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febrero, 2021:

Lecturas de Patrimonio: la iglesia de Las Inviernas

iglesia romanica de las inviernas

En la Alcarria Alta, en torno al Tajuña, numerosos y densos bosques de quejigo, encina y algunos pinos abrigan a los pequeños pueblos que aún quedan vivos. Uno de ellos es Las Inviernas, que un día de invierno luce luminoso, cubiertas las umbrías de musgos gélidos. Subimos al alto, a ver su iglesia.

La iglesia, en lo alto del pueblo

En lo más alto de la pequeña población se alza el templo, dedicado a la Inmaculada. Es románico en su origen, levantado cuando en el siglo XIII todo era actividad y fundaciones. De aquella época queda la portada y el muro de mediodía, en la alto del cual lucen los canecillos, simples pero lobulados, siendo uno de ellos de entrelazo. El interior del templo es de una sola nave, bien cuidada hoy, enlucida y con yeserías en las bóvedas. El crucero da paso al breve presbiterio, que llena la cabeza cuadrada del templo. Pero todo ello es del siglo XVI al menos, o más moderno incluso, porque la capacidad del viejo templo medieval hubo de aumentarse ante el crecimiento de la población en tiempos modernos.
La espadaña es llamativa, solemne, de época manierista, tiene dos cuerpos, más grueso el inferior, donde aún se adivinan cegados los dos huecos del viejo campanario románico. Se recreció la obra, y ahora en lo alto se ve un cuerpo superior que se divide por moldura resaltada en dos cuerpos, y en el que se alojan las campanas. Sobre el muro norte apoya un simple edificio que al interior acoge la sacristía. Nada más de interés cabe decir del edificio propiamente dicho.

La portada, un románico esencial

Lo mejor de esta iglesia de Las Inviernas, y que por sí solo merece la visita, es la portada principal, orientada al mediodía, asentada en el muro y protegida por un porche con cubierta a tres aguas y apoyado sobre cuatro altas columnas. La portada consta de tres arquivoltas semicirculares, las dos interiores alternan decoración de boceles con nacelas, apoyando sobre un cimacio con dos columnas a cada lado. Estas columnas tienen basa, fuste y capitel, como todas las que se precien, y los cuatro capiteles, muy semejantes entre sí, bien tallados y estupendamente conservados, tienen una decoración geométrica de tipo tramado de cestería. Un adorno muy característico del románico, especialmente del influido por el Císter, que se aferra a lo meramente geométrico y con dibujos, olvidándose de la iconografía. Nada explican esas formas, pero tratan de ofrecer al fiel, al visitante, al vecino de lo población en que se han puesto, un sentido de solemnidad y de entronque con lo espiritual simple. Ese tramado de cestería se usa mucho, en la Edad Media, como adorno esencial de la caligrafía solemne de los códices y evangelios, un elemento que arranca el sentido espiritual y humano de los mensajes dictados por Dios y sus ministros. También se ve en capiteles de templos, y en nuestra provincia lo vemos en Campisábalos (ábside) y en Labros (portada), reconociendo su origen en formas más antiguas, visigóticas, como lo denotan los grandes capiteles de ese mismo estilo que se ven en la iglesia del castillo de Zorita de los Canes. Aquí en Las Inviernas, la talla de estos capiteles comulga tanto de la geometría de entrelazo, como del acople geométrico y equilibrado de las puntas de diamante, que es otro elemento muy utilizado por el románico, al menos en nuestra comarca.
La portada se completa con una arquivolta exterior que es realmente chambrana adornada por escuetas bolas, y la arcada interior es de arista viva que descansa sobre jambas, todo ello simple y sin decoración, porque no recibieron órdenes de esmerarse en adornos los tallistas que elaboraron esta entrada, que, en todo caso, y ochocientos años después de haber sido construida y tallada, nos da imagen de serenidad, equilibrio y belleza contenida.

