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diciembre, 2019:

El retablo de Santamera, en Trillo

trillo,santameraUna de las consecuencias de la despoblación, ha sido el de la pérdida o deterioro de una buena parte del patrimonio artístico de los pueblos de nuestra tierra. Muchas piezas se vendieron y desaparecieron; otras se fueron a museos, y algunas, muy pocas, han conseguido ser reubicadas, manteniendo su función. Esto es lo que ha pasado con el retablo de Santamera

Hace ya unos cuantos años, tuve la suerte de recorrer el valle del río Salado, junto a Santamera, acompañando al profesor Valiente Malla, de la Universidad de Alcalá, quien me mostró los diversos castros celtibéricos del entorno, algunos muy bien conservados. Por ahora abandonados, llegará el día en que se investiguen y se pongan en valor.

En el pueblo de Santamera pasamos el día, y aún comimos. Esto debió ser hacia 1980, cuando todavía quedaba gente viviendo el pueblo. Después todos se fueron, y Santamera quedó ­–uno más entre los pueblos de nuestra serranía– abandonado y silencioso.

Al visitar la iglesia, dedicada a Santa María Magdalena, me llamó la atención el gran retablo que presidía su cabecera. Estaba sucio, ajado, en perenne oscuridad sumido, pero aún pude tomar algunas malas fotografías que me confirmaron (al revelarlas) que se trataba de una obra de gran calidad. No volví a ocuparme de aquella pieza, hasta que me enteré que, tras algunas gestiones internas del Obispado seguntino, en que se trató de salvar ese retablo que iba a ser pasto de los robos dado el abandono total del pueblo, se decidió trasladarlo a Trillo, donde se pondría, bien restaurado, e iluminado, en la cabecera de su iglesia parroquial. De esa forma se ha podido salvar, y con una bien medida restauración realizada, entre 1991 y 1994, por E. Alvarado.

Hace poco leí la obra, magistral por muchos conceptos, de Francisco Javier Ramos Gómez, titulada “Juan Soreda y la pintura del Renacimiento en Sigüenza”, que alcanzó a ser premiada con el “Layna Serrano de Investigación Histórica” en 2004. Y pude ver que este autor trataba con detalle, y un conocimiento muy profesional del tema, este retablo de Santamera, ahora en Trillo.

El retablo de Santamera

Tras una historia triste, con un final venturoso, este retablo es paradigma del arte antiguo de Guadalajara. Realizado en torno a 1550-1560, su armazón alberga una considerable colección de pinturas de tema religioso muy variado, aunque centrado en dos temas principales: la Vida de Cristo y las tradiciones hagiográficas locales. Estructurado en cuatro cuerpos y cinco calles, el inferior corresponde a un completo apostolado, en el que ahora veremos los doce sujetos que se presentan con sus respectivos atributos. Distribuidas por los tres cuerpos siguientes, van apareciendo en las calles laterales escenas de la Infancia y Pasión de Jesucristo, con relatos evangélicos precisos, alternando con figuras del santoral a las que en el pueblo tenían especial devoción. La calle central, presidida en su remate por una imagen de Dios Padre, muestra sucesivamente, de arriba abajo, la  Crucifixión y el Enterramiento de Cristo, quedando una hornacina debajo en la que ahora aparece una talla moderna de la Purísima Concepción, mientras que cuando estaba en Santamera, aparecía en ese lugar una talla de Santa Librada, ahora desaparecida.

Contenido del retablo

En el momento actual, y en su ubicación de Trillo, las 16 tablas que completan este retablo muestran las siguientes escenas, contempladas de abajo (el banco) a arriba, y de izquierda (del espectador) a derecha. La distribución original era otra, y la que tenía cuando estaba en Santamera y lo ví en 1980, era también diferente. La colocación, arreglos y traslado ha ido cambiando el orden de las tablas, que en todo caso tienen una estructura lógica que el avisado lector entenderá, aunque cabe decir que la actual no es, tampoco, la ideal.

