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julio, 2023:

De un lugar olvidado llamado Aranz

ermita de aranz en el sotillo

Buscando restos del románico primitivo, he llegado al embalse de la Tajera, arriba de Cifuentes, y en su orilla he encontrado, aislado y en silencio, un edificio que evoca con fuerza los siglos medievales. Ya estudiado antes por otros, en todo caso la ermita tiene la fuerza suficiente como para que la destaque hoy aquí, haciendo de ella una “lectura de patrimonio” que bien se merece.

Aunque más de una vez me he llevado reprimendas (siempre leves, aunque nunca cariñosas) de las autoridades autonómicas cuidadoras del patrimonio, por hablar de lugares perdidos y alejados, abandonados siempre, pero proclives al expolio, voy a repetir fazaña comentando hoy lo que he visto en un lugar sumido en el más absoluto silencio, difícil de alcanzar, y en la orilla luminosa del embalse de la Tajera, término de El Sotillo, y al que se conoce con el nombre de Ermita de Aranz. Sí, un apelativo que hoy pensamos euskera, y que significa “espino”. Un apelativo que, lo más probable, es que fuera en su origen celtibérico, y que lo mantuviera desde remotos siglos, más viejos incluso del nacimiento de ese idioma hoy institucionalizado como euskera, y que no es otra cosa que el celtíbero antiguo, preservado.En un lugar al que se conoce como Barranco del Reato, en un alto, se levantó este templo que era la iglesia nutriente de un pequeño poblado llamado Aranz. Se llega hoy, con relativa facilidad, y en automóvil todo-terreno, desde El Sotillo, siguiendo unos caminos que pueden visualizarse sin mayor problema a través de la aplicación “mapas de Google”. La iglesia está hoy asentada sobre una breve pradera, rodeada de las aguas del embalse de La Tajera.
Lo que hoy vemos como ermita aislada, y que en la Edad Media fue templo acogedor de la vida religiosa y ritual de una pequeña comunidad campesina, tiene un estilo románico y fue erigida en el siglo XIII. De planta alargada, su cabecera está orientada al Este, y sus pies al Oeste. El muro Norte es en el que se abre la puerta de acceso, y el Sur está completamente cerrado. Una estructura nada tradicional. 
El ábside es de planta semicircular, precedido de un breve presbiterio recto. Todo él construido de mampostería, al centro de su muro se abre una pequeña ventana abocinada, de estética románica, pero hoy cegada. Esa cabecera tiene además una cornisa de talladas piedras en las que aparecen los canecillos de tipo geométrico, lisos. Nada se ve en el edificio que suponga iconografía de ningún tipo, ni vegetal ni antropomorfa. La esencia del románico queda evidente en este lugar, ascético y con un mensaje de sencillez unánime.
La portada, compuesta por dos arquivoltas de medio punto, rematadas en una chambrana moldurada, con una arquivolta simple al exterior, y otra abocelada y acanalada algo más trabajada, vienen a apoyarse sobre unos capiteles toscos, casi amorfos, que se apoyan a su vez en sendas jambas. La portada se cubre hoy por un atrio cubierto y tejaroz que apoya en gruesos pilares.
El interior solamente consta de una nave, los muros de piedra, y la cubierta de madera, formada por par y tirantes. Todavía mantiene, en signo de pureza constructiva, toda la nave adosado en su parte baja un banco corrido de piedra, donde se sentaban los fieles. Es muy bonito, a pesar de su sencillez, el arco de triunfo, tallado en sillares bien labrados, que da paso de la nave al presbiterio. Es un arco de medio punto doblado, sencillísimo, que apoya sobre sendos capiteles bien tallados mostrando hojas de acanto clásicas. Bajo ellos, las columnas, perfectas de talla, sobre collarinos y basamentas que las realza. Tras un corto tramo recto que ejerce de presbiterio, el ábside breve se cubre de una bóveda de cuarto de esfera, recorriendo la cabecera una línea de imposta moldurada similar al arco de triunfo.