Pila bautismal de la iglesia de Las Inviernas (Guadalajara)

La pila bautismal

Frente a la entrada al templo, arrimada al muro de septentrion, está la pila bautismal, que es un ejemplar perfecto, arquetípico de estas piezas patrimoniales. Importantes todas, porque son como un cordón umbilical que unen muchas iglesias rurales de hoy, con sus orígenes medievales, con el inicio de la repoblación, con sus ancestrales sentimientos. En muchas de esas pilas bautismales han recibido el sacramento católico del bautismo todos los miembros de las generaciones que van desde la “fundación” cristiana del templo, hasta hoy mismo. Y todos los que mantienen la Fe, y son conscientes de esos lazos, sienten una lógica, una clara emoción al ver la pila. La de su pueblo.
Muchos lugares han visto caer por completo sus viejos templos medievales, y alzarse otros nuevos, más grandes y capaces, en la época moderna del Imperio de los Austrias, cuando la nación aumentaba en población y en riqueza. Otros aún han visto derrumbarse sus templos y alzarse otros nuevos, incluso contemporáneos. Pero la pila, siempre queda: es tan pesada, es una roca tallada con fundamento, tan del terreno, tan “de todos”, que nadie se ha atrevido a tirarla. Esa es la fuerza que tienen estos pequeños monumentos. Uno por pueblo.
La de Las Inviernas, de piedra caliza, está constituida por una copa semiesférica y su exterior está decorado limpiamente con unos arcos de medio punto, sustanciados en gallones que llegan hasta la basa. Estos arcos, recorridos por finos cordones, parecen tener un inicio en ligera forma de herradura (recuerdan a los que en otras pilas próximas se ven, como la de Hontanares, o la de Henche) y en todo caso tienen un carácter de ligereza y elegancia poco comunes. El toro de la basa es muy pronunciado y sin adornos.
No hay duda de que la visión de esta pila mueve resortes en el interior de quien la contempla, y son mecanismos que nos llevan a la ternura por su delicada simpleza, y a la admiración por el mantenimiento con latido de una tradición litúrgica y de unas formas que resumen el mensaje evangélico.

Lecturas de patrimonio: la Cruz de Alustante

alustante

Es la orfebrería el arte de domeñar la plata, el oro y otros metales preciosos, para dar forma con ellos a piezas de adorno y galanura, para ser lucidas en boatos personales, o en ritos eclesiásticos. De la orfebrería religiosa cristiana, son infinidad las piezas que a lo largo de los siglos han brotado para adornar templos, y con ellas realizar ritos y despertar devociones. De todas ellas (custodias, cálices, navetas, portapaces, incensarios y demás) son las cruces parroquiales las que han concitado la mayor devoción y el mejor cuidado en su factura.

En la provincia de Guadalajara hay todavía infinidad de piezas que admirar. Muchas se han perdido a lo largo de los siglos, especialmente en tiempos de guerras y revoluciones, que han servido para el saqueo ejercido por las tropas enemigas y por el afán purificador de unos cuantos inmaculados. Hoy algunas están conservadas en los Museos de nuestra tierra (especialmente el Diocesano de Sigüenza, el de Arte Sacro en Atienza y el de la Colegiata de Pastrana) pero la mayoría siguen estando en los pueblos para los que fueron hechas, aunque muy guardadas, a veces troceadas, en casas particulares y armarios no confesados, para evitar su robo.

El hecho cierto es que el conjunto de la orfebrería provincial, que es un capítulo denso y riquísimo de nuestro patrimonio, sigue ahí, medio olvidado del común y apenas mencionado en guías y libros de arte, pero guardado a la espera segura de tiempos mejores. Una historiadora que ha estudiado de forma amplia, rigurosa y profesional este capítulo de nuestro patrimonio, es la profesora Natividad Esteban López, quien nos ha dejado en forma impresa parte de su trabajo, presidido por su aún inédita tesis doctoral “Orfebrería de Sigüenza y Atienza” que defendió en la Universidad Complutense de Madrid en 1992.

