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mayo, 2022:

Un alcarreño en América, don Antonio de Mendoza

antonio mendoza pacheco

La esencia de la tierra está fraguada tanto sobre pueblos y edificios, como sobre costumbres y personajes históricos. De todos ellos, destacan los Mendoza como esqueleto crucial de la tierra alcarreña. Y de esa larga lista de nombres, que García de Paz estudió al detalle y suponen más de 500, destaca don Antonio de Mendoza, el mondejano que llegó a ser primer virrey de América.

Más calles, monumentos y evocaciones de don Antonio de Mendoza y Pacheco deberíamos tener en nuestra provincia. Porque el personaje, un típico humanista volcado a la gestión, a la acción y a los fundamentos, dio tanto de sí que está unánimemente considerado como uno de los ejes de la primera acción hispana sobre el suelo americano. Allí le recuerdan, más que como primer virrey, ­–lo cual hace alusión a una etapa a la que los mexicanos de hoy no quieren asomarse– como promotor de la primera imprenta en el continente americano. Era entonces la imprenta una de las armas más poderosas para la conquista de las gentes (de las mentes también, de los espíritus). Hoy ese papel se lo ha arrebatado la televisión, con todas sus consecuencias.

¿Quién fue este don Antonio de Mendoza, a quien hasta la filatelia le ha dedicado algunas piezas a un lado y al otro del Atlántico? Caballero renacentista, había nacido en la villa de Mondéjar, hacia 1496, hijo del primer marqués de Mondéjar, don Iñigo López de Mendoza, y de su segunda mujer, Francisca Pacheco Portocarrero. Casó con Catalina de Vargas, hija del Contador Mayor de los Reyes Católicos, y de ella tuvo tres hijos. Se inició en la actividad política y militar en la Corte de Fernando V, siguiendo al servicio de su nieto el Emperador Carlos I, a quien, como todos los Mendoza, apoyó abiertamente en la Guerra de las Comunidades.

Fue Antonio de Mendoza el primer individuo que recibió el cargo de Virrey de un territorio americano. Obtuvo el nombramiento de Virrey y Capitán General de la Nueva España (México) el 17 de abril de 1535. De su gran obra en el nuevo continente, puede decirse que fue el impulsor de la organización de las tierras inmensas que constituían el territorio novohispano. Durante su gobierno se continuaron las empresas descubridoras de Las Californias iniciadas por Cortés. Creó en 1535, nada más llegar, la Casa de la Moneda en la ciudad de México; en 1536 dictó las ordenanzas de buen tratamiento a los indios, ordenó la minería, se realizaron las primeras obras para acondicionar el puerto de Veracruz, estableció la imprenta en 1539, y comenzó las gestiones para la creación de la Universidad de México.

Cuando siendo gobernador y Virrey de Nueva España, cayó en 1549 enfermo de cierta gravedad, su hijo Francisco de Mendoza se hizo cargo del gobierno novohispano. Es este un detalle que prueba la cohesión de la familia mendocina a la hora de controlar el poder sobre el territorio en que asienta. Pero este detalle, y el peligro real de que los Mendoza institucionalizaran un gobierno personal, e incluso hereditario, en la Nueva España, con el nacimiento del germen de una posible independencia del territorio, hizo que el Consejo de Indias actuara con rapidez y nombrara inmediatamente un nuevo Virrey, concretamente a don Luis de Velasco, hombre muy apegado a la Corona, dando a Antonio de Mendoza el Virreinato del Perú.

Llegó nuestro personaje a Perú en 1551, permaneciendo en el mando del gran territorio andino solamente diez meses, pues murió en 1552. Llegó además en un momento especialmente conflictivo, de crisis interna, y de enfrentamiento entre el poder civil y el religioso, lo que no le impidió realizar importantes logros, como la aplicación de las regulaciones sobre actividades procesales y judiciales; la reunión en Lima del primer concilio archidiocesano; la publicación de la Real Cédula que abolía el servicio personal de los indios y establecía su libre contratación. La ejecución de esta cédula ocasionó graves conflictos entre los colonos, estallando luego, en 1553, ya muerto don Antonio de Mendoza, un movimiento revolucionario en el Cuzco, encabezado por Francisco Hernández Girón, que terminó con la condena a la pena capital del cabecilla en Lima en 1554.

Es de destacar cómo los Mendoza actuaron de muy diversos modos, y en múltiples funciones, en la colonización de América. Allí fueron como militares y conquistadores, como funcionarios simples o de alto grado, como políticos en los Consejos Reales, como comerciantes y empresarios, como eclesiásticos, tanto en órdenes regulares como en altos cargos de la jerarquía episcopal, y como virreyes. 