A los pies de la vacía nave, permanece la pila bautismal original, del siglo XIII también, bastante deteriorada, pero que nos hace pensar en la belleza geométrica que supo contener en su inicial día. Porque aún se vislumbran cubriendo su oronda copa algunos motivos florales, hojas simples, puntas de diamante y molduras en zig-zag. Muy escueta de adornos, en todo caso recuerda a las sí conocidas pilas de los pueblos colindantes, El Sotillo y Las Inviernas, que posiblemente recibieron el tratamiento escultórico de un mismo equipo de tallistas.
Allí estuvo la imagen románica de la Virgen de Aranz, que pude ver hace ya muchos años cuando me la mostraron (todavía estaba cubierta de ropajes barrocos) en la iglesia parroquial de El Sotillo. Esta es una de las mejores imágenes de escultura románica que quedan en la provincia, y que supieron captar el mensaje de maternidad sagrada poniendo a María como trono de su hijo, Cristo niño. Esta talla, que ha recibido una exquisita restauración, y ha sido mostrada en numerosas exposiciones de arte por toda España, reconoce el mérito de haber sido creada para esta que hoy es ermita perdida en el monte de Aranz. Ella es la titular de ese apelativo, y cuando la gente del Sotillo me la enseñó, y me dijo cómo se llamaba, al yo decirles que Aranz significada Espino en euskera, me dijeron: “¡Claro, es que esta virgen se apareció a unos pastores entre las ramas de un espino!”.
La tradición iconográfica de la que nace esta imagen es sin duda europea, más concretamente francesa, y ese formato sería traído por los monjes benedictinos, y sobre todo cistercienses, que a lo largo de los siglos XII y XIII fueron viniendo a poblar los cenobios que, en la frontera con Al-Andalus, iban creando los monarcas castellanos, para afianzar el control del territorio fronterizo. Similares debieron ser las vírgenes que, dando título a sus respectivos monasterios, hubo en Monsalud, en Óvila, en Sopetrán, En Bonaval incluso… Sentada en un sitial entronizado, la mano derecha de la Virgen de Aranz está vacía, aunque es posible que portara una bola del mundo, como símbolo de autoridad y poder, con una flor de lis o una rama de espino en ella clavada, y con la mano izquierda sujeta de forma un tanto forzada a un Cristo Niño demasiado aparatoso en relación con su madre. El niño pone sus dedos índice y corazón, en alto, bendiciendo, y en la otra mano lleva un libro, el Evangelio, dándole calificativo de ·El Niño de la Sabiduría”. Lo curioso de esta talla son las coronas, simples, muy medievales y regias, que ambos personajes sujetan sobre su cabeza.
Todavía se hace una romería hasta esta ermita, el domingo anterior a la Ascensión, y el edificio se abre y puede visitarse. El resto del templo, permanece cerrado. Pero lo que más me ha llamado la atención es lo bien conservada que está, la ausencia total de cualquier otra edificación en su torno, y el aspecto que ofrece desde la otra orilla del pantano de La Tajera, porque incluso, según se mire, se ve el templo reflejado en sus altas, cuando estas están altas, cosa que ahora no ocurre. Me sigue pareciendo un milagro que este templo se mantenga en pie, y nos transmita con tal capacidad y fuerza evocadora, la vida que en su entorno palpitó, en los remotos siglos medievales.