La cruz de Alustante

Cuando en el verano de 1973 andaba yo recorriendo los límites provinciales, con el interés de visitar templos, castillos y casonas molinesas, me acerqué por Alustante, cuya parroquia regentaba a la sazón don Anselmo Novella, y tuve la oportunidad de ver, fotografiar y estudiar la cruz parroquial, cuyo breve estudio añadí a un artículo que apareció después, en 1977, en la entonces Revista de Estudios de Guadalajara “Wad-Al-Hayara”. Una cruz que Layna Serrano vio antes en el viaje que hizo a Alustante en 1934, y de la que dijo (“Arte y Artistas de Guadalajara”): ”joya valiosa de esta parroquia es la cruz procesional de plata sobredorada, obra del mismo siglo y cuyos datos documentales no tuve tiempo de recoger en el correspondiente libro de fábrica”. En el libro que sobre la historia, patrimonio, naturaleza y costumbres de Alustante, titulado “Alustante, paso a paso” firmado por A. López, J.C. Esteban y D. Sanz, en 2012, no se la llegaba a mencionar. Pero lo verdaderamente destacable es que la pieza forma, indudablemente, en lo más alto del ranking de obras de orfebrería histórica en nuestra provincia. Será una de las piezas más destacadas del gran catálogo de orfebrería y cruces parroquiales que estoy preparando para publicar pronto en forma de libro.

La Cruz parroquial de Alustante
(dibujo de Antonio Herrera Casado)

La cruz

Aparatosa y llamativa, esta cruz alustantina cuesta trabajo sostenerla entre los brazos, porque pesa muchos kilos. Como mejor se lleva es con el asta clavada en un hastil, para lucirla y exponerla en procesiones y ceremonias. Sería prolijo describirla en todos sus detalles, pero para eso están las fotos y el dibujo general que hice en su día de esta pieza.

La parte anterior, el anverso, se centra por un círculo gallonado con tallas vegetales en los ángulos, y en su interior disperso un paisaje (Jerusalen) alumbrado del Sol y la Luna, con una figura exenta central de Cristo crucificado con tres clavos, larga cabellera y paño de pureza flotante y ligeramente despegado. Los medallones que centran los trilóbulos de los extremos presentan figuras talladas en plata de las cuatro santas mujeres que acompañaron a Cristo en el Calvario: arriba, la Verónica sosteniendo el paño con el rostro de Jesús; a los lados Santa María, madre de Cristo, cubierta de denso manto y María Salomé, su pariente, del mismo modo revestida; y en la parte de abajo María de Magdala, penitente, entre rocas, sentada y acompañada de vasos de esencias.

La Madonna que centra el reverso de la cruz de Alustante,
obra de Jerónimo de Covarrubias.

La parte posterior, el reverso, se centra por una pieza tallada en plata que es realmente majestuosa, de lo mejor de la orfebrería de nuestra provincia. Aparece Nuestra Señora la Virgen María sentada y sosteniendo a su hijo, el Niño Jesús, en actitud de Madonna protectora, con anchos mantos, muy en la línea del diseño de esta figura por los maestros del Renacimiento italiano. Y en los trilóbulos los cuatro evangelistas, a saber: San Juan arriba, acompañado de un águila; a la derecha San Lucas, con un toro, a la izquierda San Marcos con un león, y abajo San Mateo con un ángel. 

El resto de la cruz, que es plenamente plateresca, puede fecharse nítidamente, gracias a la cartela bajo el Cristo, en 1565.El resto de la superficie se cubre con grutescos y algunos medallones más, cuatro en cada lado, con pequeñas caras de mujeres, así como angelillos, trofeos, armas, bichas y roleos vegetales. La macolla es más basta, toda ella obra del siglo XVII. Está formada por un cuerpo cilíndrico, dividido en tramos mediante columnas adosadas, y en esos seis tramos aparecen hornacinas con decoración vegetal y en su interior seis figuras de apóstoles. Más un cuerpo prismático con aristas que sirven para machihembrar la cruz, todo ello rematado abajo por una vara cilíndrica con líneas incisas. En la macolla se lee: «Hízose esta obra año de 1711 siendo cura dn Joseph Sanz Maiodorm Ber dino Sred». Esta macolla está firmada por Francisco Maldonado.

