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diciembre, 2017:

Avanzando entre torres por la sierra del Ducado

El castillo de la Torresaviñán

El castillo de la Torresaviñán

En los alrededores de Sigüenza pueden encontrarse numerosos testigos de su pasado estratégico, señorial y caminero. El valle del Henares fue un punto de comunicación entre ambas mesetas, pero también la sierra del Ducado cabalga Castilla y Aragón, y por sus caminos desfilaron antiguamente guerreros y recueros. Las torres que defendían pasos, puentes y caminos quedan todavía en pie. Veamos algunas.

El castillo de la Luna en Torresaviñán

Desde Sigüenza se llega a la Torresaviñán atravesando el río Dulce por Pelegrina. Pasados los cortados donde se puso mirador y recuerdo a Félix Rodríguez de la Fuente, se levanta el camino y se asoma a la llanada alta de la paramera en la que alza su frente el castillo –o lo que queda de él– al que llamaron de la Luna. También se le ve cuando circulamos por la autovía N-II de Madrid a Zaragoza, al atravesar los altos y pelados páramos de la Alcarria alta, haciéndose sorpresa el avistar un castillo montano que parece anclado, en permanente atalaya, sobre el borde de un cerro ofreciendo su escueta torre a la luz y el sueño.

En muy antiguos tiempos, este otero sirvió de habitáculo a los pueblos celtibéricos. Sobre él se construyó, durante la dominación árabe, un torreón vigía, y tras la reconquista y repoblación de la comarca, efectuada en el siglo xii por don Manrique de Lara, se reforzó la torre, levantando verdadero castillo, y poniendo en su derredor un humilde y escaso caserío, con pequeña iglesia dedicada a San Juan o San Illán. El Rey Alfonso xi, en 1154, se lo donó al obispo de Sigüenza, don Pedro de Leucata y a su Cabildo catedralicio, para que lo disfrutaran en señorío, así como su aneja aldea de la Fuente, hoy Fuensaviñán. Pasó posterior­mente a ser propiedad del infante don Juan Manuel, quien reforzó el castillo, y de este caballero feudal, en 1308, a través de venta realizada por su hijo, pasó al obispo de Sigüenza don Simón, que­dando a partir de entonces bajo la jurisdicción de los prelados seguntinos. Bajo este señorío, la población de La Torresaviñán se trasladó a más acogedor y templado lugar, abandonando y dejando solitario el castillo en lo alto del cerro.

El castillo, que las gentes de la comarca llaman de la luna, posee una bella estampa sobre el otero en que asienta. Cons­taba de un breve recinto cuadrangular, de altos muros de mampostería, con cubos en las esquinas y una gran torre del homenaje en su ángulo suroriental, que es casi lo único que per­manece. Rodeado de fosos, hoy ya casi cegados, mantenía una defensa no demasiado fuerte. En realidad, su misión era más de vigilancia que de defensa de un territorio. Lo que queda actualmente muestra las señales de los cuatro pisos que tuvo, con entrada a nivel del primero de ellos, al que sólo podía llegarse por medio de una escala de mano. La estancia baja, con muros de más de dos metros de espesor, sólo tenía la luz que le permitía pasar un estrecho agujero hecho en el suelo de la primera planta. Quizás se utilizó como mazmorra.

La visita de este castillo, que cuando se le ve de cerca es mucho más grande de lo que parece, puede hacerse cómodamente aparcando el coche en la cuneta de la carretera que va hacia La Fuensaviñán, y atravesando los campos se trepa sin dificultad por la loma que nos conduce a su altura. Allí los muros derruidos de la cerca, y la gigantesca presencia de la torre del homenaje, nos dicen claramente de su grandiosidad primitiva.

La torre de las Cigüeñas en Anguita

Anguita está a corto trance de Sigüenza. Total, es subir hasta Alcolea, cruzar (como se pueda) la N-II), y enfilando hacia Molina, mirar primero la rocosa ferocidad de Aguilar, y luego llegar hasta Anguita, donde nos sorprende la situación del pueblo sobre una alta y rocosa lastra que se rompe al norte de la población, lamiendo sus costados el río Tajuña. En ese lugar, de fuerte impacto paisajístico, se creó la primitiva población, y aunque desde época prehistórica fue ocupado, es en la Edad Media cuando adquiere importancia.

Dicen en Anguita que a la población que hubo aquí inicialmente la llamaron las cuevas de Lonzaga, y que en este lugar es donde acampó el Cid Campeador en su camino del destierro hacia Levante. La verdad es que el texto del “Cantar de Mío Cid” deja bien claro que allí pasaron un tiempo, don Rodrigo y sus mesnadas. Poor lo menos una noche, si no fue más, porque el lugar (que hoy es el “barrio de las cuevas”) invita a quedarse.

Asentado ya el dominio cristiano de la zona, se levantó en el borde de la lastra una elevada atalaya vigilante del estrecho paso sobre el Tajuña, símbolo del control militar de esta zona por los duques de Medinaceli, señores de estas sierras pinariegas. Lo que hoy nos queda de esta torre, a la que llaman de las cigüeñas los lugareños (y no es difícil ni arriesgado suponer por qué) es un murallón empinado y valiente, que ha sido restaurado y se supone que con pretensiones de aguantar ahí, templado al sol y al viento, otros ocho siglos más.

Anguita fue poblada desde varios siglos antes de Cristo por pueblos celtíbe­ros, y su paso estrecho sobre el Tajuña fue lugar de vigilancia y defensa. Tras la reconquista, quedó incluida en el alfoz o Común de Villa y Tierra de Medinaceli, para tras el siglo XV reconocer en señorío a los de la familia la Cerda, y así formar en el llamado ducado de Medinaceli, de cuyas sierras es uno de los más importantes núcleos de habitación.