Para saber más de don Antonio conviene consultar (en alguna biblioteca, porque hoy es ya libro raro de encontrar en librerías) el que escibiera Francisco Javier Escudero Buendía titulado “Don Antonio de MendozaComendador de la Villa de Socuéllamos y Primer Virrey de la Nueva España”, Ediciones Perea, El Toboso, 2003. Mucho se ha escrito sobre él, incluso yo le dediqué un capítulo en mi libro titulado “Mondéjar, cuna del Renacimiento”, porque manifestaron los documentos que allí había nacido este caballero. También ha escrito sobre él, poniéndole a gran altura moral en medio de un mundo complejo de trampas y traiciones, Antonio Pérez Henares en su penúltimo libro “Cabeza de Vaca” en el que la llegada del protagonista al virreinato de la Nueva España le supone un agudo trauma entre el comportamiento de dos alcarreños que por entonces lo controlaban: la vesania de Oñate y la magnanimidad de Mendoza.

Y una coda que conviene añadir, al enterarme ahora de que el Ayuntamiento de Guadalajara, y al hilo de conmemorar los 40 años de hermanamiento entre en las ciudades guadalajareñas de Castilla y Jalisco, pretende activar su mutuo conocimiento. Efectivamente, y aunque los tamaños y proyecciones de ambas ciudades sean difícilmente equiparables, no cabe duda que el origen de la mejicana, y la similitud de nombres, suponen ese compromiso de mantener relaciones cordiales, y muy especialmente en el ámbito de la cultura y el discurso. Este año va a dedicar monográficamente la ciudad de Guadalajara su Feria del Libro anual a la Literatura Española. Es la ocasión de que nuestra ciudad castellana tenga cierta presencia en ese evento, hoy ya el más destacado del mundo editorial mundial. Será un esfuerzo –tampoco excesivo­– que merecerá la pena, porque supondrá destacar, entre la población tapatía, los valores que un día marcaron el inicio de una aventura, y la continuación de la misma, en avatares diferentes y sobe personas renovadas. Un eje de ese nuevo hermanamiento, de esa presencia de nuestra Guadalajara en la de Jalisco, debería pasar por esgrimir el nombre, y la obra, de este alcarreño de pro, don Antonio de Mendoza y Pacheco. En todo caso, un nombre a recordar, entre los famosos de nuestra tierra, y un objetivo a recordar.

Martín Vázquez de Arce, un hidalgo castellano

doncel de siguenza

Conviene de vez en cuando recordar una de las figuras más definitorias de nuestra tierra, la del caballero guerrero y humanista Martín Vázquez de Arce, que luego en estatua mortuoria, conocida como El doncel de Sigüenza, ha venido a centrar el asombro de muchos viajeros, que saben de nuestra tierra por él, por su silenciosa mirada, pensativa tras haber sido lectora.

Se ha cumplido recientemente, este pasado año de 2020, el centenario de la salida a luz de la gran obra del catedrático e historiador del arte Don Ricardo Orueta, “La escultura funeraria española, provincias de Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara”, en la que por primera vez se estudiaba a conciencia la escultura más famosa de nuestra provincia, y quizás de España, la de don Martín Vázquez de Arce, “el Doncel de Sigüenza”. Para conmemorar esa efeméride cultura, creo que merece ahora pasar un rato recordando esta figura.

Fue D. Martín Vázquez de Arce (1461-1486) un hidalgo castellano del siglo XV. Aunque enterrado en Sigüenza, la vida de este joven transcurrió en Guadalajara, donde muy posiblemente nació. Se educó en la corte renaciente y humanista de los Mendoza, sirviendo junto a los vástagos de otras nobles familias. Su padre, don Fernando de Arce, tenía casas en Guadalajara, y sirvió al primer duque del Infantado, primogénito del marqués de Santillana, así como al segundo duque, don Iñigo López de Mendoza, constructor del palacio gótico que hoy exhibe Guadalajara. Obtuvo don Fernando la encomienda de Cortijo en la Orden militar de Santiago, y fue durante algunos años secretario personal del duque. Teniendo casa y empleo en Guadalajara, es lógico que allí residiera, educando a sus hijos con el gasto propio de la época. Y allí desarrollaría Martín sus iniciales estudios, ejercitándose en las artes de la guerra, en las de la liberalidad, en las del amor y el estudio. Sería poeta, certero justador, decidor elegante, pleno de coraje juvenil.

