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mayo, 2019:

Museos de Castilla La Mancha

Museo Nacional de Teatro en Almagri

Hoy hace ocho años que el gobierno de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha me concedió el honor, que me supera, de nombrarme Hijo Predilecto de Castilla-La Mancha. Al parecer lo hicieron por considerar que había empleado una parte considerable de mi tiempo al estudio y divulgación del patrimonio histórico-artístico de la Región. En realidad, ese ha sido uno de mis empeños personales. Me doy por muy satisfecho que así lo hayan reconocido.

Por eso hoy quiero -en este nuevo “Día de la Región de Castilla-La Mancha”-, encomiar parte de ese patrimonio, y animar a todos a que lo conozcan, recorriendo sus pueblos, recalando en sus museos. Con esa intención escribí hace años, junto a José María Ferrer, un voluminoso libro que titulamos “Museos de Castilla-La Mancha” y del que hago ahora memoria, porque formó parte de un proyecto que ambos entendimos se sustentaba en el creciente interés de la población por conocer en su dimensión más absoluta el patrimonio heredado de sus antecesores en esta comunidad regional,  en este antiguo reino de Toledoal que hoy se han sumado algunas comarcas orientales y territorios serranos, y que ya están enmarcados en un proyecto común de convivencia y de perspectiva unitaria.

Tras haber recopilado todo lo más interesante de los castillos, los palacios, las plazas, los ayuntamientos, los monasterios, los rollos y picotas, y los tapices de la Región, nos decidimos ir a sus museos. En los que encontramos un patrimonio sorprendente, numeroso, bello y aleccionador como el que contienen los casi doscientos museos vivos que Castilla-La Mancha tiene abiertos hoy en día.

Recogíamos en este libro el denso contenido de estas instituciones, que van desde los clásicos museos arqueológicos y artísticos, esencia de la museística, almacén de piezas que a todos pertenecen por únicas y explicativas de la historia y el arte de un lugar, hasta los museos etnográficos, en los que se recogen piezas de la cultura popular de cada pueblo, elementos de la vida cotidiana de siglos anteriores, y que puede decirse que son muy parecidos, por no decir iguales, en la mayoría de ellos. Pero que suponen la evidencia de un interés plausible por que no se pierda la esencia de un pueblo y de unos modos de vida. Un bloque muy notable lo forman los museos dedicados a figuras literarias ligadas al territorio: Fernando de Rojas, Cervantes, Quevedo, Cela y sus obras, La Celestina (en Puebla de Montalbán), El Quijote (en Ciudad Real, Esquivias y El Toboso), El Buscón (en Villanueva de los Infantes y Torre de Juan Abad), El Viaje a la Alcarria (en Torija). También son numerosos los dedicados a los artistas nacidos o afincados en la región: el ceramista Ruiz de Luna (Talavera), los escultores Victorio Macho (Toledo) y Francisco Sobrino (Guadalajara), más los pintores como El Greco (Toledo), López Villaseñor (Ciudad Real), Gregorio Prieto (Valdepeñas), Alfredo Palmero (Almodóvar del Campo), López Torres (Tomelloso), Guerrero Malagón (Urda). Destacables son también las iniciativas de coleccionistas como Antonio Pérez para crear su propio museo en Cuenca y la cesión de la mayor parte de la riquísima colección de cerámica de Vicente Carranza a Toledo y a Daimiel. No faltan interesantes proyectos relacionados con la arqueología industrial (en Puertollano y en Almadén), así como otros museos especializados dedicados a los toros, al ferrocarril, a las navajas, a la alfarería, a los rosarios,…

En Castilla-La Mancha hay también otros espacios que atesoran un rico tesoro artístico, aunque sin tener en la puerta el rótulo de Museo. Hemos incluido en este grupo algunos conventos y templos de la ciudad de Toledo. También se da escueta noticia de Parques Arqueológicos, Centros de Interpretación y Parques Naturales, que las normas internacionales califican también como museos, así como otros pequeños museos o colecciones, que no dejan de tener interés, aunque sin duda, su oferta es más modesta o de interés más restringido.

Como ocurre en el conjunto español, la mayor parte de los museos y colecciones en Castilla La Mancha son de titularidad pública. De ellos hay 17 centros de la Administración Central, de los cuales 6 los gestionan directamente los ministerios de Cultura y Defensa, y otros 11 son gestionados por la Junta de Comunidades; son éstos los antiguos museos provinciales y algunos otros especializados que funcionan como sus filiales. De otros 7 museos corresponde su titularidad y gestión a la Junta de Comunidades de Castilla La Mancha, entre los que destaca el Museo de las Ciencias de Castilla La Mancha, con sede en Cuenca. El grueso numérico de los museos públicos corresponde a las colecciones de iniciativa municipal con 83 instalaciones, casi todas ellas dedicadas a la etnografía y antropología. De los museos del sector privado, 32 corresponden a la Iglesia (catedralicios, diocesanos, parroquiales) y 33 a fundaciones y otros titulares y asociaciones. Estos son los datos oficiales; pero nosotros hemos dejado a un lado algunos hoy no visitables y por el contrario hemos incluido otros no recogidos en la estadística, cuyo interés artístico está fuera de duda, pese a que no se ajustan a los esquemas reglamentarios.

Porque este acopio de noticias sobre museos no tiene tan sólo la intención del catálogo y la referencia para otros estudios o búsquedas, sino que espera servir de guía multifacética para los viajeros que, cada vez en mayor número, hacen de Castilla-La Mancha su destino de fin de semana, de día de fiesta, en orden a mejor conocer tan ancha y espléndida tierra.

Nuestros Museos preferidos

De los casi doscientos espacios que catalogados como museos incluíamos en dicho libro, es cierto que algunos son especialmente preferidos, por varias razones, que brevemente explico.