El autor

El autor de esta maravilla fue Jerónimo de Covarrubias, un platero que formaba en el gremio de los de Sigüenza, que había nacido hacia 1540, y que ya había muerto en 1600. Su padre era Martín de Covarrubias, también platero, afamado, de la ciudad y diócesis, y su madre Lucía Olivares. Él mismo casó, en 1564, con Isabel de Bayona (hermana del también platero seguntino Matías de Bayona), y con ella tuvo al menos cinco hijos, el primero (Leandro) muerto a poco de nacer, y los otros crecieron con los nombres de Isabel (1572), Martín (1574), Leandro otra vez (1577) y Baltasar (1580). Vivió y mantuvo su taller en la Calle Mayor de Sigüenza, y fue feligrés de San Pedro. En el Concejo seguntino ocupó varios cargos, como el de Mayordomo del Arquilla (dos veces) y el de Repartidor de Servicios.

Aparte de la cruz de Alustante, se conocen hoy todavía varias obras suyas, acreditadas por la marca que en ellas ponía, y por su calidad innegable. Entre ellas cabe mencionar una cruz de plata que construyó para la parroquia de Santa María del Rey de Atienza (1569), otra para la parroquia de Aldealázaro (Segovia) en 1578, otra para la villa de La Toba, cerca del Henares, y una gran custodia para la catedral de Sigüenza. Además se le adjudican los arreglos que se hicieron a la cruz de Santamera (1585), y varios cálices de subido mérito (Cercadillo, La Huerce, Galve de Sorbe y Cañicera, en Soria). Activo entre 1563 y 1593 (años entre los que existen documentos y obras firmadas), su punzón personal llevaba en tres líneas la inicial de su nombre y el apellido, de esta manera “G / COVARV / VIAS”. Y ello junto al escudo sintético de la ciudad de Sigüenza. Que de esa manera vuelve a manifestar su omnipresencia en el mundo del arte, de la historia, de la cultura…

Lecturas de Patrimonio: las salinas de Imón

las salinas de Imon por Antonio Trallero

También son patrimonio los lugares donde se han extraído minerales, de una u otra forma: la sal, la plata, el hierro o la turba. De esos “patrimonios mineros” cabe hablar y apuntar la importancia que tienen para mantener vivo y en la memoria nuestro patrimonio.

En el extremo noroccidental de la provincia de Guadalajara, se encuentra un conjunto de lugares en los que desde tiempo inmemorial se recoge sal. El conjunto de salinas de Atienza está formado por las salinas de Imón, La Olmeda, Bujalcayado, Santamera, Rienda, Tordelrábano, Carabias, Alcuneza, Paredes, Riba de Santiuste, Vadealmendras y El Atance. La mayor parte de estas explotaciones han ido perdiendo con el paso del tiempo su interés económico, por lo que la mayoría de ellas están cerradas y/o abandonadas. 

Hoy vamos a acercarnos hasta las salinas de Imón. Localizadas en la extensa llanura al pie de las montañas de las sierras de Paredes y Somosierra. A tan sólo 150 metros del pueblo que le da su nombre, a 15 Km. de Sigüenza, y a 95 de Guadalajara capital, siempre por buenas carreteras, lo que supone que cualquier fin de semana puede ser un buen momento para ir a contemplarlas, aunque ahora haya que esperar a que se levante la prohibición de salir del municipio en que se reside.

Su historia es larga, aunque anodina. Porque se sabe que en época romana ya se explotaban, muy rudimentariamente, y en la Edad Media constituyeron un filón económico de primera magnitud. Como todo lo que existe bajo el suelo de una nación, el Estado es su propietario. Así, los reyes de Castilla controlaron su producción, dando de vez en cuando permiso para recoger sus beneficios, muy cuantiosos, a nobles o eclesiásticos. El Cabildo catedralicio seguntino tuvo durante siglos la suerte de administrarlas, por comisión real. Y aunque la frase es algo exagerada, se ha llegado a decir que con el producto de esas salinas se llegó a construir la catedral de Sigüenza.

El almacén de San José, en las salinas de Imón, entre Sigüenza y Atienza.

