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diciembre, 2020:

Sigüenza en la mirada de Miguel Sobrino

Sigüenza en la mirada de Miguel Sobrino

Los libros de dibujos son buenos guías de la mirada, porque centran el interés en lo fundamental de las cosas, de las personas, de los edificios. Hoy me he leído un libro de dibujos sobre la Catedral de Sigüenza, obra de Miguel Sobrino, quien retrata el edificio al detalle.

Ha sido una hora la que, como lector, he vivido dentro del libro de Miguel Sobrino titulado “Las Catedrales de España”. Y la he vivido recorriendo de su mano la historia/historias de la Catedral de Sigüenza. La obra trae muchos más edificios, y se entretiene en un múltiple paseo por dos docenas de templos mayores. Pero yo me he detenido sobre las treinta y tantas páginas que este conocedor y estudioso del arte le dedica a la de Sigüenza. Y creo que lo hace con un alto nivel de originalidad y puesta en valor.

Primero se distingue por su cercanía y lenguaje accesible. Los libros eruditos, cargados de notas, de alusiones a documentos, fuentes y versiones, llevan el valor de lo científico pero asustan a muchos de los humanos. Siempre he creído que para construir el edificio común de la Cultura, quienes lo montan deben hacerlo con un habla limpia y discernible, con explicaciones diáfanas y valoraciones comprensibles. Es lo que hace Sobrino en este libro con las catedrales españolas, entre las que destaca y pondera a la de Sigüenza, por varios valores…

Para empezar, la localiza en “territorio mendocino” y aneja la prosapia del linaje alavés con el término “mendocino” que la Real Academia Española en su diccionario reconoce como “supersticioso”, porque así lo entronca con la producción de sal, que fue (en Imón y el valle del río Salado) sustento económico de esta catedral creciente. No aporta datos nuevo, porque son suficientemente conocidos, pero sí insiste en ese origen, en esa relación, que es curiosa, del crecimiento de un edificio en función de los ingresos que a su “partida presupuestaria” le llegaban de los impuestos recogidos en la industria minera de extracción de la sal.

Piensa, él también, si esta Sigüenza será la “Orbajosa” de la “Doña Perfecta” de Galdós,y pondera su vista por todas partes. Llega Sobrino a hacer un dibujo de la ciudad, desde Levante, que asombra y hace soñar, porque rescata la imagen de la ciudad en siglos pasados.

Trae a colación a los constructores, que fueron obispos aquitanos, y tallistas y maestros netamente influidos por la Orden de Cluny. Refiere la evolución de la Ciudad (romana en la vega del Henares, visigoda con su basílica, árabe también en altas cotas) y finalmente tras la Reconquista (a la que no se atreve a poner fecha exacta) lugar de episcopado protegido y alentado por los Reyes de Castilla. Destaca además su aspecto castillero, sus torres fortificadas, su idea de templo-fortaleza…

Se enfrenta con especial deleite al enterramiento de Martín Vázquez de Arce, ante el que se maravilla. Es la esencia del Humanismo –dice­–, y eso es lo que proclama el guerrero herido (muerto ya) con un libro en las manos: la eterna valoración del ser humano, de su biografía, de sus quereres y sentimientos, sobre cualquier otra circunstancia.

Recuerda con especial énfasis al Mendoza que le confiere mendocismo al templo, al Cardenal don Pedro González, primado, canciller, patriarca, gran príncipe de la iglesia, y cómo manda enterrarse en Toledo, en el presbiterio, de un modo (hecho por italianos) que luego Covarrubias imitaría en el altar de Santa Librada. Y recuerda a su sucesor en la silla, Bernardino López de Carvajal, constructor del claustro: si Mendoza estuvo, en 26 años de episcopado, 2 meses como mucho en la ciudad, Carvajal NO fue nunca. Pero no dejó de ayudar al templo con detalles y construcciones, con escudos, etc.

Se asombra Sobrino de la variedad de bóvedas y de soportes: columnas, pilares, haces finos, y recrecimientos de lo gótico sobre la pesada estructura inicial de lo románico. Valora esa riqueza de estilos, mezclados, porque dice que lo que se construyen son “funciones”, elementos de culto, y que se usa lo que más gusta en cada momento, aunque a veces gustan cosas pasadas, o con manos mudéjares hechas. De ahí que se anima a llamar “pegatinas” a las capillas, portadas y sepulcros que se van añadiendo, ricos de ornamentación, a los severos muros lisos. Es como si alguien hubiera ido “coleccionando” cromos y pegándolos en las paredes. Piensa Sobrino que la mejor de esas pegatinas es el conjunto, en el ala norte del crucero, del altar de Santa Librada y el mausoleo de don Fadrique.

A la sacristía pasa y destaca su estructura, tanto los muros con contrafuertes avanzados hacia el interior, aprovechando los huecos para poner cajonerías, como la bóveda. Y describe y se asombra con el techo. Del que dice textualmente: “un hermoso libro sería el que tratase, sin nada más que con fotografías comentadas, ese extenso corpus de rostros humanos en piedra”. Y da su aplauso a Martín de Vandoma, que fue el escultor directo y real de aquella maravilla, trazada y dibujada previamente por Alonso de Covarrubias.