En el cuerpo inferior, o banco, de izquierda a derecha vemos doce figuras de apostólicos varones. Son San Pablo, San Felipe y Santiago el Mayor (sus atributos son una espada y un libro, una cruz procesional, y un bordón de peregrino con un libro, respectivamente); San Simón, San Judas Tadeo y San Juan Evangelista (con un alfanje, una alabarda, y un cáliz); San Andrés, San Matías y San Pedro (con una cruz en forma de aspa, una lanza, y las llaves más un libro); San Mateo, Santiago el Menor, y San Bartolomé (con sus símbolos respectivos, una escuadra, un mazo y una espada de bordes serrados).

En el cuerpo de encima, aparecen de izquierda a derecha las siguientes escenas, alusivas a santos venerados en la diócesis seguntina: San Gregorio diciendo misa; Santa María Magdalena unciendo a Cristo de aceites; San Sebastián asaeteado y San Roque herido; San Lorenzo rodeado de todos sus atributos.

Por encima, otro nivel de cuatro tablas en las que vemos la Anunciación del Arcángel a María, el Nacimiento de Cristo, La Adoración de los Magos, y el Arcángel San Miguel luchando con el Demonio y derrotándole sobre las nubes.

Encima otro cuerpo con cuatro tablas, en las que alternan los temas evangélicos y hagiográficos. De izquierda a derecha vemos la Asunción de María a los Cielos, acompañada de ángeles revestidos; Cristo con la Cruz a cuestas camino del Calvario; la Resurrección de Cristo desde su tumba sorprendiendo a los soldados que le escoltaban, y finalmente una imagen de mujer, desnuda, ascendiendo a los cielos llevada por ángeles también desnudos. Aunque ha habido quien la ha juzgado como Santa María Egipciaca, sin duda se trata de la Magdalena, en su trance asuncional, que como es sabido, no fue único y definitivo, como el de María la Madre de Cristo, sino repetido, diario, continuado, llevada en sus carnes por ángeles desnudos.

El maestro de Santamera

De autor y estilo conviene hablar finalmente. Tomo los conceptos del referido libro del profesor Ramos Gómez, quien considera al anónimo autor de este retablo, como un maestro al que no puede ponerse nombre (no quedaron libros de fábrica ni protocolos notariales de aquella época) pero que es autor de algunos otros ornamentos pictóricos del entorno geográfico, y al que considera debe nombrarse como “Maestro de Santamera”, en todo caso inscrito en la corriente pictórica del Renacimiento seguntino.
Está influido sin duda por Soreda y su círculo, especialmente por Juan de Villoldo, aunque el remoto origen de sus escorzos y colocaciones de fondos y personajes radica en Berruguete. Para Ramos, la esencia del arte del maestro de Santamera es “el colorido agresivo, tornasolado y metálico… con un sentido decorativo muy fuerte al usar en algunas de sus tablas tonalidades que se aproximan aunque con gran distancia a los maestros del manierismo toscano”. Realmente es difícil hablar de “colorido” cuando de este maestro se trata, porque todas sus obras han tenido que ser varias veces restauradas. Solo cabe comparar su retablo que actualmente vemos en Trillo, con el estado en que estaba en el original Santamera: allí no había color, y pocas formas. De las sombras del templo serrano se alzó este colorista conjunto que hoy admiramos junto al Tajo. Pero sí podemos colegir características propias en los rostros, las actitudes y los ámbitos. A esta misma mano, Ramos atribuye el retablo mayor de Cuevas Labradas (confieso que no he alcanzado a verlo) y el cuadro de la Presentación de María en el Templo, que se conserva en la capilla de las reliquias de la catedral seguntina, más la Decapitación de Santa Librada que se expone en el Museo de San Gil, de Atienza, y el retablo de San Pedro en Utrilla, Soria, que tampoco conozco y que estaría en este círculo.

De todas las tablas que surgen, con su voz silenciosa y su carga visual intacta, desde mitad del siglo XVI, al maestro de Santamera se le debería conocer por ese cuadro que representa la Unción de la Magdalena, en la tradición hagiográfica pretrentina, tirada en el suelo y secando con sus largos cabellos los pies de Cristo, a los que previamente ha ungido con aceites perfumados. La escena, en casa de Simón, el fariseo, pone a Cristo recién comido y bien acompañado, en sobremesa amigable con otros varones, mientras que María, la Magdalena, secretamente enamorada de Jesús, le lava, le perfuma y le seca, dando a sus cabellos destino de paños vivificadores. El escorzo de la santa mujer, la composición del ámbito casero, es de un valiente movimiento que parece dejar en movimiento perenne la escena. Una gran obra que aquí vemos.