Por Hijes, líneas románicas y plazuelas perdidas

hijes iglesia romanica

El viaje por los linderos de la provincia, más allá de Atienza y más acá de la sierra Pela, nos ha llevado hasta Hijes, un pequeño lugar en el que aún quedan vivientes animosos que cuidan sus huertas, labran sus pedazos y sacan a pastar sus ovejas por los contornos. 

Desde la carretera que de Atienza va a Aranda de Duero, sale un desvío que primero pasa por Ujados, mínimo también aunque cada vez más cuidado, y tras Hijes lleva a Miedes (la capitalilla del contorno y aquel alto valle) pasando luego revista a lugares tan encantadores como Cubillas y Bochones, lo que nos permite cerrar el círculo y volver a la castillera Atienza.

Pero hemos visto en Hijes tan espectacular ejemplo de arquitectura medieval, que nos hemos quedado especialmente aquí, a admirar de una parte su caserío, de un subido tono rojizo porque en su composición impera la roca arenisca, la “piedra rodena”, de esta zona frontera entre Guadalajara y Soria,  y de otra el templo parroquial que ha sido restaurado –magníficamente, por cierto- por parte de la Junta de Comunidades, en su campaña que ya va para varios años, de recuperación del románico rural de nuestra provincia.

Un templo sorprendente

Tiene Hijes una iglesia que debió ser planificada y construida en el siglo XII, aunque luego sufrió ampliaciones y arreglos. De lo primitivo queda su gran espadaña de poniente, de sillares poderosos y huecos para las campanas. Queda la puerta de acceso, abierta en el muro de mediodía, y queda entero el ábside, que cierra el templo por levante. Todos estos espacios y elementos han sido puntualmente restaurados, y ofrecen hoy un valor de viveza y pulcritud realmente elogiables. A la puerta le han desvestido de su antiguo pórtico de columnillas y añadido tejaroz, que ocultaba la prestancia de su decoración, y a los arcos que forman el ingreso se les ha hecho una limpieza total, quedando la belleza del rojo imperante de su piedra, sobre los oscuros y tristes tonos antiguos.

La puerta, de arcada semicircular, tiene tres arquivoltas planas, sin apenas abocinamiento. Las aristas de estos arcos son aboceladas, y en su parte visible se ven talladas numerosas rodelas, óvalos cuajados de perlas y ondulantes entrelazos: todo un mundo de sabiduría geométrica de raíz netamente mudejarizante. No es raro este aire, porque cerca, en Albendiego, y en Villacadima, quizás los mismos artistas medievales dejaron sus trazos tallados en la roca suave. También se decoran en Hijes las jambas que escoltan el vano de entrada. Lo hacen a base de rombos entrelazados y repetidos, estando las columnillas que sostienen a los arcos más externos culminadas por capiteles en los que aparecen tanto elementos geométricos bien dispuestos, como seres mitológicos (arpías enfrentadas) bajo unos cimacios que también muestran repetidamente talladas finas palmetas y entrelazos continuos. En definitiva, una portada románica bella y sorprendente, que muchos no conocían porque simplemente estaba sucia y tapada, hasta hace pocos años.

La cabecera del templo, el ábside plenamente románico también, aparece como muy elevado porque debido a la cuesta en que asienta el templo, lo tuvieron que hacer alzado sobre un alto zócalo. Se divide en tres paños mediante sendas columnas adosadas que culminan en capiteles simples, y que bajo el alero se acompañan de canecillos de nacela, muy simples. En los dos paños que quedan enteramente libres (el tercero tiene adosada la más moderna sacristía) se abren sendas ventanas de medio punto, con aristas vivas que se ribetean por simple chambrana. 

El salón abierto que se forma delante del templo, en el espacio que clásicamente ocupó el cementerio, y hoy está protegido de barbacana, es además un lugar de reposo y silencio, también restaurado y cuidado. ¿Qué más poder decir de esta iglesia que, aunque ya conocida y publicada hace muchos años, he “redescubierto” arreglada y prístina? Poco más, a no ser que la recomiende vivamente a todos cuantos se dedican, aprovechando las jornadas festivas de sábados y domingos, a viajar por la provincia y admirar estos pueblos mínimos, estos monumentos aparentemente insustanciales, pero que juntos vienen a formar uno de los patrimonios artísticos e históricos más densos y gozosos de toda Castilla.

Una arquitectura popular encantadora

Todavía mantiene este pueblo un contenido sabor de antigüedad y nobleza. Se lo confieren las viejas construcciones que [ya pocas] aún le quedan. Todas con su recio color rojizo, el del rodeno roquedal del que sacan los sillares para esquinas y aleros, para los grandes dinteles que se ponían sobre la entrada de las casas. Al buen gustador aún le quedan muchos momentos de disfrute en este ambiente.

