Por la Calle Mayor de la Celtiberia

sábado, 3 marzo 2018 0 Por Herrera Casado

torre de los moros en Luzon GuadalajaraEl pasado domingo se llevó a cabo, organizada por el Colegio Oficial de Médicos de Guadalajara, una marcha-rutera por la “Calle Mayor de la Celtiberia”. Un amplio número de médicos y médicas, en autobús desde Guadalajara, y a pie desde Anguita a Luzón, nos marcamos el paseo que hay de un pueblo a otro, con tranquilidad y sin perder el paso. Dos leguas de nada…

El Cantar del Mío Cid nos refiere que don Rodrigo Díaz de Vivar, cuando fue expulsado de la corte de Castilla por desavenencias con su Rey y señor, Alfonso el sexto, se arropó de numerosos caballeros fieles, y se desnaturalizaron del reino. Pensaban hacer la guerra por su cuenta, contra quien se pusiera por delante, pero fundamentalmente contra los moros del reino de Zaragoza, y contra los de Valencia… porque a todos ellos podían sacar más dinero, y bienes, que a cualquier otro. Corría el año 1081, y ese camino que Mío Cid (como le llaman los suyos, “mi señor”) recorre lentamente, pasa por lo que hoy es provincia de Guadalajara, atravesándola desde su extremo noroeste (entra por Miedes, y va hacia Atienza, a la que no se atreve a atacar por saberla muy fuerte) hacia el sureste, quedando a residir una temporada en Molina, hecho amigo de su señor Abengalbón. El paso por estas tierras nos deja algunas evidencias toponímicas en el Cantar de Gesta. Así, sabemos que El Cid pasó por Anguita, en cuyas cuevas durmió, al menos una noche. Estaban esas cuevas en el angosto paso que el río Tajuña hace junto al pueblo, bajo la actual Torre de la Cigüeña, que entonces sería castejón más defendido. Y de allí siguió camino hacia el Campo Taranz (“passaron las aguas / entraron al campo de Torancio”) que es la altura de Maranchón, por lo que no cabe ninguna duda que el Cid y su ejército recorrió este camino que hoy vamos a hacer, sabiendo además que cruzamos por otro de los ejes fundamentales de la vida celtíbera.

Anguita nos recibe y nos despide

Al llegar a Anguita, medio pueblo (teniendo en cuenta que ahora en invierno no lo pueblan más de 70 personas) nos recibe. Saben que venimos en son de paz, y ese son suena desde las dulzainas y los atabales que los MediCid portan en sus espaldas. Son estos José María Alonso Gordo, Octavio Pascual, y Carlos Royo Sánchez, tres médicos guadalajareños que llevan años recorriendo la España Cidiana (junto a Juan José Palacios) a bordo de sus bicicletas. Ellos sí que saben de esto, de los caminos recónditos y las plazuelas abiertas.

Aquí admiramos la recia fisonomía de Anguita, la digna presencia de su Casa Ayuntamiento, el altivo edificio de su ermita de Nuestra Señora de la Lastra, que hace de iglesia parroquial, porque la verdadera parroquia, San Pedro, un vetusto edificio gótico, y eje del barrio primitivo de la Hoz (o de las Cuevas) está habitualmente cerrado. Tras el concierto, y la reparación de fuerzas en forma de un suculento desayuno, los viajeros se lanzan por el camino hacia Luzón. Nuestro agradecimiento será eterno especialmente a José María (Pepe), y a Santos Ballesteros el alcalde, que se han desvivido por enseñarnos todo lo que en Anguita merece la pena verse.

La Torre de los Moros

Al salir de Anguita, vamos descubriendo hitos geográficos que tienen, todos, su propio nombre y su propia leyenda: la Peña del Águila, las Mijotas, Ceño el Ojo, la Roca Horadada, y entre ellos, aunque ahora mustios de color y empaque, los avellanos, las sabinas, los robles y las encinas…

Después de pasar por varios estrechos, y ver las grandes cuevas del entorno, se llega a un recodo del camino que está presidido por una enorme torre de medieval origen. El cerro en el que asienta, veinte metros sobre el camino, está además medio volado, lo que le añade un poderoso efecto de perspectiva.

Esta torre, a la que la gente de aquí llama “de los moros” es una construcción de incierta época, pero seguro que medieval, de hacia el siglo XII, porque esta que fue tierra de paso, era también de frontera, en esa época, entre Castilla y el Señorío de Molina. Posiblemente hubo antes un pequeño castrum celtíbero, y luego un hisn musulmán, pero los castellanos terminaron de levantar esta torre, defensiva a todas luces, porque la entrada la tiene en el primer piso de la construcción.

Ya desmochada, no se sabe cómo sería su cubierta, posiblemente remataba en terraza, almenada, y a su vez cubierta de armadura de madera, para proteger a los vigilantes. Lo más curioso de ella, aparte del contraste del color de las piedras de los paramentos y las esquinas, es el hecho de que lleva incrustadas algunas piedras talladas con elementos cruciformes, propias de haber servido de estelas funerarias.