Una minería ancestral en Imón

Llega el agua desde el arroyo Salado, siempre de escaso caudal, por haber nacido pocos kilómetros más arriba, en las suaves lomas de la Sierra Ministra, en las altas y frías tierras entre Soria y Guadalajara. De los pozos que se forman en el entorno, se extrae el agua mediante norias de madera movidas por caballería, a las que llaman norias de tiro, o de sangre. Esa agua, cargada de sal, se vierte en una artesa de madera y es conducida bajo el piso de la noria hacia el exterior por unos canales también de madera. Durante el invierno, el agua salada se almacena en grandes estanques a los que llaman recocederos, de unos dos metros de profundidad, en los cuales, por evaporación lenta, va ganando concentración. Si la salinidad inicial es baja, pasa a continuación a estanques menos hondos (calentadores), para hacer más rápida la concentración. Tanto los recocederos como los calentadores tienen un suelo empedrado con piedra caliza y paredes de lo mismo, reforzadas estas paredes con mortero de cal revestida por una tapia de arcilla sostenida con tablones de madera.

En última instancia, se lleva el agua a las balsas de cristalización, en un proceso que se conoce como el de “regar las albercas”, que han sido previamente limpiadas a mediados de mayo. 
Estas balsas, numerosas, amplias y extendidas por el terreno, son las que dan el carácter más auténtico al conjunto de las antiguas salinas de Imón. Son de muy escasa profundidad y de unos 6 a 8 metros de lado, empedradas y con paredes también de piedra o tablones colocados de canto, y en ellas hay practicadas unas aberturas para dar paso al agua de una alberca a otra. Una vez por semana se remueve la sal depositada para impedir que se agarre al suelo. Dos días después de esta operación, se recoge antes de que el agua se evapore, para evitar que se endurezca en exceso. La operación que se realiza cada 6 u 8 días y a la que se denomina “arrodillar”, consiste en empujar la sal hasta la balsa y amontonarla mediante una pieza a la que llaman “rodillo”, que es una tabla corta con largo mango. En grandes serones o volquetes metálicos sobre estrechas vías, la sal recogida se lleva a los almacenes, donde se acumula. El agua sobrante es recogida a través de unas acequias llamadas desagües que confluyen en dos canalizaciones mayores llamadas “regueras madres” y que a su vez van a desembocar al río Salado.

Las maniobras de extracción de sal se extienden entre mediados de Junio y finales de Septiembre. Al terminar la campaña, en otoño, se saca también la sal que se quedó en los recocederos y calentadores.

Un hermoso y bien conjuntado grupo de edificios constituyen las salinas de Imón. Son concretamente un conjunto de almacenes situados en la zona central y una serie de pequeños edificios de norias, recocederos y albercas. Todo el complejo arquitectónico se construyó a finales del siglo XVIII, y ha ido siendo reformado y adaptado a lo largo de los años pasados. Todavía quedan en pie cinco norias aunque sólo tres de ellas (Mayor, Rincón, y Masajos) están en funcionamiento. En la llamada “noria de en medio” se conserva el primitivo artilugio de arcabuces de barro cocido, con engranaje de madera y suelo tratado para el trabajo de animal. Todos los edificios de norias son de planta octogonal, con estructura de madera que se enlaza con el vértice de la cubierta. Los muros son de sillería y mampostería ordinaria de piedra caliza cogida con mortero de cal.

Los almacenes de Imón

En su inicio, a partir de la remodelación que en ellas hizo la administración real bajo Carlos III, tuvieron las Salinas de Imón tres almacenes, de los que sólo dos permanecen pie. San Pedro, construido en el siglo pasado, está en ruinas. Y los dos restantes, San José y San Antonio, son dos auténticas obras de arquitectura popular. Presentan una interesante solución estructural en la que destacan sus pórticos, y una entreplanta construida sobre viguería de madera. El almacén de San Antonio conserva el pórtico que protege la entrada principal. Asímismo se mantiene en pie la chimenea del generador que existía en el almacén. Dada la diferente proporción de su planta, el de San Antonio es de menor anchura, planta más rectangular, y el de San José es de planta más cuadrada. Sus crujías son diferentes, así como el número de pies derechos por cada uno de ellas. Por desgracia, todos estos edificios, carentes en la actualidad de función alguna, se van deteriorando paulatinamente.

Hasta hace pocos años se conservaba, junto a la fachada posterior del edificio de San José, la torre interior con parte de la maquinaria que ayudaba a subir las vagonetas por la rampa para depositar la sal en los almacenes. Los materiales empleados en las construcciones son de sillería y mampostería en los muros, de madera en la estructura interior y las cubiertas, que se han mantenido en buenas condiciones gracias al ambiente salino. Con teja curva árabe cerámica se cubre el conjunto.

