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enero, 2018:

Jadraque, 1733: Un apunte para la Historia de la Ciencia

El mito de JadraqueEn los pasados meses, un buen amigo de Medranda (José Ignacio Rodríguez Castillo) nos ha presentado su obra, de investigación y análisis histórico, que titula “El mito de Jadraque” y en la que nos ofrece el resultado de una larga y densa investigación, en la que aflora la forma de vivir en la Alcarria y en la Sierra durante el siglo XVIII. Todo a cuento de la avanzada maniobra de un sanitario alcarreño, que puso a la ciencia de la vacunación en el buen camino.

Aunque parece un tanto críptico el enunciado que le acabo de poner a este artículo de hoy, en realidad es sencillo lo que expresa. Y es la puesta en marcha de un avance de la ciencia médica (la vacunación antivariólica, en líneas generales) en un lugar concreto de nuestra provincia (Jadraque) y a instancias de un individuo concreto (el cirujano-barbero don Antonio Martín Pérez).

Esta sucinta noticia, que parece en sí misma un titular de periódico, ha subyacido escondida durante casi tres siglos. Y aunque algunos se acercaron, o nos acercamos, a su esencia, no ha sido hasta ahora que un historiador de nuestra tierra ha encontrado los nombres, las fechas y las circunstancias exactas de este acontecimiento. Es concretamente don José Ignacio Rodríguez Castillo, de Medranda, aunque residiendo en Madrid desde hace años, y con su perenne deseo de indagar historias de su tierra, quien ha llegado al desenlace meticuloso, indubitable, de este acontecimiento que puede adjetivarse de clave en los anales de la ciencia médica.

Unos inicios nebulosos

Resuelto en un libro que acaba de ver la luz, el proceso de la puesta en marcha, de forma científica y reglada, de la vacunación contra la viruela, teníamos fundadas sospechas de que se había iniciado en Guadalajara. Ya en un artículo que publiqué en estas páginas de NUEVA ALCARRIA el 1º de junio de 1974 hacía alusión a ello, pues un investigador irlandés, Timoteo O’Scalan, a finales del siglo XVIII, en un libro que explicaba el proceso de este avance médico decía que según un informe facilitado por el duque del Infantado, a petición de la Academia de Médicos de Gran Bretaña, había dejado claro que ese inicio de la inoculación -luego vacuna contra la viruela- se había estado haciendo, desde antes de mediado ese siglo, en tierras del ducado mendocino.

Y que lo había hecho un cirujano de Jadraque. Mirando los documentos de la época, algunos llegamos a la conclusión, muy aventurada, de que habría sido don Matías Pezeño, médico de la villa jadraqueña a mediados del siglo XVIII, y uno de los que más dinero ganaban de toda la provincia, quien habría puesto en marcha este tema. Y no: fue concretamente el cirujano (barbero) que le ayudaba, don Antonio Martín Pérez, quien primero se lanzó a esta investigación, obteniendo un sonado éxito, de tal manera que tuvo que moverse por toda la Sierra del Ocejón y de Ayllón, haciendo campañas de vacunación, y salvando muchas vidas, antes de que Jenner estableciera, a finales de siglo, la sistemática de su ejecución.

El mito de Jadraque

Ese “mito de Jadraque” que Rodríguez Castillo exhibe en el título de su libro, era este hombre, un personaje sencillo y trabajador, que abrió un camino en el discurrir de la humanidad contra las enfermedades. La ciencia médica le debería poner una estatua (una placa, al menos) allí donde se esforzó en hacer realidad su proyecto.

La obra que motiva estas líneas es, por lo demás, muy amplia y curiosa, porque analiza al detalle la vida de este prohombre, la de su numerosa familia, la de su descendencia entre la que figuraron luego famosos militares, políticos y diplomáticos. Y además se entretiene en otro aspecto que consigue narrar al detalle, como es los modos de atención sanitaria (médicos, cirujanos-barberos, albéitares, curanderos…) por la tierra de Guadalajara en el siglo XVIII. En verdad curioso y todo ello cargado de datos verídicos y hasta ahora inéditos que podrían servir para bordar sobre ellos una novela de intensas emociones.

Muchos árboles genealógicos, muchos expedientes académicos, muchas estadísticas de lugares, profesionales y actuaciones. Esa carga que todo libro serio de historia debe llevar en su seno, y que aquí, al fondo de todo, pero con fuerza de basamenta, es el cimiento que sostiene tal edificio.

