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marzo, 2022:

Repertorio arqueológico de Guadalajara

La semana que viene tendrá lugar la presentación, en el Museo de Guadalajara (salón de actos de la 1º planta del Palacio del Infantado) de un libro capital y que hoy analizo, de prisa, pero con el detalle que requiere obra tamaña. Se trata del “Repertorio Arqueológico de Guadalajara”, del profesor Abascal Palazón.

En los inicios de la historia, y la conformación del ser de nuestra tierra, están los pueblos primitivos (arévacos, lusones, pelendones, luego romanos, algunos cartagineses, finalmente visigodos, y árabes…) que legaron sus formas de vida, sus caracteres, sus construcciones efímeras, a nuestra edad, entretenida (aunque no demasiado) en analizar esos restos, en discurrir sobre sus creadores, en montar teorías en torno a sus formas de vida, anhelos, pensamientos, religiones y arquitecturas. Todo ello, que no es poco, ha dado pie a la conformación de una parcela de la Ciencia que arrostran con entusiasmo algunos pocos científicos, entusiastas y aficionados, para quienes la Arqueología supone una parte importante de sus entretenimientos. 

Por vivir entre libros, y entretenerme en leerlos, y analizarlos, me cabe de vez en cuando la dicha de sostener en las manos algún nuevo ejemplar que ofrece información y datos sobre la tierra de Guadalajara. Sobre esta provincia, creada hace casi ya 200 años, y vertebradora de nuestras querencias.

Ahora me llega un “Repertorio Arqueológico de la provincia de Guadalajara” que es la obra magna de alguien ya magno de por sí, aunque solo sea por su resistencia y empeño en seguir un camino fijo aunque dificultoso. Juan Manuel Abascal Palazón, perteneciente a conocida familia guadalajareña, en silencio y trabajo ha alcanzado diversas metas como son el tener en propiedad la Cátedra de Historia Antigua en la Universidad de Alicante, haber sido nombrado Académico Correspondiente de la Real de Historia, y de la Real Sevillana de Buenas Letras. Incluso de haber merecido el nombramiento de miembro correspondiente del Instituto Arqueológico Alemán, título que acredita una forma de trabajar y de ofrecer resultados, que va más allá de lo que es habitual hasta ahora en nuestra patria.

Porque si de algo puede hacer gala este libro de Abascal, con más de 600 páginas de densa oferta informativa, es de estar hecho en el más genuino sistema germánico de las publicaciones científicas humanísticas. El rigor, el detalle y el sistema. Una pauta que se establece al inicio, y se sigue línea por línea, hasta el final. Y por eso principalmente, aunque también por la utilidad que para cualquier lector supone, este libro es merecedor de un cerrado aplauso, y de una admiración que sin duda va a despertar entre quienes saben discriminar las voces de los ecos.

El contenido

Cualquier libro es susceptible de ser analizado en dos visiones: el continente, y el contenido. Y cualquier publicación científica debe además, en este último aspecto, considerarse en función de lo que dice, y cómo lo dice. Lo que el “Repertorio Arqueológico de la provincia de Guadalajara” contiene es una larga sucesión de nombres de yacimientos arqueológicos existentes en los límites provinciales, considerados por sus nombres, y ordenados por municipios. Aparecen así más de 800 yacimientos, o sea, todo lo que se conoce a día de hoy. Solo por eso ya sorprende y rezuma utilidad. De cada uno de esos yacimientos, se mencionan las piezas y hallazgos más señalados, en detalle o en conjunto. Ese catálogo, desmenuzado, presenta además fotografías de muchas de las piezas, y la referencia bibliográfica del libro o artículo en que esa pieza ha sido estudiada. Solamente con esta exposición, uno puede darse cuenta de la magnitud del empeño. A ello se añade la sistematización, por lo que cualquier elemento que conforme la arqueología guadalajareña lleva ya asignada una coordenada identificativa.