Un detalle que le asombra es la gatera de la puerta de madera de esa sacristía, porque manifiesta el claro deseo de los capitulares de dejar expedito el paso a los gatos. Cuenta, porque lo sabe, que era habitual en tiempos antiguos que vivieran animales en los templos, aunque en este caso los gatos tenían venia porque acababan directamente con los ratones.

Cuenta también la última y más reciente historia de la catedral, su sacrificio en la Guerra Civil, su reconstrucción (primero por Torres Balbás, a quien el Régimen le quitó de la dirección, y luego por Antonio Labrada Chércoles, más el escultor Trapero de Zaragoza, Destaca que un Plan Nacional de Catedrales ha seguido remodelándola, cuidándola y dejándola siempre como una “niña mimada” entre las catedrales de España.

Es realmente un texto hermoso sobre la catedral, que debería conocerse hasta en las escuelas de Sigüenza. Porque “evita la jerga técnica y cualquier otro exceso académico” y sus descripciones y relatos los hace siempre “con esa cortesía literaria que logra seducir al lector no especializado”.

El autor de la obra

Miguel Sobrino González (Madrid, 1967) es dibujante y escultor. Ha publicado numerosos artículos sobre arte y arquitectura tanto en libros (El lenguaje de la arquitectura románica, La arquitectura tradicional en tierras de León, El arte del Renacimiento en el territorio burgalés, Palacio árabe de la Alhambra, Itinerarios de Isabel la Católica, En torno a los oficios tradicionales, El arte en el Camino. Un recorrido artístico por el Camino de Santiago) como en medios especializados o divulgativos (Goya, Boletín del Museo Arqueológico Nacional, Loggia, Descubrir el Arte, La Aventura de la Historia, Restauración y Rehabilitación).

Como ilustrador, ha trabajado para diferentes editoriales y por encargo para varias instituciones como el Instituto del Patrimonio Histórico Español, Instituto Cervantes, Fundación de Cultura Islámica, Museo de las Ferias de Medina del Campo, Museo Arqueológico de Vitoria, Institución Gran Duque de Alba, Fundación Martínez Gómez-Gordo y los ayuntamientos de Madrid, Córdoba y Santo Domingo de la Calzada.

Habitualmente imparte clases, conferencias y cursos en universidades y otras instituciones. Junto a Enrique Rabasa, se encarga de la asignatura de Taller de Cantería en la Escuela de Arquitectura de Madrid.

El eremitorio de Pareja

eremitorio de pareja

Descubierto en el otoño de 2020, inmediatamente entendido y acogido por el Ayuntamiento de Pareja como un bien patrimonial de primer orden, un eremitorio monumental, íntegro, elocuente, ha sido restaurado con primor, y ha entrado con todos los honores en el libro de las Lecturas de Patrimonio, que muestran a quien tenga interés por nuestro legado antiguo, la forma de vivir y los quehaceres de un eremita del tiempo visigodo.

En la orilla izquierda del río Ompólveda, que baja desde la Alcarria Alta de Torronteras a dar en el Tajo bajo Pareja, hay un tramo con niveles rocosos en ambas orillas en el que se instalaron eremitas en época indeterminada de la Alta Edad Media. A ambos lados del arroyo se alzan bloques poderosos de rocas areniscas, formando un espacio casi de leyenda, adivinándose entre la maleza las entradas a oquedades, la mayoría de ellas talladas.

La más importante de todas, constituyendo un ejemplar excepcional de cueva eremítica, es la que ha sido hallada y excavada en el otoño de 2020, constituyendo una sorpresa por su buen estado, su perfecta talla y hasta por algunos testimonios materiales de su primitiva habitación. Se accede a ella fácilmente desde la presa de ese río que forma el azud de Pareja. El lugar, hoy apartado de todo, estuvo en su tiempo frecuentado por caminantes, porque era un paso natural la orilla de este río, desde el valle del Tajo a la Alcarria Alta.

Interior del eremitorio de Pareja, con sus nichos mortuorios.

En un afloramiento rocoso de arenisca, a media ladera, a la derecha según se sube el arroyo, se encuentra tallada esta estructura, que presenta dos ámbitos bien diferenciados. De una parte, el exterior, lo primero que vemos al llegar ante ella, que es un muro bien tallado, con un atrio despejado, también tallado, y con hendiduras para instalar separaciones de madera. En la parte central del muro se abre una puerta de cómodo acceso, que tras subir dos escalones permite la entrada al interior, un espacio mágico, que mantiene la esencia del lugar, tras siglos de existencia, al espectador de hoy. 

Al lado derecho de la puerta, hay dos amplios bancos corridos labrados sobre la misma roca. En los laterales, restos de muros de sillarejo trabados con argamasa de cal, que apoyan en la ladera de la montaña. En la parte alta de la roca, hay dos grandes mechinales bien tallados, que sin duda sirvieron para encajar las vigas de madera sobre las que apoyaron tramos de ripia cubiertos de tejas, de las que se han encontrado también restos. La superficie tiene un ancho de 8 metros por 3,5 m. de profundidad. Todo ello constituía una habitación amplia, con suelo rocoso bien acondicionado, para el diario trajín del eremita habitante.