Tras un título que parece de película (El mito de Jadraque) y un subtítulo que nos pone en la senda de lo que trata (el cirujano que inoculó la viruela en el siglo XVIII) la explicación perfecta, amplia, documentada de Rodríguez Castillo, acaba redondeando esta secuencia que entretiene y cimenta nuestro conocimiento sobre el pasado de la tierra alcarreña y serrana.

José Ignacio Rodríguez CastilloDatos concretos, y resumen de un gran libro

José Ignacio Rodríguez Castillo: “El mito de Jadraque”. El cirujano que inoculó la viruela en el siglo XVIII”. Aache Ediciones. Guadalajara, 2017. 192 páginas, ilustraciones. ISBN 978-84-17022-26-6. PVP: 20 €.

Esta obra ofrece una historia meticulosa y apasionante, la de la inoculación de la viruela, con el objetivo de salvar la vida de muchísimas personas, especialmente de los más jóvenes, en la España del Siglo de las Luces.

Este libro que ha escrito J. Ignacio Rodríguez Castillo, trata completa, de inicio a fin, la historia de la inoculación de la viruela, como método científico, en los humanos, para conseguir erradicar esta peligrosa enfermedad.

Y esa historia nace y se desarrolla a partir de Jadraque, en los inicios del siglo XVIII, y durante todo esa centuria, a través de muchos otros lugares de la Serranía de Guadalajara, fundamentalmente en torno a Majelrayo y Valverde de los Arroyos, lugares en los que esta práctica se realizó hace ahora trescientos años.

El autor, que ya tiene en su haber una espléndida “Historia de Mendranda”, hace un estudio, perfecto y muy detallado, de las personas involucradas en esta aventura científica, a la cabeza de las cuales figura don Antonio Martín Pérez, cirujano-barbero que actuó en Jadraque, poniendo en práctica la inoculación variólica, decenios antes de que Jenner consiguiera el método definitivo de la vacunación.

Una secuencia de circunstancias, históricas y sociales, que van apareciendo casi de forma novelada en este libro, fruto de una amplia y bien dirigida investigación, y de una exposición clara y entretenida.

El libro, que además de su relato minucioso se completa con numerosos documentos, ilustraciones, notas y bibliografía, le ha supuesto al autor muchos años de búsqueda, pero al final ha conseguido montar esta historia apasionante, entretenida, y que demuestra que la tierra de Guadalajara fue protagonista de uno de los más importantes avances médicos de la Humanidad, el de la vacuación antivariólica.

Consigue, además, poner en primera fila de nuestro ilustres ilustrados (valga la redundancia) a don Antonio Martín Pérez, cirujano-barbero de Jadraque, en la primera mitad del siglo XVIII, y a partir de ahora una nueva figura a recordar en la nómina anchurosa de personalidades alcarreñas y serranas.

Los judíos, protegidos de los Mendoza

Mose ben Sem-Tob de Leon, autor de El Zohar o Libro del Esplendor.El pasado 27 de noviembre dio comienzo en la Biblioteca Pública Provincial un ciclo de conferencias bajo el tema de “Los judíos en la Guadalajara medieval”. En ese ciclo han intervenido, o van a intervenir, prestigiosas figuras de la Universidad y los estudios históricos en torno al tema, apasionante siempre, de nuestro pasado hebreo. Y analizarán, o ya han analizado, múltiples aspectos de esa presencia judía en Guadalajara. Uno de esos aspectos es el de la protección, continuada, que los Mendoza dieron a los judíos.

Judíos al servicio de la Casa de Mendoza

Una relación, la de los Mendoza y la población judía de Castilla, que tradicionalmente fue siempre abierta y considerada. Llegando en algunos casos a una estrecha colaboración y a un destacado servicio de los hebreos hacia los Mendoza. Precisamente en los finales del siglo XV se acentuó esa colaboración, en la que se mezcló el interés cultural por el financiero, todo hay que decirlo.

Uno de los cargos con que los judíos colaboraron con los Mendoza fue la figura de la mayordomía. Así era en tiempos de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, y de su hijo, el que llegara a ser primer duque, Diego Hurtado de Mendoza, cuando su mayordomo en Hita (el delegado de su señorío y bienes –además del cobro de los impuestos-) era un judío. Corría el año 1465. En un documento de ese año, dice el marqués que encarga de los asuntos financieros a don Hudá Alasar, mi mayordomo en la mi villa de Hita, o a otro cualquier mayordomo o arrendador que después de vos sea en el dicho cargo.