Más cosas ofrece el contenido de esta obra del profesor Abascal: una inicial bibliografía con la referencia completa de todo cuanto se ha escrito sobre el tema. De tal modo, que dicho apartado, que va al principio, ocupa exactamente 80 páginas del libro. Las finales páginas, otras 35 más, están ocupadas por los índices, que son dos, el General y el Toponímico. Son cifras que manifiestan el detalle con que la obra está construida, sin posibilidad de fisura. Y, además, y por lo que se refiere al segundo aspecto del contenido, que es el modo en que se trata la información, decir que sigue rigurosamente las pautas germánicas de exposición, con ausencia total de comentarios o disquisiciones: todo es información, rigurosa y objetiva. Decir, además, que por lo inmenso que podría ser el material acogido, este Repertorio solo atañe a los periodos de la Prehistoria y la Edad Antigua, fundamentalmente pueblos autóctonos y celtíberos, romanos y visigodos, dejando la arqueología islámica fuera del estudio. Quizás alguien, en un futuro, se atreva con aporte similar para recoger lo que la Edad Media nos dejó también.

El continente

El libro pesa exactamente 1,65 kilos, tiene más de 600 páginas y está encuadernado en tela con incrustaciones doradas, guardado por una camisa que muestra al frente un broche céltico de los hallados en la Muela de Hijes, hace un siglo. Ha sido editado por la editorial Alcarreña AACHE y patrocinado por la Asociación de Amigos del Museo de Guadalajara y la Universidad de Alicante. 

Se incluye en la Colección “Proyecto Lucena” como numero 5 de la misma. Una colección de libros de lujo en la que todos los autores han sido profesores universitarios o académicos. Un intento más de la editorial alcarreña por ofrecer a los lectores interesados en la historia y el arte de Guadalajara los elementos claves para su conocimiento detallado. Intentando salvaguardar esos valores, en un mundo en que progresivamente van siendo ignorados, o incluso despreciados.

El autor del Repertorio… profesor Juan Manuel Abascal Palazón

El autor

Del profesor Juan Manuel Abascal Palazón poco podemos decir, porque como a todos los grandes hombres le sobra la humildad y no le gustan las alabanzas ni las endechas. Aquí recuerdo que la pasada semana este mismo periódico, al dar noticia de la aparición del libro, le titulaba como “un sabio alcarreño”. Palazón es (y son las breves noticias que aporta el libro en su solapa informativa) catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Alicante, Académico Correspondiente de la Real Academia de la Historia y de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, así como miembro Correspondiente del Instituto Arqueológico Alemán. En 1982 publicó Vías de comunicación romanas de la provincia de Guadalajara (reeditado en 2010) y desde esa fecha ha escrito un buen número de trabajos sobre la arqueología de la provincia de Guadalajara. Nacido en 1958, yo le conocí cuando era apenas un adolescente y colaboraba sin tasa de horas ni esfuerzos con el equipo de Dimas Fernández-Galiano Ruiz (primer director del Museo de Guadalajara) y Jesús Valiente Malla (profesor de Historia Antigua de la Universidad de Alcalá) más el grupo de iniciales arqueólogos que (tras las huellas de los pioneros marqués de Cerralbo y Juan Cabré) pusieron los pilares sustentadores de esta ciencia en nuestra provincia (María Luisa Cerdeño, Jorge Sánchez-Lafuente, Morére, Balbín, Cuadrado, Arenas, Gamo y pocos más). Él ha seguido con su trabajo de análisis y recopilación de datos, el estudio directo de las calzadas romanas, la interpretación de las lápidas romanas, de las que en estos momentos es uno de los más acreditados estudiosos de toda España, y ahora esta obra enciclopédica y definitiva, este Repertorio Arqueológico que para nuestra provincia es “agua de mayo”, un aliento constructivo que nos reconcilia con nuestro pasado. Una joya para la que solo cabe el aplauso unánime. El próximo jueves 31 de marzo, a las siete y media de la tarde, en el salón de actos del Palacio del Infantado, podremos escuchar a su autor las razones de su obra y los métodos empleados. Será una ocasión de oro para conocerle y felicitarle como merece.

Moshé ben Sem Tob también es patrimonio de Guadalajara

moshe ben sem tob

Una de las características sociológicas de la ciudad de Guadalajara durante toda la Edad Media, fue la convivencia fraternal entre las “tres culturas”, la cristiana, la judía, y la mahometana, dando pruebas de una madurez social que no se ha conseguido recuperar ni en tiempos más modernos.