Martín Vázque murió un día de julio de 1486, cuando en compañía de su padre, de sus maestros, de sus amigos, alentaban la guerra cruzada de reconquista de Granada. El cronista Hernando del Pulgar nos refiere la campaña guerrera de aquel año, que comenzó en Mayo, y que condujo a la caída de Loja, de Illora y de Moclín. Martín Vázquez, su padre y los otros, había participado en sus cercos, con los que creían acabar con el poder andalusí de Granada. La corte del duque don Diego Hurtado de Mendoza, en la que servía nuestro doncel, se encaminó a poner cerco a Montefrío, pero aquella tarde de julio decidieron bajar hasta la misma vega de Granada, a la llamada “huerta del rey”, a talar campos y castigar cosechas, estrategia clave en la guerra medieval. En un momento, vieron como una nutrida tropa de moros atacaba y acorralaba a un reducido número de caballeros cristianos, pertenecientes al obispo de Jaén, García Osorio; los alcarreños volvieron grupas a protegerlos. Una breve lucha, los árabes ahuyentados, todo ha pasado. De inmediato, reorganizando las filas, un escalofrío recorre el espinazo de don Fernando Arce, del duque don Diego, de todos los amigos: han muerto en la refriega el caballero Juan de Bustamante, principal de Guadalajara, y el joven comendador santiaguista Martín Vázquez de Arce. Así lo refiere Hernando del Pulgar, a quien luego otros copiaron casi con las mismas palabras: «Murieron en aquella pelea dos caballeros principales; el uno se llamaba el Comendador Martín Vázquez de Arce, y el otro Juan de Bustamante, e algunos de los christianos».

En aquel momento recogió el cuerpo su propio padre y lo llevó hasta Sigüenza, depositándolo en la capilla catedralicia propiedad de la familia. El hermano del Doncel, por entonces prior de Osma, y más tarde obispo de Canarias, don Fernando Vázquez de Arce, se encargó de que al joven guerrero le cobijara una cumplida sepultura. En el fondo del arcosolio, esta leyenda escrita con letras góticas resume lo acontecido por entonces, en tierras de Granada: 

«AQUI YACE MARTIN VASQUEZ DE ARCE

CAUALLERO DE LA ORDEN DE SANCTIAGO

QUE MATARON LOS MOROS SOCOR

RIENDO EL MUY ILLUSTRE SEÑOR

DUQUE DEL INFANTADGO, SU SEÑOR, A

CIERTA GENTE DE JAHEN A LA ACEQUIA

GORDA EN LA VEGA DE GRANADA.

COBRO EN LA HORA SU CUERPO

FERNANDO DE ARCE SU PADRE

Y SEPULTOLO EN ESTA SU CAPILLA

ANNO MCCCCLXXXVI. ESTE ANNO SE

TOMARON LA CIBDAD DE LOXA, LAS

VILLAS DE YLLORA, MOCLIN Y MONTE-

FRIO POR CERCOS EN Q. PADRE Y

HIJO SE ALLARON.»

Se sabe, por documentos fidedignos, que don Martín Vázquez de Arce dejó una hija, y la dejó legítimamente reconocida. Se desconoce el nombre de la madre, las circunstancias del hecho. Pero después de la muerte del personaje, su hermano don Fernando, obispo de Canarias, se ocupó de cuidar a Ana Vázquez, hija de su hermano Martín. 