Además contamos, a través de los documentos, con otro judío a su servicio: don Abrahem Gavison, recaudador general de los territorios ducales, y a quien el segundo duque del Infantado, don Íñigo López de Mendoza, encargó en 1480 los «… 600.000 mrs. que yo le ove de dar para la paga de la gente de armas de mi casa para que las tenga en sy cierto tiempo para me los tornar a mi camara, segund se contiene en las condiciones de cierto arrendamiento que fiso… Don Abraham Gavison aceptó el cristianismo, para no tener que irse de su amada tierra de Castilla.

Otro personaje que destaca en el servicio de los Mendoza es don David de la Hija, quien a finales del siglo XV actuó como mayordomo del duque del Infantado en su villa de Buitrago, protagonizando un sonado pleito contra el mercader Julián Florentín, en el que actuó de mediador y protector el propio duque.

Juderías en los señoríos mendocinos

Sabemos ya, muchas veces aquí lo he contado, que durante la Baja Edad Media el linaje de Mendoza ejerce el señorío “de hecho” en la ciudad de Guadalajara, en la Campiña del Henares, y en buena parte de la Alcarria. Pero no “de derecho”, pues la ciudad caracense era de señorío real, aunque sobre ello pleitearan largos decenios los Mendoza.

En el siglo XIV reciben del rey los señoríos de Buitrago y de Hita, que son localidades de larga tradición, por su inerés estratégico sobre ríos, puentes y caminos, y en los cuales había ya por entonces importanes aljamas judías. En el reinado de Pedro I “el Cruel” tuvo la responsabilidad de la recaudación de los impuestos reales el judío Samuel ha-Leví, quien decidió poner en el castillo que coronaba el cerro en el que asentaba Hita el protocolo de oficinas y almacenaje de esa recaudación general de impuestos.

Si como hemos visto en alguna de las charlas hasta ahora dadas en la Biblioteca Provincial, las aljamas más poderosas y densas de la provincia eran las de Atienza, Hita y Guadalajara, en ellas no hubo, al parecer, problemas en 1391, cuando la población cristiana empezó a matar judíos en un progrom incontrolado. En la villa de Hita vivían, en 1492, un total de 600 judíos, contabilizados en 120 familias. De ellas saldría la invención –una famosa novela muy leída hace años- de Beatriz Lagos en su “La halconera de Hita”.

Hubo también judíos en Cogolludo, que terminó perteneciendo a los Mendoza, y en Torija, lugar de clásica tradición mendocina, y de nutrida presencia de recueros por estar en el camino real de Aragón. Eso mismo ocurría en Atienza, donde la profesión de recuero (transportista) era mayoritaria, y los judíos asentadores, mercaderes y prestamistas tenían establecidos fuertes entramados de negocio e intereses. La de Atienza fue, en la Baja Edad Media, la aljama más poderosa y nutrida, contando con un barrio entero, amurallado, en el que existirían varias sinagogas. De todo ello ha quedado muy contado y casi invisible patrimonio.

Como lugares de señorío mendocino, y ya en menor cuantía, contaron con grupos y comunidades judías las localidades alcarreñas de Trijueque, Tendilla, Jadraque, Tamajón y Mondéjar.

Mudejar, pervivencia del mudejar y neomudejar en Guadalajara

Aunque también ocurrió un cierto aprovechamiento de las ciscunstancias que se dieron en 1492, en la hora del Edicto de Expulsión que los Reyes Católicos proclamaron. Aunque los judíos de los territorios mendocinos eran muchos, ricos e influyentes, muchos tuvieron que marcharse. Y de las prisas por dejar todo lo que tenían, malvender lo que se quedaba (especialmente casas y solares) y rescatar en metálico parte de lo atesorado, resultó el hecho, comprobado documentalmente, de la venta de muchos edificios y locales por parte de los judíos en la calle mayor de su aljama de Guadalajara, que sin duda era la actual “Calle del Museo”. Al costado norte de esa calle, todos vendieron, y todo lo compró don Antonio de Mendoza, quien a partir de 1492 montó las obras que concluyeron en edificación preciosa, de su gran palacio, el primer edificio renacentista de la ciudad y uno de los primeros de Castilla, que luego devendría en Convento de la Piedad mantenido por su sobrina doña Brianda de Mendoza.