Aparte de admirar esta torre, incluso de subir hasta su base, pues se ha hecho un camino fácil escoltado de pasamanosde madera, yo recomendaría al viajero que entre en el pueblo, recorra sus calles anchas, en cuesta, mirando caserones de sillar y la gran iglesia con retablos barrocos. A la iglesia parroquial se le dio tradicionalmente calificativo de ermita, mientras que la auténtica parroquia, dedicada a San Pedro, con ciertos visos románicos, estaba junto al río, en el barrio de las cuevas. La iglesia está dedicada a la patrona del pueblo, que es la Virgen de la Lastra (accidente geográfico que supone asentarse en lugar seguro y bien defendido), mientras que junto al río permanece cerrasda, aunque hoy bien compuesta y restaurada, la que fuera parroquia de San Pedro, con unos arcos góticos en el interior que recomiendo también, a quien lo pueda hacer, admirar de espacio y sonriendo. 

El torreón de la Cueva de los Casares

Nos vamos ahora de búsqueda arqueológica. Yo siempre he pensado que los aficionados, y los profesionales, de la Arqueología, son como fieles de una religión antigua, porque creen en lo que no ven, y disfrutan simplemente con estar en los lugares donde, imaginan, hubo una ciudad, un templo, un campo de batalla… de los que no queda absolutamente nada.

Pero siguiendo la carretera que de Sigüenza nos ha llevado a Alcolea, y por ella prosiguiendo nuestro camino del Ducado, arribamos a Riba de Saelices, y desde su caserío tomamos el carril que nos lleva unos kilómetros más arriba, a la cueva de los Casares, que se abre en la orilla izquierda del río Linares, en el costado del Cerro del Mirón, en un paraje abrupto por el que el río discurre encajonado a la puerta de lo que fueron unos pinares que se quemaron, en el Valle de los Milagros.

Aunque no nos iremos de aquí sin entrar en la cueva y admirar sus grabados paleolíticos, lo primero que haremos será admirar el torreón que levantaron los árabes en sus remotos siglos. Así vemos, en lo alto del cantil, una torre desmochada, que ha sido fechada en el siglo IX y que se alza sobre la roca en la que se abre la cueva; esta torre tiene varios rasgos típicamente islámicos en su obra, como son la zarpa o zócalo escalonado sobre el que se asienta, la puerta elevada con respecto al nivel del suelo, la tendencia a regularizar con lajas las hiladas de piedras desiguales, el uso de losas puestas de canto y las bovedillas por aproximación de hiladas al interior de los vanos de la puerta y del pasadizo de la escalera interior. De esas misma y remota época datan un aljibe abierto en el vestíbulo de la cueva, además de restos de cimentaciones que han dado al paraje su nombre de «Los Casares». Todo esto se puede visitar hoy sin peligros, porque hay guías que lo enseñan.

El interior es algo más, mucho más. Es un templo del arte, de la magia, de la evocación del hombre en sus principios. Descubierta por el doctor Layna Serrano, a indicaciones de don Rufo, el maestro del pueblo, sería excavada y analizada con rigor por Juan Cabré y luego por Barandiarán, Balbín, Acosta, Alcolea y otros equipos. Lo más interesante, sin duda, son las representaciones talladas de los animales que constituían la base de la subsistencia de sus habitantes: caballos, ciervos, rinoceronte lanudo, glotón, algún mamut… y algunas figuras humanas. Destaca «la magnífica cabeza de caballo en la que se ha logrado genialmente una obra maestra… es una gran creación artística lograda con pocas pero certeras líneas grabadas» (según digo de ella Martín Almagro). La época de talla y ocupación, aunque siguen existiendo discrepancias, estaría en torno a la última glaciación, unos 15.000 años a. de C.

Salimos de la cueva, bajamos del cerro, tomamos el camino…. Y regresamos por Riba y Alcolea nuevamente hasta Sigüenza.

Castillos y Fortalezas de Castilla La Mancha

Castillos y Fortalezas de Castilla La Mancha

 

La Navidad en Santa María de la Fuente la Mayor

Natividad en Santa María la Fuente la MayorTodos ya preparando, de alguna manera, la conmemoración del Nacimiento de Cristo. La Natividad de Jesús, la Navidad que se repite, año tras año y siglo tras siglo. Huellas de ese aniversario quedan por múltiples lugares de nuestra tierra, y ahora me parece buen momento para ponernos frente al retablo de la iglesia de Santa María, y recordar esta Navidad, y analizar las formas en que su autor, hace casi cuatro siglos, la recompusiera.

La iglesia (hoy con el título de concatedral) de Santa María de la Fuente la Mayor, en Guadalajara, ocupa el espacio (según se dice tradicionalmente) de la mezquita mayor, de cuando la ciudad llevaba por nombre el Wad-al-Hayara que le pusieron los musulmanes, sus creadores.

Tras la conquista, y posterior cristianización del entorno, se construyó un templo que, como siempre ocurría en las ciudades preivamente tenidas por los árabes, se le puso el título de Santa María, se dijo que era “la mayor” de las iglesias del burgo, y se le apellidó “de la Fuente” por haber una en la plazuela que se abría ante su costado de poniente.

El templo, construido en estilo mudéjar, se ha ido colmando de piezas de arte, de enterramientos, de liturgias y escudos a lo largo de los siglos. Quizás uno de los elementos más espléndidos del templo sea su retablo principal, el que decora la pared del fondo de su presbiterio.

Esta obra portentosa fue realizada en el primer tercio del siglo XVII, siendo diseñado por el artista franciscano fray Francisco Mir, concretamente en 1624. Se estructura en dos cuerpos y tres calles, estando ocupados sus espacios expositivos por magníficas escenas de talla en relieve representando pasajes de la Vida de la Virgen, así distribuidas: la Natividad y la Epifanía en el nivel bajo, y la Anunciación y la Visitación en el alto, presididas todas al centro por una representación muy cuidada de la Asunción de María. Sobre ella la Trinidad. Y en lo alto un Calvario. Es obra manierista bien policromada y tratada en sus tallas y aspectos estructurales con mesura y elegancia. Iconográficamente responde a la distribución plenamente trentina de consideración de María Virgen como eje de la adoración hacia su Hijo Jesús Cristo, y a través suyo de la Trinidad completa. Una reafirmación católica en los turbulentos años de las luchas de religión en Europa.