El sepulcro del Doncel

Quizás hubiera desaparecido de la memoria de los hombres, cinco siglos después de su muerte, la memoria de Martín Vázquez. Si no fuera porque su hermano Fernando decidiera labrarle un sepulcro de limpias formas y hondo mensaje. En la capilla de San Juan y Santa Catalina de la catedral seguntina, en el muro del evangelio, aparece este sepulcro, y lo hace mediante un gran arco de medio punto, que cobija a la cama en la que Vázquez descansa sobre los cuerpos de tres leones, que asoman sus cabezas bajo ella. El frente del sepulcro se divide en cinco fajas, de diversa anchura, ocupadas por motivos vegetales, que mantienen un ritmo de verticalidad, mientras que la central muestra el escudo del caballero, sostenido por dos pajes, vestidos de ropa corta alemana, con posturas que ayudan a dar a este espacio central una gran movilidad, sujetando el escudo con posturas diversas. El caballero, sobre la cama de alabastro, reposa su codo derecho sobre un haz de laureles. Recostado, alza el torso para leer el libro que entre las manos sostiene, y medita. Las piernas están indolentemente cruzadas. A sus pies, un pajecillo llora apoyado sobre el yelmo del caballero. Tras él, un león levanta la cabeza. La indumentaria del Doncel está magníficamente realizada, y describe al detalle el hábito militar castellano en la Edad Media: los brazos y las piernas se cubren de armadura metálica de piezas rígidas; el cuerpo lleva cota, que es de cuero por arriba, y mallas metálicas abajo; su torso está aún revestido de una esclavina lisa, atada al cuello por corredizo cordón, y en el pecho se dibuja una cruz roja de la Orden de Santiago. Del cinto cuelga la daga, y sobre la cabeza, peinada al estilo de la época, un bonete de paño. Descansa el caballero todo su cuerpo sobre la extendida capa. Y entre las manos, un grueso libro abierto en su mitad, que atentamente lee y al mismo tiempo le sirve de meditación. En las jambas del intradós del sepulcro, aparecen los relieves de Santiago y San Andrés. En el muro del fondo, una suave decoración floral con trama de rombos, y una cartela en la que, a caracteres góticos, lo mismo que en la pestaña del sepulcro, se describe la peripecia última del personaje. La parte superior de la hornacina se completa con una tabla semicircular, obra del primitivismo castellano de principios del siglo XVI, en que aparecen juntas varias escenas de la pasión de Cristo.

No se ha llegado a concretar quien fuera el autor de esta estatua. Quizás Gil de Siloé, Sansovino, o algún otro toscano o borgoñón viajero. Los últimos indicios y las relaciones estilísticas y documentales, orientan las sospechas de su autoría sobre el escultor Sebastián de Toledo, que tuvo taller en Guadalajara, donde cosas similares y para familiares íntimamente relacionados con los Arce, hizo en esa época. 

El conjunto del monumento funerario que guarda los restos de Martín Vázquez de Arce ofrece un discurso simbólico muy acentuado. En el frontal de la peana, dos pajes muestran el escudo que contiene los blasones del linaje de los Vázquez de Arce. El personaje se inscribe y señala como miembro de una familia hidalga, de probada virtud, de añeja prosapia. Y es él precisamente quien con su acto heroico, con su muerte temprana, inyecta nuevo valor a ese linaje. Apoya el brazo derecho la figura sobre un abultado haz de laurel, que es símbolo transparente de la Victoria, y que por su carácter de hierba inmarchitable presupone la eternidad del recuerdo. A los pies un pajecillo se muestra apenado, doliente, apoyando su brazo derecho sobre el yelmo metálico del guerrero. Símbolo de Tristeza por algo irrecuperable, como es el batallar galano, y la valentía serena del que cree firmemente en la razón que le mueve. El león, que puesto a los pies del muerto dice de su Resurrección, de su segura llegada a la otra vida. 

Y aun la postura y actitud del joven alcarreño, tendido en el descanso último, alza el pecho y la cabeza en espera de un futuro. Reposa y vigila. La colocación de las piernas de la estatua es de un gracioso cruce que hace a la izquierda, doblada la rodilla, montar sobre la derecha, completamente estirada y apoyada en el lecho. Así se enterraban los caballeros de las órdenes militares, los “cruzados” que habían llevado el símbolo de la Cruz como bandera de su actitud guerrera. La Guerra Santa que el Islam ejerce durante el Medievo, es contrarrestada con otra similar, -son las Cruzadas- por parte de la Cristiandad. 

El gesto último del personaje, la lectura, debe ser analizado. Un grueso volumen sostiene Martín Vázquez de Arce entre sus manos, férreamente amenazantes del objeto. Ha estado leyendo un momento sus páginas, y ahora deja caer la mirada sobre su borde superior, perdiéndose en un horizonte que existe más allá del suelo de la capilla. Ha leído, y medita. Pero ¿qué libro es el que sostiene en las manos del Doncel? ¿Cuál la lectura que le mantiene alerta y le sirve de meditación? Se han barajado posibilidades y se ha fantaseado sobre un tema insoluble. ¿Serán las coplas de Jorge Manrique? ¿El Tratado de perfección militar de Alfonso de Palencia? ¿Las Metamorfosis de Ovidio? ¿Los Evangelios? Sin duda don Martín Vázquez cumple como un caballero cristiano, y atiende al rezo, seguido de la meditación, de un Libro de Horas. Lleva así la espera en su segura resurrección. Y no es melancolía o tristeza lo que el Doncel expresa en su rostro irrepetible: es la serena visión del Más Allá. La muerte física ha purificado la mente, y la nave en que se embarca para su postrero viaje, guiada de un libro de meditaciones religiosas, tiene ese gesto de sobriedad, de desafección mundana. Martín Vázquez ha visto, comprende, está seguro.