Al traspasar la puerta, admiramos el espacio interior, totalmente cavado en la roca, que posiblemente se utilizó con fines religiosos, como oratorio, cripta, espacio de imágenes, ritos y rezos. Las dimensiones de este espacio son de 3 metros de profundidad, por 3,5 m. de anchura y 2 m. de altura. En esta estancia sencilla, pero con muros muy bien labrados, al frente de la puerta y en el muro que hace al sur, se nos muestra un amplio nicho de arco semicircular, muy bien equilibrado, limpiamente tallado, que cobija un hueco rectangular, profundo de medio metro, con reborde ajustable para recibir una lápida, y que sin duda se hizo para contener un cadáver, pudiendo decirse que hizo de enterramiento.

En la pared este, aparece otro amplio nicho excavado que a su vez está flanqueado por dos hornacinas en alto, muy pequeñas. Ese nicho está también excavado en roca dejando hueco para recibir un cuerpo. Y todavía en la cara oeste se comenzó a tallar un tercero, pero por algún motivo desconocido la excavación no se completó. Solo quedó el labrado guía que marcaba el arco.

Plano del eremitorio de Pareja.

El hallazgo fortuito de un pequeño hueco en el derrumbe del cerro en el que asienta, y que había ido siendo colmatado por derrubios desde hace siglos, dio pie al Ayuntamiento de Pareja a ordenar su excavación y estudio en el otoño de 2020, habiendo corrido esta tarea a cargo de la empresa Gabinete de Proyectos Arqueológicos, bajo la dirección de Luis Fernando Abril y la colaboración de José Manuel Vallejo, quienes se inclinan a datar el conjunto en el final del mundo romano, o en el inicio de la Edad Media. En las tareas de excavación se ha hallado una lucerna o lámpara de aceite, adornada y decorada con mamelones y un asa, de época altomedieval, y una moneda de cobre, medieval también. La conclusión de los arqueólogos es de que se trata de un eremitorio de época tardoromana o altomedieval.

Sin duda, es este un ejemplo muy elocuente de un lugar habitado por eremitas. Es la estancia ideal de esa forma de vida, religiosa y anacorética, que se ve fragmentaria en otros lugares: una cueva tallada en la roca, con apoyos y hornacinas, para funciones de rito religioso o con intenciones de enterramiento, al que solo accedía el eremita de turno. Y una estancia apoyada y unida a la roca, que servía de residencia al individuo que allí habitaba, y donde recibía a los peregrinos, visitantes y admiradores.

El lugar se puede encuadrar en el grupo de cuevas que tienen por su centro el Monasterio Servitano de Aracávica, y que sembró de seguidores (eremitas que previamente se habían formado en su claustro, o anacoretas simples) el amplio entorno de la Alcarria baja, en torno a los ríos Tajo y Guadiela, y sus pequeños afluentes. En ese sentido, el auge de este eremitorio debe centrarse entre los siglos VI al IX d. de C., abarcando el periodo visigodo y el inicial islámico, en el que estas gentes siguieron practicando, a solas, y escondidos, sus ritos cristianos. 

No es difícil imaginar que en este de Pareja, se centrara un pequeño grupo de eremitas, porque en el entorno de las márgenes abruptas del arroyo Ompólveda, a distintos niveles y con dieferentes amplitudes, aún se ven cuevas talladas que solo lo mínimamente vital contenían. La belleza (hoy) de este eremitorio suponía en la Alta Edad Media un ejemplo rotundo de eremitismo ideal, al uso de lo tradicionalmente contemplado como la entrega en el desierto de San Antón Abad, en la profundidad de Egipto, o los anacoretismos admirados de San Macario en la región tebana y San Millán en la Cogolla. Aunque más grande, y más completo, monumental casi, este de Pareja es copia e imitación casi calcada del eremitorio con tumba de Arcávica, donde se mantuvo siempre un solitario viviendo entre rocas talladas y bajo techumbre de ramas, ante la cueva que contenía el nicho excavado donde se depositaron y veneraron largos siglos los restos mortales del fundador Donato, el Africano, creador de aquel monasterio Servitano puesto a los pies de Ercávica, y verdadero motor del eremitismo en toda la Alcarria.

¿Qué santo varón ocupó, a su muerte, el nicho del eremitorio pareliense? No ha quedado rastro de su nombre, ni memoria de sus hazañas. A la historia, que gusta de tener escritos en papeles los fastos antiguos, las pruebas del paso de los días, le viene ancho este lugar, porque ni una sola mención de él ha quedado, ni referencias indirectas, ni siquiera tradiciones legendarias, que a veces son signos inseguros pero certeros de un pasado nebuloso. No me importa, en todo caso, ignorarlo todo, los nombres y las fechas, de este sitio. Porque su realidad, que he tenido entre las manos, que he visitado y admirado a sabor pleno, ha conseguido llenarme, entusiasmarme, y dar razón completa de una idea que entreveía y medio soñaba, y aquí se concreta: la de que en un tiempo pasado, y muy remoto, hubo hombres que se retiraron a la absoluta soledad de los campos, a realizar su proyecto de introspección y oración, radicando en lugares solitarios, excavados en rocas, en las que además contaban con la presencia estimulante (para ellos) de un cuerpo santo, de unas reliquias completas, en comunión diaria con sus latidos.