En las estatuas/bustos que en el mandato de Bris Gallego el Ayuntamiento colocó en el paseo de las Cruces, queda muy bien reflejada esa confraternidad, pues la primera de las imágenes está dedicada a Izrak ibn Muntil, fundador de la primera Wad-al-Hayara musulmana, Y la siguientes es para Minaya Álvar Fáñez, pariente del Cid, y neto representante de la cultura cristiana dominante en la época. La tercera va dedicada a un rabino famoso, filósofo y alentador de la cultura y el pensamiento hebraico, nacido en nuestra ciudad, y aquí residente largos años: es Mosé Ben Sem Tob de Leónde quien hoy me ocupo superficialmente, al menos para incorporarlo a la larga y honrosa nómina de personajes que han cuajado, con sus vida y obras, en el patrimonio cultural de Guadalajara.

En Guadalajara existió, tras la Reconquista, una importante judería o comunidad hebraica, con sus sinagogas, y toda la estructura social y religiosa que comporta esa antigua y milenaria cultura. Dedicado el numeroso grupo de sus ciudadanos a la actividad comercial y artesana, también hubo destacados sujetos inscritos en el mundo de la intelectualidad, de la medicina y de otras artes liberales y que llegaron a ser muy apreciados por los monarcas y protegidos por éstos. Precisamente en los textos de los fueros municipales arriacenses ya aparecen rasgos nítidos de la importancia de los judíos en la ciudad. Así vemos que en el «Fuero Corto» de Guadalajara, otorgado por Alfonso VI en 1133, se leen algunas disposiciones favorables a «moros y judíos» equiparándoles en cierto modo con los cristianos. Y especialmente en el Fuero de Zorita, inspirado en el de Cuenca, se llega a admitir la práctica de juicios mixtos con jueces de ambas culturas para dirimir pleitos entre cristianos y judíos.

De la importancia que la presencia judía tuvo en Guadalajara, cabe destacar la publicación titulada «Las juderías medievales en la provincia de Guadalajara «, firmada por Francisco Cantera Burgos y Carlos Carrete Parrondo, en la que se testimonia la existencia de juderías en lugares como Sigüenza, Jadraque, Humanes, Baides o Cabanillas del Campo (lugar en el que, por cierto, las «Relaciones Topográficas de Felipe II» atribuyen su nombre a «unas cabañas que, para sus fiestas, tenían los judíos de Guadalajara»). Pudiendo añadirse lugares como Zorita (según lo demuestra nítidamente su Fuero), Hita, Brihuega y, por supuesto, la propia ciudad de Guadalajara.

Judíos en Guadalajara

Hay dos zonas de Guadalajara donde pueden concretarse la existencia de población judía: en los aledaños de la actual Estación de Autobuses, estuvo el llamado Castil de Judíos, lugar donde los de esta religión enterraban a sus muertos. De hecho, en los inicios de la construcción del nuevo Campus Universitario de Alcalá, que ahora se realiza, han aparecido multitud de cavidades mortuorias de aquella época. Mientras que la judería viva, el lugar de habitación y negocios, se establecía en torno a la iglesia actual de Santiago (lo que era la colación de San Andrés, cuya parroquia se hallaba enfrente) abarcando las actuales calles de Benito Hernando (que sería la calle mayor de los judíos), Ingeniero Mariño, Teniente Figueroa, y Mayor Baja (ahora Miguel Fluiters). En esa zona queda una calle con el nombre de calle de la Sinagoga, en recuerdo de una que allí debía haber, así como otra, llamada “de los toledanos” que se ubicaba en la actual cuesta de Calderón.

Esa convivencia pacífica que se desarrolló en nuestra ciudad entre los siglos VIII a finales del XV, sería protagonizada a través de la sociedad judía por sus rasgos económicos, sociales y culturales. Cabe recordar ahora el trabajo de José Enrique Ávila Palet, titulado «Algunos judíos de renombre en la Guadalajara medieval», presentado como comunicación al «I Encuentro de Historiadores del Valle del Henares», en noviembre de 1988 y publicado en las Actas correspondientes. El referido autor expone, con amplitud de datos, la memoria de figuras como Abocar, y la familia de los Arragel, uno de cuyos miembros, Mosé Arragel realizó una traducción al castellano de la Biblia hebrea, y otro de los cuales, Salomón Arraxel, figura como uno de los expulsados de España a finales del siglo XV. También las familias de los  Camanon, los Benviste, los Matud, tan importantes que poseían una sinagoga titulada como «la vieja «. Puedo aquí volver a recordar mi apreciación sobre el tema, que traté más ampliamente en mi “Historia de Guadalajara”, donde decía que Guadalajara en los siglos XIII y XIV fue «centro de la mística judía en Sefarad (el nombre hebreo de España)». 