Un año más, la Feria del Libro de Guadalajara

cuevas eremíticas de guadalajara

Este fin de semana llegará a su apogeo la marea del libro y las historias ciertas, o imaginadas. El Paseo de la Concordia, en el centro de la ciudad, albergará de nuevo ese maratón de presentaciones, encuentros con autores, novedades mostradas y proyectos en marcha. Será una Feria del Libro inserta en la Primavera de la ciudad, un lujo y un acierto, un encuentro de paz y caminos.

Pido excusas, antes que nada, por tratar cosas que se alejan un tanto de mis temas preferidos (la historia, el arte, las costumbres…) pero es que esta semana se celebra en Guadalajara, y en su Parque de la Concordia, de nuevo la Feria del Libro de Primavera. Y esta una ocasión de oro para hablar de libros y autores, para darle visibilidad a esta parte de la Cultura que se codea ya con los festivales de cine, con los conciertos de pop y con las performances de todo tipo, incluidas las que teñidas de cultura arropan simplemente un entretenimiento lúdico.

Y en ese camino de sacar trompeteando a la luz pública libros y autores, es el mejor momento de recordar temas que en semana anteriores me han ocupado unas líneas, y ahora juntas devienen coloreadas y vibrantes. Entre los autores, palpitantes están las obras recientes del profesor Juan Manuel Abascal Palazón, las del castellanista de corazón Juan Pablo Mañueco, las del eternamente joven Pepe Esteban Gonzalo, las del profesor Plaza de Agustín y el arqueólogo Fernández Ortea. Muchos más se codean con ellos, y a través de sus figuras y sus trabajos puedo decir que Guadalajara, hoy, bulle de entraña cultural a través de los libros, y de sus autores.

Muy sonada fue la presentación, en el Palacio del Infantado, del “Repertorio Arqueológico de la provincia de Guadalajara”, un estudio “a la alemana” que ha realizado a lo largo de las últimas décadas, el profesor de Historia Antigua de la Universidad de Alicante (aunque alcarreño militante por devenir de Tomellosa) Juan Manuel Abascal Palazón. A ese librote, de más de 600 páginas, no se le puede achacar nada, sino aplaudir por la cantidad de información que ofrece: todos los yacimientos arqueológicos de la provincia, sus piezas antiguas más destacadas, las referencias de quienes y cómo las han estudiado, con montañas de datos bibliográficos, índices detallados, temáticos y topográficos, etc. Una obra de tal envergadura que ha salido de las manos de su autor, y de sus editores alcarreños (Aache Ediciones) como un homenaje a la provincia que puede codearse con las más densamente dotadas de potencial arqueológico.

En sus páginas aparecen los mosaicos de Gárgoles, la espada de oro “de Guadalajara”, los tesorillos de Caraca (Driebes) y Recópolis, las estelas funerarias de Luzaga, los broches visigodos de Alovera, los grabados rupestres de Riba de Saelices en los Casares, y las murallas de castros fortificados arévacos y lusones en Riosalido, Guijosa, Anguita, Luzón, Checa y tantos otros lugares que hablan de nuestro pasado firme y vigoroso.

Tiene también muy buena pinta la obra castellanista de Juan Pablo Mañueco Martínez, un escritor muy grande (por su tamaño físico, y por el volumen de títulos que lleva ya puestos en las librerías y bibliotecas) que estará en la Feria presencialmente. Lo último que nos ha entregado es un estudio cronológico, claro y con comentarios personales de la grave Historia de las Comunidades de Castilla. Muy ilustrado el libro, y, sobre todo, bien documentado y organizado, de forma que esta efemérides, que tan irregularmente se ha celebrado entre nosotros, queda paladinamente recogida y ofrecida a los lectores. Hace pocos días, en un panel escultórico, el Ayuntamiento volvía a recordar este trance de nuestra historia en la puerta del Centro Cívico, como antes se había recordado en escenario puntual, en conferencias y congresos. Pero la idea, y el saber, que hace 500 años los habitantes de nuestra ciudad, como todos los de Castilla, pidieron a voces y con armas en la mano que se devolviera al país la dignidad robada por un rey extranjero y unos aprovechados “consejeros”, es lo que ha movido muchos recuerdos, y a Mañueco le ha dado pie para volver por sus fueros a tratar de Castilla, y de los castellanos.