Siempre que paso por Hijes, sin embargo, siempre me acuerdo de su plazuela. Un lugar al que hoy diríamos mágico, porque tenía intactas las formas, las texturas y colores de su inicial construcción, de varios siglos antes. Conseguí hacer una foto de aquel urbano rincón en 1972, y luego le dejé la imagen a Isidre Monés que supo reconstruir, con su gracejo personal, el lugar como si siguiera vivo y latiendo. Nada queda de él, y acabo estas líneas con el merecido homenaje a ese espacio, “La Plazuela de Hijes” que nadie cuidó, y que se dejó hundir, (si no se derribó aposta) sin que ningún corazón se resintiera por ello. El mismo destino de tantos rincones en esta Sierra irredenta.

Ochaíta, escritor y poeta

José Antonio Ochaita

Este próximo 17 de julio se cumplirá el medio siglo de la muerte, en Pastrana, de José Antonio Ochaíta García, escritor y poeta, uno de los valores más altos de la literatura alcarreña de todos los tiempos. Un aniversario que, por alcanzar la limpia cifra de los cincuenta años justos, se hace obligado recordar, y que espero sirva para llamar, con el suave toque de los dedos encima de una mesa, en la memoria de quienes se interesan por todo lo que atañe a la raíz honda de nuestra provincia.

Había nacido Ochaíta prácticamente 68 años antes, en Jadraque, el 8 de agosto de 1905, primer hijo varón de Antonio Ochaíta Bachiller, nacido en Trillo, y de Cesárea García de Agustín, nacida en Jadraque: un árbol de alcarreñas honduras, ya en la sangre.

Ochaíta ha sido un escritor que ha marcado un antes y un después en la literatura castellana. Porque lo que él hace no se había hecho nunca (ni los más explosivos poetas barrocos usaron tal aluvión de adjetivos y epítetos para describir la tierra) y luego ya no se ha repetido. Habrá quien diga que porque ese estilo no se lleva. Yo creo, más bien, que es porque esa capacidad de escribir y describir no la ha alcanzado nadie, por más que lo hayan intentado algunos. 

De esta muerte que ahora se conmemora, ocurrida en la noche de Pastrana del 17 de julio de 1973, sobrevenida “como del rayo” mientras recitaba sobre una tarima en el atrio de la colegiata, ha quedado en la memoria colectiva un hecho especialmente patético y asombroso: un poeta enamorado de su tierra, que muere repentinamente mientras, con la mayor pasión de su espíritu, recita el poema “Tengo la Alcarria entre mis manos” que ha escrito especialmente para esa ocasión.

Especialmente guardo memoria de aquella ocasión, por haber asistido personalmente a ella. Había cenado antes frente a él, en la Fonda de la Plaza, en Pastrana, y pude escuchar de sus labios la frase de “a mí me gustaría morir recitando versos…” que le salió a propósito de contarme lo bonito que le había parecido el cementerio de Hueva, que había visto desde el coche al venir al recital. Después, y todos con la boca abierta escuchando a Ochaíta aquel poema que todavía nadie sabía que iba a ser el último, nos sorprendimos al verle caer, como herido por un rayo, sobre el estrado. Nada se pudo hacer por él. Seguro que fue una hemorragia cerebral masiva al subirle la tensión en un acto de fuerte emotividad personal.

Sucinta memoria de su vida

Desde muy pequeño fue Ochaíta un enamorado de la literatura y el arte. Licenciado en Filosofía y Letras, se dedicó primeramente a la enseñanza en diversas ciudades españolas, dirigiendo también varios periódicos. En Cádiz tuvo una Academia y en Vigo fue redactor y director de un conocido diario. Su afición a la poesía le llevó a componer multitud de letras para canciones de corte español, que luego famosas tonadilleras repitieron por el ancho mundo: algunas de las más conocidas canciones de Concha Piquer, Juanita Reina y Lola Flores fueron escritas por José Antonio Ochaíta, y su composición de El Porompompero fue universalmente repetida. Junto a los maestros Valerio, Quiroga y Rafael de León, puede decirse que el arsenal de la más genuina «canción española» salió de la mano de este escritor alcarreño.