En esta hora de la Navidad, en el asombro ante las obras de arte pasadas que nos muestran las secuencias del Nacimiento y primeros meses de Jesús, este retablo tiene dos paneles que son sustanciales, magníficos de talla, exquisita obra de arte.

El panel dedicado a la Natividad es el más profuso en personajes. Nada menos que trece figuras aparecen en la escena. Las dos principales, José y María, en pie en el borde izquierdo del conjunto. Admirando la presencia del Niño Jesús, recién nacido, desnudo y recostado sobre un pedestal cubierto con una simple tela. Le acercan (por detrás de María) sus hocicos la mula y el buey. Y a la derecha del panel, en actitud orante y admirativa, los pastores, los primeros que le adoran. Son cuatro personajes, que aparecen de cuerpo entero los dos delanteros, y solo en busto los dos traseros. Los que aparecen enteros van ataviados con trajes de cierta calidad, mostrando ser pastores pudientes, pues uno de ellos deja caer de su cinto una cantimplora muy hermosa, quitándose el tocado ante Jesús.

Se ve otro pastor, anciano, de cuerpo entero, con cayado en la mano, simulando estar en lo alto de un cerro. Y luego completan el conjunto cinco ángeles, dos de ellos sobre la cabeza del Niño, orando junto a él, y tres más como volando, ante el escenario de arquitectura clásica que Mir pone a este panel, como al resto de las escenas del retablo.

El panel dedicado a la Epifanía es muy clásico en su composición, y muy revelador del orden iconográfico del momento. En el centro, la sagrada pareja (José y María) con el Niño Jesús en el centro. rodeados de los tres reyes a los que acompañan dos criados. Frente al Niño, aparece Melchor, el más anciano de los magos sabios, que le ofrece oro abriendo una caja, en la que el Niño mete la mano. Es el principal, por edad y por ser de raza blanca.

Le siguen a la derecha del panel, Gaspar, más joven con aspecto más moreno, y llevando un contenedor de incienso, acompañado de un paje. A la izquierda, en el extremo más exterior, Baltasar, de raza negra, con su paje, y levantando también la cápsula de la mirra. El rey Melchor va destocado ante el Niño, aunque ha dejado su corona en el suelo, como signo de reverencia. Los otros magos, van tocados, con sus respectivos atavíos, turbante y gorro africano. A la escena acompañan los dos animales de Belén, la mula y el buey. Y en el fondo, una severa arquitectura clásica.

Serán estos días una ocasión de oro para bajar hasta Santa María, y allí llegarse ante este altar rutilante de dorados y óleos, vibrantes la figuras, como sonando. Es la imaginería de la Navidad que celebramos, y por tanto un instante de tradición, de saberse dentro de este río inmenso, seguro en su cauce, perenne en su caudal, de la Humanidad cristiana.

Arte y Artistas de Guadalajara

 

 

Andanzas por Flandes de Bernardino de Mendoza

Bernardino de MendozaEn estos días, que he estado recorriendo los Países Bajos y en especial su capital, Amsterdam, me han venido a la memoria los hechos de un alcarreño que por allí anduvo, batalló, y caviló para hacer un gran tratado de técnicas de guerra, muy alabado en su tiempo. Bernardino de Mendoza, alcarreño de Torija, participó además en los intentos de invasión de Inglaterra por parte de la Gran Armada.

Su vida

Nació don Bernardino de Mendoza en la ciudad de Guadalajara, en torno al año 1541. La certeza de esta asignación se debe por una parte a los datos que constan en el expediente de pruebas de nobleza para la consecución del hábito de Santiago, y por otra a un poema incluido en una carta manuscrita suya dirigida al capitán Francisco de Aldana, en el que habla de «mi Guadalajara» como su patria natal.

Existieron a lo largo del siglo XVI y siguiente numerosos individuos de la familia Mendoza llamados Bernardino, que en ocasiones han llevado a la confusión entre los cronistas. Lo cierto es que el relieve alcanzado, ya en vida y por supuesto en los siglos siguientes, por este de que aquí tratamos, le ha hecho destacar y distinguirse entre los demás.

Fueron sus padres los condes de Coruña y vizcondes de Torija, don Alonso Suarez de Mendoza y doña Juana Jimenez de Cisneros. El padre era también natural de Guadalajara, heredero por línea directa del marqués de Santillana, de su hijo tercero don Lorenzo Suarez de Figueroa, y por lo tanto un segundón de la casa. Ella era natural de Madrid, descendiente del fundador de la Universidad Complutense, el Cardenal Cisneros. Tuvieron 19 hijos, haciendo Bernardino el número 10 de la serie.

Estudió desde muy joven en la Universidad de Alcalá. Como muchos de los ilustres Mendoza arriacenses, Bernardino partió por el río Henares abajo, llegando a cursar sus estudios en la institución que había nacido, en cierto modo, de la voluntad de sus mayores. Junto con un familiar suyo llamado Juan de Mendoza, se graduó de bachiller en Artes y Filosofía el 11 de junio de 1556, recibiendo el grado de licenciado en la misma facultad el 28 de octubre del mismo año. En esa época fue elegido porcionista y por lo tanto Colegial a todos los efectos del Mayor de San Ildefonso de Alcalá.

Es útil conocer, además, algunos datos referidos a familiares muy cercanos suyos, que en una sociedad estamental y de influencias personales, pudieron en buena medida intervenir en el desarrollo vital de nuestro personaje. Uno de sus hermanos, don Lorenzo Suarez de Mendoza, fue muy directo colaborador del Emperador Carlos y de su hijo el Rey Felipe II, llegando a ser Virrey de Nueva España. Otro hermano llamado Antonio de Mendoza fue gentilhombre de cámara de Felipe II y embajador de su gobierno en Génes. Finalmente, una de sus hermanas, Ana, casada con García Ramirez de Cárdenas, al quedar viuda fué institutriz de los infantes D. Diego y D. Felipe, hijos de Felipe II. Sabemos que intervino muy directamente en favor de su hermano Bernardino.