Por decir algo del mejor montado, con mayor contenido documental y diversidad de aspectos que le hacen único en España, tiene que ser mencionado el Museo Nacional de Teatro de Almagro. Creado a finales del siglo XIX, se ha ido incrementando con el paso de los años gracias a donaciones de artistas, autores, aficionados… su última, y esperemos que definitiva ubicación, en el palacio de los maestres de la Orden de Calatrava de Almagro, en la plaza mayor de esta ciudad manchega, y frente al Corral de Comedias, en un edificio diseñado para la función que realiza, es todo un ejemplo de Museo con mayúsculas. En Valdepeñas no hay que perderse la Fundación Gregorio Prieto con obras del artista y piezas de su colección en una preciosa casona rehabilitada, y los amantes del arte contemporáneo no deben dejar de visitar el Museo Municipal, donde figura una amplia selección de las obras premiadas de nuestros mejores artistas del último medio siglo. Les encantará también el nuevo museo Comarcal de Daimiel y, en la capital, el museo de Ciudad Real con una espléndida colección arqueológica y la sorprendente exposición permanente “Hace tres millones de años”.

En Guadalajara y más en concreto en la villa medieval de Atienza, le han surgido a la población, de apenas 500 habitantes, cuatro museos extraordinarios, que son tres de ellos dedicados al arte parroquial (San Gil, la Trinidad y San Bartolomé) y otro de ellos dedicado a la “Vida Tradicional” de la provincia. Gracias a personas cono Agustín González y José Antonio Alonso, han nacido y se conservan.

En Cuenca saltan los museos de la naturaleza y del arte moderno. En la capital, nos quedamos con el emblema mejor de la moderna dimensión del arte español: su Museo de Arte Abstracto, generado desde Zóbel hasta los más recientes nombres y dinamizadores del espacio, que además asienta en un lugar privilegiado, único, como son las Casas Colgantes de Cuenca. Un poco más arriba de la roca que es Patrimonio de la Humanidad toda, está el laberinto conventual y rompedor de Antonio Pérez, cuya fundación, hecha de cuadros, objetos encontrados y libros, es otro ejemplo de arte museificado, sorpresa y cuestión permanente para el visitante. Aún en Cuenca, en la Huete alcarreña, con varios museos por sus calles, destacamos la Fundación Florencio de la Fuente, en la que se han encontrado dos dinámicas generosas: la del donante de tanta obra de arte, y la del Ayuntamiento que ha restaurado y puesto a disposición un gran edificio histórico como es el antiguo convento de los mercedarios optenses.

En Toledo resulta difícil espigar sólo unos ejemplos. Puestos a señalar, hemos de apuntar la sorpresa de la recuperación -como visita cultural- al templo de los Jesuitas, el nuevo montaje de la encantadora Casa Museo de Victorio Macho, la soberbia colección de cerámica de la Colección Carranza expuesta en salas del Museo de Santa Cruz, las visitas a mundos tan herméticos como son los conventos de clausura (unos abiertos con horario de visita y otros que requieren la complicidad de las monjitas para visitar el templo y algunos otros espacios habitualmente acotados). También son ahora posibles algunas visitas nocturnas aprovechando las soberbias iluminaciones del cuadro del Entierro del Conde de Orgaz o del monasterio de San Juan de los Reyes, sin descartar el componente turístico de las visitas que nos permitirá en algunos casos (San Román, Santo Tomé, Jesuitas) contemplar la ciudad de Toledo desde las alturas de sus torres.

Esa perspectiva se acrecienta con el siempre vivo Museo de Santa Cruz, el remodelado Taller del Moro y el grandioso Museo del Ejército, todos ellos en Toledo, así como las colecciones de Bellas Artes del Museo de Ciudad Real en la nueva sede del antiguo convento de la Merced.

Quizás suenen estas palabras, –de preferencia personal acerca de un conjunto de centros y espacios con múltiples valores–, un tanto aldeanas y cortas de vista. Si uno se adentra, y los autores de la recopilación museística que comento no lo hemos hecho, en la consideración científica y universal del fenómeno museístico, todo lo que aparece en esa obra no sea más que un folleto monumental explicativo de todos y cada uno de los museos existentes en este pequeño espacio de Europa que se denomina Castilla-La Mancha, con una formulación a su vez un tanto miope o estrábica. Porque los teorizantes de la cuestión, han quedado de acuerdo en que la Museología es una «ciencia social» que no sólo produce un enfrentamiento dialéctico público-museo, sino que trata al mismo contenido del museo como un elemento esencialmente socializado. Lo que antaño, o en su origen, fue un cuadro o una cántara de propiedad individual, destinada a mejorar la forma de vida y el placer de un individuo, ahora es tomada por el mundo todo, por la parte de la sociedad que lo contempla, y que lo hace suyo al menos en la teórica secuencia de ver, entender y anotar. Todavía queda la socialización definitiva del contenido museístico con el permiso universal y sin excepciones de fotografiar las piezas en él contenidas. Tema que no se ha conseguido, ni mucho menos, y a pesar de unas leyes que en lo social están a la cabeza del mundo occidental. El miedo al trípode y a lo que encima de él aparece, quizás como un atavismo difícil de erradicar, no se ha desprendido todavía de muchos administradores de museos.

En todo caso, este es el momento de empezar a viajar y a ver espacios de color y música. Tarea hay, el camino está abierto, y las maravillas muchas.

 

Ocho siglos de fuero

Fuero de Guadalajara

El domingo se cumplirá, con exactitud documental, ochocientos años de que el rey (de entonces) don Fernando III de Castilla y de León, concediera a la villa de Guadalajara su Fuero Largo, una especie de Constitución Ciudadana por la que habrían de regirse y ordenarse sus habitantes. Ocho siglos justos es un muy buen aniversario, como para celebrarlo.

La vida municipal de Guadalajara, en tiempos antiguos, giraba en torno al fuero que podía haber recibido, de sus señores temporales, y que en el caso de nuestra ciudad, siempre fue el Rey de Castilla. Ya es sabido que nuestra nación, compuesta de numerosas aldeas, villas y algunas ciudades, no tenía un corpus legislativoúnico, sino que el territorio estaba sujeto a los fueros y tradiciones de gobierno autóctono de dichos establecimientos urbanos.