Integración en un ámbito homogéneo

El eremitorio de Pareja, recién hallado, no solo nos asombra por su conservación y belleza, por la claridad con que expresa un modo de vida de remotísimos tiempos, sino que ayuda a entender mejor la dispersión de otros centros eremíticos, que se concretan en cuevas y grupos de ellas distribuidos por los más recónditos parajes de nuestra provincia. 

Hacia mediados del siglo VI d. de C. el eje de la autoridad real visigoda estaba en las orillas del Tajo: Toledo, por supuesto, capital de Estado, y Recópolis, río arriba. Muy cerca, sobre la orilla izquierda del río Guadiela, la vieja ciudad romana de Ercávica que albergó entonces la residencia de un núcleo definitorio de monjes venidos de África, surgidos al calor de las enseñanzas de San Agustín de Hipona. Sería un discípulo de este, Donato el Africano, quien creara allí el Monasterio Servitano, desde donde empezó a irradiarse, durante los siglos VII a IX d. de C., el movimiento eremítico que pobló de santones, cuevas, falansterios y un largo etcétera de movimientos píos las márgenes de los ríos que llegaban por su izquierda al Tajo.

Así en el propio Cañaveruelas de Cuenca, junto a Ercávica, el ya mencionado enterramiento de San Donato y su monasterio. En Alcocer también, y en Villar del Infantado, en Valdeolivas, en Garcinarro, Moncalvillo, en Huete incluso. En el río Garigay que baja al Guadiela desde Peralveche, encontramos las Peñas del Santo o de San Román en este término, y varias otras en el de Salmerón.

Río abajo, en Illana quedan testimonios, y río arriba encontramos otros lugares en sus afluentes como el Ompólveda, donde radica este gran eremitorio de Pareja, y en lo más alto del valle, donde estuvo Villaescusa de Palositos, la Covacha de San Bartolomé, pequeño y ejemplar reducto eremítico.

De todos ellos voy tomando datos, fotografías, concordancias, para elaborar con el mayor detalle y amplitud el catálogo de estos monumentos que hasta ahora habían pasado desapercibidos, cuando no ignorados, y que vistos en su conjunto nos dan un luminoso y nuevo panorama del pasado remoto de nuestra tierra.

Objetivo, Inesque

Castillo de Inesque

En el mismo viaje que me abrió caminos en las dos semanas anteriores, concluyo periplo en el valle del arroyo de Angón, visitando un castillo andalusí que no sirvió para batallas, pero sí como atalaya y referencia de poder. El castillo de Inesque es otro de esos viejos, troceados y agónicos castillos que merecen una lectura.

Aunque de este castillo tuve ya ocasión de ocuparme en “El castillo de Inesque” (ver “Nueva Alcarria”, 17 mayo 1985), ahora la mañana soleada de otoño invitaba a pasear por el camino que baja, cómodo y riente, desde Angón a Pálmaces de Jadraque, entre arboledas medio desnudas y el sonar de las grullas en los altos. A medio de camino de ambos pueblos, a la derecha según se baja, inconfundible aparece el ruinoso testigo de un tiempo lejano, el Castillo de Inesque.

Es un territorio ameno en el que se encuentra: hay rebollares y quejigares esquilmados, algunas carrascas y arroyejos por todas partes. Bloques densos de álamos y las praderas verdes, con la cara limpia. El aire, inconfundible, limpio y sano.

Quien primero habló de este castillo fue el investigador y arqueólogo Basilio Pavón Maldonado en su “Guadalajara Medieval”, un libro mítico y hoy difícil de encontrar. De él pongo junto a estas líneas el dibujo en relieve que hizo del castillo (tal como lo suponía originariamente) y su ámbito paisajístico. El castillo tiene un sentido vigilante, puesto en una loma empinada a la derecha del arroyo. Lo construyeron los árabes del califato cordobés, para vigilar un camino que por entonces era frecuentado, pues subía desde el Henares a Atienza. No formaba parte de ninguna línea ni estructura militar preestablecida, sino que cumplía una misión de jornada, un mirador y lugar para pernoctar los viajeros, o avituallarse. Porque si el río Henares fue “la frontera” durante tres siglos, en su costado andalusí se levantaron fuertes defensas castilleras en Alcalá, Guadalajara (Madinat al-Faray), Hita, Jadraque, Sigüenza… reforzadas con torres y atalayas en puntos de paso hacia el interior del territorio. Una de esas torres (ampliada a castillo de doble muralla) fue la de Inesque.

Pavón dice que uno de los paramentos, de tosquísimo sillar, en el recinto central, es árabe. Tras la Reconquista, y sin apenas importancia en ella, quedó por las gentes del Común de Atienza, que era de realengo, y por eso fue reforzado, teniendo a partir del siglo XII y hasta el XIV que feneció, una restructura de cierto empaque. Y en su torno un pequeño poblado, como correspondía siempre a una fortaleza en uso. Inesque fue siempre del Común de Atienza, incluso tras haber creado el rey la Tierra de Jadraque, en la que por pura geografía debiera haber quedado incluido, y en cuyo término municipal [actual] se mantiene. Porque cuando tiempo adelante, Juan II de Castilla donó toda aquella tierra jadraqueña a Gómez Carrillo el feo, la de Inesque se la reservó, y su poblado. Los castillos seguían siendo un bien goloso, en el siglo XV.