Tenemos ya, pues, dos datos fundamentales en el análisis de la carrera meteórica de Bernardino de Mendoza. Por una parte, formar en las filas de la familia Mendoza, de gran poder e influencia en la España del siglo XVI, muy especialmente en el reinado de Carlos I y de su hijo Felipe II. Por otra, ser colegial de una institución tan determinante como el Colegio Mayor de San Ildefonso de Alcalá de Henares, que «colocaba» a todos sus miembros, siguiendo tácticas que se han visto similares a las de una «mafia» de intelectuales, en puestos claves de la administración, de la política o de las armas.

Debió entrar al servicio del Rey en 1560, tras haberse formado como caballero cortesano desde que terminó sus estudios. Se inició militarmente sirviendo a las órdenes del duque de Alba, en los Países Bajos. Previamente había combatido contra los bereberes en el norte de Africa, tomando parte en las expediciones de Oran y del Peñón de Vélez, en 1563‑1564, estando junto a don Juan de Austria en la jornada de Malta, en 1565, cuando esta isla sufrió el ataque de los turcos.

Cuando en 1567 el duque de Alba reunió sus fuerzas para marchar sobre los Paises Bajos, Bernardino de Mendoza se unió a él, recibiendo su primera misión diplomática, siendo enviado por el general a Roma, a la corte del Pontífice Pío V, para obtener la bendición papal en esa expedición y guerra. Volvió luego al norte a juntarse a los ejércitos del de Alba.

Entre los años 1567 y 1577, la vida de Mendoza estuvo totalmente inmersa en las operaciones militares de Flandes. Entre las diversas acciones de envergadura en que participó, le fue reconocida su actividad capital en la estratégica victoria de Mook, el 14 de abril de 1574. Poco antes, en 1573, realizó un viaje a Madrid con el difícil cometido de pedir al Rey más dinero, tropas, recursos y apoyo, y a pesar de lo difícil de la misión, volvió a Flandes seis semanas después con todo conseguido. Desde el comienzo de la campaña figuró en el estado mayor del duque de Alba, actuando muy señaladamente en la batalla que consiguió la rendición de la ciudad de Mons, y luego en Nimega y en el ataque a Haarlem. Participó también en operaciones sobre Leyden.

Tras una misión rápida en Iglaterra, en julio de 1574, por orden de Luis de Requesens y de Felipe II, con objeto de conseguir de Isabel I el permiso para que los barcos españoles pudieran acogerse en los puertos ingleses en casos de mal tiempo, Mendoza volvió a Flandes, entre 1575 y 1578, para proseguir actuando en la guerra junto a Requesens y a don Juan de Austria.

En 1576 obtuvo el galardón de entrar a formar parte de la Orden militar de Santiago, en premio a sus méritos. Ya desde 1568 el duque de Alba había solicitado para Mendoza la gracia de entrar en la Orden de Santiago. En 1575 accedió el Rey a que se instruyera el correspondiente expediente que, dada la nobleza de sangre del pretendiente, fue muy rápido, y en poco menos de un año se obtuvo el beneplácito para que formara parte de la prestigiosa Orden militar. En 1582 obtuvo una encomienda, la de Pañausende (en Zamora) bien dotada económicamente, y cerca ya del final de sus días, en 1595, el Rey le nombró trece de la Orden y le concedió la encomienda de Alange, en Badajoz, mucho mejor remuenarada que la que ya gozaba, pues ésta última le supuso una renta anual de cinco mil ducados, lo que le permitió finalmente vivir desahogadamente en el aspecto económico.

La carrera diplomática de Bernardino de Mendoza tuvo su inicio en marzo de 1578, cuando tras retirarse de los campos de batalla de los Paises Bajos, fue designado por Felipe II como embajador de España ante la Corte de Inglaterra. El objetivo del monarca hispano era, en principio, ganarse a su favor a la reina inglesa Isabel I. Los acontecimientos hicieron que pronto se violentaran las relaciones entre ambos estados (mejor dicho, entre sus respectivos monarcas), y así fue que Bernardino de Mendoza actuó no solamente como embajador, sino también como espía y jefe de los servicios de inteligencia españoles en Inglaterra. Participó activamente en las acciones preparadas para dar un golpe de Estado contra Isabel y poner en el trono, ayudado de los católicos escoceses, a María Estuardo. Ello se supo, y le creó situaciones muy tensas que resultaron en discusiones ásperas, injuriosas y violentas con la reina y sus ministros, hasta el extremo de que en enero de 1584 Mendoza fue declarado «persona non grata» ante la corte británica, siendo expulsado del país en un plazo de 24 horas. Ello le hizo padecer, además, penalidades económicas y de salud, que luego se reflejarían en su vivir futuro.

De vuelta de Gran Bretaña, fue nombrado embajador de Felipe II ante Francia. En ese cargo actuó don Bernardino desde 1584 a 1590. En abril del año de su nombramiento viajó Mendoza de París a Madrid para recibir las órdenes de Felipe II. En septiembre regresó a Francia, en principio con una misión de condolencia por la muerte del duque de Alençón. Enseguida se vivieron los agitados sucesos del desastre de la Armada [Invencible], de la muerte de Enrique III de Francia y todas las vicisitudes de la Liga Católica. Ese periodo de la vida y misión de Mendoza está perfectamente documentado en las cartas que el diplomático enviaba a la corte madrileña, especialmente a don Juan de Idiaquez y a su primo don Martín de Idiaquez, ambos secretarios de Estado, y leales avalistas del aristócrata alcarreño.