El símbolo de Sefarad, en metal dorado sobre los pavimentos, se ve en muchos lugares de la España que fue lugar de asiento de judíos. La ciudad de Guadalajara y algunos municipios de la misma (Hita, Sigüenza, Molina) también fueron patrimonio fundamental de la Sefarad, pero ninguna de ellas se ha adherido a esa red todavía.

Mosé ben Sem Tob de León

Y es en esa sociedad, culta y benemérita, que aparece el nombre de Mosé Ben Sem Tob de León, el personaje que hoy glosamos. Su figura ha sido bien tratada por varios estudiosos de la llamada Cábala (la filosofía oculta de los hebreos), y por algunos historiadores de nuestra provincia, debiendo destacar en este sentido otra comunicación al congreso anteriormente citado, e igualmente publicada en sus Actas, debida a Emilio Cuenca Ruiz y Margarita del Olmo Ruiz y titulada «Mosé Ben Sem Tob de León, autor del «Zohar», ilustre vecino de Guadalajara en el siglo XIII». Estos autores consideran que Moisés nacería en Guadalajara hacia 1240 permaneciendo residente entre nosotros toda su vida, y escribiendo aquí, en su morada, su principal obra, el «Zohar» o «Libro del Esplendor» considerada la obra clave de la ciencia cabalística.

La Cábala, aunque es un término que preludia misterios, y para muchos constituye una ciencia cósmica difícil de entender, viene a describirse como un conjunto de doctrinas místicas y prácticas esotéricas para la interpretación de la Sagrada Escritura.

Aparece este término ya en el siglo XI, aunque la tradición hebrea dice que Dios Tahvé se la reveló a una Escuela Teosófica formada por ángeles en el paraíso y, a través de ellos, a Adan, Noé, Abraham, Moisés, etc. Sería este último quien iniciaría en su conocimiento a setenta ancianos, siempre de forma oral, llegando a David y Salomón sin que nadie se atreviera a dejarla manifiesta por escrito, hasta que, en la época de Tito, el Rabí Simón Ben Jochai lo haría en una caverna, donde permanecería toda su vida, constituyendo así un conjunto de manuscritos que desde entonces llevaron el nombre de «Zohar» o ”Libro de los Esplendores”.

Aunque nadie llegó a ver nunca (hablamos del primer siglo de nuestra Era) aquella manifestación escrita de ben Jochai, sería nuestro paisano Mosé ben Sem Tob quien haría público ese añejo saber en su «Zohar», y lo declararía públicamente en Guadalajara, señalando que escribía esa monumental obra siguiendo el viejo texto hebraico de Simón Ben Jochai. 

El tema despertó, como es lógico, un enorme interés en el mundo intelectual judío: los autores del trabajo mencionado citan que uno de los más importantes rabíes, Yitzchakde Acco, viajó a España para exigir a Mosé ben Sem Tob que le mostarse el manuscrito original, cosa que no puedo hacer por sobrevenirle antes la muerte, negando su viuda la existencia del citado manuscrito original.

Al “Zohar” deMosé ben Sem Tob se le considera como la tercera de las obras supremas del judaísmo, tras la Biblia y el Talmúd. Su importancia capital en el mundo hebreo, le ha llevado a ser traducido a múltiples idiomas, entre al castellano.

A finales del siglo XV, tras la Reconquista de Al Andalus por los monarcas Isabel (de Castilla) y Fernando (de Aragón), y por el influjo de clérigos y políticos con intereses económicos, en 1492 se promulgó el Edicto de Expulsión de los judíos de España. No hay estudios concretos sobre la cantidad de ellos que salieron de Guadalajara. Junto con el resto de judíos españoles dieron lugar al grupo de “judíos exiliados” que se denominan -hoy todavía- sefardíes o sefarditas, por proceder de Sefarad, la España de aquellos días. Deprisa y corriendo tuvieron que vender sus propiedades, sus casas, sus negocios… momento en el que algunos cristianos de la ciudad aprovecharon para comprar a bajo precio solares y elementos que fraguaron luego nuevas riquezas. Uno de ellos fue don Antonio de Mendoza, caballero y hermano del duque del Infantado, que levantaría su magnífico palacio renacentista en lo que fue antes el corazón mismo de la judería arriacense.