En un principio, en los albores de la nación castellana (más de mil años cuenta ya en su haber) las costumbres de origen germánico eran las que establecían la ley por la que se regían los individuos. Un derecho consuetudinario y unas normas que, poco a poco, fueron emanando de las cancillerías reales, para ordenar los temas penales y hacendísticos, fundamentalmente.

Los reinos cristianos peninsulares, en la Edad Media, carecían de un Derecho común y unificado. Además de la costumbre, los jueces castellanos juzgaban por fazañas, que servían como modelo a otras sentencias y venían (desde una interpretación personal y puntual) a sentar jurisprudencia. Pero enseguida aparecieron los fueros, que eran los documentos y sumas legales que pasaron a ser tratados de derecho de todo tipo: civil, penal, mercantil, etc., con algunas diferencias de unos lugares a otros, y suponiendo cierta dispersión legal puesto que cada ciudad se regía por su propio fuero, que era muchas veces amejoradopor los reyes, sobre todo tras las peticiones que se hacían en las Cortes. En nuestra zona fueron los fueros de Sepúlveda y Cuenca los que sirvieron para centrar bases jurídicas y servir de manadero de otros fueros locales.

Esta dispersión de leyes llevó a diversos intentos de unificación por parte de algunos reyes, especialmente Fernando III que tomó las primeras medidas al mandar traducir el antiguoLiber Iudiciorumvisigodo, llamado entonces el Fuero Juzgo, y que se concedió a los lugares del Valle del Guadalquivir que fue conquistando en el siglo XIII. Por su parte Alfonso X intentó hacer una recopilación más completa, incluso inspirada en el Derecho Romano, mandando componer el Fuero Real, un cuerpo de leyes unificado que pretendió imponer en todos sus reinos, aunque con progresiva dificultad dada la oposición de la población, que prefería el sistema antiguo. Sí que consiguió la unificación de leyes en aspectos de la vida cotidiana (matrimonios, herencias) y aun en la cuestión penal, tras promulgar su Código de las Siete Partidas. Sin embargo, se siguieron entregando a las poblaciones “fueros” locales que determinaban y concretaban la tradición en las relaciones humanas a nivel muy concreto, de villa y ciudades. En nuestra provincia, esto es lo que ocurrió en lugares como Molina de Aragón, Zorita, Brihuega, Valfermoso de las Monjas, y por supuesto Guadalajara, que a lo largo del siglo XII recibió dos Fueros Reales, sucesivamente, de manos de Alfonso VII (el llamado “Fuero Corto”) y de Fernando III (el llamado “Fuero Largo”) y del que se cumplen ahora, exactamente, ocho siglos de su concesión en 1219.

El Fuero de Alfonso VII, o “Fuero corto”

Al poco de la reconquista de Guadalajara, Alfonso VII concede a la ciudad el primero de sus fueros, conocido como el «fuero corto» por su escasa extensión en comparación con el que le luego le concedería Fernando III. El documento indica la fecha de concesión, 5 de mayo de 1171. Desapareció el original, pero se conserva la transcripción de una copia en romance, y en él aparecen varias normas de tipo penal, procesal o mercantil, sin ningún orden en su presentación. Es posible que estuviera inspirado en las normas del Fuero de Alcalá de Henares, y en todo caso debe considerarse que estas normas son las típicas de un fuero de territorio fronterizo, porque su principal objetivo es el de animar a la población a repoblar los territorios recientemente conquistados, siendo todas ellas normas benéficas que ayudan a esa repoblación.

Son destacables las que hacen alusión a la exención del pago de portazgo y montazgo en cualquier lugar de Castilla y a las garantías de protección al comercio y a los transeúntes. Por ser un fuero tan corto y poco concreto, el siguiente rey, Alfonso VIII, afecto a las tierras de Guadalajara, trató de mejorarlo, aunque no llegó a concretarse en un nuevo fuero, al menos que yo sepa. Algunos reyes dictaron disposiciones suplementarias (privilegios) para completarlo. Pero finalmente será Fernando III quien realice esta reforma.

El Fuero de Fernando III, o “Fuero largo”

El 26 de mayo de 1219, tal como aparece escrito al final del documento, fue el día en que el rey Fernando III signó un nuevo Fuero para la Villa de Guadalajara. Un documento del que han quedado tres copias conservadas, arcanas y poco vistas, pero estudiadas a conciencia primero por Antonio Ortiz García, y luego por Pablo Martín Prieto. Una está en El Escorial, otra en el Archivo Histórico Nacional, y la tercera (que es la más “bonita” y espectacular, en la Biblioteca de la Universidad de Cornell (USA). A principios del siglo XX alguien vendió esta copia a la universidad norteamericana, que es de donde han partido los mejores estudios sobre este Fuero. En 1924 se publicó un estudio sobre él, en la colección“Elliott Monographs”de la Universidad de Princeton, que apenas se ha conocido en España.

Este fuero es mucho más completo que el anterior y mejor organizado, completando y ordenando los aspectos que no desarrollaba el anterior. Por ejemplo, en él se estipulan las figuras de los cargos públicos que rigen el municipio, y que son el juezy los alcaldes, principalmente, a cuyo conjunto se denominaba Concejo. Cada colacióno barrio tenía su alcalde, que controlaba una puerta o barrio de la ciudad, el “portillo”, y es por ello que estos cargos, en general, eran denominados como “aportellados”, y se sorteaban anualmente entre los vecinos del barrio. En todo caso, en el Concejo había dos estados representados: el de los nobles e hidalgos, y el de los pecheros o gente común.