Entre los judíos alcarreños, destacan algunas figuras de las que siempre que sale este tema se habla. Uno fue Moisés Arragel, primer traductor de la Biblia al castellano, y otro Isaac Abravanel, comentarista de la Kábala y hombre de gran fortuna, que ofreció grandes sumas al rey Fernando [el Católico] para evitar su expulsión en 1492. Aunque quizás el más importante de todos fue Mosé ben Sem Tob de León, autor del “Zohar” o libro del Esplendor, uno de los textos más importantes de la Kabalah hebrea.

Incluso sabemos que también en los años finales del siglo XV, sería un judío de la comunidad hebrea de Sigüenza quien haría de maestro de la lengua rabínica al entonces vicario de la diócesis, don Gonzalo Ximénez de Cisneros, más tarde gran eclesiástico, arzobispo, canciller e inquisidor.

Los Mendoza tuvieron esa especial afinidad con los hebreos, a los que consideraron amigos y colaboradores. Apreciando su cultura, respetando su religión, y compartiendo con ellos el camino (entonces grande, y ancho) de una España/Sefarad que, de seguro, habría sido aún más grande y próspera si hubiera seguido contando con el trabajo y el ingenio de los judíos.

El Renacimiento en Guadalajara

 

La picota de Horche, recuperada

El rollo o picota de Horche en GuadalajaraHa costado años, pero al fin se ha hecho realidad: en Horche han colocado su rollo o picota, que es monumento histórico que recuerda parte de su evolución concejil, y que ha vuelto a la vida tras la meticulosa tarea de reproducción del monumento por parte del escultor local Juan Francisco Ruiz.

En los últimos días del pasado mes de noviembre, ha quedado colocada la reproducción de lo que fuera el rollo o picota de Horche. Se ha instalado, por parte del Ayuntamiento, en una amplio espacio al inicio del Camino del Cementerio, con buena visibilidad y alcanzando el relieve que todo monumento histórico y patrimonial debe tener en una sociedad culta.

El trabajo, de varios años de dedicación, ya en la jubilación de su actividad manual y artística, ha sido realizado por Juan Francisco Ruiz, quien ha ido tallando las 32 piezas de piedra caliza que la constituyen, y que suman 22.000 kilos trabajados con delicadeza y pasión a un tiempo.

Las dimensiones, proporciones, distribución y detalles de esta picota, obra en su origen plateresca, han sido con precisión calculadas, y rescatadas de la armonía que estas piezas tienen en otras localidades que han conservado en su integridad, a lo largo de los siglos, este signo de autonomía jurídica.

Los datos históricos y la distribución de sus partes y adornos, se los dio a Ruiz el historiador local, cronista oficial de la villa de Horche, y académico correspondiente de la Real de Historia, Juan Luis Francos Brea (1940-2008), quien no llegó a ver impresa su moumental “Historia de Horche” (publicada por Aache en 2009, un año después de su muerte, y en la que estudiaba con detalle la evolucirica del elemento).n la que estudiaba con detalle la evFrancos Brea (acadntegridad, a lo largo de los siglos, este signo de autoón histórica del monumento).

Horche alcanza el título de villa

En el año 1537, Horche alcanza el título de villa, y lo hce gracias al esfuerzo mancomunado de toda su población, pues tal título lo concede el rey de España a aquellas aldeas que son capaces de aportar, en el conjunto de sus habitantes, la cantidad solicitadas por las arcas reales como compra de tal título.

Las ganas que los de Horche tenían de independizarse del Concejo de la Ciudad de Guadalajara, que les controlaba en todo cuanto hacían, y les adminitraban justicia, en grado que ellos consideraban impropio, fue lo que hizo que aceptaran el reto que la Hacienda del rey proponía, y se esforzaron en reunir la cantidad de 5.000 ducados “que montan un quento y ochocientos setenta y cinco mil maravedís”, para con ellos pagar su libertad. A una se pusieron todos los vecinos, y lograron reunir el millón ochocientas setenta y cinco mil monedas de un maravedí que se les pedían.

Aceptando las razones (y los dineros) aportados por el Concejo y homes buenos de Horche, mediante Privilegio de Villazgo y Jurisdicción de la Villa de Horche, “dado en la Villa de Valladolid a veinte días del mes de Diciembre, año del nacimiento de Nuestro Salvador Jesu-Christo, de mil y quinientos y treinta y siete”, la Cancillería real acepta la petición y establece la forma de pago del siguiente modo: “en nuestro nombre puestos en nuestra Corte, la mitad de ellos a veinte días de este presente mes de Diciembre de este presente año de mil quinientos y treinta y siete, e la otra metad en los pagamentos de la Feria de Villalón del año venidero de mil quinientos treinta y ocho de contado”.