La ciudad celtibérica de La Cava

Poco más de quinientos metros río arriba, siguiendo el camino fácil, llegamos a un lugar espectacular. Es la ciudad celtibérica de “La Cava”, sobre un altozano, defendido naturalmente, pero todo él rodeado de una fortísima muralla en la que se aprecian dos entradas (quizas protegidas por torreones en su día).

Los viajeros ven al otro lado del río un montículo, no muy elevado, en el que se aprecian evidentes restos de fortificación, aunque estén ocultos entre densas matas de rebollos. Hay un pequeño puente que nos permite cruzar el río, y enseguida nos plantamos ante el conjunto arqueológico, que es (según los expertos) más una ciudad que un castro. Le llaman de “La Cava” y aunque se conoce de siempre, fue metódicamente analizado extrayendo restos cerámicos, haciendo mediciones y levantando planos y alzados del mismo, por tres arqueólogos a los que cabe aquí rendir tributo de admiración por su tarea. Fue en 1989, y eran ellos E. Iglesias, J. Arenas y Miguel Angel Cuadrado.

Analizaron el conjunto, pura ruina, y llegaron a las siguientes conclusiones: “La Cava” de Luzón es una ciudad celtibérica, ocupada entre los siglos III a I antes de Cristo por varias “gens” o familias amplias de la tribu de los bellos, o de los tittos, que eran las que Celtiberia tenía repartidas por estos altos. Bien es verdad que podrían haber pertenecido también a los lusones, puesto que el nombre de esa tribu ha quedado fielmente reflejada en el nombre de dos pueblos de la zona: el inmediato de Luzón, y el próximo de Luzaga.

Ocupa la ciudad una extensión de dos hectáreas y media, teniendo una dimensión de 160 metros en su parte más ancha. La fachada que vemos, según nos acercamos desde el río, es la más escarpada, aunque nunca puede decirse que llegue a ser un cerro. De todos modos, era fácilmente defendible en ese costado norte, y aún sus pobladores le añadieron una fuerte muralla, con enormes sillares bien trabajados, que llegó a constituir una muralla que se calcula tuvo 7 metros de altura. A los lados (por el este y por el oeste, tras un suave repecho), se accedía a la ciudad y se penetraba en ella por sendas puertas, protegidas quizás por torres. La parte trasera, la que da al sur, como se prolonga en llano sobre la meseta, tenía más dificil protección, por lo que la defensa se hizo a base de excavar la tierra, construyendo un foso, amplio, de dos metros y medio de profundidad, que con lo siglos se ha ido colmatando.

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Se han encontrado muchos fragmentos de cerámica, de arcilla fina con empastes, alguno de ellos decorado. Se han encontrado muchos “perfiles” de vasijas, por lo que se ha podido determinar el tipo y dimensiones de los cacharros que utilizaban. De momento no se ha encontrado ningún resto metálico, aunque ya entonces se usaban (esta ciudad es de plena época o Edad del Hierro). Tampoco ha aparecido la necrópolis, el lugar de enterramientos, que lógicamente tendría que estar junto al río, alejado al menos 500 metros de la población. La verdad es que tampoco se ha buscado.

Los viajeros de hoy nos preguntamos ¿quiénes eran estos lusones, tittos o bellos que habitaron en “La Cava”? ¿A qué se dedicaban? ¿Cuál era su religión, su sistema judicial, quienes eran sus jefes? En todo puede contestar a estas preguntas lo ya escrito sobre los celtíberos en el área derecha del valle del Ebro. Estos eran los más aguerridos, sin duda, porque vivían en la parte más alta, la Sierra del Ducado hoy llamada, la parte más fría de la Celtiberia.

En esta ciudad habitaron hasta 300 personas, en su época más cuajada. Eran agricultores, y ganaderos, pero tenían un selecto grupo de hombres dedicados en exclusiva a la defensa (o el ataque) frente a otras tribus, y, ya en el siglo I, frente al invasor romano. Y no digo más, porque sería inventarme las cosas. Hay un libro dirigido por María Luisa Cerdeño y titulado “Los Celtíberos en Molina de Aragón” en el que todo esto se explica estupendamente, al detalle. Muy recomendable.

Llegamos a Luzón

Poco después de una hora de camino, a cuatro kilómetros de este monumento, los viajeros llegan a Luzón, donde les espera mucha gente, que se ha enterado de la marcha, y donde nuestros amigos los MediCid protagonizan de nuevo un concierto con sus dulzainas y atabales, con lo que nos sentimos aún más castellanos, más celtíberos, más antiguos y fuertes.

Javier López Herguido se alza como cicerone de las novedades que se están restaurando en el antiguo Centro Bolaños, que fuera a finales del siglo XIX Colegio de Escolapios, construido por Marañón, y hoy es un estupendo museo de la escuela, y de los diablos y botargas. Comiendo al sol clemente del mediodía, en la solana de la plaza, acabamos el día, que será inolvidable.