 

La primera autoridad que este Fuero crea es el “juez”, quien ostenta el poder ejecutivo y se encarga de dictar sentencias y de que se cumplan escrupulosamente (“prender las caloñas”, se decía). Los alcaldes (cuya etimología procede del árabe “al-caid”) se encargaban de juzgar los pleitos presentados por los vecinos, en un nivel simple, habiendo “jurados” para cada caso. En este fuero se crea la figura del “andador”, o alguacil, que daban notificaciones y cobraban los impuestos de la villa y su alfoz.

El “Fuero largo” de Fernando III para Guadalajara es un monumento histórico, aunque conservado hoy (y en copia) fuera de la ciudad, pero que debería concitar una admiración por parte de autoridades y ciudadanos. Su interés radica en considerar las formas en que vivían las gentes de 1219 y la forma en que sus conflictos eran dirimidos y articulados. El elemento jurídico válido era el juramento ritualy la firma, en que a los litigantes se les exigía prestar juramento de forma solemne, acompañado -dependiendo de la gravedad de la acusación- de un cierto número de vecinos que se corresponsabilizasen con ellos de dicho juramento. Formaba parte también del ritual justiciero el combate judicial, llamado rieptoo desafío. Este aspecto ser reservaba para las causas más graves, como muerte violenta, violación, etc. A los acusados (y condenados) por uno de estos delitos, además de la pena pecuniaria que le fuera impuesta, se le declaraba “por enemigo”, quedando a disposición del agraviado que podía desafiarle en un determinado plazo para vengar la ofensa.

En el Fuero se contemplan también los impuestos que se deben pagar, las exenciones de dichos impuestos, y los modos de autogobierno de la villa. Es por tanto un documento que muestra fundamentalmente las normas concedidas por el Rey, para ordenar la vida de la población en los aspectos fiscales y penales, fundamentalmente. Pero también una muestra evidente de la “civilización” que a nuestros paisanos se les concedió con estas normas. Ochocientos años de aquello, y nosotros rememorándolo, como una curiosidad, en tiempos tan ordenancistas, o más, que aquellos.

 

Guadalajara, vista por un recién llegado

Aunque lo firmo yo, que soy el que se pone cada semana (desde hace unos cincuenta años) tras la identificación que no oculto, el artículo que sigue podría estar firmado por cualquier turista que llegue hoy a nuestra ciudad. La imagen que recibe el recién llegado es muy distinta del que lleva años viéndola, día a día, considerando problemas y beneficios a cada paso. Ambas actitudes tienen valor, y hay que respetarlas.

Guadalajara está en cuesta toda ella, es una ciudad de altos rumbos, y sobre todo si se llega en tren, que es como hay que llegar a las ciudades, desde el siglo XIX, o se llega andando, que es como se llegó siempre, el acceso a la ciudad es todo en cuesta, siempre subiendo.

Primero se cruza sobre el río Henares, que es un río escaso y medio escondido entre cañas, arbustos, matorrales y arboledas que parecen encubrirle a la mirada del viajero que llega. El paso se hace sobre un puente antiguo, poderoso, con aires romanos o moros. Me dicen que se construyó, tal como hoy lo vemos, en la época del califato cordobés de los Omeya, cuando reinaba allá (y acá, que era tierra también suya) Abderrahmán III.

Sigo subiendo por una larga acera entre rampas de piedra, y al final accedo a un plazal irregular, extrañamente dispuesto con fuentes secas, arboledas en línea, y algunos bancos, que tiene por dominante silueta la del palacio de los duques del Infantado (los antiguos, no los de ahora, que esos viven fuera de la ciudad.) Ese palacio, con su fachada solemne de piedra dorada y clavos prendidos entre balcones y miradores, fue una de las joyas del arte isabelino: lo construyó en 1490 don Iñigo López de Mendoza, el segundo duque del Infantado, y dirigió las obras un arquitecto bretón al que llamaban Juan Guas. La verdad es que les quedó precioso: sobre la puerta luce un escudo redondo, solemne, prolijo de emblemas, sostenido por dos salvajes peludos, como hércules dominantes y amenazadores.

Un señor ya mayor al que he parado en la plaza que costea el palacio, me cuenta que aquí vivieron los Mendoza, no juntos, sino uno detrás de otro, y que durante siglos fueron poderosos, solemnes y llenaron la ciudad de palacios, de fiestas, de música y procesiones. El fraile o cardenal togado que exhibe un báculo cruciforme frente a la fachada, se llamó don Pedro González de Mendoza, y al parecer llegó a ser “tercer rey de España” cuando fue gobernada por dos reyes de verdad al mismo tiempo, cosa nunca vista: uno era varón, don Fernando de Aragón, y otro era hembra, doña Isabel de Castilla. El fraile poderoso, que había nacido en Guadalajara, mandaba tanto como ellos, y llegó a ser cardenal de tres títulos, y si se descuida le nombran Papa.

Aquí aparece una placa en un muro que dice que esta es la Plaza de España. Al parecer, llevó muchos otros nombres antes (de la Fábrica, del Conde, de los Caídos en la Guerra Civil) y seguro que este de ahora no será el último nombre que lleve. En España son muy aficionados a cambiarle el nombre a las calles, y a las plazas, lo cual sin duda es más entretenido que lo que hacen los americanos, que las dan un número, y así para siempre.

Esta ciudad, a lo que veo, está en cuesta permanente. Desde el río que vengo subiendo, no se para de ascender. Ahora me enfrento a la Calle Mayor, estrecha y con comercios a los lados. Me dicen que a la izquierda hay un interesante templo, de monjas clarisas, al que hoy llaman Santiago, de arte gótico mudéjar, y que cien metros más adelante está el palacio de don Antonio de Mendoza, un solterón valiente que entretuvo sus años jóvenes en guerras (cuando lo de Granada) y los viejos en rezos y beatitudes: llegó a levantar un estupendo palacio, cuajado de capiteles, portadas talladas, y grandes escudos, aunque dentro se pasaba mucho frío, porque esta tierra es castellana y tiene un aire famoso del que dicen que no apaga un candil pero mata a un hombre.