A Inesque y su castillo lo mencionan antiguos textos. Siempre en referencia caminera, Alfonso XI en su “Libro de la Montería” así lo nombra, como buen lugar de caza, y en las Relaciones Topográficas de Felipe II, a finales del siglo XVI, los de Angón decían “que a poco más de media legua está un sitio que se llama e nombra el castillo de Ynesque, y en aquella parte e lugar está un castillo que se llama según dicho es, Ynesque, e no dicen ni han oído que haya sido población”.

Si hoy lo vemos destruido y achatado, sus estancias centrales colmatadas por los derrumbes de sus muros y torreones, es porque ya en el comedio del siglo XV, cuando las “Guerras de los Infantes de Aragón”, hubo pendencia guerrera por su posesión, y los navarros que andaban comandados por el Infante Juan [de Navarra] hacia 1445 y que hicieron tanto destrozo por nuestras Alcarrias (llegaron a conquistar Atienza, El Corlo, Torija, y aún amenazaron Guadalajara) en su retirada los destruyeron. Desde entonces yace en ruina, en abandono, aunque no en olvido, porque de vez en cuando alguien sube al cerro de Inesque, rememora su presencia, sus gentes, y su memoria.

Estructura del castillo

Hay que trepar un poco el cerrete en que asienta, ocupado ya por sembrados y a trozos por eriales de zarzas y yerbales. Y así, tanto desde lejos, como estando en su interior, podemos apreciar con sencillez su estructura primitiva. Que se ve claramente que constó de dos edificios, concéntricos. El exterior, mera muralla o parapeto, y el interior con acogimiento habitacional. 

Este núcleo central, estrecho y alargado, presenta sus muros casi intactos y cuatro torreones de planta circular en sus esquinas, dos de ellas se ven con claridad, y las otras se intuyen. Fuera de ello, el castillo se conformaba por una ruda y firme muralla que hacía de parapeto, y que en su altura (de no más de dos metros) tendría barbacana con paseo de ronda. Algunos que lo han visitado creen ver todavía una muy destruida tercera muralla que serviría para defender el breve poblado que en la falda del cerro se alzaba. Muchas piedras, grandes, quedan por allí, que han servido para construir parideras, y que con seguridad proceden del material pétreo de la fortaleza medieval.

Cuando tantas torres vigías se ven aún por nuestros campos, en el otero de los caminos, y que sirvieron a moros primero, y a cristianos después, para poner vigías y emitir mensajes de humo desde su altura, no es muy frecuente encontrar un castillo así de grande, a pesar de que esté tan perdido en el rastro de su silueta.

Si Guadalajara puede presumir de ser una de las provincias españolas con mayor número de estas piezas arquitectónicas defensivas, medievales en su mayoría, con ejemplares tan espléndidos como los alcázares de Molina de Aragón, de Sigüenza o de Pioz (por citar solo tres grandes ejemplos) es a costa de estas pequeñas piezas como la de Inesque que se afianza en el valor de la cantidad, además de la calidad. 

En las imágenes adjuntas, espero que el lector tome también nota de sus valores, de su aspecto y de su disposición. En todo caso, animo a que se visite, a que se trepe, a que se mire y valore este montón de piedras que, sin embargo –y para quien sepa leer entre las ruinas– tiene muchas lecturas, y dejan un hondo poso de emoción y alegría por encontrarlo, por pasear su irregular contorno, por evocar su legendaria memoria.

Sombras románicas por Angón

Adan y Eva en la portada de Angon

Una mañana de otoño, por los altos jadraqueños, si se planifica con tiento da para mucho. Después de avistar El Atance (lo que queda de él) y antes de subir al alto castillo de Inesque, los viajeros se dan una vuelta por Angón, donde hay cosas interesantes que ver y comentar.

En unos recovecos del terreno montuoso que cae desde la serranía de la Bodera, y dando anchas vistas, a la orilla del arroyo de Cardeñosa, hacia el ancho valle del Cañamares, donde ahora se encuentra el gran embalse de Pálmaces, asienta este minúsculo lugarejo, que se mantiene con vida como por milagro. Es comarca de Sierra, es partido judicial de Sigüenza, y es arciprestazgo de Jadraque. Es tierra alta, fría, boscosa, húmeda la mayor parte del año, silenciosa y amable.

Al Andalus tuvo cierta presencia por esta comarca, aunque escuetamente reducida a torres de vigilancia sobre los caminos más frecuentados, los vados preferidos por ganados y arrieros, o los mínimos caseríos poblados. De ahí que se alzara en una eminencia del terreno, en el vallejo que une cómodamente Pálmaces (Cañamares) con Angón (Salado) un castillete que tuvo su perfil de valentía durante la Baja Edad Media, hasta que guerras y abandonos dieron con él por los suelos. A la semana que viene diré algo de este castillo de Angón, al que luego se llamó de Inesque. 