En su correspondencia diplomática con el Rey Felipe y sus secretarios de Estado los Idiaquez, Bernardino de Mendoza hubo de utilizar numerosos sistemas de cifrado de cartas y mensajes. Sus correos debían atravesar, especialmente por el sur de Francia, líneas y territorios enemigos que podían interceptar el correo o adquirir información muy reservada. Para éllo, Mendoza utilizó un amplio repertorio de técnicas de cifrado que De Lamar Jensen estudia con minuciosidad en su obra.

 

Palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara e iglesia de La Piedad obras de Lorenzo Vazquez y Alonso de Ccovarrubias

 

Su obra

Uno de los aspectos por los que ha cobrado fama merecida Bernardino de Mendoza, ha sido por su calidad de escritor, y muy especialmente por lo infrecuente del tema que él trata, y lo bien que lo hace. Efectivamente, es su Theorica y Practica de Guerra la obra que le ha ganado un puesto en los tratados de historia de la literatura, y, aunque muy pocos lo han leído, todos le han alabado. Escrita esta obra, fruto de su gran experiencia militar y política, emanada sin duda alguna de una mente lúcida y muy bien estructurada, durante los años de su prematuro retiro, fué publicada primeramente en Madrid, por la imprenta de la viuda de Madrigal, en 1595, conociendo una segunda edición al año siguiente en la imprenta de Plantino en Amberes, y siendo traducida al italiano, en 1596, editada en Venecia, y luego en 1602 y en 1616; al francés, en 1597; al inglés, en ese mismo año, y al alemán, en 1667.

Gotas de actualidad

Me viene a las manos este personaje tras haber pasado unos días entre Leyden y Amsterdam, en los Países Bajos, donde he podido constatar el poco aprecio que siguen teniendo los holandeses por cualquier persona que diga ser oriunda de España. Mejor es no decirlo, y hacer como que uno llega de cualquier perdido rincón del mundo. En Leyden no queda el más mínimo recuerdo de don Bernardino de Mendoza, como es lógico. Ni en Haarlem, ni en Amsterdam. Allí no queda ningún recuerdo de España, porque se han limado, poco a poco, en los últimos tres siglos, todo lo que oliera a hispano.

Pero sí que viene a la cabeza de quien algo de historia sepa, la lectura que estos días he terminado del último de los libros de Ken Follett, el escritor galés que ha puesto en las manos de millones de personas la tercera parte de su trilogía “Los pilares de la tierra”. Esta vez, bajo el título de “Una columna de fuego”, narra las aventuras de sus personajes, los Willard, y su inventada ciudad de Kingsbridge, en el reinado de Isabel I de Inglaterra, en la segunda mitad del siglo XVI, y especialmente en los momentos del intento de invasión de Gran Bretaña por parte de la Gran Armada de Felipe II de España.

En la novela aparece (prueba de lo bien informado que está Follett) el alcarreño don Bernardino en su puesto de embajador español en Londres, en medio del ir y venir de cartas cifradas entre la Península y White Hall. Aunque no lo cuenta el novelista británico, don Bernardino tuvo que salir huyendo en el momento en que descubrieron los ingleses que no era solamente un embajador real, sino un espía en toda regla. En fin, todo un personaje…. Al que aquí hemos casi por completo olvidado.

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Algunos detalles del románico atencino

Iconografia romanica en el romanico de AtienzaEn mis viajes por el norte de la provincia, muchas veces recalo en Atienza, y siempre descubro algún detalle inadvertido hasta entonces. El estilo románico es, quizás el que más abunda y al que más atención dedican los viajeros. Aquí me entretengo en tres detalles de ese rico acervo: un ábside (el de la Trinidad), una portada (la de Santa María del Val) y un atrio porticado, el de San Bartolomé.

Ábside de la Iglesia de la Santísima Trinidad en Atienza

La villa de Atienza, cuestuda y elegante, con sabor a maderas, olor a fraguas, y ecos de piedras, tiene en nómina siete templos románicos. El viajero que desde Sigüenza se desplaza a esta altura, va a visitar un castillo, un par de plazas, una calle larga, y unas cuantas iglesias románicas. Y los museos que tienen dentro, por supuesto, algo esencial.

Al final de la calle Cervantes, que antes se llamó de Zapatería y no hace falta explicar por qué, arriba de una costanilla se asoma a la izquierda el templo dedicado a la Santísima Trinidad.

Del tiempo románico solo queda el ábside. Eso le pasa a otros templos de la localidad. La razón está en lo que pasó el verano de 1446, cuando los navarros habían tomado la villa, y el reino de Castilla, comandado por su Condestable don Alvaro de Luna, luchó por expulsarlos, siendo tan dura la pelea que hubo de irse casa por casa, templo por templo, quemando y derruyendo al fin casi todo. Las iglesias solo mantuvieron en pie sus ábsides, lo más consistente, y por eso hoy en Atienza son los elementos que se han conservado y pueden admirarse.

Aunque el templo de la Santísima Trinidad de Atienza fue un edificio de características plenamente románicas, y de un volumen muy grande, tras repetidas reformas a lo largo de los siglos hoy sólo nos han llegado algunas formas escuetas que especialmente en el ábside nos permiten contabilizarle entre la nómina de este estilo en Guadalajara.

De nave única, con capillas múltiples en ambos costados, construídas a lo largo de diversas centurias, lo que destaca es su ábside, orientado a levante. En su muro, dividido en cinco paños por adosadas columnas, se abren tres magníficos ventanales. Las semicolumnas que dividen el espacio del muro absidial parten de la cornisa pero no llegan al suelo, apoyando sobre ménsulas con carátulas. Dos impostas exornan el espacio y lo fragmentan en niveles horizontales: una lo recorre a nivel del alféizar de las ventanas, y la otra continúa sus ábacos. Ambas ofrecen rica decoración de entrelazos cuajados de detalles vegetales y geométricos. Las ventanas son abocinadas y se forman por dos arcos: el exterior es baquetonado y el interior carga sobre columnillas acodilladas, con capiteles fina­mente elaborados en los que se ven variados motivos vegetales, finamente tallados, y que nos permiten fechar esta obra hacia finales del siglo XII ó comienzos del XIII, con una neta influencia de construcciones y decoraciones segovianas.