Llego a la plaza mayor, y en ella me sorprende un edificio (el más visible, al que la mirada va como en imán irresistible) cubierto de andamios, revestido de telajes rotos, junto a otro solar en el que han crecido arbolotes tras unas tapias cubiertas de grafitis. Tiene, eso sí, un más que cumplido edificio de Ayuntamiento, blanco y rosa, con aires de tarta nupcial, en el que se reúnen los munícipes (alcalde y concejales) casi a diario, para decidir en qué se gastan el dinero que les cobran a los habitantes a modo de impuestos.

Me dice una señora de buen ver y acicalado visaje que siga por derecho la calle, que no se me ocurra desviarme por los callejones laterales, porque solo voy a encontrar ruinas, solares vacíos, muros cuajados de pintadas obscenas y ni un solo bar… “aquí no hay nada, mire Ud., aquí hay que hacer las maletas cuanto antes, irse a Alcalá, o a Madrid, o a Azuqueca aunque sea… qué lástima, con lo que fue Guadalajara en sus buenos tiempos…!”

No termino de creerme lo que dice Aurora no sé qué. Porque subo y veo la plaza a la que dicen el Jardinillo, con una fachada barroca (la de los jesuitas antes y que ahora llaman San Nicolás) y entro al templo y me maravillo de su buen estado, de su gran retablo churrigueresco, y sobre todo de ese enterramiento prodigioso de don Rodrigo de Campuzano, guerrero y severo, armado de su cota de malla, con un espadón sobre el pecho y un doncel micro a sus pies, llorando. Que por algo sería.

En la calle mayor alta aún se ve animación: hay un Casino, muy transitado, y hay loterías, joyerías, pañerías, bombonerías, librerías y una tienda donde venden (qué extraño mercado este) números de teléfono y tarjetitas que los llevan. Al final termino en el plazal más ancho de los hasta ahora vistos: le dicen el campo de santo Domingo, y fue antiguamente sede del mercado medieval, delante mismo de sus viejas murallas. En el extremo sur se alza un templo grande, de piedra blanca, con dos campaniles rústicos en lo alto: es San Ginés parroquia, pero fue antaño Santo Domingo convento, donde miraban libros y memoriales los inquisidores vestidos de blanco y negro.

Desde allí la ciudad se abre. Es la moderna, donde al parecer vive la gente, donde se pasea, donde se canta, conde se abre la mirada. A la derecha, el bulevar de las Cruces, que es un bulevar antiguo, de casi dos siglos, y de los pocos que en España quedan así de cumplido. Algo que (espero) no pierda nunca esta ciudad, porque entonces sería ya, seguro, su muerte.

A la izquierda, una calle ancha a la que llaman “la carrera de San Francisco” y en la que cabalgaban los que tenían caballo y lucían arma y cincho para no pagar impuestos. Esto en tiempos antiguos, porque hoy solo se ven coches, camionetas y autobuses pintados de azul. Al frente, la Concordia. Un parque al que se le dio ese nombre hace 150 años porque se trataba de poner paz entre facciones enfrentadas. No se consiguió, es evidente. Pero al menos el parque mantuvo el nombre, como en esperanza perpetua de que algún día se consiga. A los sueños hay que alimentarlos con estas cosas, y perseguirlos siempre.

Siguiendo el paseo central, aunque atravesado, de este parque, se continúa por un paseo densamente arbolado. Subimos hasta la ermita de San Roque, el santo peregrino al que se aplaudía cuando salía en procesión mínima, el 16 de agosto, y los cofrades repartían panecillos y regalos a los niños. Ahora se ha transformado, el interior, en un templo de la ortodoxia cristiana, reservado para los rezos de rusos y rumanos, porque en Guadalajara hay muchos. Sin embargo, a la derecha de la ermitilla, como un galeón que surge del hondo océano, orgulloso y brillante, vemos el Panteón, de la duquesa de la Vega del Pozo, de la duquesa de Sevillano, de la marquesa de los Llanos de Alguazas, doña María Diega Desmaissières, la mujer más rica de España, que a finales del siglo XIX encargó a Ricardo Velázquez Bosco, el arquitecto a sueldo de los más afortunados del país, este edificio y su conjunto anejo, una gloria del arte, de la profusión, del simbolismo. La señora, que por muy rica que fuera no pudo evitar morir soltera, sola y sin compromiso, en la habitación de un hotel de Burdeos, y sin testar, mandó hacer este conjunto que es lo último que debe admirar el visitante en Guadalajara: la fundación San Diego de Alcalá, con un complejo de edificios centrados por un espectacular claustro neorrománico, una iglesia de estética neomudéjar, y un panteón neolombardo, con templo de cruz griega rematado en bóveda de mosaicos, y una cripta en la que, llevada por ángeles de mármol, el féretro de la señora se quedó a medio camino entre su riqueza y la muerte eterna.

A Guadalajara se la puede ver luego, aún más arriba, desde el borde del cerro de San Cristóbal. Para llegar allí hay que conocerse bien el Monte Alcarria, y saberse sus caminos, pero la excursión merece la pena, porque desde la altura de sus mil metros bien oreados y luminosos siempre, se ve no solo la ciudad de Guadalajara como un alfombra, sino el valle entero del Henares, cuajado ahora de pueblecillos, de urbanizaciones, de fábricas y silos, con un fondo teatral de sierras nevadas (allí la Peñalara, el Ocejón, la Somosierra, el Santo Alto Rey, la Bodera, el Lobo…) que cumplen su cometido de poner límite, por el norte, a este gran espectáculo que es el valle del río Henares, al que cantó, entre otros muchos, Cervantes cuando dijo “En las riberas del famoso Henares, que al vuestro dorado Tajo, hermosísimas pastoras, da siempre fresco y agradable tributo, fui yo nascida y criada”, poniendo el ditirambo en boca de la Galatea.

 

 

Guillermo, el maestro de obras

Guillermo de Bidous

 

Dedicado a  todos los amigos y amigas de Villaescusa de Palositos, que este año, una vez más, emprenderán la “Marcha de las Flores” para pedir que se abra el camino que va a su pueblo.