El panteón de la duquesa de Sevillano

panteon de la duquesa de sevillano en guadalajaraEstamos en Navidad, y estamos en Guadalajara. Algo habitual. Pero siempre asomando, por el horizonte de la ciudad, una silueta a la que estamos acostumbrados y marca un poco la esencia de este lugar de Castilla: el voluminoso panteón de doña Diega, una iglesia construida a lo grandioso, en la que resuenan nuestros pasos (cuando por su interior avanzamos) como si estuviéramos en el centro del mundo.

Ahora en la Navidad, cuando algunos días la vemos emerger de entre la niebla, o brillar con sus rosados tonos sobre la blanca capa de la nieve, o de la escarcha, evocamos la figura de su constructora, de su arquitecto, de los artistas que le dieron forma. Todo en su conjunto parece un canto.

Al concluir el paseo de San Roque, y antes de llegar al parque de la Fuente de la Niña, nos encontramos con la silueta contundente, prolija y brillante del panteón de la Condesa de la Vega del Pozo. Que fue señora de muchos posibles, que vivió en Guadalajara, entre otros lugares, en su palacio de la plaza de Beladíez. A la que todos admiraron (por su riqueza) y compadecieron (por sus desgracias), porque murieron sus padres siendo pequeña, y ella no encontró nunca el acomodo de una pareja, ni la felicidad en nada. Tanto dinero…

Se llamaba María Diega Desmaissières y Sevillano, y era como la última rama de un poderoso árbol muy bien enraizado en la tierra (en Navarra, en Murcia, en la Alcarria, en Burdeos… inmensamente rica de títulos y haciendas). Murió sola, en una habitación de hotel, en 1916, sin testar, y dejando tras sí un buen lío de herencias fallidas y de abogados.

Pero en vida, que fue familiar y eclesiástica, siempre rodeada de criados, de administradores y de clérigos que apoyaban su fe en los millones de doña Diega, hizo bastantes cosas útiles, dirigidas sobre todo al buen discurrir de las ciudades y pueblos donde vivió, y a la mejora de las condiciones de vida de las gentes que la poblaban. Además de diversos templos en las tierras de Alguazas, de un impresionante palacio castillero dirigente de sus viñedos en Dicastillo, del gran Colegio del Pilar en Madrid y algunas capillas en Vicálvaro, la gran señora quiso dejar su memoria prendida y abrillantada de por siglos en el conjunto que mandó levantar junto a la ermita de San Roque, en Guadalajara, para lo que llamó al mejor arquitecto de la época (eran los finales años del siglo XIX) Ricardo Velázquez Bosco, y le pidió que diseñara un conjunto espectacular de edificios que sirvieran de Asilo a las muchachas perdidas (eufemismo utilizado entonces y de fácil traducción) y a los ancianos incapaces, de la ciudad y su entorno. Precioso quedó todo, majestuoso. Incluso le añadió una iglesia (hoy ejerce de parroquia con el título de Santa María Micaela, que era su tía, fundadora de las Adoratrices) y muchos jardines….

Pero donde se lució Velázquez, y ella alcanzó a ver prácticamente terminado, aunque no en uso, fue el panteón que fraguó para enterramiento de sus padres. Hoy se visita, y muchos son los que afirman que es este panteón el edificio más impresionante que han contemplado en sus vidas, y, por supuesto, el mejor de Guadalajara.

Con planta de cruz griega, todo él labrado en piedra de Novelda, coronada la cúpula con cerámica brillante y un interior prodigioso de mármoles y decoraciones en mosaicos, para ascender al templo se sube una solemne escalinata, porque esa altura supone utilizar la planta baja como cripta, a la que solo desde arriba puede accederse, donde descansarían los padres (y los hermanos, y los tíos, y los abuelos…) de doña Diega. Incluso ella, tras su muerte, fue enterrada en ese lugar, bajo un mausoleo espectacular que talló Ángel García Díaz, en el que cuatro ángeles marmóreos levantan como una pluma el sarcófago con los restos de la señora, a la que vemos en busto tallado sobre piedra de basalto en el frente, y detrás la leyenda que atestigua quien fue, y por qué está aquí.