Pero no paró ahí su inspiración y maestría. Dedicado también a la creación literaria, produjo estimables obras de teatro, como la tragedia en verso «Canela», que escribió con Rafael de León y estrenó María Fernanda Ladrón de Guevara, y su famosa «Doña Polisón», drama de tintes hispánicos. Fue nombrado miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, y alcanzó muchas otras distinciones, entre las que debe destacarse muy merecidamente la de Cronista Oficial de la ciudad de Guadalajara.

Sin embargo, toda la inspiración, la sabiduría y la gran cultura de José Antonio Ochaíta se volcó en su quehacer poético, dedicando muchas de sus composiciones a las tierras y personajes de la Alcarria, donde se desbordó en forma de recitales, pregones y actuaciones múltiples. Ha sido escasa la obra impresa que nos ha quedado de este magnífico escritor. Un «Desorden» fue su primer libro de versos, dedicado a la madre que marcó su vida. Siguieron «Turris fortíssima» y «Ansí pintaba don Diego», rarísimos hoy de encontrar. La «Poetización de Jaén» vio la luz gracias al apoyo de su amigo Juan Manuel Pardo Gayoso, jiennense que fue gobernador civil de Guadalajara en los años sesenta, y un pequeño opúsculo sobre «Jadraque, balcón de la Alcarria» se repartió en minúsculo formato por la Diputación Provincial. La Caja de Ahorro y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja, le publicó su encendido canto al río Henares, «…conjunción de huertos y castillos», y aún el Ayuntamiento de Guadalajara hizo una corta tirada del texto del pregón que, bajo el título de «Guadalajara de todas las estrellas» pronunció en 1969 para anunciar las Ferias y Fiestas de la ciudad desde el balcón del Ayuntamiento. 

Algunos poemas y romances vieron la luz en la gran «Antología de la Poesía Española» dirigida por Federico Carlos Sáinz de Robles, y algo después de su muerte en el libro «Guadalajara en la poesía» que seleccionó José María Alonso Gamo aparecen las increíbles composiciones con que Ochaíta ganó los premios provinciales de poesía en 1966 (Molina de Aragón) y 1973 (Guadalajara) cantando al Señorío molinés y en una «septena» a los castillos provinciales, respectivamente. Otra de sus apariciones impresas, en «exposición colectiva», fue en la obra “Cien poetas en Castilla-La Mancha” que editada por Enjambre dirigió Alfredo Villaverde. 

Y finalmente, la gran Antología Poética del autor, que en edición conjunta del Ayuntamiento arriacense y la Diputación Provincial apareció en 1998, al cumplirse los 25 años de su muerte. Esa Antología, que por serlo es obligado resumen de su obra, ofrece sin embargo una magnífica perspectiva de la literatura que produjo José Antonio Ochaíta. De los cientos de versos que escribió Ochaíta, apenas hoy nos queda memoria de unos cuantos. Pero fue precisamente la recopilación que José María Bris, -que tan bien le conoció y compartió con él tantas jornadas- para esta Antología hizo, la que nos sirve para entrar en el ámbito del asombro. Un asombro que está apoyado en la emoción de lo que cuenta, en la belleza de cómo lo cuenta, en la pasión que se desborda.

Es lástima que las instituciones culturales (oficiales y privadas) de nuestra provincia, no hayan dedicado hasta el momento ninguna actividad tendente a recordar la figura y la obra de Ochaíta. En plena canícula tampoco es apropiado hacerlo. Para el otoño que viene seguro que tendremos ocasión de rememorar nuevamente los versos, de volver a escuchar las paladinas frases, de Ochaíta, que puso su amor en lo más alto de la veleta de la iglesia jadraqueña, y fue retumbando por los muros del castillo de Zorita, los tapices de Pastrana, las tocas monjiles de Almonacid y el boato dorado del marqués de Santillana cuando fue a tierra de moros, a cantar mientras luchaba.