Séame permitido que, de vez en cuando, eche una cana al aire, y me entre por los pagos de la literatura pura, de esa que entretiene, que alecciona, y a nadie hiere. Andando las Alcarrias, una de las que más me duele es la que va entre el foso del Guadiela y el arroyo de la Puerta, cruzando de Salmerón a Viana. Porque en el alto está, abandonada, en ruina progresiva, tras murallas de metal sobre el viejo camino de Santiago, esa iglesia que fue dedicada a Santa María y que presidía en su altura la puebla de Villaescusa de Palositos. Muchas veces la he visitado, constatando su progresivo derrumbe, adecuadamente denunciado en público (pues tiene responsables muy claros) y de tanto pensar sobre ello me salió esta entelequia, que espero entretenga, más que aleccione.

Caminando no hace mucho por una estrecha trocha de la Alcarria, me vino a las manos un cilindro de plomo muy lastimado de los soles y las heladas. Lo abrí enseguida, y sin dificultad salió de su interior, entero, un pergamino arrugado pero con buena letra de principios del siglo XIV. Me costó leerlo, pero al final conseguí desentrañar la historia que en él aparecía. Y que venía a ser más o menos esta.

Fatigado de los años y de los caminos, del trabajo y las penalidades, un tal Guillermo quiere dejar constancia de su existencia, y pone sobre el pergamino con su propia letra esta que es vida entera y resumida. Dice que ha llegado hasta aquí, al Val de San García, retirado y cansado, tras muchos caminos y tareas, pero que nació en la Gascuña, en un pueblecito que llamaban Bergouey Viellenave, a orillas del río Bidouze, y que en aquella tierra de lluvias creció, junto a sus padres y sus dos hermanos, Irvin y Louis. No recuerda el nombre de su madre, pero sí el de su padre, que murió cuando él tenía unos catorce años. Se llamaba Guillermo, como él.

Se fue con los hombres que habían elevado la iglesia de Saint Jacques, en su pueblo, y que como  picapedreros que eran se dirigían a Saintes, donde pasó un año picando piedra para la catedral de San Pedro, y luego más de dos anualidades con un equipo que estaba construyendo el templo de la Abadía de las Damas. Aprendió mucho, y cierto día se hizo amigo de un muchacho que viajaba hacia Compostela, y que le animó a irse con él al lejano Finisterre. Cruzaron la Gascuña entera, y por San Juan de Pie del Puerto subieron a Roncesvalles, de donde siguieron camino a Pamplona, y hacia Oriente, despistados, se fueron hasta Jaca y San Juan de la Peña, donde él decidió quedarse otro mes más porque allí picaban la piedra unos artesanos exquisitos, de los que aprendió sus técnicas.

Siguió siempre hacia el sur, y al oeste, y perdido por los campos largos de la Transierra castellana vino a dar en un pueblo grande, amurallado, que tenía sonadas fiestas de ganado, y allá quedó picando para levantar el castillo que presidía el lugar, al que llamaban Siete Fuentes. Allá decían que era obra de moros, pero se estaba cayendo, y la que tenía el señorío del lugar, una marquesa llamada doña María, quería a toda costa mantenerlo en buen estado. Presumía guerras. Se hizo con muchos amigos, y Guillermo se hizo enseguida con la dirección de la obra. Ganó lo suficiente para comprarse un caballo, y dos mulas, que consiguió baratas en la feria, y un año después se echó a los caminos, porque el arcipreste del pueblo le encargó que levantara un templo en una pequeña aldea del señorío, un lugar recién poblado al que habían puesto el nombre de Villaescusa por ser lugar donde sus recién llegados habitantes no pagaban impuestos. No fue dificil llegar, tras tener que pasar el Tajo sobre un enorme puente protegido por una torrecilla, en un lugar al que llamaban Torrillo.

Cuando llegó a Villaescusa vió que allí vivían, en pequeñas chozas de piedra cubiertas de entramados de ramas, unas veinte familias, que venían de la Merindad de Gamiz, gentes dedicadas enseguida a la agricultura, porque el terreno de secano era alto, y fértil, y de recoger la leche de las cabras, que bebían y transformaban en quesos. Le llamó la atención el lugar, en alto, batido de los vientos, aunque a resguardo de un cerrete en el que se veían viejos edificios medio hundidos, y al que llamaban Los Paredones, de donde habían sacado la mayoría de las piedras para sus cabañas.

Con ayuda de los más jóvenes, día sí día no, Guillermo se puso a la tarea: plantó estacas, midió con sus pies, allanaron el terreno alto, recogieron en las mulas cuantas buenas piedras sillares encontraron en los paredones, y otras más, de esquinas, que ellos picaron con el arte que él sabía. Poniendo varas largas y rectas junto a los muros, fueron alzando paredes, que fue cosa fácil con los muros del sur y el norte, aunque el de poniente hubo que reforzarlo antes para alzarle más y poner los huecos altos de las campanas. Donde Guillermo más se esmeró fue en el ábside, la parte de la iglesia que daba a la salida del sol. Talló con otros (su mejor amigo era Gil de Molina, que terminó siendo su capataz) los pilares adosados, y dejó para el final la talla, que hizo él personalmente, con sus saberes de muchos años en tantos lugares, de la ventanita del ábside y de la puerta  del templo, a la que dotó de medias bolas sobre los sillares de los arcos. Cuando en ello estaban, a Gil se le ocurrió la idea de que Guillermo, al que llamaba maestro, debía de poner en una piedra, con ese buen arte de la talla que tenía, su nombre y la noticia de haber sido él el constructor del templo. Y así lo hizo: en una mañana frenética, de otoño ya frío, relamiéndose los labios esculpió sobre un sillar calizo: “Guillemus fecit hac ecclesia” en un latín que no hablaban pero que juzgaban culto y solemne. Después y montando los correspondientes poyatos y andamios, colocaron el techo con tablones sacados de los pinos que se arrastraban, en el verano, por el hondo Tajo. Al final, y tras casi dos años de tarea, dejaron terminado el templo del villorrio.