El viajero se animará finalmentem tras disfrutar del equilibrio arquitectónico del ábside, a entrar en el templo, porque hoy es Museo de Arte Antiguo y de la Caballada. Y en él podrá ver el gran retablo, barroco, un Cristo del Perdón de Salvador Carmona, y otro calvario románico junto a piezas antiguas, estatuas, pinturas, orfebrerías…

Un saltimbanqui medieval en El Val

Cuando visitas Atienza, la medieval y empinada villa que conjuga formas y esencias del remoto pasado, no sabes cómo aproevechar la estancia para que en poco tiempo se pueda admirar lo que atesora. Hay varias iglesias románicas, tres museos, un castillo exuberante, un centro de interpretación costumbrista, buenos restaurantes y muchos palacios entre las empinadas callejas. Todo ello da por resultado una visita inolvidable.

Una de las iglesias que merece ser admirada es la pequeña de Santa María del Val, aislada ahora en las afueras, en la parte norte baja de la villa. La iglesia no tiene nada especial, a excepción de su portada. No te vayas de Atienza sdin verla, sin parar un buen rato ante ella, sin analizar sus figuras, y disfrutar moviéndolas –en tu imaginación- como si un espectáculo del Cirque du Soleil fuera.

Porque lo que esta portada ofrece es una estructura encuadrada dentro de un muro levemente saliente puesto sobre la fachada meridional. Se forma por un vano enmarcado de cuatro arquivoltas semicirculares en degradación, siendo la central de ellas la que ofrece el modelo más llamativo y original del románico de la villa. Allí vemos la secuencia, tallada sobre un baquetón saliente, casi exento, de diez figuras, que aparecen enrolladas y contorsionadas al máximo, de unos personajes vestidos al modo medieval, que tocan con los pies su respectiva cabeza, y que se agarran al baquetón con sus propias manos. Semejan figuras de contorsionistas, que en tres ejemplos se tocan la cabeza con un bonete de estilo morisco, en otro de ellos con un capuz de aspecto eclesial, en otro sin gorro, y en los otros cinco ofrecen el pelo suelto, partido en raya central. Uno de ellos pudiera ser una mujer, pues bajo el gorro tapa el cuello con ancho brial. Y otro de ellos, en expresión difícil de interpretar, cruza dos dedos de una mano.

El tema de los contorsionistas en la decoración de los templos románicos, bastante frecuente en el arte francés, es muy escaso en el español. El sentido simbólico que se le ha dado parece bastante claro: en la Edad Media existía un grupo social de saltimbanquis, acróbatas y contorsionistas que iban de pueblo en pueblo ofreciendo su espectáculo semicircense. Se acompañaban de personajes marginales, prostitutas y cantantes. Por parte de la oficialidad jerárquica religiosa, en una sociedad netamente teocéntrica como era la Medieval occidental, estaban muy mal vistos, pues se supone que distraían a los fieles de sus obligaciones cristianas, y les entretenían en sus ejercicios de piedad a lo largo de las rutas de peregrinación. Es más, formaban todos ellos en el grupo de las sectas o sociedades secretas que llamaban los goliardos y que formaban la «Corte de los Milagros». Entre otros muchos escritores sacros de la Antigüedad, San Agustín es claro al decir que no quiero que entréis en comunión con los demonios… estos se deleitan con cánticos llenos de vanidad, con espectáculos frívolos, con las variadas torpezas de los teatros, con la locura del circo…” Honorio de Autun calificaba a los juglares comoministros de Satán, y decía que para ellos no había esperanza de salvación. Se quedaban fuera del templo, retratados en la puerta…. Pero para ellos era el futuro, porque a la vista está: siete siglos después de haber estado allí bailando, siguen sonriéndonos.

Carteles del Cosmos en San Bartolomé

De las múltiples iglesias románicas que vió Atienza levantarse entre sus muros a lo largo de los siglos medios, hoy solamente quedan siete de estos templos: unos mejor conservados que otros, pero todos interesantes: están, de un lado, los de la Trinidad y San Gil, dentro del casco poblacional, con sus ábsides llamativos y potentes; está la gloria iconográfica de Santa María del Rey en la alto del cerro, bajo el castillo; y están los templos del Val y San Bartolomé aislados también, por los bajos de la población, camino de las sierras sorianas.

Este de San Bartolomé es un dignísimo ejemplo del arte románico castellano, casi paradigmático y elocuente por sí sólo de lo que fue la potencia de esta población de arrieros y comerciantes en la Edad Media castellana. Situado este templo en la parte más baja de la poblacion, se rodea de una valla alta de piedra y se precede de un pradillo con árboles que le confieren un encantador aspecto en su aislamiento. Es obra que se conserva casi en su integridad. Construida en la primera mitad del siglo XIII, en una piedra de la escalera que sube a la espadaña se lee ERA M.CCLXI (1223) que la fecha, y el nombre de Bohar que puede ser la firma del arquitecto o artífice que la levantara.

Su ábside es de planta cuadrada, y se ve adornado con finas columnas adosadas. Su espadaña es también románica. Así como la galería porticada con arcos de medio punto (los fustes de sus columnas fueron tallados y abalaustrados en el siglo XVI) y la puerta de ingreso con dos arcos semicirculares decorados con roleos y finos entrelazos de sabor mudéjar, así como algunos capiteles decorados con figuras humanas.