Otro aspecto muy característico por la calidad de su construcción es el empedrado de las albercas, así como los muros y muretes de mampostería de los recocederos. También llaman la atención del visitante los enlaces entre las piscinas cruzando los caminos, las acequias y los desagües. 

Conservación y Rehabilitación

Hace ya algunos años, un grupo de alumnos de la Escuela de Arquitectos Técnicos, dirigidos por su profesor el arquitecto don Antonio Trallero Sanz, realizaron un magnífico estudio sobre estas salinas de Imón, y en él proponían, como conclusión, una continuidad en el uso de las mismas, siempre con el mantenimiento de su función primordial con las técnicas más tradicionales posibles. Su propuesta era la de volver a “recuperar el funcionamiento de las Salinas tal y como fue en su origen, y así poder disfrutar del testimonio vivo de unas técnicas, las de obtención de la sal, que permanecen inalterables desde la época romana, y conseguir una reproducción exacta de los mecanismos y tecnologías paleoindustriales que existían hace dos siglos”.
Lo primero de todo debería ser la rehabilitación de las edificaciones. Cosa que se ha ido haciendo muy poco a poco. Las norias de tradición mudéjar deberían ser restauradas y reutilizadas, así como volver a canalizar con los elementos antiguos, esto es, con troncos de madera ahuecados, retirando las actuales tuberías de fibrocemento. Conseguir, en cualquier caso, devolver a Imón el esplendor que tuvo en tiempos anteriores. La reciente inauguración de un centro de hospedaje, y la posibilidad de la visita a las salinas, ya es un adelanto importante en este camino, que se integra en ese más amplio concepto de recuperación de edificios, técnicas y modos antiguos que hoy pueden servir no solamente de admiración y curiosidad, sino de ayuda a muchas actividades todavía plenamente vigentes. 

Un lugar, en suma, que está pidiendo tu visita y tu admiración. Las Salinas de Imón son un elemento más que justifican una visita a ese espacio tan atractivo y cuajado de recuerdos históricos y patrimoniales como es la comarca existente entre Sigüenza y Atienza.

las salinas de Imon por Antonio Trallero
«Las Salinas de la Comarca de Atienza» por A. Trallero y cols.

El libro de Trallero

Dos ediciones ha conocido ya el libro que Antonio Trallero Sanz firma junto con Joaquín Arroyo San José y Vanesa Martínez Señor. Editado por Aache Ediciones, hace el nº 41 de su Colección “Tierra de Guadalajara”. Con 126 páginas, este libro constituye un estudio ya clásico, meticuloso, muy accesible a todos los lectores, sobre la industria de la sal de interior, y sobre las explotaciones salineras de la parte norte de la provincia de Guadalajara, en torno a la histórica villa de Atienza. En esta segunda edición, los editores han añadido una referencia a otras zonas salineras y salinas en explotación a lo largo de la historia en la provincia de Guadalajara, a cargo de Antonio Herrera. El libro, profusamente ilustrado con fotografías y planos, fue resultado de un proyecto de trabajo de alumnos de la Escuela de Arquitectura Técnica de la Universidad de Alcalá de Henares (en su Campus de Guadalajara), y que llevó a ganar el premio “Guillen de Rohan” para estudios de arquitectura técnica histórica, Una de las aportaciones más interesantes es que al final presenta un esbozo de proyecto de recuperación de estas salinas, fundamentalmente de las de Imón, que aún pueden salvarse, porque todas las demás de la comarca están irremediablemente perdidas. Gustará a viajeros, a turistas, a estudiosos, a arquitectos e historiadores. Gustará, como siempre pasa, a cuantas personas tengan la suficiente sensibilidad para admirar las obras antiguas y tratar de protegerlas.

Lectura de Patrimonio: Siluetas de grutescos en Sigüenza

grotescos de sigüenza

Esta semana traigo más imágenes que palabras. Porque las primeras son, a veces, más elocuentes que las segundas. Vemos formas que salpican las sombras de monumentos seguntinos, curvas y siseos que hablan de solemnidad y magia. En la capilla de los Arce, o en el crucero de la catedral de Sigüenza, los grutescos toman el mando, se hacen protagonistas. Voy a dejar que ellos nos ilustren.