Estas memorias, estos personajes, estas vicisitudes, forman sin duda un núcleo denso de recuerdos, y de sustancias históricas, que afianzan y dan consistencia al patrimonio cultural de Guadalajara, cuyas huellas seguimos analizando.

La prosa escrita por Francisco García Marquina

homenaje a francisco garcia marquina

El pasado día 24 de febrero, la ciudad y provincia de Guadalajara, de la mano de la Fundación Siglo Futuro, rindió homenaje a la figura del escritor y poeta recientemente fallecido Francisco García Marquina. En esa ocasión, reflexioné sobre la obra en prosa de este autor, al que tanto debe ya nuestra tierra. Sus libros de viajes, sus biografías y memorias ha dejado retratada nuestra tierra con mano magistral.

Francisco García Marquina*, fallecido el pasado 7 de enero, no lo hizo en una cama de hospital rodeado de monitores y cables: lo hizo como lo tenía programado de antaño: en medio del campo, al sol del mediodía, a la orilla de un camino campiñero, viendo unas palomas zurear sobre el dintel de un tejado, sin más preámbulos, haciendo bueno el título de uno de sus libros: “Morirse es como un pueblo”.

El escritor Francisco García Marquina

La prosa escrita por García Marquina es tema que podría dar para una conferencia densa. Dará, seguro, en un futuro, para una tesis doctoral, para un Congreso incluso. Así es que debo caminar raudo en el repaso de esta parcela. Y empezar diciendo que si la poesía que escribió era como un paseo por la vida y sus circunstancias, la prosa está, casi en exclusiva, dedicada a los viajes, al andar por los caminos, a mirar hacia arriba y buscar las veletas que rematan las torres de los pueblos, el orondo sonar del agua en los caces, la conversación sabia de los aldeanos que encuentra.

El primero de sus libros –para mí sigue siendo el mejor– fue “Nacimiento y mocedad del Río Ungría”, con el que ganó el Premio “Camilo José Cela” para libros de viajes en 1974. Editado por la Institución Provincial de Cultura “Marqués de Santillana” al año siguiente, fui el primero en analizar la obra y hacerle una crítica. Me basé en las palabras que Camilo José Cela escribía en el prólogo: “el autor opina que [esto] huele a Cela, especialmente en dos cosas: su amor a lo concreto y el elemento sorprendente”. Y es a continuación el propio autor quien exime al crítico de su tarea, y dicta la clave de estas páginas: «Pero se independiza por otras dos: el tratamiento psico­lógico y la dosis de naturaleza». Vuelve a decir Camilo que este libro “lleva variadas actitudes y materiales: la poesía, la sabiduría, la geografía, la historia, el cachondeo…

«Nacimiento y mocedad del río Ungría», no es un libro de viajes. Es el libro de un viaje sólo, de una excursión que pudo hacerse en unas horas. Es el rescate, sin datos rimbombantes ni personajes famosos, de la historia. Porque también es historia el nacer y morir de los molinos, de las gentes que trabajan junto a ellos, y al fin se fueron a otros horizontes más dudosos. El derecho de lo humilde a su propia historia está aquí, en estas páginas sencillas, reivindicado. Pero por encima de todo se dibuja, como el humo de una fogata en la tarde de otoño, ya desvaída la luz, el dolor de la tie­rra. Y su esperanza.

Siguió Marquina, ya entrañado con Cela y su obra alcarreña, escribiendo la “Guía del Viaje a la Alcarria” que tuve la fortuna de editar, abriendo en Aache la Colección “Viajero a pie”, en 1992. Un recorrido por las huellas que dejó el viajero y un análisis de su montaje, de sus viajes varios, de sus acompañantes, de sus papeles timbrados, de sus paseos en autobús y de su gran dosis de inventiva frente a unas tierras y unos paisajes que no terminó de entender. El libro costó venderlo, pero al final está agotado y ahora vuelven las cabezas, en clamor, buscándole, porque sin duda es un libro sabio, y divertido. Un libro con mucha conversación detrás, muchas búsquedas, y algunas adivinaciones.

Los viajes de Marquina siguieron junto a los ríos guadalajareños. Primero se hizo el Henares. A su escrito le puso por nombre “Los pasos del Henares” apareciendo primero en un volumen común titulado “La letra de los ríos” que se formó con otros textos hidrográficos de Leguineche, Pedro Aguilar y Chani. Lo de Paco volvió a salir, en formato independiente, y en la editorial “Gato Verde” que con Toya Velasco creó, en 2004, y poco después, medio pirateado, en Portugal, por un admirador suyo.