No quiero insistir en ello, porque no me corresponde a mí hacerlo, pero sí doy la noticia breve de que en esta Feria aparecerá presentado un libro en el que he puesto muchas ilusiones, y muchos andares antiguos: es el titulado “Cuevas eremíticas de Guadalajara” que mañana sábado, al mediodía justo, y en la carpa central de la Feria del Libro, vendré a presentar con diapositivas e imágenes, correspondientes a ese patrimonio numeroso y curioso, pero hasta ahora ignorado, que son las cuevas artificiales talladas por el hombre y repartidas por toda la geografía provincial, que nos hablan de anacoretas, de santones, de eremitas y monjes retirados en las soledades de los páramos y allí enterrados, con reliquias, y entre jarales que hoy deben apartarse para llegar al profundo rumor de sus cuevas. 

Este pretendo que sea otro testimonio de ese Patrimonio olvidado y que debe ser rescatado, empezando por su conocimiento fiel, su explicación razonada y, por supuesto, su protección correcta, con señales, cuidados, limpiezas… la tarea de proteger lo heredado es complicada, porque hoy se promociona y apoya casi en exclusividad lo que surge en el día a día, olvidando lo que está ahí desde hace siglos. Pero todo tiene su voz, y reclama su cuidado.

De un autor seguntino al que ya pocos conocen –quizás por su larga vida, su densa biografía y sus méritos, innegables– viene también a la Feria dos libros curiosos, y esenciales para mantener palpitante la memoria de lo que vieron antiguos escritores en nuestra provincia. Él es José [Pepe] Esteban, autor de cientos de libros, pero en concreto de sus estudios sobre “Guadalajara y Galdós” y “Guadalajara y Baroja”. Estuvo entre nosotros este invierno pasado, en la Asociación de Amigos de la Biblioteca, y en la de Cabanillas, contando los chascarrillos literarios de su biográfica peripecia, y dándonos noticia de los que anduvieron por pueblos y vegas los escritores Benito Pérez Galdós y Pío Baroja. Aunque no pueda estar Esteban en esta Feria, su grata presencia, su jocosidad innata aparecerá reflejada en las portadas de sus libros. La fiesta de las letras le tendrá siempre por patrono.

De los misterios y las curiosidades, todas registradas en anales, documentos y archivos, viene a traer buena dosis el profesor Javier Fernández Ortea, que durante los pasados meses ha presentado, en la Asociación de Amigos de la Biblioteca, y en el Ayuntamiento de Pareja, su libro “Alcarria Bruja”, que ya ha conocido el éxito de ventas, de críticas y de lectores. Es otra muestra de ese quehacer serio y contundente que se ve apadrinado por empresas privadas que dejan su interés económico a los pies de la cultura que pugna por darse a conocer. Aache Ediciones y Océano Atlántico Editores, ambas de Guadalajara y con presencia en esta Feria, han laborado por dar vida a este libro, que es referencia obligada ya en el conocimiento de la historia de la Hechicería y la Brujería en la provincia. Muy amplio, muy documentado, muy claramente expositivo. Otro lujo que poder aplaudir en estos días.

Y aún cabe nombrar temas y personas que, superactuales por llegar en este momento a nuestras manos sus obras, han puesto su grano de arena en el conocimiento de nuestro pasado. En este caso, a través de historias, costumbres, y anécdotas de los pueblos concretos. Es el caso de José Antonio Alonso Ramos, quien nos ha sorprendido con su enorme historia de Robledo de Corpes, su pueblo natal, esencia de la Sierra y de la vida tradicional. Y el de Nuria Martín Herrero, que está a punto de sacar a luz su “Miralrío (1936-1939) con una buenísima relación anecdótica de la vida en un pueblo alcarreño durante los años de la Guerra Civil española. 