El privilegio de villazgo para Horche dice textualmente, entre otras muchas cosas: “…es nuestra merced, y voluntad de vos eximir, è apartar, è por la presente vos eximimos, è apartamos de la jurisdicción de la dicha ciudad de Guadalaxara, è vos hacemos Villa por vos, è sobre vos, é vos damos, è concedemos jurisdicción Civil, y Criminal, alta, y baxa, mero mixto imperio en esta Villa de horche, y en todos sus términos… e vos damos poder, é entera facultad para que podáis poner, y tener, è pongades, è tengades, Horca, é Picota, y Cepo, è Carcel, y Cadena, y Cuchillo, y Azote, y todas las insignias de Jurisdición que las Villas sobre si de estos Reynos pueden, è deben tener, y usar”.

Nos cuenta Francos que el dinero lo consiguieron los horchanos de la lana que sacaban de sus ovejas, y así pudieron pagar la enorme cantidad pedida, y hacerlo del todo en los últimos días de enero de 1538 (o sea, que hace ahora de ello un total de 480 años). A partir de entonces, se publicó el Privielgio real por todos llos rincones de la villa: “el primer pregón se dio en la Plaza Vieja (a espaldas del horno de arriba, en la calle ancha, donde está la casa de Pablo García), el segundo en la plaza Nueva, que es la actual antes de ser ensanchada, y el tercero en la plaza de la Fuente Vieja. También se pregonó en Lupiana, Romanones y Tendilla”.

Se levantan los símbolos del villazgo

De inmediato se levantaron los símbolos del título de Villa: la horca y la picota. La primera de ellas, de ladrillo y madera, se levantó en un pequeño cerro detrás de la ermita de la Virgen de la Soledad, que aún hoy se conoce con el nombre de Cerro de la Horca. En épocas antiguas se utilizó para colgar los restos de algún ajusticiado, pero el aparato se fue deteriorando y desapareció completamente, quedando de él tan solo el apelativo del cerro en que se levantaba.

Lo que sí propusieron los nuevos regidores fue hacer un gran rollo, de piedra, y ponerlo en la plaza mayor de Horche, como ilustración y evidencia de ese poder que ganaban, el de administrarse, ellos mismos, la justicia. De ahí surgió el rollo (todavía mal llamado “picota”) que lució medio siglo en la plaza, y que un mal viento se llevó. Hasta hoy, que de nuevo se ha levantado, recuerdo de aquellos buenos tiempos.

Nos da noticias de esta primera picota el historiador Juan Luis Francos, que en su gran “Historia de Horche” viene a decir que “La picota se levantó en la Plaza Nueva, y era de yeso y piedra suelta. La levantó el vecino Miguel de la Hoz, sobre cuatro gradas. Pero diez años después, en 1548, se ajustó con el maestro de cantería, Pedro de Medina, en 50.750 maravedís, sustituirla por otra de piedra paxarilla, curiosamente dolada, con cuatro columnetas de labor estriadas en las cuatro esquinas, coronadas de escarpias, y en un ángulo pendiente la argolla, que es para ciertos delitos de mala vergüenza. La desdicha hizo que en el año de 1590, cuando, convertida la plaza en teatro de las Comedias, se ató un cabo de la lona que cubría el teatro a la picota y sobrevino con fuerza una fortísima ráfaga de viento que dio con la picota en el suelo. Ahí acabó la historia de la picota en Horche. Sus piedras fueron sacadas de la plaza y según testimonio de Juan Talamanco, con ellas se levantaron las peanas de la Vía Sacra”.

De huracanes “tirapiedras” sabe bien en Horche, que en su altura aguanta ventoleras de nota. Dijeron los cronistas antiguos que en 1515 el viento derribó un enorme olmo que, con sus ramas, daba sombra a toda la plaza. “Y con la madera de su tronco se construyeron los bancos para el teatro de las comedias, cada uno medía aproximadamente 0,21 metros de ancho por 5,6 metros de largo. Dichos bancos aún existían en 1710 cuando las tropas del archiduque Carlos, en la guerra de Sucesión, incendiaron gran parte de la villa y en él se quemaron los centenarios bancos”, nos dice Francos.