Este libro es la esencia de Marquina. Es un libro magistral también, como todo lo suyo, pero que añade el sabor pícaro de tratar de lo que todos conocemos, de lo que tenemos ahí, a diez minutos andando, pero sin que apenas nos fijemos en ello. En su página 143 (escojo esto como podría haber escogido cualquiera de los miles de párrafos que el libro acoge) dice de la orilla en Humanes: “Como hoy estoy de buenas, no oigo el ruido de la maquinaria en una gravera cercana y enorme, ni veo los plásticos que abanderan los zarzales, ni las latas que están tomando el sol en la playa. Pero yo sé que hace 50 años las gentes bebían el agua del río que era transparente, y dejaba ver las piedras del fondo, cada uno en su color, según me ha contado María Victoria Cienfuegos, que ejerció durante muchos años como ángel celador del Río Henares, allá por la zona del Cañal”.

A este libro, además, le tengo un especial cariño. Porque en el ejemplar que Paco me regaló, puso esta dedicatoria: “A Antonio Herrera, mi hermano, en las letras, en la tierra y en el trabajo”.

Obras en prosa de Francisco G. Marquina

Dos años después siguió andando, esta vez junto al corto e intenso río Cifuentes, que va desde la villa de los Silva a sus cascadas sobre Trillo. De ese viaje, de poco más de 8 kilómetros, (la legua larga de los clásicos) surgió en 2006 “El Río de las Cien Fuentes”. Antes había visto publicar a la Institución “Marqués de Santillana” su sencilla, impecable, transparente como un carámbano, “Guía de los Castillos de Guadalajara”, en el que colaboré aportando la mayoría de sus fotos. Esos castillos los pateamos juntos, y es ahora el momento de decirlo: Marquina sabía ver en esas piedras tumbadas y humeantes más cosas de las que un simple historiador percibe.

García Marquina escribió de todo, ejerció de periodista, de biólogo, de ingeniero y de gestor cultural. Fue un humanista a quien llegaban las cosas del entorno y las analizaba como abriéndolas en canal, mirándolas con el objetivo minucioso de un atento sabio. Por eso Guadalajara, y sus gentes, echarán de menos a Marquina, porque era un referente.

La gran novela de García Marquina es la que tituló “Cosas del Señor” y se editó, él mismo, en 1998, en su sello “Óptima trabajos literarios y fotográficos S.L” Con sus casi 600 páginas densas, exuberantes de imágenes, personajes y sucedidos, nuestro amigo alcanzó la suma perfección, y una consideración de narrador y esteta que le valieron frases de Francisco Umbral (Un libro rico, riquísimo), de Raúl de Pozo (Una fábula bellísima) y del propio Cela (Una novela espléndida y absolutamente actual). Quien pueda, que la lea, o que la vuelva a leer. Yo lo hago de vez en cuando. 

La última etapa de Marquina como prosista, creciendo siempre en calidad y recursos, es la dedicada a Cela, a su amigo Camilo, con quien llegó a entenderse perfectamente, alcanzando ambos una amistad que nadie podrá, nunca, enturbiar. Una aproximación a las anécdotas celianas supusieron su obra “Cela, masculino singular” que editó Plaza y Janés en 1991. Pero el análisis de la obra literaria de quien alcanzó el Premio Nobel, y, sobre todo, el meticuloso saber de su vida y sus quereres, fue la esencia de la gran obra “Cela, retrato de un Nobel” que tuve la suerte de editar en 2016, cuando el centenario del escritor gallego, y que a todos gustó, excepto a su viuda.
Es este también un libro de viajes, porque toda biografía es un análisis del camino vital del biografiado. Con sus capítulos cortos y monográficos, sus frases claves, y sus fotografías inéditas, sacadas del álbum familiar, no habría podido encontrar Cela mejor biógrafo que Paco. Y así se lo hizo saber en muchas ocasiones. Fui testigo.

A ese libro cabe añadir sus epígonos: “La España de Cela” (2018) y “La Alcarria: el libro” (2019) en los que García Marquina consigue sacar más punta al lápiz, todavía. En el primero busca –y encuentra– las muchas razones por las que Cela amó España y se alegró de ser su ciudadano. En el segundo, y como dice el subtítulo de la obra, hace Paco “Un estudio del Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela. Otro más. El definitivo.