Todo este conjunto acabóse de hacer en torno a la fecha de la muerte de la propietaria, 1916. La tradición dice que por dar trabajo a cuantos lo necesitaban en Guadalajara, mandaba una y otra vez levantar y tirar las tapias y los cimientos que se iban haciendo, para alargar el proceso de su construcción. Sin duda una leyenda urbana, pero que dio lugar a la manifestación de duelo más impresionante que se ha visto por estos lares: tras morir en Burdeos, un tren especial trajo sus restos hasta la estación de Guadalajara, donde la esperaban no solo autoridades, locales y nacionales, sino la población entera, y dicen que puestos todos detrás del ambón que portaba el féretro, cuando llegaba a la puerta del Panteón todavía había gente que seguía el cortejo por el puente del Henares. Hay fotografías…

La iglesia funeraria es un espectáculo único. Yo he visto en Serbia el gran mausoleo real de Topola, que parece una copia en miniatura de este panteón. Y allí están orgullosos de ello y se lo enseñan a todos los turistas. Aquí en Guadalajara el edificio está administrado por las religiosas Adoratrices, orden fundada por Santa María Micaela Desmaissières y López de Dicastillo, y son ellas las que lo mantienen, limpian, reparan y cobran la entrada.

Sorprende el espacio (que es esencia de la arquitectura) y el suelo cubierto de teselas, más las dos pilas de tallado mármol que recuerdan, sin quererlo, a San Pedro del Vaticano. En el centro del recinto, una cristalera da luz, sobre una valiente bóveda plana, a la cripta inferior. En los brazos de la cruz, sendos altares a San Diego de Alcalá y la Virgen de las Nieves, devociones particulares de la dueña. Y en el frente un altar con fantástica tabla pintada por Alejandro Ferrant.

Quizás lo más llamativo de todo el conjunto, lo que produce el milagro de que nadie que allí entre lo olvide nunca, es la bóveda semiesférica en la que miles de pequeñas teselas, doradas unas, coloreadas otras, reproducen en un estilo que recuerda lo mejor del arte bizantino a María Madre coronada con el favor de la Trinidad católica: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que la reconocen eje de su aparato teológico. Además escudos, santos y apóstoles, monjas y beatos, fundadores y arcángeles… un festival de color y formas, de brillos y sonoridad. Algo imborrable.

Lecturas de Patrimonio: Monasterios (IV) El monasterio de Buenafuente del Sistal

buenamenteHoy en Europa es un tópico medir la antigüedad y prosapia de los lugares en función de la existencia en ellos de monasterios viejos, de aquellas instituciones fundadas por los benedictinos, los cistercienses, incluso los templarios, en la remota Edad Media. Y muy pocos lugares pueden alzarse, en verdad, con orígenes tan antiguos y relevantes.

En la provincia de Guadalajara hubo bastantes cenobios benitos y bernardos, pero de la mayoría solo queda el recuerdo o los datos documentales. De otros quedan aún las venerables ruinas, aisladas en medio de los campos. Y hay uno sólo que pueda con orgullo decir que mantiene, vivo, su monasterio cisterciense desde su fundación en la Edad Media. Este es el de Buenafuente del Sistal, en Villar de Cobeta.

