La capilla de Luis de Lucena, hace un siglo

sábado, 25 noviembre 2017 0 Por Herrera Casado

La Capilla de Luis de Lucena a comienzos del siglo XXHoy nos asombramos, y aplaudimos, del resultado que ofrece la capilla de Nuestra Señora de los Angeles, que fundó a principios del siglo XVI el humanista Luis de Lucena, en la cuesta de San Miguel. Pero los avatares que ha sufrido esa capilla han sido muchos. Hoy traigo al recuerdo de mis lectores su peripecia secular.

Concretamente en 1914, y tras varios años de pelear en instancias madrileñas por conseguir de algún modo protección para el edificio, que se venía al suelo sin remisión, un seguntino de pro, académico de la Real de Historia por entonces, don Manuel Pérez-Villamil, de quien ahora se cumplen los 100 años justo de su fallecimiento, consiguió que la Academia de Bellas Artes de San Fernando promoviera su declaracion de Monumento Nacional, que actualmente tiene, y gracias a ello no se derribara, como estaba previsto.

En ese proyecto salvador influyó mucho el por entonces primer ministro del Gobierno de España, don Alvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, que apoyó la idea. Se consiguió comprar la capilla a sus dueños, que la tenían abandonada, y así se dedicó a almacén de las obras de arte desperdigadas por la ciudad. Se acumularon algunas estatuas, y posteriormente se llevaron los restos de la capilla de los Orozco (de la derruida iglesia de San Gil) y de los enterramientos de los condes de Tendilla (destruidos en julio de 1936 en la iglesia de San Ginés).

Rescato ahora de un viejo boletín el escrito que envió don Manuel Pérez-Villamil a “su” Academia de la Historia, para apoyar esta declaración de nombramiento de Monumento Nacional, consiguiendo salvar esta joya del arte del Renacimiento en Guadalajara.

Capilla de Luis Lucena, vulgo de los Urbinas, en la ciudad de Guadalajara.

Nada tan grato para mí como informar a la Academia acerca del mérito histórico de la capilla mal llamada de los Urbinas que existe, aunque desmantelada y ruinosa, en la capital de la Alcarria, y que por iniciativa, que mucho la honra, de nuestra hermana la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, trátase de elevar a la categoría, muy merecida, de monumento nacional.

Cuando yo era niño y hacía mis primeros estudios en Guadalajara, la histórica capilla se hallaba ya enterrada en los escombros de la iglesia de San Miguel, a que desde su fundación estuvo unida, y comenzaba a iniciarse ya la implacable ruina que aqueja y acaba sin remedio con los edificios abandonados. Hay que decir cómo se hallará al presente con el estrago de tantos años de desamparo, aislada en un lugar que carece de la vigilancia del tránsito, abierta a los mendigos, que pernoctan en sus escondrijos, convertida en blanco de los muchachos que se ufanan con la certera puntería de sus pedradas, y amenazada siempre de ser derribada para obtener el escaso aprovechamiento de los materiales que no han podido arrancarse con la mano y furtivamente transportarse.

A pesar de todo, y de haber desaparecido las estatuas de sus sepulcros, las lápidas que ilustraban su historia, las molduras que decoraban sus altares, y hasta buena parte de las pinturas al fresco que cubrían sus bóvedas, aún el descarnado esqueleto que queda en pie es tan notable por su fisonomía, su apostura, sus mutilados miembros y los recuerdos que guardan entre sus venerables despojos, que bien puede calificarse de monumento único entre los que la arquitectura española conserva de la décimosexta centuria.

Único, porque parece mudéjar y no es mudéjar, parece gótico y no es gótico, obra del Renacimiento y no responde a los cánones clásicos; es un edificio exótico, sin dejar de ser español, muy original, y parece ser una imitación, algo, en fin, en que se funde y amalgama con una sencillez severa y elegante todas las corrientes del arte español que llegan a juntarse, como los estados cristianos y mahometanos, bajo el cetro de los Reyes Católicos y el Imperial de Carlos V.