Por último, tengo que recordar a los valores de siempre, a esa gente que escribe e investiga, que imagina y pondera: a mis amigos y amigas que han confiado en mí para sacar adelante sus escritos, sus investigaciones y armonías. Por ejemplo, recordar a Francisco García Marquina, este año desparecido de entre los vivos, pero quizás más presente que nunca en los homenajes y antologías que se le han dedicado en estos meses pasados; a Marta Marco, toda juventud y batalla, modelando el idioma con sudor y garra; a Carmen Niño, que presiona la actualidad con su verso y su matiz, siempre atenta en el escenario y con una pluma en la mano; a Angel Taravillo, que no cesa, y de libro en libro mejora con sus historias y evocaciones de la Alcarria en siglos pasados. A Isidro Martínez, el cazador por antonomasia, a Yela Martínez, viajero de los caminos santiaguistas, y a Álvarez de los Heros, incansable caminante por la Ruta de la Lana, que nos ha mostrado clara y brillante. Pero también a Lirón del Prado, con sus rutas en bicicleta por la Alcarria, a Teodoro  Alonso Concha, con sus historias y relatos molineses, y a Serrano Belinchón, recorriendo caminos… son muchos y muchas quienes me han acompañado en este periplo de libros, de escrituras y de andanzas viajeras. Y a ellos rindo homenaje, mínimo, pero sentido, en esta hora de evocar libros y vivir entre ellos, y en la Concordia.

Las cabañas del Monte Llano de Tomellosa

monte llano tomellosa

En estos días aparece un estudio que puede calificarse como pionero, puesto que por primera vez alguien hace un Catálogo detallado de los chozos o cabañas de piedra de su pueblo, en la Alcarria. Esta primera andadura ha tenido lugar en Tomellosa.

Parece difícil, pero es cierto: pasados los 90 años de edad, se puede ser un pionero en toda regla. Este calificativo es el que le cuadra a don Juan Manuel Abascal Colmenero, verdadero Cronista de Tomellosa (aunque el Ayuntamiento de Brihuega, de quien depende, no haya querido todavía reconocerle este mérito). Y mis compañeros de redacción anden cada año devanándose los sesos con la persona ó personas que puedan ser acreedores a ese ideal título de “Popular de Nueva Alcarria” en áreas como el emprendimiento, o los valores consagrados. 

Abascal Colmenero, natural de Tomellosa, y con una vida prolongada tras sus espaldas en la ciudad de Guadalajara, es el prototipo de alcarreño benemérito que solo se ha ocupado en hacer cosas por su localidad natal: asociaciones, investigaciones, fiestas, recuperaciones, protección del patrimonio. Con un par de personas (o tres, a lo sumo) en cada pueblo como don Juan Manuel, esta provincia no estaba abocada, como hoy lo está, a la despoblación. Se mantendría viva, coloreada, proyectada al futuro.

Después de muchas décadas de búsqueda, de años de investigación, de tardes de escritura, ahora Abascal saca a la luz el acervo arquitectónico popular del Monte del Llano, que es una parcela, significativa pero no total, del término de Tomellosa, hoy incluido como pedanía de Brihuega. Se ha pateado palmo a palmo el monte, junto a su amigo Vicente Tejero de Andrés, y juntos han elaborado un catálogo de los edificios hechos con la técnica de la Piedra Seca en ese lugar. Les han salido un total de 32 edificaciones, algunas verdaderamente sorprendentes, y representativas de una época pasada, en la que la economía sustancial de los pueblos estaba en la agricultura y la ganadería que en sus términos brotaba y se mantenía.

Las cabañas de piedra

La obra de estas personas ha sido sencilla, pero fundamental. Cada día salían de su casa y se orientaban al alto del Llano, una parte eminente de la meseta alcarreña en la vertiente norte del caserío. Pateando el terreno, encontraban cabañas de pastores, todas ya sin uso, y las fotografiaban y describían con detalle. Así un día tras otro, alcanzaron a coleccionar 32 fichas que luego se plasmaron en páginas dobles (texto y foto) de un libro que ahora aparece con algo más que con la belleza de las imágenes y la sonoridad de las palabras. Porque lleva el adelantamiento (digno de aplauso) de ser la primera publicación que en nuestra provincia se ocupa en exclusiva de esta parcela del patrimonio, que sin protección legal alguna, y aún todavía sin el menor interés de nadie por preservarla, ellos han estudiado.

Las huellas de la vida popular, que se recogen en los tratados de folklore (casi siempre centrados en fiestas y danzas, en canciones y vestimentas) apenas tocan el aspecto hondamente popular de la arquitectura. Recuerdo aquel monumental estudio enciclopédico de Carlos Flores sobre la arquitectura popular española, y de otros muchos que trabajaron en ese tema, pero sin apenas éxitos a la hora de prevenir su desaparición, sus hundimientos, los allanamientos de viejos edificios, plazas, fuentes y, por supuesto, cabañas de pastores que ya, hoy, no sirven para nada.