Es este el único monasterio cisterciense que queda vivo en la provincia de Guadalajara. De origen remotísimo, está como perdido en casi inaccesibles alturas boscosas del Alto Tajo. Fue en su origen de canónigos regulares de San Agustín. Muy poco después de ser reconquistada la región a los árabes, concretamente en la cuarta decena del siglo XII, ya se pusieron las miras del monarca castellano Alfonso VII en la raya del Tajo, para afirmarla por suya no sólo con castillos, sino también con monasterios. Mitad canónigos, mitad guerreros, recibieron terrenos en diversos lugares de la orilla derecha del río Tajo, y allí pusieron pequeños puestos (vigilancia y oración), de los que sólo este de Buenafuente llegaría a cuajar en auténtico monasterio. Los otros, Alcallech, Grudes y el Campillo, nunca pasaron de pequeñas casas con huerta. La primera fundación es de 1176, con su primer documento conservado. Y años después, en 1234, el arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada se lo compró; y de ahí se sucedieron rápidos los cambios que lo pusieron en manos del Císter. En 1242, el mismo arzobispo lo cedió a doña Berenguela, hija de Alfonso VIII y madre de Fernando III, con la condición de que pusiera allí un monasterio de monjas de la advocación de la Santísima Virgen. Doña Berenguela se lo cedió a su hijo don Alonso, a la sazón señor de Molina por haber casado (tras la concordia de Zafra) con doña Mafalda, hija del Conde don Gonzalo Pérez de Lara, y es este infante don Alonso, el de Molina, quien al año siguiente, en 1243, se lo vende por 4.000 maravedís alfonsíes a su suegra doña Sancha Gómez, con la expresa condición de poner en él un monasterio de duennas de la Orden de Cistel.

Desde un primer momento, y por donación de doña Sancha Gómez, la fundadora, y de sus sucesores, Buenafuente se enriquece con donaciones de territorios, privilegios, casas y dineros. Mediado el siglo XV, y como reflejo de un cisma en el monasterio de Santa María de Huerta entre los monjes que lo formaban, hubieron de salir las dueñas de Buenafuente de su casa. En 1427, el abad de Huerta les mandó que fueran a la humilde y estrecha casa de Alcallech, junto a Aragoncillo, mientras Buenafuente era ocupado por algunos de los frailes de Huerta. En 1455, normalizado el conflicto en el cenobio soriano, la nueva abadesa doña Endrequina Gómez de Mendoza inició el traslado de sus monjas a Buenafuente.

A comienzos del XIX, en la guerra de la Independencia, las monjas huyeron y se refugiaron en unas cuevas cercanas, en la bajada hacia el Tajo. Mientras tanto, en cuatro meses solamente, los franceses allanaron templo y monasterio, destrozando bastantes de sus cosas. En 1835, la Desamortización de Mendizábal supuso la pérdida completa de sus bienes: tierras, casas, juros y derechos. Solo les quedó el edificio y sus pertenencias personales. El último de los milagros -que así podríamos llamarlo- ocurrido en Buenafuente tuvo lugar en 1971, en ocasión de la grave crisis que supuso la casi despoblación del monasterio (pocas y muy mayores, las monjas solo vieron por salida vender todo aquello y marchar a integrarse en otro monasterio). La llegada de un capellán con ideas y decisión (Angel Moreno) y los favores recibidos desde fuera, relanzaron a Buenafuente, que adquirió y hoy mantiene una llama de espiritualidad que justifica su permanencia, tras tantos siglos, en aquella remota y silenciosa altura de los sabinares molineses.

El conjunto de edificios, especialmente la iglesia, es de gran interés. Forma un pequeño poblado, y se centra por el templo monasterial. En su origen, fue solamente una pequeña ermita que recogía en su seno a la fuente milagrosa (la Buenafuente) de uso muy anterior, y de culto quizás precristiano. Pero el templo de Buenafuente se alzó definitivo y grandioso a partir de mediados del siglo XIII, cuando a él llegaron las monjas del Císter. Su planta es rectangular, alargada de levante hacia poniente, de una sola nave, como corresponde a un templo monasterial femenino, en el que nunca había más de un oficiante, y por lo tanto no necesitaba más de un altar. Por eso su ábside es único, y además ofrece la curiosidad de ser de planta cuadrada, decorado en su muro exterior por un ventanal estrecho escoltado de columnas, capiteles y arcos semicirculares, y un óculo circular en lo alto. La nave consta de cuatro tramos y el presbiterio. El nivel del templo varía según los tramos, siendo más elevado en los pies (correspondiente a la primitiva ermita) y en la cabecera, donde el presbiterio se alza levemente. La bóveda es de cañón, ligeramente apuntada, y se ve reforzada por arcos fajones en el presbiterio, que apoyan sobre amplias ménsulas decoradas a base de molduras y elementos vegetales incisos.