Es una fábrica de ladrillo rectangular muy adornada, a la vez que robustecida por cubos en sus vértices, y cerrados estos, como aquella, por cornisa de matacanes, con adornos de ladrillos combinados en anchas fajas y con óculos y ventanales que semejan saheteras en la parte superior de sus muros; de la piedra al ladrillo, y de la fachada de un gran palacio a la disposición de una pequeña capilla, un monumento tan extraño que acrecienta la originalidad artística sin salirse de las normas más o menos simbólicas de la arquitectura que integra con elementos tan diversos el palacio de los Mendozas.

Pero si es tan interesante el valor artístico de este singular y profanado monumento alcarreño, subede punto su importancia histórica sabiendo que fue fundación de uno de aquellos españoles insignes que dieron tanta honra y autoridad a España en el siglo XVI, llevando al otro lado de sus fronteras los destellos de su talento soberano y los frutos de su sabiduría no superada por extranjeros. Luis del Lucena, nacido en Guadalajara en los últimos años del siglo XV, fue hombre de tan singulares dotes de inteligencia, y alcanzó al caudal de conocimientos que, aun siendo clérigo, fue doctísimo en la medicina y, aún siendo médico, dominó las ciencias filosóficas y la teología como los más ilustres escolásticos de su época, compartiendo con su paisano Páez de Castro y con Jerónimo de Zurita el cultivo de la historia, y mezclando con estas tareas el estudio de los secretos naturales, como decía de él el mismo Zurita para ponderar la universalidad de sus conocimientos en todas las disciplinas humanas.

Fundación de tan ilustre alcarreño fue la capilla de Nuestra Señora de los Angeles en la iglesia de San Miguel, de Guadalajara, según consta en la inscripción que aún se conserva en uno de sus torreones, y cuya fecha es la de 1540. Pero no fue esta capilla la única fundación suya en Guadalajara, sino que, unida a ella, estableció una librería pública de libros en lengua castellana, según declara en su testamento otorgado en Roma, donde le sorprendió la muerte en 1552. En esta biblioteca, cuya organización y régimen de gobierno establece metódicamente en dicho testamento, había de darse una cátedra de teología moral, pero sin reducir por eso la adquisición de libros de aritmética y geometría, de arquitectura y pintura, y otras artes manuales, de filosofía natural y de historia, abarcando con sabia previsión todas las necesidades que la cultura española podía exigir en aquellos tiempos.

Cuando no fuera más que como monumento histórico que recuerda la fundación de este gran español que, adelantándose al curso de los tiempos, supo redactar un reglamento de ordenación de libros como el que había de observarse en la biblioteca de Guadalajara, adjunta a la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, el citado monumento debe conservarse con afán y acudir a conservarlo por todos los medios de que pueda disponer el Estado.

Bien merece esta reparación la memoria de Luis de Lucena, cuya desgracia póstuma ha sido tanta que hasta su nombre perdió la fundación cuando, porque enlaces de familia, su herencia pasó a la de los Urbinas, en cuyas manos desacertadas comenzó la decadencia, que vino a rematar en vergonzosa venta ejecutada por tan desaprensivos y escasos patronos.

En vano la Comisión de Monumentos de Guadalajara ha procurado velar por la conservación de tan raro y glorioso trofeo de las glorias alcarreñas; ni sus recursos ni su influencia han bastado a contener la ola de vandalismo que ha borrado de nuestro suelo tantos y tan insignes monumentos en que estaban vinculadas las glorias de la patria.

Por eso la Academia de la Historia cumplirá, a mi juicio, con los altos fines de su instituto, uniendo su autorizada voz a la de la de Bellas Artes de San Fernando para que, declarada Monumento Nacional la mal parada Capilla de Lucena, recobre una existencia que tanto honra a España, y que, de consuno le disputan hoy las injurias del tiempo y el abandono y la ingratitud de los hombres.

El superior criterio de la academia resolverá, no obstante, lo más acertado. 

Madrid, 27 de febrero de 1914