Al ser reconquistada esta comarca quedó incluida en el Común de Villa y Tierra de Atienza, usando su fuero, siendo fijados sus límites en diciembre de 1149, con ocasión de la presencia del Rey Alfonso VII “el emperador” en Atienza. Pero luego en el siglo XV el rey Juan II de Castilla creó el territorio o Tierra de Jadraque, con más de cuarenta pequeños poblados, y lo dividió en dos sesmas: la del Henares, y la del Bornova. Se lo entregó de contino a don Gómez Carrillo el feo, por ser camarero real, y por haberse casado con una sobrina del monarca, María de Castilla, en 1432. Acabó en manos de los Mendoza, que eran sus dueños cuando a la iglesia le pusieron la portada nueva, y los adornos de ella.

La iglesia de Angón

Esta iglesia parroquial de Angón, que está dedicada a la mártir Catalina de Alejandría, en épocas de violencias masculinas y femeninas por un “quítame allá esas pajas” y cualquier “Mantégaos el Señor” adustamente recitado, es un lugar al que merece escalar con parsimonia y templanza. Porque está en lo más alto del pueblo, como un remate floreado al caserío, y en la cuesta se ciernen las sombras que ya en el otoño se escarchan de mañana.

Está usada al revés. Me explico: generalmente, las iglesias de nuestra tierra (y en general de toda la Cristiandad) tiene su cabecera a Levante, y sus pies a Poniente, usando el costado del Sur para la entrada, y dejando el del Norte cerrado (por frío y por sombrío). Pues bien: en Angón hoy se accede a la iglesia por el Norte, teniendo abierta la puerta principal del templo en este muro. A saber por qué, pero esto se hizo en tiempos ya de los Mendoza, en el inicio del siglo XVI. Antes, desde la Reconquista y Repoblación del lugar, que se hizo sobre anterior espacio celtibérico, porque el nombre que trae, Angón, huele (no sé por qué, pero huele) a topónimo prerromano, prelatino y, en todo caso, muy viejo, se levantó el templo cristiano, en el siglo XIII sin duda. De esa época, bien orientado ya y usado conforme a cánones, la puerta se puso en el sur, y hoy allí la vemos, aunque tapiada. Era una puerta pequeña, de arco semicircular adovelado descansando sobre jambas de sillar, cubiertas de marcas de cantería con cruces y demás signos… ese muro sur era también primitivo. 

Pero se ve que en el XVI, cuando aumentó la población, y con ciertas ayudas de los señores Mendoza, se recrecieron los muros, se ensancharon los espacios, se alzó la torre sobre la antigua espadaña, y se puso una nueva portada abierta en el muro norte. Esa portada es la que hoy vemos, presidiendo el pradillo o camposanto viejo (el nuevo está detrás, al costado sur y luminoso del cerro). Se llega a ella subiendo unos solemnes escalones de piedra caliza, y se cobija todo por un pequeño atrio amparado por dos muretes de feble fábrica que, así y todo, han protegido a la fachada del fiero clima.

La portada consiste en una gran arcada semicircular adornada por varias líneas de arquivoltas finas, que se sostienen sobre pilastras de sillar entre columnillas ornamentadas de rosetas, y de bolas, sobre los boceles finos del extradós de sus arcos. Lo más curioso, sin embargo, en punto a iconografía, son las dos figuras que se muestran, alineadas sobre el bocel superior, representando a nuestros Primeros Padres: Adán y Eva se ven allí tallados, desnudos, muy bastamente tratados, con una simplicidad que sorprende, porque no es su tenor románico, pero menos aún lo es renacentista. Parecen haber salido del taller de un principiante.

No les falta detalle, en cuanto a sus características de género, y no emocionan pero ilustran.

En el caso de Angón, Adán y Eva se muestran en su conocida y prístina desnudez. Que se acentúa por la simpleza de su talla, tan esquemática que parecen esculturas del movimiento vanguardista. No les falta detalle, en cuanto a sus características de género, y no emocionan pero ilustran. Invito a mis lectores a que comparen estos Primeros Padres de Angón (tallados por ignoto artista en los inicios del siglo XVI), con los que otro escultor de la zona, ­–este perteneciente al grupo del maestro Almonacid que entre otras cosas trajeron al mundo la estatua de El Doncel de Sigüenza–, puso en el enterramiento del clérigo Martín Fernández, en la iglesia parroquial de Pozancos. Salvadas hoy en el Museo Diocesano de Sigüenza, ambas parejas son contemporáneas.

Otro detalle curioso de esta portada son los grabados populares que aparecen sobre las jambas y el arco, que debió tener pinturas en sus principios. Grabadas, pues, se ven multitud de “rosas de la vida”, esos conjuntos de flores diseñadas simétricamente con compás, y a las que se ha llamado “roseta hexapétala”, u “Osireion” y que profusamente (algunas de gran belleza) aparecen esgrafiadas sobre las fachadas de las casas en numerosos pueblos de nuestra Sierra. Aparecen en algunos yacimientos celtibéricos, por lo que a ese pueblo se le aplica el origen, simbolizando entonces al Sol y a la buena suerte. Tenía siempre (en los dichos de las gentes, en la herencia memorial recibida) el fundamento protector de una casa, de una puerta, de una familia…

La piedra con que está hecha esta portada de Angón es procedente del término, donde desde la Edad Media hubo canteras que sirvieron para tallar sillares finos, y aún elementos escultóricos de cierta entidad. Se usó esta piedra (tan buena o mejor que la de Tamajón, y la de Oncerruecas) para algunos elementos de la catedral de Sigüenza, y la iglesia de Jadraque. Don Manuel Pérez Villamil en su clásico libro sobre la catedral seguntina, documenta el uso de la piedra de Angón para los muros y ornamentos de varios espacios platerescos catedralicios. Ciertamente, era de fácil talla y muy manejable. No hay más que ver cómo la gente del pueblo se entretuvo en grabar sus “ruedas de la suerte” en las jambas y muros del templo.