En el siglo XVI se hicieron importantes reformas en este templo, alzando su techumbre y poniendo nuevo artesonado de madera; construyendo la casa del santero y la casa‑curato, luego destinada para hospedería, dispuesta en torno a la cabecera de la nueva nave lateral añadida por el lado norte; y la capilla y sacristía del «Cristo de Atienza». En su interior merece destacarse el retablo barroco del presbiterio; el gran arco triunfal románico que le precede; y la capilla barroca del Cristo de Atienza, decorada con profusion y exceso, debida al maestro Pedro de Villa Monchalián, quien la construyó en 1703. La gran verja que la cierra es obra del gran artista cifontino Pedro de Pastrana, obra también del siglo XVIII. El retablo de esta capilla lo construyó, entre 1703 y 1708 el artista Diego de Madrigal. En el centro de ese barroquísimo retablo se ve el grupo gótico, magnífico, de Cristo en la Cruz abrazado por José de Arimatea, y San Juan y la Virgen María contemplando la escena. Obra del siglo XIII, se trata de un Descendimiento en conjunto iconográfico poco visto en el arte español. Es, de todos modos, obra capital de la escultura gótica en la provincia de Guadalajara.

Lo primero que ve el viajero al llegar a San Bartolomé, es su galería porticada. Que será la que se quede grabada para siempre, en la retina y el corazón, como símbolo del Medievo atencino. Este templo merece sin duda un viaje ex-profeso desde Sigüenza, para contemplar no sólo su maravillosa silueta, y acercarse al silencioso misterio de su patio anterior, donde resuenan los pasos tenues de los siglos medievales, sino que en su interior hay elementos suficientes para ver de cerca la maravilla del arte de esos pasados tiempos. Y, de propina, ver entero y verdadero ese cuadrilátero ábside, libre ahora de la casa del santero, orgulloso de mostrar el gran ventanal románico magníficamente conservado.

Sigüenza fortificada, una visita apresurada

Arco del portal mayor en Sigüenza

El Portal Mayor, de Sigüenza, visto desde el interior de la ciudad. Acuarela de Isidre Monés i Pons

Como estamos preparando un libro sobre el tema de “Sigüenza y alrededores”, y aun a riesgo de que nos copien la idea antes de llevarla a cabo plenamente, hoy adelanto algunos de los aspectos que aparecerán en esa obra, en la que yo pongo el texto y el artista catalán Isidre Monés i Pons pone las ilustraciones. Una por ficha, y son sesenta en total. La ciudad entera, y los alrededores. En esta ocasión, paseamos junto a las piedras nobles y medievales de la Sigüenza fortificada.

El castillo de los Obispos, en Sigüenza

  • En lo más elevado de la ciudad de Sigüenza se alza la mole pétrea del castillo o fortaleza que fue residencia de los obispos seguntinos. Primitivo castro celtíbero y luego romano, asiento después de visigodos y árabes, fue reconstruido y continuamente ampliado tras la reconquista de la ciudad en 1124, sirviendo durante siglos de residencia a los señores y obispos.
  • Fueron los siglos XIV al XVI los de su mayor esplendor, pues al comienzo de ellos el obispo Girón de Cisneros construyó las dos torres gemelas del paramento norte, que hoy sirven de entrada. El Cardenal Mendoza también hizo importantes ampliaciones, y ya en el siglo XVIII el titular del señorío episcopal, Díaz de la Guerra, llevó a cabo algunas obras. Tras años de abandono en los siglos XIX y XX, en que casi alcanzó la categoría de ruina total, entre 1972 y 1976 fue reconstruido, restaurado y acondicionado para servir de Parador Nacional. Con ello se ha conseguido el rescate de este monumento clave de la ciudad de Sigüenza, dinamizando su vida cultural y turística, pues las condiciones ambientales de este Parador le hacen ser preferido de continuo por muchos viajeros y grupos. Al mismo tiempo, sirve como centro de reuniones científicas, políticas, culturales, etc., muy diversas. Puede visitar­se a cualquier hora, al menos en las áreas más utilizadas.
  • Subimos, a pie preferiblemente, desde la grandiosa Plaza Mayor, por la empinada cuesta, viendo iglesias y palacios a cada lado. Y arriba, sobre la gran explanada, se destaca el grandioso recinto, todo él rodeado de fuerte muro almenado, en cuyas esquinas, y a trechos en los paramentos, surgen torreones de refuerzo. La puerta principal se orienta al norte, y se precede de un patio defendido por alto murallón. Por unas escaleras escoltadas de las dos torres gemelas del obispo Girón de Cisneros, se pasa al vestíbulo, y de éste al patio central, en el que destaca un pozo antiquísimo, y galerías de madera. Son reseñables algunos salones, como el del trono, hoy decorado en rojo sus paramentos, donde administraban justicia los obispos; y el de doña Blanca, de grandes dimensiones, para exposiciones y convenciones. También se conserva la capilla, y una pequeña estancia puesta allí por orden del rey Pedro I el Cruel: es la torre de la Mariblanca similar en aspecto a todas las demás, y donde dice la leyenda que pasó amargas jornadas de cautiverio la reina de Castilla, doña Blanca de Borbón. La presencia del castillo culminando la ciudad, con su silueta almenada y torreada, es lo que confiere a Sigüenza su neto carácter medieval. Entre sus muros, felizmente recuperados, la historia episcopal y guerrera de la ciudad aún palpita, y el viajero mantendrá de su visita a este recinto un recuerdo imborrable.

El castillo de Sigüenza merece visitarse por muchos motivos, y en cualquier caso es fácil hacerlo, pues la entrada es libre, tanto a su patio como a sus dependencias. Se llega fácilmente en coche hasta su recinto externo, y a pie se penetra en el círculo interno del patio, donde aparece el viejo pozo. Los salones con sus escudos, sus reposteros y obras de arte están abiertos a la contemplación general, e incluso puede completarse el viaje con una suculenta comida, a base de típicos platos seguntinos, en su restaurante situado en uno de los más solemnes salones. Habitualmente, en el verano se ofrecen exposiciones de pintura e incluso actos de tipo cultural en el seno de este castillo, que hacen todavía más sugerente su visita.

El Portal Mayor de Sigüenza

Caminamos por la Travesaña alta (hay quien lo escribe con “b”, así: “Trabesaña”, y no yerra), desde San Vicente hasta la muralla. Y alcanzamos, primeramente, el Portal del Hierro, que ya hemos descrito, y seguimos bajando la cuesta, pronunciada, hasta llegar al Portal Mayor de Sigüenza, quizás el más hermoso de los accesos, o salidas, de la ciudad.

