de todas las limitaciones expuestas, veo muy difícil que pueda ser ya ampliada.

La cultura islámica, predominantemente humanística, dio al mundo una cantidad abrumadora de elegantes poetas, sesudos juristas, claros historiadores y amenos escritores de relatos, de viajes, sin olvidar los profundos filósofos y los  imparciales recopiladores del pasado griego.

Ahmed‑ben‑Schalaf y Ahmed‑benMuza fueron dos poetas alcarreños que hicieron gala de su ingenio y buen decir en las fiestas celebradas para la proclamación de Hixem.

Abdelmelic‑ben‑Ganzi fue un curioso personaje de alborotada biografía: nace en Guadalajara, donde se forma, y pasa más tarde a Andalucía, donde completa sus estudios de jurisprudencia y buenas letras en las ciudades más famosas del Califato. Se sabe con certeza que estuvo encarcelado en Toledo, quizá por conspirador, quizá por la arbitrariedad de Almamún, riguroso caudillo de la ciudad. Estando en prisión (¿no os acordáis de Don Arcipreste, de Cervantes, de Wilde?) escribió el «Libro de la cárcel y del encarcelado, de la aflicción y del afligido», más para consolar sus largas horas de soledad que por hacer algo definitivo. Una vez liberado, se retiró a Valencia, y, más tarde, a Córdoba y Granada, donde murió en el año 1062. Otras obras suyas, de las que sólo el titulo se conoce, pues están completamente perdidas, son «El secreto oculto sobre las fuentes de la historia y el consuelo del afligido”, además de una «Epístola de las diez palabras».

Abdallah‑ben‑Omar‑ben Walid, llamado por otros Ebú‑Alaslamí, fue gramático y jurisconsulto, atribuyéndosela las siguientes obras: “Instituciones jurídicas», dividida en tres partes; «Gramática» y «Tratado de las Bebidas». Moriría en el año 451 de la Hégira (1073 después de Cristo).

Mohamed‑ben‑Yunus, el Hichari, era de Guadalajara también. Fue discípulo del sabio, árabe de Talmanca Abú Omar, el Thalamankí, con el que aprendió todo lo que en el mundo Islámico se sabía de gramática y literatura. Cuando avanzaron los años, Hohamed ben-Yunus fue, a su vez, maestro de nuevas generaciones. Escribió varias obras sobre poesía a historia, hoy perdidas. Falleció en el año 462 de la Hégira de Mahoma (1084 después de Cristo).

Casim‑ben‑Hilen‑el‑Caisi y Abdelacid‑ben-­Omar fueron dos varones de esclarecida piedad y doctrina mahometanas. Este último fue llamado también Abdelacid‑ben‑García, pues su padre era cristiano (la partícula “be” que llevan los árabes entre su nombre y apellido significa «hijo de»). Al tomar la religión de Mahoma, cosa que era muy frecuente en las zonas ocupadas por los árabes, pues los que permanecían cristianos eran perseguidos o relegados a una mísera existencia, el padre de Abdelacid tornaría el apellido Omar para sí y sus descendientes.

Pero en lo que más se distinguieron estos alcarreños ilustres, cuyo nombre aún perdura, fue en los estudios de historia, y en sus obras histórico‑geográficas, para lo que antes hubieron de viajar mucho a través del vasto imperio moro. Los nombres que quedan de historiadores y geógrafos alcarreños son: Ahmed‑Huhamed y Muza‑ben‑Jauquin, que alcanzaron fama entre sus paisanos por sus viajes a Oriente, Egipto y La Meca.

Abdallá‑ben‑Mohamad, que nació en Canguera o Cangiar, en las inmediaciones de Guadalajara, alcanzó celebridad como geógrafo, viajero y bibliófilo. Al Igual que Adberramán II había enviado, años antes, al sabio cordobés Abbás‑ibn-Nasih hasta Mesopotamia, para que recogiera textos antiguos y copiara las obras científicas que, a través de los persas, habla legado el genio de los griegos a la Humanidad; saber que en toda la Europa cristianizada, había prácticamente desaparecido, y que fue precisamente a través de la Península Ibérica como llegó a Europa en el momento más oportuno para crear el Renacimiento, nuestro Abdallá‑ben‑Mohemad viajó también a través de toda la España árabe, gran parte de África y Abisinia, en busca de obras antiguas en trance de desaparecer. Con ellas llegó a formar una biblioteca tan rica y escogida que se evaluaba en 30.000 dinares de oro. Murió en Ceuta el año 1194 de Cristo, cuando ya Gua­dalajara estaba en poder de los cris­tianos.