Vino poco después un arcediano, que procedía de Cifuentes, el sucesor de quien le había encargado a Guillermo la obra. Y quedó entusiasmado de lo que había hecho. Le dio los parabienes y le dijo que tendría noticia de esto el obispo de la diócesis de Sigüenza, cabeza espiritual de aquellas tierras, que era por entonces un alto individuo llamado don Andrés. Aquel fue un día de alegría (lástima que esta dure tan poco en la casa del pobre!) y allí quedó a pasar el invierno, que fue el de 1264, muy crudo entonces, con nevadas que duraron largas jornadas, dejando helados los campos hasta la primavera. En abril se decidió a bajar hasta Cifuentes, atravesando otra vez por el puente del Torrillo, y allí ¡oh maravilla! se encontró con que le recibieron de mil amores: don Esteban, el arcediano que había consagrado el templo de Villaescusa, llamó al alcalde de la villa, y a poco llegó doña María Guillén, la señora, a la que fue presentado. Todos acordaron que Guillermo debía ser el maestro que, con cuantos ayudantes eligiera, se pusiera a tallar las mil figuras que querían que aparecieran en las arquivoltas de la puerta de Santiago, aquella puerta occidental del gran templo cifontino donde los peregrinos (muchas gentes venidas del Levante, de Villena, de las altas tierras de las avellanas) cogían fuerzas para seguir su camino, por la ruta de los laneros, hacia Compostela.

Y en esas estuvo, otros dos años, -dice en su papel Guillermo que los mejores de su vida- tallando figuras para aquél orondo portón gigantesco. Las que mejor le salieron, la de don Andrés, el obispo; don Vasco, el alcalde; doña María, la señora, y doña Beatriz, su hija, que al parecer había llegado a más que a princesa.

Y esto era lo que aparecía en aquel pergamino que me encontré en el suelo un día que me perdí por los pagos de Carralavilla, entre Cifuentes y Val de San García.

Objetivo: «Planeta Mendoza»

Planeta Mendoza

Planeta Mendoza es el gran diccionario del linaje mendocino.

Este próximo lunes, 6 de mayo, en la sala de Actividades Múltiples del Centro Cultural “San José” de la Excmª Diputación Provincial, y a las 8 de la tarde, vamos a tener ocasión de asistir a la presentación de un nuevo libro, que supone la llegada de un planeta, de un universo aún, de un verdadero diccionario, quizás de una enciclopedia entera, de una biblioteca inmensa, de datos, nombres y anécdotas. Porque llega el “Planeta Mendoza.

Decir Mendoza, en Guadalajara, es abrir la primera página de un gran libro de historia. De una fuente por la que mana un agua abundante, limpia y nutriente. De un espectáculo de espadas, gualdrapas, ceremonias, sonoros palacios y virreyes, de heroínas y beatos, de cardenales y fiestas. Los Mendoza son una saga numerosa, prolija y extendida casi universalmente, que nació en los altos llanos alaveses, y cuajó en la seca tierra de la Alcarria. Expandiendo personas, e intereses, por toda la península ibérica, y aún dejando su huella al otro lado del Océano.

Decir Mendoza, en Guadalajara, es explicar el origen de su mejor palacio, de varios otros monumentos, de iglesias, monasterios y horizontes de fiestas y hazañas. Es recordar a los grandes, los fundadores de un linaje que brilla: el marqués de Santillana, el primer duque del Infantado, el gran Cardenal Pedro González, el adelantado de Cazorla y el primer conde de Tendilla; de los príncipes de Mélito, marqueses de Mondéjar, vizcondes de Torija, señores de Galve, Duques de Pastrana, marqueses de Cañete y de Priego, señores de Almazán, “medinacelis y condestables”, y un largo etcétera.

En todos y en cada uno de ellos se concretan páginas de la historia de Guadalajara. Por decir algunas, la construcción del palacio que hoy preside la plaza de España en Guadalajara, el palacio ducal, obra del bretón Juan Guas; el empeño de llevar adelante y con rapidez la catedral de Sigüenza, en la que don Pedro González se compromete, con bóvedas, escudos, coros y predicatorios; la erección del palacio renacentista de Jadraque, en lo alto del cerro donde hoy solo sobreviven los muros en forma de castillo; el monasterio de Sopetrán, monumento al abandono y a la dejadez; el palacio de Cogolludo, joya de una gran corona del humanismo renacentista; el monasterio de Lupiana, aupado de los Mendoza capitalinos, y de los Pecha, más el castillo de Beleña, el Ayuntamiento de Tamajón, las ruinas salvadas del San Antonio de Mondéjar o el solemne mausoleo encriptado de San Francisco de Guadalajara.

planeta mendoza

Pero también es hablar de la participación de sus miembros señeros en acciones de guerra, de paz, y de progreso. Solo tres ejemplos, por si pueden orientar: la batalla de Toro, en 1475, que supone la victoria de la corona de Castilla frente a la de Portugal, en un momento clave de la evolución peninsular; la fundación de la Universidad de México, en 1551, por parte de su primer virrey, el alcarreño Antonio de Mendoza; o el acogimiento que en un momento determinado los Mendoza hacen de la familia de los Cervantes, empleando al padre, ayudando a los hijos, pensando incluso (eran tiempos de duques poderosos) traerse la Universidad cisneriana a la ciudad de Arriaca… algunos datos, muy pocos, pero significativos, de lo que fueron capaces determinados individuos. Más a ello sumar la acción valiente de María Pacheco (una Mendoza de pura cepa) en la revuelta comunera de Toledo, o el continuo ir y venir de Ana de Mendoza, duquesa de Pastrana y princesa de Éboli, en el Madrid filipino del control portugués.