Al hilo de todo esto, conviene recordar la frecuencia y boato con que en Horche se celebraban comedias al aire libre, especialmente en el día de Corpus Christi. Las compañías que venían, contratadas por el Concejo, ensayaban desde días antes. La costumbre se remonta al siglo XV, y hasta principios del XVIII se representaron anualmente, con la expectación consiguiente. Las pagaba la Cofradía del Santísimo, y consta en documentos que en el año 1613 se representaron “El príncipe inocente” de Lope de Vega (llamaban “Torca” a esta comedia, por su protagonista Torcate). Además se pusieron otros días “El duque de Moscovia, y El Emperador Perseguido, ambas de Lope, que era el autor de moda. Tirando la casa por la ventana, además de la pólvora gastada en tracas, y muchas misas y homilías, se representó el romance anónimo que decían de “El duque de Arjona”. En todo caso, una evidencia de cómo en tiempos pasados, sin tele ni carpas, la gente se divertía también a lo grande.

 

rollos y picotas

 

Una obra para la eternidad

El autor de la réplica ahora colocada en Horche, Juan Francisco Ruiz, es un buen conocedor de los materiales de construcción, porque toda su vida la ha pasado entre ellos. La piedra para construir esta picota de Horche la adquirió en Lérida, es una piedra “de ley”, medio arenisca medio caliza, muy blanca, que aguantará bien las inclemencias, y que ya va a ser difícil que un mal viento la tire.

La altura del monumento roza los ocho metros, y antes de ponerse a tallar, el autor estudió y preparó su tarea a conciencia. – No se pueden hacer las cosas de cualquier manera. La altura y la anchura de las piezas tienen que ser proporcionadas y esos datos están escritos en los libros, yo los conozco y los he seguido al pie de la letra- ha declarado Juanfran Ruiz. La tarea la inició hace unos diez años, cuando Juan Luis Francos estaba escribiendo su “Historia de Horche” y le animó a que hiciese esta réplica. El cronista horchano le dio los datos que esgrimía fray Juan Talamanco en su barroca historia de la villa. Y así entre unos y otros, y después de esperar unos cuantos años a que se decidiera el lugar donde ponerla, se ha alzado y es hoy una hermosa realidad.

El románico de junto a Sigüenza

Iglesia de Jodra del Pinar, Guadalajara
En el entorno más inmediato de Sigüenza, surge el románico más primitivo y perfecto. Nuestra tierra es lugar del que surgen formas nuevas (aunque traídas de muy antiguo) y decoraciones inventadas. Ya que estamos ahora dando a conocer los entornos de Sigüenza (las torres, las puertas, las ermitas y las galerías porticadas), esta es ocasión de pararnos ante tres de las iglesias más representativas de ese entorno
.

Primero Jodra, la del Pinar

Jodra está a media legua de Sauca, y en el inmediato entorno de Sigüenza. Se puede llegar, incluso, andando. Perteneció este mínimo caserío al Común de Villa y Tierra de Medinaceli, y en su repoblación, allá por la segunda mitad del siglo XII, se llenó de gentes norteñas que pusieron, con la ayuda del cercano obispo seguntino, esta iglesia de traza sencilla pero a la que no falta detalle para considerarla ejemplar en el catálogo de la arquitectura románica de Guadalajara.

Este templo fue construido, ateniéndonos a su estilo y detalles ornamentales, en la segunda mitad del siglo XII, comulgando de las características del románico castellano más simple y puro. El edificio en cuestión está asentado sobre un recuesto, orientado al sur, con amplias vistas sobre el valle que surge al pie del pueblo. Construido con sillarejo y sillar de tipo arenisco, en tonos pardos o incluso fuertemente rojizos, como es normal en toda la zona. Es ese el color de la tierra seguntina.

El templo está perfectamente orientado: ábside a levante, espadaña a poniente, y atrio con entrada a mediodía. Su estado de conservación es muy bueno, y el interior, enlucido sucesivamente con yeso tosco, muestra nítida su estructura primitiva.

En su costado de poniente se alza la pesada espadaña, rechoncha, de remate triangular, con muy obtuso ángulo, en cuyo vértice surge sencilla cruz de piedra. Dos altos vanos de remate semicircular contienen las campanas. Esta espadaña se prolonga hacia el templo, creando un cuerpo macizo, usado como palomar. En su costado de levante, el templo se estrecha, mostrando el rectangular presbiterio y el semicircular ábside, construidos en los mismos materiales. En el centro del ábside se abre una aspillerada ventana de remate semicircular. El alero se sostiene por modillones bien tallados que alternan el tema estriado con el de bisel.