En esta iglesia de Buenafuente, destacan algunos elementos de interés. Por ejemplo, el hecho de que la fuente que da nombre al monasterio sigue manando, y lo hace en el interior del templo, en un hueco al que da cobijo el muro de poniente. Existen tres grandes retablos, todos ellos de época barroca: el mayor, presidido por la Virgen titular, iluminado por el óculo o ventanal del ábside, y dos laterales, dedicados a San Bernardo y otros santos cistercienses, con un magnífico escudo heráldico de la monarquía castellano-leonesa.

Al exterior, la iglesia tiene un aspecto fortificado. El ingreso se hace por su cara norte, pues la del sur está adosada al monasterio y clausura. La puerta principal actual es moderna, quizás del siglo XVI, y es muy sencilla, con arco semicircular moldurado apoyado en pilastras. La primitiva puerta de ingreso se abre en el primer tramo de la nave, a los pies de la misma. Es una soberbia pieza de estilo románico que se incluye en el grueso muro, y forma un bloque en el que aparece, en el remate, una serie de arcos sobre canecillos, al estilo lombardo, tema que se repite por toda la cornisa del templo, incluso en su costado meridional. La portada se remata por cornisa apoyada en canecillos de decoración sencilla geométrica, y se escolta de sendos pares de columnas con capiteles de decoración incisa. Es de arco semicircular, adovelado, que descansa en jambas rematadas en capiteles de base rectangular ornados por elementos vegetales incisos.

Otra portada, de similares características, aunque mejor conservada por haber estado siempre a cubierto de la intemperie, aparece sobre el muro sur, permitiendo el paso desde el claustro monasterial (que se adosa al costado sur del templo). Consta así mismo de arco de medio punto, adovelado, y tiene tres arquivoltas, otras tantas columnas a cada lado con sus correspondientes capiteles, y remata con un recercado de bolas, y cornisa apoyada en canecillos.

El conjunto de iglesia y monasterio, del que sobresale la espadaña de las campanas, y la mole de dependencias de la clausura, la hospedería, etc., es de una apariencia subyugante, muy evocadora, inserta además en un paisaje serrano, alborotado por todos sus costados de montañas y bosques de sabinas.

La iglesia de San Gil, en Molina

iglesia de san gil en molina de aragonMolina de Aragón, ciudad de rancia tradición, “heroica en grado sumo”, y sumida en la supervivencia, tiene elementos que la anclan en un pasado interesante y destacable en el conjunto de España. Lo consigue por su historia y por su patrimonio. Y de sus viejos edificios algunos destacan especialmente, como este templo dedicado a San Gil, que hoy hace de parroquia única del burgo.

Santa María la Mayor de San Gil fue construida, allá por los siglos XII o XIII, como uno de los primeros templos del recién creado Señorío. Por ser una ciudad pujante y en continuo crecimiento, la de San Gil sería de inicio una sencilla construcción románica, una iglesia de barriada. Asentada en terreno blando y movedizo, su torre, airosa y altísima, fue cediendo en verticalidad y llegó a quedar tan notablemente torcida que, durante años, décadas, gozó de fama y nombradía por España; tanta que, cuando Fernando el Católico, aún joven, pasó de Aragón a Cas­tilla, en Molina no se perdió la visita a la torre inclinada de San Gil, que debía competir con la de Pisa en inestables equilibrios. El cronista Núñez dice de ella que parecía «tenerse en el ayre y ponía temor verse qualquiera debajo della». El Católico Fernando, ante el estu­por y curiosidad de los molineses, cumplió el rito obligado de cuantos visi­tantes se acercaban a San Gil, y, poniendo las puntas de los pies y la tripa pegada a la misma torre, no se podía tener si no le ayudaban, «y assí llevó que contar de esta torre, como cosa que parecía maravillosa».