Y hasta en una tarea tan rabiosamente actual como es el cotilleo de las anécdotas, las interpretaciones de los actos y el rebullir de los galardones, en este Planeta Mendoza se verán las causas de la separación del Almirante don Diego Hurtado de Mendoza de su esposa Leonor de la Vega; las andanzas luteranas del tercer duque que no le costaron la cárcel inquisitorial porque se le acabó la vida justo a tiempo; las desavenencias del marqués de Santillana con su hermanastra Aldonza de Mendoza, que acabaron en guerras y cañonazos; los amoríos de la princesa de Éboli (y por qué fuera tuerta) con el ministro Antonio Pérez; el empeño de Luisa de Carvajal por evangelizar las islas británicas, o incluso la increíble valentía del torijano don Bernardino de Mendoza, capaz que fue de ejercer de embajador y espía a un mismo tiempo en la Corte de la Pérfida Albión (lo de pérfida es por su reina, Isabel I, en los finales del siglo XVI). Una retahíla de sorpresas novelescas, juntas todas en un mismo tomo.

García de Paz, autor del Planeta

Es el autor de este “Planeta Mendoza” el recordado profesor tendillano José Luis García de Paz (1959-2013) que profesionalmente fue doctor en Química y profesor de Química Física en la Universidad Autónoma de Madrid, y que por su origen alcarreño tuvo un gran interés por el conocimiento de todo lo relacionado con la historia y el patrimonio de la Alcarria, y en general de la provincia de Guadalajara, habiendo llegado a escribir y ver publicados diversos libros referentes al Patrimonio Desaparecido de Guadalajara, Castillos y Fortalezas de la provincia, la Guerra de la Independencia en este territorio, la Feria de las Mercaderías de Tendilla y otros temas.

Sin embargo, el campo en el que descolló fue el análisis biográfico del linaje de Mendoza. Inmerso en las genealogías, figuras singulares, aspectos biográficos y patrimoniales de los personajes de esa saga, trabajó sin descanso para organizar un corpus de conocimiento que brindara a los lectores de hoy la visión panorámica, clara y contundente, de este grupo social hispano. Y lo hizo, no solamente investigando sobre fondos bibliográficos serios y amplios, sino entrevistándose con especialistas, tanto españoles como extranjeros, e incluso planeó abrir nuevos caminos al dedicarse de pleno a la investigación sobre los Mendoza en el Archivo General de la Nobleza, para lo que planificó un año sabático completo, -al que tenía derecho por sus 25 años de docencia universitaria- y que comenzaba exactamente en octubre de 2013, justamente en el momento en que concluyó su vida.

Desde 1996, y gracias a las nuevas tecnologías de la información telemática, por sus conocimientos avanzados de informática creó sobre el servidor de la Universidad Autónoma de Madrid un sitio al que denominó, coloquialmente, como “Planeta Mendoza” y en el que fue abriendo páginas en las que de forma breve se exponían biografías y datos sobre los Mendoza más variados. Tuvo un gran seguimiento este núcleo de la red, al que él puso título oficial de “Los Mendoza, poderosos señores” y que se encontraba alojado en www.uam.es/depaz/mendoza/, hasta que, a principios de 2019, las directrices de la Universidad madrileña, por no contar el sitio con un responsable directo, lo cerraron, dejando a todos sus seguidores (era muy consultado por investigadores, estudiosos y lectores esporádicos) sin la posibilidad de acceder a la información que García de Paz había ido acumulando y estructurando.

Su viuda, doña María Jesús Casado, facilitó grabados sobre disco compacto los textos que se habían utilizado para montar el sitio, y ofreció el permiso suficiente para pasar dicha información a formato impreso sobre papel, consiguiendo montar este libro que ahora aparece editado.

Esta idea había surgido ya en vida de José Luis García de Paz, pero él consideraba de verdadera utilidad el hecho de tener viva, con sus enlaces bien trabados, la confluencia de datos abierta en la red. También se habló, poco después de su fallecimiento, de reunir a través de una publicación sobre papel esta información sobre los Mendoza, pero al mantenerse abierta de forma pública no se juzgó procedente. Ahora, al comprobar cómo la Universidad Autónoma de Madrid ha cerrado de forma definitiva esta fuente de conocimiento, es cuando ha surgido, en la editorial Aache de Guadalajara, dedicada en cuerpo y alma al estudio, divulgación y publicación de temas relacionados con la cultura provincial, la idea de poner sobre papel impreso este gran “Planeta Mendoza” que viene a ser, no sólo un merecido homenaje a la figura del estudioso José Luis García de Paz, sino una herramienta viva, concreta y eficaz para tener información rápida y veraz sobre los Mendoza, ese linaje humano que tantas páginas de la historia de Guadalajara, de Castilla y de España escribió durante los pasados siglos.

Algunos datos del Planeta Mendoza

Es este un libro que hoy aparece y se presentará el lunes. Y que aún tendrá un largo recorrido, especialmente en la Feria del Libro de Guadalajara 2019 que se inaugura el próximo jueves 9 de mayo.

Con 460 páginas, y muchas ilustraciones, el libro de García de Paz titulado “Planeta Mendoza” es una de las aportaciones culturales que esta semana recibe nuestra ciudad de manos de la editorial Aache de Guadalajara.

En su Índice, con veinte entradas, aparecen temas como los Orígenes de los Mendoza, la Saga de los Infantado, los Éboli y Pastrana, los Mendoza en América, los poetas mendocinos, la heráldica de los Mendoza, los condes de Tendilla y marqueses de Mondéjar, las mujeres Mendoza (tres son, y lo firma María Jesús Casado, tratando de Mencía de Mendoza, María Pacheco y Cristina de Arteaga), los vizcondes de Torija, los marqueses de Cañete, los de Montesclaros, los Mendoza santos, caballeros, espías y manirrotos…

Termina el libro (ISBN 978-84-17022-83-9 y PVP 20 €.) con un Índice Onomástico monumental, con 500 entradas a lo largo de 16 páginas. En resumen, una enciclopedia para llevar en la mano. Y en ella a los Mendoza enteros.