En el interior de esta iglesia de Santa Catalina de Angón debe reseñarse la capilla aneja al presbiterio, que es de traza gótica, con planta cuadrada, y cubierta de bóveda de terceletes con claves adornadas y bien talladas con elementos florales, que mantienen cierta vieja policromía. Quizás lo más curioso de ella sean las ménsulas de las que arrancan los arcos y que están decoradas con personajes que parecen sujetar con sus manos la techumbre.

Una ermita que pide salvación: la de El Atance

La ermita de la Soledad de El Atance

El patrimonio arquitectónico de nuestra tierra, constituido por tantas y tantas edificaciones que expresan la forma de vida de tiempos pasados, debe ser salvaguardado en todo lo posible. Y debe serlo en atención a las futuras generaciones, que son también (sin haber llegado) propietarias de él, y nos demandarán su abandono. La ermita de la Soledad en El Atance, aún está en pie, y pide salvación…

En este otoño de 2020, con cielos claros y aires fríos, el cuerpo pide movimiento, andares y descubrimientos. Ya poco me queda por descubrir en esta tierra en que vivo, pero algunas cosas que ví y desaparecieron, merecen el esfuerzo de ser recordadas, y de ser revisitadas, porque siempre se saca enseñanza de ellas, y se apura la emoción al volver donde se estuvo. Uno de esos lugares es El Atance, pueblo de nuestra Sierra que quedó inundado por las aguas del río Salado tras la construcción, en los años 90 del siglo XX, de la presa de ese nombre. Hoy el agua, que cae a poquitos desde el cielo, y es usado a muchazos por las gentes del entorno, está menguada, apenas si le queda el 34 % de reserva. Ello permite ver aflorar las ruinas del pueblo. A ello hemos ido.

En el silencio serrano, con las colinas verdeantes y los espinos acogiendo la llegada de los petirrojos, vemos el terreno donde estuvo El Atance. Pueblo que perteneció al común de Atienza, primeramente, y luego a la Tierra de Jadraque, pasando a formar en el Señorío de los Mendoza duques del Infantado. Siempre fue pueblo montaraz aunque con buena vega, y los pocos habitantes que tuvo mantuvieron su fidelidad al entorno hasta que en torno a 1975 se planteó retener las aguas del río Salado, que pasaban junto al pueblo, para hacer un embalse de regadíos. A partir de entonces, se fueron haciendo las expropiaciones de tierras, y la gente se fue marchando, aunque hasta finales del siglo XX quedaron allí viviendo un matrimonio, Rufo y Pilar, que cuidaron como pudieron lo que quedaba.

Por esta circunstancia de su inundación, el Obispado decidió trasladar el retablo de la iglesia a la parroquia de San Gil, de Molina de Aragón, tras haber recibido restauración en Zaragoza. Otro retablo barroco de la iglesia fue trasladado a la parroquia de Atanzón, donde a la imagen se la dio el título de “Nuestra Señora de El Atance”. El órgano barroco se desmontó y fue trasladado al Seminario de Sigüenza.

Por entonces el Ministerio de Obras Públicas planeó el traslado del templo entero, pidiendo al Obispado que eligiera el sitio donde se habría de trasladar.  El Obispado escogió el polígono de “Aguas Vivas” de Guadalajara para instalarla como parroquia. Todos los elementos artísticos del templo, el Obispado los guardó y luego los reintegró a la parroquia de “San Diego de Alcalá” que es su nombre. En su día visité aquella iglesia enorme, de grandes volúmenes, que parecía como una gran pirámide gris sobre la pequeña aldea. El interior era solemne, con el olor de las velas y los líquenes por todo su ambiente. Los retablos impresionaban, porque además eran buenos, del siglo XVII, el mayor obra de Giraldo de Merlo y su equipo. Otro con una buena pintura de María Virgen. Y en el suelo de la capilla dedicada a San Diego, las armas (unas llaves cruzadas y atadas con un cordón) del eclesiástico don Pedro Bachiller Bochones, a quien se le daba por santo desde antaño.

También recuerdo la fuente de la plaza, a la que llamaban “de arriba” con un pilón redondo, construido en sillares, de medio metro de altura, de cuyo centro emergía un prisma cuadrangular con un caño en cada una de sus caras (y en el fondo del pilón, en cada cara, bajo el caño, un sillar para apoyar los cántaros). Construida en el siglo XIX, cuando la vi armonizaba a la perfección con el perfil del templo. A la entrada del pueblo hubo otra fuente, “la de abajo”, y aún sabemos que en su término municipal llegó a haber hasta siete fuentes, confirmando con ello la idea que siempre tuve de que nuestra tierra es una de las más prolíficas en aguas de la Península Ibérica, aunque no lo parezca. Riqueza mineral, y minera, que estamos regalando. Estas fuentes también se desmontaron y se volvieron a instalar, enteras, en la ciudad de Sigüenza, donde hoy lucen.