Dos estatuas de Ochaíta

Han quedado dos imágenes, las dos iguales, de José Antonio Ochaíta, en sendos rincones de nuestra tierra. Son sendos bustos que fraguó, sobre la arcilla, el escultor Antonio Navarro Santafé, y fueron posteriormente vaciadas en bronce, y sobre pedestales de mármol puestas: la una, en la plazuela del Carmen, en Guadalajara; la otra, en la placita de Jadraque que se abre delante de la iglesia parroquial. La de Guadalajara le recuerda como Cronista de la Ciudad. La de Jadraque, como hijo predilecto de la villa.

Ahora solo queda rendirle el tributo de leerle, de gozar de nuevo con sus poemas arrebatados, de color y trama, con sus frases largas y asonantadas, salidas siempre del corazón. 

Setiles, historia, arte y naturaleza

Me sigue pareciendo un milagro que un pueblo, ya encauzado el siglo XXI, mantenga tan vivas y originales sus marcas de identidad, sus proyectos de siglos, sus edificios reverenciales y firmes. Setiles es un lugar donde parece que el tiempo se ha detenido. Desde hace mucho.

Llega el viajero a Setiles, en una calurosa mañana de verano, y se encuentra el pueblo de bote en bote. Es lógico: la mayoría de la gente que aquí nació, o sus padres o abuelos, han emigrado hacia el dinámico Levante. El pueblo, sin embargo, sigue en pie, cada año mejor cuidado, limpio y espléndido, conservando sus elegantes edificios, la rancia solera de sus esquinas de piedra rodena, los altos portalones adovelados de sus casonas, el rumor del agua de sus fuentes. 

Para quien ande buscando fuentes, antiguas y grandes, Setiles es un lugar ideal, porque hay dos: la fuente de abajo, según se entra al pueblo, enorme y espectacular, como barroca aunque construida a principios del siglo XX, con caños en sus dos costados, y un remote floripondiado. Y la fuente de arriba, que dicen que es de aguas medicinales, y cura gotas y reumas. Es bonita y centra una plaza llana. 

Tiene Setiles otras marcadas señas de identidad: la existencia de más de una docena de casonas típicas molinesas. Bien cuidadas aún, con escudos, grandes balconadas, molduras en sus entradas, rejas solemnes cubriendo sus vanos. Entre ellas, al viajero le entusiasma la “casa fuerte” de los Malo de Marcilla, que tiene todavía el aire de auténtico castillo, modificado a lo largo de los siglos, y hoy utilizado al menos por dos familias. En su esquinazo oriental se alza enorme un torreón en cuya altura hubo almenas y en el que todavía se ven saeteras y huecos aspillerados, para la defensa con flechas y bombardines. La portada, muy moldurada, del siglo XVII, tiene en lo alto el escudo de los Malo, con sus dos corderos en torno al Libro Sagrado. Junto a estas líneas pongo una foto que saqué en mi última visita.

Otra es la “Casa Grande” que empezaron a hacer para servir de sede a los Escolapios, que querían poner allí colegio, y al final ha servido de todo, hasta de sede de la Ibercaja, que la ha cuidado con el primor que esta entidad trata todos sus edificios.  La mejor, la que al viajero le entusiasma sobre todas, es la casa barroca que construyera en el siglo XVIII un cura llamado Diego Herranz y que hasta hace poco habitaron el tío Pedro y la tía Braulia. 

Historia de Setiles

¿Por qué el nombre del pueblo? En Zaragoza hay otro que se llama Sediles, y tiene la misma raiz. Quizás sea el “cercado de la carrasca”. Ranz Yubero en su obra “Toponimia Mayor de Guadalajara” dice que no tiene datos para esbozar una hipótesis sobre su nombre. Gregorio Checa López, en su magnífica y sorprendente “Historia del Pobo de Dueñas”, dice que ese nombre deriva de “Septum illex”, que significa “lugar cercado por la ley”, aludiendo quizás a algún asedio en época romana. Sin duda fue de inicio un asentamiento celtíbero, dada su proximidad a las minas de hierro. Minas de hierro que dieron la vida a Setiles durante siglos, y hoy están cerradas. Bueno, paradas, mejor dicho. Porque nunca podrán estar cerradas: eran unas minas al aire libre, que arañaban sin cesar la montaña en su costado más rico, la Sierra Menera de donde salía el hierro, que, sobre furgonetas, y atravesando el serrijón por un pequeño túnel, salía a Ojos Negros, que era la que llevaba la fama y salía en los libros de texto del Bachillerato.