El Renacimiento en España, que se desarrolla mucho después que en Italia, aporta sin embargo algunas formas (en su expresión artística) que no se conocen en la península itálica. Cuando los primeros balbuceos del nuevo estilo (llamado, curiosamente “a la antica”, a lo romano) frente al pasado gótico al que se llama “nuevo”, fraguan en el llamado “plateresco” castellano, en el que prima la suntuosidad decorativa, y algunos elementos sorprendentes, mágicos, muy ácidos frente a lo que se llevaba: los grutescos. Que venían a ser (resumiendo) como seres salidos del interior de grutas, seres pequeños, húmedos, feos e incomprensibles. Todo ello, bien amarrado en torno a curvas y roleos, daba una nueva decoración a la que se denominó “de grutescos”.

Todo el arte seguntino, catedralicio, que surge durante los episcopados de Bernardino López de Carvajal, y Fadrique de Portugal (1495 a 1532), en un momento de gran explosión constructiva y decorativa, tiene a un selecto grupo de artistas poniendo su mágica visión tallada sobre la piedra. Alonso de Covarrubias participa en un principio, aportando su genialidad, pero también sus maestros (Baeza, Sebastián de Almonacid, Juan de Talavera) y discípulos. 

De tal modo que las construcciones que rodean al crucero de la “Fortis Seguntina”, y en las que se centra espiritualidad, reforma, contrarreforma y doctrina, se verán cubiertas de la nueva decoración plateresca. Son esos lugares principalmente la sacristía de Santa Librada, la Puerta del Jaspe, el altar/enterramiento de Santa Librada Mártir, el mausoleo/altar del obispo Fadrique de Portugal, y en el otro brazo la capilla de San Juan y Santa Catalina, propiedad en esos años de la familia Vázquez de Arce, con enterramientos de los abuelos y los padres, de Martín Vázquez de Arce y de su hermano, Fernando Vázquez de Arce, obispo de Canarias, principal ejecutor del conjunto.

Estos grutescos se labran sobre los más variados soportes, aunque fundamentalmente es la piedra blanca de Angón y el alabastro de Aleas los sustratos en los que surge domada esta violencia nueva y expresión del arte. La chapa recortada, el hierro domeñado de los rejeros catedralicios, con Juan el Francés a la cabeza, también recibe el ímpetu de esta fiebre decorativa. Son los frontones, los frisos, los pilares y las roscas de arcos los lugares donde mayormente se desarrollan. Pero también en la madera de retablos y contraventanas, o en el acompañamiento funerario de los sepulcros.

Los dibujos que aquí muestro (algunos de los más representativos, aunque hay muchísimos más) los tomo del libro que escribió y publicó como fruto de su tesis doctoral Margarita Fernández Gómez, en 1987, con el título “Los grutescos en la arquitectura española del Protorrenacimiento”. La evidencia de que la decoración italiana influye en la española, especialmente a través del “Codex Escuarialensis” supone que en esta obra aparezcan muchos ejemplos del nuevo estilo en los edificios que levantan los Mendoza, el linaje más culto de la época, en sus edificios de Mondéjar, Cogolludo, Guadalajara, Sigüenza, Valladolid y Granada. En nuestra ciudad y provincia, son las obras dictadas por el Cardenal Mendoza las que inician esta senda, con detalles importados por su sobrino don Íñigo López de Mendoza, que las aprendió y adoptó en su larga estancia en Roma, los años 1486-87, época en la que era ebullición de arte lo que sonaba en la ciudad del Tíber.

Os dejo, amigos lectores y lectoras amigas, con este breve catálogo visual de los grutescos en Guadalajara. ¿Cómo podríamos vivir sin estos apuntes del arte? Sobreviviendo. Y aspiramos a más. A que salten ante nuestros ojos estas figuras fuera de cánones, estas piruetas de hierro y piedra que no aclaran nada, sino que confunden, como un poema de Kavafis o una sinfonía de Schönberg.