El caso fue que, andando los años, el resto de la iglesia vino al suelo y solo la torre torcida se mantuvo. Hacia 1524 se comenzó a levantar de nuevo la iglesia, ya en un estilo de decadente y fácil gótico, con un mucho de ramplón manierista. Gruesos muros y la capilla mayor estaban ya levantados a mitad del siglo XVI. Y la historia de la torre siguió: a princi­pios del siglo XVII vino un maestro de obras, llamado Juan Fernández, aureolado de fama por haber levantado, y con buen arte y valentía, la ca­pilla de los Garcés de Marcilla en el convento de San Francisco. Dijo que él se comprometía a levantar una hermosa torre que hiciera olvidar la fama de la anterior. La empezó, pero a poco murió. Y añade el cronista que a su muerte heredaron esta obra suya un yerno suyo y otros canteros, que, aunque le heredaron la hacienda, no le heredaron el arte ni la pericia. Hi­cieron proporciones equivocadas. A poco se hundió lo que llevaban hecho. Vinieron nuevos maestros, dejándola a medias, pues el terreno debía ofre­cer unas características de poca fiabilidad; llegando a gastar 6.000 ducados en levantar tan solo tres estados la torre; y así, sin concluir, se inauguró el siglo XVII.

En esa época, la iglesia de San Gil recibió la advocación de Santa María la Mayor, siendo ya la más importante de la capital del Señorío. La no­bleza molinesa hizo generosas donaciones y se fundaron y levantaron ca­pillas insignes. El Cristo de las Victorias, imagen antiquísima que estuvo en el altar mayor de la primitiva iglesia, sirvió para presidir la capilla fun­dada por el regidor de Molina, don Antonio de Peñalosa, cuyo constructor fue el maestro de obras Juan de Aguas, quien, estando subido a los andamios, cayó de un tablado que no estaba bastante seguro, de que murió. Otra capilla famosa era la de la Virgen del Pilar, en cuyo altar existía pri­vilegio apostólico de que, por cada misa que en él decía un miembro del Cabildo eclesiástico, salía libre un alma del purgatorio. Otra curiosidad del templo era el grandioso y bien timbrado órgano que construyó, hacia el año 1600, un fraile pasajero, que «de su tamaño no hay otro más perfecto en España, y si se hubiera de querer dar lo pesarían a oro algunas cathe­drales». Hasta dos relojes, como signo de opulencia y modernismo, tenía el templo.

De sus múltiples capillas, piezas de orfebrería, ornamentos, altares y cuadros, no se acabaría nunca de hablar. Eran muy numerosos. En esta iglesia tenía su sede el Cabildo de Clérigos de Molina, antiquísima y pode­rosa institución originaria de los primeros años del Señorío. El cura de este templo lo era también de Prados Redondos, Chera, Otilla, Aldehuela, Valsalobre y Castellote, hasta los años de 1500, en que el cura y vicario Pedro Alonso repartió varios beneficios entre sus sobrinos y familiares, entregando el curato de Prados Redondos a otro sobrino, con lo que em­pobreció el cargo.

Numerosos enterramientos de la nobleza molinesa tenían aquí su asien­to. En competencia con el convento de San Francisco, su suelo se cubría de grandes lápidas donde, entre yelmos y escudos, yacían señores, hijos­dalgo y caballeros de Molina, y en las capillas las estatuas de olorosa y húmeda piedra ponían su sello de misterio e impenetrabilidad.

Así aguantó esta iglesia de San Gil, que era grande, opulenta, cuajada de altares y devociones, durante siglos. Esencia de la catolicidad contrarreformista, que vino a alargarse hasta los tiempos del Papa Leon XIII (o sea, hasta ayer mismo) y que al entrar daban ganas de persignarse entero con el agua bendita que colmaban sus pilas de la entrada. Cierto es que el asalto francés de 1811 dejó al templo, –como al resto de la ciudad­– chamuscado y vacío, profanado y desgualdramillado. Y más cierto aún que el templo sufrió un gran incendio en 1915, que lo vino a dejar ya sin otra cosa que los muros humeantes.

El 29 de septiembre de 1924, tras su reconstrucción, fue inaugurado nuevamente este templo, que es hoy la iglesia grande y por antonomasia de la capital del Señorío de Molina. Hacia 1980 se le añadió otro mérito. Vacía la aldea de El Atance, en territorio seguntino, para construir sobre ella un embalse, el retablo de su templo fue desmontado y traído a San Gil. Le ha dado un valor extraordinario, porque lo tiene el retablo, y solo con ello se justifica una visita al templo. Se trata de un gran retablo renacentista, con tallas y pinturas, policromado y hermoso, con imágenes y escenas de la vida de Cristo. De esa forma ha seguido latiendo esta iglesia molinesa, la más querida y principal, siempre de sorpresa en sorpresa.