Era este un hueco por donde la gente, en la Edad Media, lo mismo que hoy, entraba al burgo, o salía de él. Este portal es fruto de la ampliación del recinto amurallado de la ciudad, en el siglo XIV, construido a instancias del obispo y señor, don Girón de Cisneros. Por fuera es plano, murallón de sillarejo dorado, arco de medio punto. Señala el espacio de salida. Pero por dentro, consigue un conjunto espectacular, pues el propio arco contiene, en su parte alta, un altarcillo con baranda, dedicado a la Virgen de la Victoria, y remata en tejado de teja árabe y hasta una espadaña con un pequeño campanario.

A los lados, en el interior, se construyeron palacios, con orondos portalones de arcos semicirculares, ventanas talladas en sus bordes, y rejas exquisitas cubriéndolas. Algún escudo, canecillos aquí y allá, y el nombre de la cuesta, imposible más expresivo: “rompeculos” por el peligro que en el invierno su helada superficie puede alterar el equilibrio de los viandantes. Por eso siempre tuvo el pavimento, en ese lugar, un denso empedrado.

El Portal Mayor era la vía de salida de la ciudad medieval hacia el Arrabal, que estuvo ocupado por los moros que se quedaron a vivir aquí, o que vinieron en años de bonanzas. Fuera del arco nunca hubo dificultad para el crecimiento del barrio,  y aunque la pendiente era, y es, acentuada, se nutrió enseguida, y permaneció creciendo, de casas de labradores, de artesanos, de comerciantes orondos y guasas continuas… es el de afuera un barrio de labradores, es “el Arrabal”.

El Portal Mayor es, probablemente, el elemento urbano más retratado de Sigüenza, más aún que su plaza mayor, o que la Casa del Doncel. Porque conjuga belleza con rusticidad, alardes con sonidos de campana. Tiene el aire esencial de un viejo burgo castellano, y nos concita a estar pasando bajo su arco una y otra vez. Como en un mantra o plegaria que solicita volver a un tiempo ido, a una edad inocente y sin pecados.

El portal del Hierro

En Sigüenza hay que hacer alguna vez el recorrido de sus murallas. Ya sabes que rodeaban por completo a la ciudad, en la época medieval que siguió a su conquista, y que esa muralla fue haciéndose, construyéndose, más amplia según pasaban los siglos. Hoy quedan restos de ella, porque muchos edificios y viviendas se construyeron adosados a ella.

En la parte baja de la ciudad medieval, la catedral quedaba fuera de la muralla, y fue en los años finales del siglo XV cuando, a instancias del señor y cardenal Pedro González de Mendoza, se derribó buena parte de esa muralla, apareciendo en su lugar la que es hoy Plaza Mayor seguntina. Junto a ella, aún vemos uno de los arcos de entrada, el del Toril, y por la parte de levante de las casas que escoltan la calle mayor, todavía se mantiene casi entera. Hasta la iglesia de Santiago se construyó pegada a ella.

Lo mismo ocurrió en el costado occidental de la ciudad. De aquella fuerte muralla, almenada y a trechos protegida por torreones, solo quedan restos mínimos y dos puertas: el Portal Mayor y la Puerta del Hierro. Y esta es la que ahora vamos a admirar, y a evocar.

Es grande y hermosa esta puerta. Dice Basilio Pavón, que es el investigador que más sabe de esto, que la Puerta del Hierro se abriría en el siglo XV, con objeto de relacionar la ciudad con el arrabal nuevo que se pegaba a la muralla y en el que habitaban los musulmanes abajo y los judíos arriba. El arco se compone de un arco de medio punto y dos torres circulares a sus lados, de acusado peralte, sobresaliendo de la muralla tres metros y medio. Y entre el arco exterior y el interior hay un espacio, casi una habitación, con cuatro mochetas, que le hace recordarnos muy mucho las puertas islámicas, y aún es probable que delante del arco exterior hubiera en lo alto una buharda vigilante.

Le llamaron “del hierro” a este portal, porque en plaza de delante y en su entorno tenían sede algunos herreros con sus fraguas y talleres. En ese lugar, además, se cobraban los portazgos sobre las mercancías que entraban a ser vendidas en el inmediato mercado de la actual plazuela de la Cárcel. Por allí vivían muy densamente los artesanos y comerciantes de Sigüenza, que se distribuían por las calles de la bajada al Portal Mayor, la de la Sinagoga y la de Herreros. Así es que no parece exagerado pensar que toda esta zona de la ciudad estaba poblada de familias hebreas, que debieron marcharse tras el edicto de los Reyes Católicos en 1492. Con todo, la comunidad judía y su lugar de habitación, la judería seguntina, tuvo gran importancia durante la Edad Media. Así lo recoge Marcos Nieto en su estupendo estudio sobre el tema, y en ese lugar ambienta su estupenda novela “La llave de oro” Miriam Martínez Taboada. Todo lo que ella dice es evocador de aquel barrio, de aquel entorno. Incluso hay quien ha contado que el propio cardenal Cisneros, en los años de su estancia en la ciudad, aprendió el hebreo de un judío seguntino que habitaba en este barrio: «Tan aficionado como esto era de las letras y de hacer fundaciones, si bien la Sagrada Escritura era toda su inclinación, pues como otro Jerónimo, empezó a aprender la lengua Hebrea y Caldea de un judío de esta ciudad (Sigüenza) para entenderla perfectamente y fueron tan buenos estos principios, que se valió mucho de ellos en el trabajo de la Biblia Complutense”, eso es lo que nos dice Jerónimo de Quintanilla.

Así es que fijaos si este Portal del Hierro, viniendo de unas cosas a otras, ha tenido importancia en los anales de la ciudad. Este es el momento para correr, para subir la cuesta, y admirarlo. Cuando atardece y el sol de poniente le ilumina directo, es cuando más refulge.