Cabaña de pastores en el Monte Llano de Tomellosa

Hace una semanas saqué este tema en estas páginas, porque lo considero importante, Porque tal acopio de edificios populares (en Tomellosa aparecen 32, pero en el conjunto de toda la provincia pueden llegar a ser ¡asombrénse, amigos lectores! varios miles) no puede seguir siendo esquilmado como hasta ahora. No requieren gastos de mantenimiento, pero sí el esfuerzo de la vigilancia para que no se sigan derribando y destruyendo.

Desde la Edad Media en que fue elevada la ganadería al rango supremo de la economía castellana (había que cuidar, y acrecentar, la producción de lana, como elemento clave del potencial exportador) los pastores tuvieron el cuidado de protegerse de los elementos atmosféricos, de guardar sus aperos en medio del monte, y de proteger a los animales heridos, recién paridos o en peligro. Para ello levantaron construcciones en cualquier sitio, generalmente resguardadas, y hechas sin otro material que la piedra del entorno. De una parte, le limpiaban de estorbos para la siembra, y de otra armaban el hospital rural para sus necesidades. Un hospital mínimo, esencial, solo de piedra, sin argamasa, con algunos ramajes, como mucho, en su cubierta. Así nacieron (va ya para ochocientos años, aunque seguro que hay algunas más antiguas todavía, y, la mayoría, son más modernas de esa fecha) las cabañas pastoriles en la Alcarria.

El libro de Abascal Colmenero

En estos días aparece un libro que lleva por título “Las cabañas del Monte Llano de Tomellosa” en el que, a pesar de sus pocas páginas (no alcanza el centenar de ellas) muestra con profusión fotografías a color, vistas aéreas, detalles locales, y un plano desplegable final con el meticuloso detalle de los caminos y aún de los pasos que han de darse para contemplar estas construcciones tan populares.

El autor, don Juan Manuel Abascal, me hizo el honor de brindarme las primeras páginas para insertar en ellas un prólogo con el que he querido ilustrar a los recién llegados a este tema, sobre el valor y la proyección de sus volúmenes. Porque, como todo en la arquitectura, belleza y función se asocian tanto al aspecto externo, como al volumen espacial que crean en su interior.

En ese prólogo digo que “Las cabañas de pastor en la Alcarria tienen muchos siglos de existencia. Posiblemente sean de origen neolítico (nebulosa edad en la que se fragua la primera revolución consistente del ser humano, al pasar de cazador a agricultor y ganadero de asiento), aunque la mayoría de las que hoy conocemos fueron levantadas en el siglo XVI, cuando el apoyo de la monarquía a los fundamentos ganaderos hizo que fueran fundamentales en el día a día de la explotación agropecuaria.

Hoy calificadas como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, en algunos países de Europa y en varias regiones de España, a la de Castilla La Mancha no le ha llegado esa calificación oficial, por lo que estas construcciones perviven entre nosotros en una especie de limbo jurídico y desde luego al cuidado solo de la buena voluntad de propietarios y caminantes que junto a ellas pasan. Porque ninguna utilidad tienen ya, salvo la de alegrar la vista y evocar su pasado”.

El hecho de que muy pocas iniciativas, y estas parciales, en el camino de su estudio y protección se hayan hecho, esta obra debe ser calificada de pionera, porque es sin duda el primer aporte bibliográfico a este conjunto patrimonial que, desde ahora mismo, todos estamos obligados a considerar, conocer en detalle, y proteger debidamente. El autor, Abascal Colmenero, lleva muchos años haciendo revisión, uno a uno, de los documentos de sus archivos municipal y eclesiástico, naciendo de esa pasión una selecta colección de libros que sobre Tomellosa existen, unos sobre su patrimonio, otros sobre sus personajes, su historia y sus costumbres; otros, incluso, sobre sus paisajes y detalles naturales. Son así –como lo demuestra este nuevo libro– un servicio, un documento, un efectivo apoyo al patrimonio que hemos heredado, y que si desde las nunciaturas del poder no se toman medidas efectivas, irá desapareciendo paulatinamente. A los que tanto se preocupan por la subida de un par de grados de la atmósfera en los próximos 50 años (y otros detalles similares respecto al gas producido por las vacas al expulsar los residuos de sus digestiones), quiero recordarles que existen, al menos en Guadalajara –¡y no digo ya nada en toda España!– miles de edificios sencillos y elegantes que habrá que proteger también de alguna manera, para que no se nos quede el paisaje, el que ven los ojos y el que puebla el alma, sin esos detalles que con tanto amor levantaron nuestros abuelos.