Pero al viajero que llega a Jodra, sin duda lo que más le gusta es el aspecto exterior meridional, en el que se abre la puerta de ingreso, y sobre el que apoya la galería porticada. Esta galería muestra su fábrica de sillar arenisco, y se remata por alero sostenido de bien tallados modillones de tipo biselado. En el frente de esta galería se abren cinco vanos: el central, más ancho y elevado, sirve de ingreso, y a cada lado otros dos, separados entre sí por sencillas columnas cilíndricas rematadas en capiteles con decoración vegetal de superficial talla. El remate de estos vanos es de arco perfectamente semicircular, adovelado, de arista viva. Para acceder al vano central de acceso, hay una escalinata de cuatro tramos, en piedra; los vanos laterales apoyan sobre una basamenta de sillar.

Dentro del atrio, y sobre el muro sur del templo, aparece el portón de ingreso, sencilla pero elegante obra del estilo. Es un vano de arco semicircular, formado por diversas arquivoltas lisas. Se limita por sendas pilastras que rematan en saliente cornisa, y de ellas surge el arco semicircular, adovelado, de arista viva. En torno a él, tres arquivoltas, que descansan, a través de saliente imposta lisa, en sendos capiteles de sencilla y superficial decoración de hojas. Estos apoyan en sus correspondientes columnas adosadas, y ellas, a su vez, lo hacen en basas y en una basamenta corrida.

El interior del templo, con reformas y enlucidos sucesivos, es muy simple. El silencio y la pulcritud rural del conjunto, confieren y levantan de ese impracticado lugar del alma el respeto por los tiempos idos, el amor a los que, siglos hace, nos precedieron…

Sigüenza alrededores, un libro de textos e ilustraciones de Antonio Herrera e Isidre Monés

 

Luego Sauca, la brillante

La pequeña villa de Sauca, que se encuentra alzada en la paramera de la serranía del Ducado, perteneció desde la reconquista a la Tierra y Común de Medinaceli, y siglos adelante quedó incluido en los estados extensísimos del ducado de Medinaceli, tenido por la familia de los La Cerda, en la que se mantuvo hasta el siglo XIX.

De su patrimonio destaca la iglesia parroquial, obra arqui­tectónica del estilo románico rural, levantada en el siglo XII en sus finales o principios del XIII, poco después de la definitiva repobla­ción de la zona. Consta de un edificio con gran espadaña sobre el muro de poniente, con un par de grandes vanos para las campanas, y un remate de airoso campanil, todo en rojizo sillar construido. El alero del templo está sostenido por múlti­ples canecillos y modillones tallados. El interior, de una sola nave, modificado en siglos posteriores, no ofrece tampoco nada de interés, excepto la primitiva pila bautismal, también románica del siglo XII.

Lo más destacable de esta iglesia es su gran atrio porticado, que se abre en los muros del sur y del poniente del templo. El principal acceso lo tiene al sur, a través de un arco en la galería que da acceso al amplio espacio donde, en la Edad Media, se celebrarían las reuniones del Concejo. A cada lado de este arco de ingreso se abren cinco vanos cobijados por arcos ado­velados semicirculares, que apoyan en columnillas pareadas rematadas en bellos capiteles bien tallados. El cimacio de los capiteles se continúa sobre el muro esquinero del atrio, a modo de imposta, para enlazar con la arcada del ala de poniente, en la que se abren un total de seis vanos, uno de ellos más alto, que servía de ingreso, y los otros sustentados en columnillas también pareadas y capiteles. Aparte del valor arquitectónico que posee este templo, son de destacar al visitante y aficionado a este estilo la magnífica colección de capiteles que forman en su galería porticada.

Predomina en el conjunto la decoración vegetal, a base de grandes hojas de palma, cardos estilizados, hojas de acanto, etc., pero todas ellas diferentes, e incluyendo entre sus conjun­tos, algunas veces, pequeñas cabecitas humanas o animales. Un capitel muestra borrosa escena con un arcángel que empuña un bastón crucífero. Quizás San Miguel, jefe de las escuadras celestiales. Y otro capitel, el que remata la columna pareada que escolta, en su lado izquierdo, la puerta de ingreso al ala meridional del atrio, muestra por uno de sus lados un par de figuras sacerdotales, cubiertas de ropajes (la armilausa) típicamente visigodos, como calcados de viejos pergaminos miniados, y por el otro lado deja ver una rudimentaria Anunciación en que el Arcán­gel Gabriel saluda a María, con libro en la mano, y puesta en pie; aún se muestra en este grupo escultórico un par de ani­males monstruosos enfrentados, (un grifo y un león), animales que durante el Medievo aparecen en lucha, como significando la del Bien y el Mal entre los hombres.

