Molina: piedras que hablan

sábado, 13 abril 2019 0 Por Herrera Casado
Casa Grande del Obispo

La Casa Grande del Obispo Díaz de la Guerra, en Molina de Aragón.

Tiene el Señorío de Molina, comarca y territorio histórico, un denso pasado, cuajado de caminos, de aventuras ganaderas, de encuentros guerreros, de solemnes entradas y aparatosos edificios que daban idea de lo grandioso de la economía de sus dueños. Señales y aspavientos: pairones y casonas, eso es de lo que trato en estas líneas. Rescatando memorias, animando a que las conozcáis.

Los pairones molineses

He viajado mucho por Molina. He recorrido sus caminos (los de asfalto, y los de tierra sencilla) y he charlado con la gente con la que me he encontrado en ellos. Hace muchos años (en 1973 aproximadamente), hice un viaje a pie por los rayanos, por Milmarcos, Fuentelsaz, por Setiles y Alustante… y me fui encontrando en todas partes gente y pairones. Hoy solo quedan los segundos, porque los primeros, la gente, parece que ha desaparecido. Molina se está quedando desierta.

¿Y qué son los pairones molineses? El tío Domingo, de Setiles, me decía para qué servían: son como faros en medio de la llanura nevada. En invierno, cuando el frío es intenso y la nieve cubre por completo el paisaje, solamente quedan de referencia los pairones, que marcan los cruces de caminos. Y si se le pone una vela encendida a las Benditas Ánimas del Purgatorio, a las que la mayoría están dedicados, por la noche parecen brillar en la distancia, como pequeños faros…

Servían para otra cosa, más sutil y administrativa. Servían para marcar los límites de los municipios, para decir al caminante (durante siglos la gente fue, a pie, o en caballería, por los caminos de uno a otro pueblo) que salía de Cillas y entraba en Tortuera. O que llegaba a Tordesilos si había salido de Alustante. Eran estos «hitos» o «pairones«, como auténticos «altares de camino«, esbeltos y completamente tallados en piedra o reciamente construidos con ladrillo, surgiendo en los cruces de caminos, en los límites de los términos municipales, en lo alto de las colinas, junto a ermitas y pozos, o simplemente en medio de los campos de labor.

Se suelen rematar estas columnas pétreas, de pequeñas cruces de hierro forjado, o con hornacinas en las que aparecen azulejos con la imagen de San Roque, San Antón o las Ánimas del Purgatorio. El hecho de que siempre se pongan en cruces de cami­nos, a la vera de sendas o en el cambio de términos municipales, añadiendo la petición que sus polícromas cerámicas hacen de una oración por las almas de los difuntos, pudiera remontar su origen a las costumbres paganas, y romanas, de saludar con una frase la presencia de las tumbas de los antepasados, situadas normalmente en las orillas de los caminos.

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De todos modos, y aunque existen pairones de antiguo origen, algunos de los siglos XV y XVI, la mayoría de ellos, tanto los muy populares como los más artísticos, son del siglo XVIII en adelante. Encontramos algunos verdaderamente hermosos en Tortuera, en Cubillejo del Sitio, en Rueda de la Sierra y en Anchuela del Pedregal. Servirán siempre para, al tiempo que recordar a los que nos precedieron por los caminos de la vida, saber de las costumbres hondas de las gentes molinesas, que en estos pétreos signos se reconocían como partículas de una ancha corriente vital y multisecular.

Para saber más de pairones, buscad este libro que editó Ibercaja en 1996: “Pairones del Señorío de Molina” y que escribió José Ramón López de los Mozos.

Las Casas Grandes molinesas

Tiene el Señorío de Molina unos 3.000 kilómetros cuadrados de extensión, y en él viven unas 10.000 personas. Si se hace, muy por encima, un cálculo de densidad poblacional, vemos que sale una cifra muy por debajo del índice de desertización. De lo que fuera una comarca (en sus inicios, territorio políticamente independiente de Castilla y Aragón, allá en la Edad Media) nutrida y rica, con mucha agricultura, bosques y ganadería, hoy solo queda un agónico espacio vacío, alto y frío, de anchos horizontes y pueblos silenciosos en los que destacan sus arquitecturas nobles, sus plazales dignos, sus fuentes bravas, y sus casas grandes.

Eran estas (a las que anteriormente yo había llamado “casonas molinesas” y para las que me hice miles de kilómetros buscando su silueta, identificando sus moles y escudos, aprendiendo la historia de sus constructores y habitantes) edificios que destinados a diferentes menesteres, teniendo en común su estampa recia, sus bien tallados muros, sus portalones generalmente rematados con escudos heráldicos, sus patios adosados, sus  escaleras amplias y una serie de características que les dan un rango de preeminencia sobre el resto de las edificaciones del entorno urbano o rural en que aparecen.

Estas casonas están construidas generalmente en los siglos XVII y XVIII, aunque las hay mucho más antiguas, expresión de otros modos de vida, más guerreros, de la Edad Media, frente a los residenciales de los tiempos modernos. Su estructura deriva claramente de las grandes casonas urbanas y fincas de labor del país vasco‑navarro. Ello se debe al hecho de haber llegado hasta el Señorío molinés, desde el siglo XVI en adelante, muchos inmi­grantes norteños, algunos de los cuales, una vez acaudalados agricultores o ganaderos, y con la prosapia de sangre que las gentes de la España verde suelen traer en sus arcas, pusieron la representación de su jerarquía, de su riqueza y de su linaje en forma de permanente arquitectura.

Aunque existen ejemplos de estas edificaciones en casi todos los pueblos del Señorío (y son más o menos unos ochenta), es destacable la abundancia de las mismas en la propia capital del Señorío, y en su franja septentrional, especialmente en las sesmas del Campo y del Pedregal, donde la riqueza emanada de la agricultura fue mucho mayor. Así, merecen visitarse los conjuntos de casonas existentes en Milmarcos, Hinojosa, Tartane­do, Setiles, Rueda, Tortuera y Embid, sin olvidar algunos magníficos ejemplares en El Pobo de Dueñas, Orea, Checa, Peralejos de las  Truchas y Valhermoso.

Todos estos elementos de una arquitectura autóctona muestran la reciedumbre de sus muros, la belleza de sus portones y ventanales, cuajados muchas veces de hierros artesanalmente trabajados, rematadas sus fachadas con orondos escudos de armas, y bien distribuidos sus interiores con zaguanes amplios, en ocasiones bellamente empedrados, escaleras sorprendentes, corra­les resguardados de altas tapias y, en definitiva, el aire en torno de la hidalguía antigua y reciamente hispana.

Para saber más de estos edificios, leer el libro que escribió Teodoro Alonso Concha titulado “Arquitectura popular en Tierra Molina. Destrucción y conservación”, y que fue editado en 2007 por la Junta de Comunidades de Castilla La Mancha.