Según el Madoz, a mediados del siglo XIX tenía Setiles 400 casas, y 40 niños acudiendo a la escuela de instrucción pública. Se mencionan las dos fuentes del pueblo, una de las cuales ya dice que tenían sus aguas propiedades medicinales para la curación de la clorosis y mal de orina. Entonces su mayor producción era la minera, de hierro. Tenía 102 vecinos, con 318 almas.

Y más historias de Setiles: En su inédita “Historia del Señorío de Molina” decía don Diego Sánchez Portocarrero: “Setiles es también pueblo antiguo desta Sexma [del Pedregal], ay mención dél en el testamento de la infante Doña Blanca. Su nombre pareze Romano, sincopado de “Septícolis”, epíteto de la ciudad de Roma por estar fundada sobre siete Montes o collados, hartos tiene el término deste Pueblo a que poder ajustar este nombre, en él ay una casa fuerte del Mayorazgo de los Malos de Marzilla”. 

La sesma del Pedregal tiene estupendos pueblos, cuajados de memorias, de monumentos y de viveza ahora. Setiles es uno de ellos, siempre en la divisoria de Aragón y Castilla. Elegido por ganaderos que en el siglo XVI para vivir allí, se empadronaron en el censo de los hidalgos, que no pagaban impuestos gracias a privilegios reales, que siempre protegieron a los propietarios de ganado, especialmente el lanar, origen de las mejores rentas de Castilla. Estos hidalgos recibían el título de “Señor”. Al menos 17 familias hubo en este pueblo con el título señorial y el privilegio de exención de pechos. Eran suyas las casas que hoy vemos con las esquinas y dinteles de piedra rodena tallada y su escudo en la clave del portón. Una huella en los papeles queda de aquello: existe todavía el título de Señor de Teros.

Hermosuras de Setiles

Nada queda del castillo que hubo en Setiles en la Edad Media. La defensa del Señorío por parte de los Lara suponía su construcción segura. Hay documentos que así lo afirman, pero no ha quedado ni una sola piedra del mismo. Solo el lugar, que señalan estuvo detrás de la iglesia, donde se han encontrado también huellas de castro celtíbero. No en “Los Castillejos” que es un paraje de la Sierra Menera donde hubo torre vigía. 

Y aparte de las ya mencionadas casas molinesas, de las fuentes, de la amplitud de calles y mejoría neta de viales y edificios, en Setiles destaca la iglesia, dedicada a la Asunción de Nuestra Señora, aunque la patrona o advocación más celebrada siempre ha sido la Virgen del Rosario. Así se lo explican al viajero dos amables señoras que andan esa mañana arreglando altares en el interior del magnífico templo parroquial. 

Se construyó esta en el siglo XII, a la hora de la repoblación. Luego en el XVII fue casi totalmente transformada y rehecha, siendo acabada su torre en 1622 por el maestro constructor Diego de la Peña. En 1663 se construyó la capilla mayor y se la puso el retablo. Fue destruida casi totalmente por un incendio a principios del siglo XX, siendo reconstruida con el trabajo de los vecinos poco después. De lo primitivo conserva la referida torre, orientada a noroeste, de airosa fábrica de ladrillo, rematando en cupulilla cubierta de tejado ondulado a cuatro aguas, revestido de tejas de cerámica verde y azul, al estilo de las iglesias de Aragón. La planta es de cruz latina, con marcado crucero. El interior, de una sola nave, muestra el altar mayor, obra de hacia 1730, en estilo barroco con algunas tallas interesantes. Fue su autor el maestro retablista molinés José Lanzuela, quien expresó lo mejor de su arte y técnica en esta pieza. El dorado corrió a cargo, ya hacia 1770, de los hermanos Pedro y Pascual Serrablo, vecinos de Blancas pero entonces residentes en Molina. Por los muros del templo aparecen otros retablos más pequeños del mismo estilo, apareciendo en uno de ellos una magnífica talla de Cristo crucificado.