Zacarías Abú, el Hemimí, era de Guadalajara, lo mismo que su abuelo, y preceptor, Aben-­Masarra. Sólo sabemos de él que murió en el año 1003 y que escribió una «Descripción de La Meca», así como un curioso libro titulado «Hermoso y útil compendio de los Nombres y Curias de An‑Nisai», que es de gran Interés para conocer el sistema onomástico de los árabes.

lbrahim‑ben‑Wazamor vivió en Guadalajara poco antes de caer en poder de los castellanos, cuando en Toledo reinaba el colosal Almamún. Por encargo de este monarca escribió su inestimable libro de título “Imán de los pensamientos que tuvieron los poetas, prosistas e historiadores de Guadalajara” que de existir hoy todavía, sería de gran valor para nosotros, los alcarreños, pues en él se contendría toda la aventura cultural que nuestros antiguos paisanos árabes fueron capaces de aprender.

Mohammed-ben‑Yusuf es una de las figuras cimeras de esta relación. Por unos llamados también Al‑Warrac, que viene a significar librero o tratante en papel, otros, en cambio, lo dan el más apropiado título de Attarijí, escritor excelente de Historia. No existe seguridad sobre su origen. El francés Slane cree que nació en África, pero su compatriota árabe Aben­-Hazam dice que sus padres eran de Guadalajara. Dé todos modos, Mohammed-­ben-Yusuf estuvo largo tiempo en África, escribiendo acerca de su historia y geografía. Volvió luego a España, cuando en Córdoba reinaba el gran califa sabio Alhakén II, quien le dio su protección. Mohammed murió en la gran ciudad del Guadalquivir, en el 973 después de Cristo. Sus tres obras principales son: «Tratado de los caminos y reinos de África», «Libros históricos de las dinastías africanas, con relato de sus guerras» e «Historia de Talcort, Orán y otras ciudades de África”.

Abdallah‑ben‑Ibrahim nació en Guadalajara, lo mismo que su padre, Ibrahim‑ben‑Wazamor. Respecto a la época en que vivió, hay cierta discusión entre Casiri y otros historiadores. El hecho de que existan estas dudas proviene de la existencia, a lo largo de dos siglos, de varios miembros de esta familia con el mismo nombre. Hay más historiadores que se inclinan por la alternativa de que Abdallah‑ben-­Ibrahim viviera en la ciudad cuando ésta fue conquistada por, los cristianos, y que, ante este suceso, tan lamentable para él, marcharía hacia, el sur, enseñando Letras en Gilves, Granada, Alcalá la Real y parando, al fin, en Rueda de Jalón. Estando en este pueblo aragonés tomó parte en una «excursión guerrera» de sus correligionarios contra los cristianos de Navarra, que le hicieron prisionero. De nuevo se separan las opiniones a raíz de este hecho. Según Casiri, murió en cautiverio, entre los cristianos. Según otros historiadores, Abdallah fue rescatado por el emir Addelmelic‑ben‑Sald. Fueron sus obras muy numerosas. Escribió varias poesías, aunque la principal de todas es la que lleva por título «Almoshib». («El charlatán”) acerca de las excelencias de la gente del Magreb. Este libro, hoy perdido, era en realidad una historia general de España (los árabes españoles seguían considerándose magrebíes, aunque actualmente muchos árabes magrebíes, de Marruecos, Argelia, etc., siguen considerándose españoles), y encerraba gran cantidad de biografías, anécdotas, extractos poéticos, datos históricos y geográficos. Además, escribió una obra de retórica, «El Palmar», y una «Historia de los Reyes Obaiditas y sus hazañas», que llegó a alcanzar gran fama de su padre, Ibrahim‑ben­-Wazamor, ya hemos hablado anteriormente, apuntando su obra histórica, que, en realidad, fue la primera «Historia de Guadalajara» que se ha escrito, pero que lamentablemente hoy está perdida.

Vuelvo a repetir que ni están todos los que son ni son todos los que están. Pero creo que este trabajo habrá servido para crear en todos nosotros la conciencia, más firme y más verdadera, de que no todo lo que los árabes han hecho en España ha sido derramar sangre y cortar cabezas de cristianos. Alcázares y Alhambras aún resplandecen con su delicado sentido de la belleza. Guadalquivires van todavía cargados de su claro decir de plata y su irónico sentir de sabios. Mezquitas y castillos aún sienten el dulce pisar de las babuchas. Y Guadalajara, todos nosotros, hoy recordamos a aquellos que aquí nacidos, si bien bajo otra religión y otra cultura, dejaron muy alto en sus vida el nombre de nuestro “río de piedras”, incansable  a través de los siglos dormido a las platas de nuestra ciudad despierta.