Lo último que escribió y firmó Paco fue el Epílogo al libro “Serranía de Guadalajara: despoblados, expropiados, abandonados” que ayer  (23-II-2022) presentábamos en la Casa de la Cultura de Azuqueca, y en cuya ocasión pude también rendir homenaje a la memoria de Marquina, evocando algunas de las frases que en esta epilogal ocasión escribió, en torno a un lugar que tan bien conoció y que amó con sinceridad. En las dos únicas páginas que al final de este libro de la Serranía van firmadas por Marquina, con la brevedad escueta, y la sentenciosidad de quien cree en lo que dice, afirma rotundamente: “Y este epílogo queda escrito para dar testimonio de aquellos hombres que vivieron heroicamente sin tener conciencia, ni hacer protesta, ni sentir vanidad por ello”. 

Quizás en esas dos páginas que ya figurarán como el testamento editado de Marquina, nos propone la esencia de sus quereres terrestres, porque en ellas dice lo que buscó, lo que encontró, y su aplauso: Mi mayor hallazgo fue encontrar a un pueblo que llevaba su pobreza con mucha dignidad, gente fuerte y austera, pero también compasiva, personas recelosas, pero también acogedoras, que vivían haciendo frente a una situación desfavorable. Que tenían una nobilísima cultura rural, una moral natural y un lenguaje sentencioso y vivo. Los campesinos eran gentes que no sabían de libros, ni de escrituras, porque allí no había nada que leer, ni nadie a quien escribir, y eran gentes calladas, aunque no mudas, porque las preguntas fundamentales que se hacen los humanos, que son el hambre y el amor, no necesitan palabras.

Con estas que le tomo prestadas a Paco, acabo esta evocación, y agradezco a todos su atención y, sobre todo, el aprecio para el amigo que se ha ido.

* Este es el texto íntegro que preparé para el Homenaje a Francisco García Marquina que el pasado 24 de febrero le tributó la Fundación “Siglo Futuro” en el Teatro Moderno de Guadalajara, y que por la premura de tiempo, y el gran número de participantes, tuve que resumir según leía. Aquí va entero, aún con brevedad, un estudio sobre la obra en prosa del escritor recientemente fallecido.

Un paseo por Valdelagua

valdelagua en budia

Un paseo por un pueblo que ha recuperado su vitalidad, aunque marcado por la temporalidad. Lo he visitado en estos días de invierno seco, y no he encontrado un alma por sus calles. El silencio, y la presencia vital de su templo románico, dan consistencia a este comentario viajero.

Un día de este invierno seco y luminoso que hemos tenido, decidí acercarme a Valdelagua, una localidad que hoy forma parte del municipio de Budia, pero que antaño fue pueblo, y aun villa, con jurisdicción propia, como lo delataba la existencia de un rollo o picota que hasta no hace mucho estuvo erigido en un costado del pueblo.

No es difícil llegar, porque hoy goza hasta de carretera asfaltada. Subiendo la cuesta de la CM 2013, desde Budia, y tomando a la derecha la salida de la GU-902 en dirección a Brihuega, cien metros después de dejar a la izquierda el Santuario de Nuestra Señora del Peral de la Dulzura se inicia la carretera que lleva, atravesando campos de trigos y un pinar, hasta la localidad de Valdelagua, que el día que la visité estaba vacía, con las casas hechas y cerradas, pero sin residentes viviendo en ella en ese momento.

La situación de este enclave, por demás pintoresca, está concretada en un vallejo suave, que corre hacia el Tajo desde la meseta alcarreña. Se llega por caminos fáciles, recientemente arreglados y hasta asfaltados, desde la altura de la ermita del Peral, atravesando la antigua dehesa, hoy casi huera de rebollos y con una presencia progresiva de repoblados pinos. El pueblo, en el que ha vuelto a verse habitado por gentes propietarias, si no de asiento, sí por temporadas y fines de semana, ha vuelto a resurgir, por el arreglo de algunas casas y de los edificios comunales. 

El valle en el que asienta, y que se llama el Vallejo de las Huertas, se ahonda con fiereza al paso de la localidad, y se convierte casi en una hoz que separa al pueblo en dos barrios, solo comunicados por un puente en la parte alta. 