Iconografia romanica de Guadalajara

Y al fin el detalle: el capitel de los monstruos, en Sauca

En la galería porticada que da al sur, en la iglesia de Sauca, podemos contemplar algunos capiteles tallados y emparejados, sencillos y misteriosos. Con el defecto de los siglos sobre su superficie, parecen sin embargo que siguen hablándonos. Uno de ellos nos ofrece imagen de la Anunciación, y otro una pareja de eclesiásticos antañones. Quizás el mejor de todos sea el que muestra un par de ani­males monstruosos enfrentados, un grifo y un león, animales que durante el Medievo aparecen en lucha, como significando la del Bien y el Mal entre los hombres. Los modelos de todos ellos son muy arcaicos, lo que nos deja evidencia de que, aún en el siglo XII, los tallistas románicos copiaban modelos de antiguos códices miniados.

Qué sea un león, es cosa sabida de todos. Pero del grifo hay menos datos. El grifo es una palabra griega que identifica a una criatura mitológica, cuya parte superior es la de un águila gigante, con plumas muy definidas, afilado pico y poderosas garras, y la parte inferior es la de un león, con pelaje profuso, musculosas patas y rabo. Hay grifos que se representan con orejas puntiagudas en la cabeza o plumas en la cola. Según explica la tradición, el grifo es ocho veces más grande y fuerte que un león común y no es raro que se lleve entre sus garras a un caballero con su caballo o a una pareja de bueyes. Con sus garras se fabricaban copas para beber, y con sus costillas arcos para tirar flechas. Eso decían los antiguos.

El origen de este animal quimérico está en el Medio Oriente, pues el arte de Babilonia, Persia y Asiria le representó en muchas ocasiones. En el Mediterráneo Oriental también llegó su presencia, en la pintura minoica y en el famoso sarcófago de Hagia Triada. Griegos y romanos siguieron creyendo en los grifos, pasando la creencia al primitivo cristiano, apareciendo nombrado en los “bestiarios” de San Basilio y San Ambrosio, como seres del averno que alteran el sereno discurrir de las buenas gentes cristianas. De ahí que tuviera en un principio la mala prensa de ser un animal peligroso y agresivo.

Pero luego cambió su sentido, y al final del Medievo y sobre todo en el Renacimiento, el grifo es tenido por un ser protector, que mezcla en sí la fuerza, el valor y la vigilancia de los caminos. Uno de los lugares donde con mayor profusión y belleza aparecen los grifos, de todo el arte hispánico, es en el patio de los leones, del palacio del Infantado de Guadalajara. Allí (curiosamente, al igual que en el capitel románico de Sauca) aparecen los grifos y los leones custodiando los emblemas heráldicos de los Mendoza y Luna. En ambos casos, son animales protectores.

En todo caso, es curiosa esta pervivencia de la mitología sobre el arte hispánico, y la aparición en este capitel de Sauca de esa ancestral lucha entre dos animales, que representan el Bien y el Mal, pero alternativamente, sin clarificar nunca, como ejemplo de la lucha de los elementos del Universo no humano, como evidencia del desamparo que la especie de los hombres tiene frente a las fuerzas incontrolables del mundo, del tiempo y del espacio.

El anónimo escultor de la galería de Sauca, recogiendo comentarios, lecciones y sermones que ha oído, coloca escenas bíblicas, personajes respetables del cristianismo, junto a misteriosos animales a los que nunca ha visto. El león y el grifo aparecen en este lugar, mal tallados, pero enfrentados, rampantes, luchando. En representación de esa lucha de la valentía y la cobardía, de la virtud y el pecado, de la lealtad y la traición, en definitiva del maniqueísmo, que por esa época está simbolizando en muchos lugares de la Europa medieval la dual tendencia del catarismo, la heterodoxia albigense. Es una imagen bonita, simplemente, que no nos permite por sí sola llegar a conclusiones más drásticas, como por ejemplo decir que en Sauca, en el siglo XIII, había seguidores del gnosticismo, o que lo fueran los tallistas y escultores de la galería parroquial. Al menos nos da pie para pensarlo y aventurarlo.