La ermita en peligro

La semana pasada me dediqué a mirar, con más detalle, la ermita de la Virgen de la Soledad, que estaba (y aún está, aunque en situación muy delicada, a punto de hundirse) a la salida del pueblo en dirección a Cirueches. Esta ermita es de planta cuadrangular, y está cubierta a cuatro aguas, con un precioso remate de una sencilla cruz flordelisada, de hierro. Su fachada, a poniente, se cubre con un amplio tejaroz que forma un pequeño porche cerrado, que tenía por misión la de resguardar a los vecinos y fieles de las inclemencias climáticas, consistiendo su fachada en dos puertas parejas, adinteladas, apoyadas sobre sillares a modo de jambas y separadas por una columna central prismática. En su interior, se conservaba (se conservó durante varios siglos) sobre una hornacina la imagen de la Virgen de su advocación, y en otra hornacina un Cristo Yacente.

El interior, absolutamente abierto al aire, y a la lluvia, y a los vándalos, está ruinoso, pero muestra un interés excepcional. Según los estudios del arquitecto don Javier de Mingo, publicados en su blog “Albanécar” sobre carpintería de lo blanco, “el auténtico pasmo de esta ermita de la Soledad de El Atance es que posee una pequeña armadura de cubierta de limas mohamares, con un curioso almizate policromado en su centro. Una cubierta de madera, de tradición mudéjar, absolutamente excepcional”. Una joya del arte, que anda ahí abandonada, desde hace decenios. Aunque nunca estuvo del todo olvidada, porque en su día fue calificada con el título de BIC (Bien de Interés Cultural) que aún hoy posee.

El interior de la ermita es un espacio cuadrado de unos 5 metros de lado, y la cubierta está mostrando una armadura que es un completo museo del arte del artesonado o de la “carpintería de lo blanco”, porque muestra pares agramilados, cuadrales, canes, aliceres, cintas, y un enigmático almizate plano, decorado con ocho rosáceas pequeñas y una múltiple en el centro, que o bien oculta nudillos tradicionales bajo ella, o es colocación final sobre tablazón plana. Calcula además el referido arquitecto que el pórtico actual evidencia un reparo notable sobre el primitivo que sería (como el de la cercana ermita-humilladero de La Soledad de Palazuelos) a tres aguas, y de madera en su mayor parte.

La piedra clave dela pilastra central, que está a punto de reventar.

El problema que se le ve ahora a esta ermita de El Atance, que es un ejemplar arquitectónico de marcado interés, por su tipología tan especial, es el deterioro de la piedra arenisca que forma parte del parteluz central, y que supone una amenaza de inminente hundimiento, porque si esa piedra quiebra, el edificio entero colapsa. A simple vista, la imposta central del doble arco queda al aire de manera estremecedora, de tal modo que el conjunto de sillares que en ella apoyan están a punto de venirse al suelo. Si esta ermita no se ha caído ya es por un probable “milagro” de la Virgen de la Soledad de El Atance, porque la física está diciendo que debería haberse hundido ha mucho tiempo.

Un edificio que cuenta

con la calificación de BIC

En El Atance, que es ahora propiedad de la Confederación Hidrográfica del Tajo (institución oficial que expropió en su día los terrenos que iban a ser cubiertos por las aguas del pantano) se han hecho dos meritorias tareas de recuperación del patrimonio, ejemplares y plausibles. Una, el desmontaje, traslado y nuevo levantamiento del templo dedicado a San Diego de Alcalá. Hoy se encuentra en el barrio de “Aguas Vivas” como emblemática parroquia, luciendo “cuerpo serrano” a todas las miradas. Dos, la salvación de las fuentes del pueblo, que fueron llevadas a Sigüenza y allí instaladas en sendos parques de la Ciudad Mitrada.

El almizate central de la ermita de la Soledad de El Atance

Todavía es de mencionar la tarea que el propio Obispado de Sigüenza-Guadalajara, propietario de las obras, hizo restaurando y reubicando los retablos mayor, y barroco, más el órgano, en otros lugares a su cargo.

Inexplicablemente, quizás porque entonces nadie reparó en ello, la ermita de la Virgen de la Soledad quedó en un extremo de la población, y nadie se hizo cargo de ella. A pesar de que tiene la calificación de BIC.

Pero este es el momento de hacer una llamada (que además es urgente) para que esta pieza se salve. Bien trasladándola a otro lugar, bien recomponiéndola donde está. Porque -esto último- corre prisa y costaría muy poquito dinero. La Confederación da su permiso para hacerlo, pero no afronta gasto alguno. Ahora es el turno de que, o bien el Ayuntamiento al que ahora pertenece administrativamente aquel terreno, el de Sigüenza, o bien la Excmª Diputación Provincial, pongan remedio al menos a esa “piedra angular” sobre la que descansa todo el edificio, y que, si se rompe, habrá caído al suelo para siempre. Esta pequeña y conmovedora pieza arquitectónica que forma parte, también, del Patrimonio Artístico de la provincia.