Los cerros que le protegen son llamados de Valdedurón, las Peñas y el Cerrillo Cizo. Dicen que es sitio frío a pesar de su abrigo, porque el cierzo se cuela por ese profundo valle.

Vivo y dinámico en el siglo XVI, mandó Relaciones a la corte de Felipe II como se le pidió y fueron redactadas en 6 de diciembre de 1580 por Francisco Alonso y Cristan Camarero, junto a Jerónimo de Santoyo, que hacía de escribano de público en el lugar. Por esa relación sabemos que entonces tenía 36 vecinos, que multiplicados los hogares por el número de habitantes de cada uno, daban un total de 144 personas. Más o menos. Pertenecía entonces en señorío al marquesado de Cañete, y cobraba los impuestos el Duque del Infantado. En ella abundaban las carrascas, que haciéndolas leña se usaban mucho, y como fauna comestible usaban las liebres, conejos y perdices. Por haber poca agua, no podían aprovechar las huertas. Tampoco dehesas ni pastos, y en general el término constaba de “tierra fragosa de barrancos y cuestas”. Las casas eran hechas de tierra y piedra, como en Castilla toda, y el término era, en definitiva, “corto y de poco provecho”. No es de extrañar que con los años, los siglos de escaseces, y las llamadas de lejos, la gente se fuera, toda, a vivir en otros sitios.

A destacar, en su corto patrimonio, la iglesia parroquial, hoy en ruinas. Con los muros intactos, sí, la fachada entera y su puerta cerrada, pero sin cubierta. Es un elemento singular y hermoso, de estilo románico, aunque con reformas posteriores. De lo medieval muestra la silueta de su gran espadaña, orientada a poniente, de remate triangular, y con hueco para las campanas. Toda su fábrica es de piedra caliza, con un color rojizo que la confunde con el terreno. Está en lo alto y tuvo al sur un atrio, y al norte un cementerio, que ha ido progresivamente escurriendo por la cuesta, y hoy amenaza también con venirse rodando al profundo lecho del barranco.

En la parte baja está la ermita, perfectamente restaurada, y una fuente con lavadero. Hay un viejo molino de aceite, a la entrada, más un horno y un viejo edificio de concejo, muy alcarreño en consistencias de arcilla rojiza, maderas y argamasas que le sostienen. Delante del concejo, se levantaba la picota, símbolo evidente de su categoría de villa. Sobre unas gradas de piedra bien tallada, lucía el pináculo de piedra gris, de fuste cilíndrico, y posible remate en capitel del que saldrían, a los cuatro vientos, los elementos (perros, dragones, leones o monstruos) que denotaban la universalidad de la justicia aldeana. Estuvo en pie esta picota hasta hace no más de 30 años, en que una noche fue derribada por un grupo de jóvenes gamberros. Desbaratada quedó, abandonados sus restos. Hoy no he podido ya ni encontrarlos. Y, en fin, en Valdelagua hay muchas bodegas excavadas en el terreno pendiente. Además de un centro social, y una Sociedad de Vecinos y Amigos de Valdelagua, que promueve su mejora continua. Hay casas, nuevas, rehechas, cada vez más, y hay muy buena gente.

Desde remotos siglos, aquí vivieron los no más de treinta vecinos que lo poblaban de la agricultura de secano en el alto, en la alcarria (trigo, cebada). También había algunas viñas, los árboles, pinos y robles. Vivieron de los productos de los huertos, de la ganadería (algunas ovejas) y de las colmenas, pues es este un valle que, se le ve desde lejos, es muy colmenero, tiene miel de “mil flores”. Y de los olivos, del aceite, poco más… era una economía de subsistencia.

Y por hablar de fiestas, recordar que en Valdelagua la fiesta grande fue siempre la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre. El día de antes, la noche de antes, se encendían hogueras. También celebraban la Octava del Señor, la Octava del Corpus. Fiestas, a lo que se ve, entrañadas en el Cristianismo.

Hoy la fiesta es el domingo siguiente al que en Budia celebran a San Pedro. Se reúnen todos los habitantes, hijos del pueblo, oriundos, y hacen caldereta, juegos, música…. dan razón de ser.

Cerca está Picazo, otro despoblado total que ha vuelto a cobrar vida. Abandonado del todo en 1982, ahora han surgido casas aisladas y huertos en torno a dos calles paralelas. Pero de este hablaré otro día, porque lo merece también.