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noviembre, 2017:

La capilla de Luis de Lucena, hace un siglo

La Capilla de Luis de Lucena a comienzos del siglo XXHoy nos asombramos, y aplaudimos, del resultado que ofrece la capilla de Nuestra Señora de los Angeles, que fundó a principios del siglo XVI el humanista Luis de Lucena, en la cuesta de San Miguel. Pero los avatares que ha sufrido esa capilla han sido muchos. Hoy traigo al recuerdo de mis lectores su peripecia secular.

Concretamente en 1914, y tras varios años de pelear en instancias madrileñas por conseguir de algún modo protección para el edificio, que se venía al suelo sin remisión, un seguntino de pro, académico de la Real de Historia por entonces, don Manuel Pérez-Villamil, de quien ahora se cumplen los 100 años justo de su fallecimiento, consiguió que la Academia de Bellas Artes de San Fernando promoviera su declaracion de Monumento Nacional, que actualmente tiene, y gracias a ello no se derribara, como estaba previsto.

En ese proyecto salvador influyó mucho el por entonces primer ministro del Gobierno de España, don Alvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, que apoyó la idea. Se consiguió comprar la capilla a sus dueños, que la tenían abandonada, y así se dedicó a almacén de las obras de arte desperdigadas por la ciudad. Se acumularon algunas estatuas, y posteriormente se llevaron los restos de la capilla de los Orozco (de la derruida iglesia de San Gil) y de los enterramientos de los condes de Tendilla (destruidos en julio de 1936 en la iglesia de San Ginés).

Rescato ahora de un viejo boletín el escrito que envió don Manuel Pérez-Villamil a “su” Academia de la Historia, para apoyar esta declaración de nombramiento de Monumento Nacional, consiguiendo salvar esta joya del arte del Renacimiento en Guadalajara.

Capilla de Luis Lucena, vulgo de los Urbinas, en la ciudad de Guadalajara.

Nada tan grato para mí como informar a la Academia acerca del mérito histórico de la capilla mal llamada de los Urbinas que existe, aunque desmantelada y ruinosa, en la capital de la Alcarria, y que por iniciativa, que mucho la honra, de nuestra hermana la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, trátase de elevar a la categoría, muy merecida, de monumento nacional.

Cuando yo era niño y hacía mis primeros estudios en Guadalajara, la histórica capilla se hallaba ya enterrada en los escombros de la iglesia de San Miguel, a que desde su fundación estuvo unida, y comenzaba a iniciarse ya la implacable ruina que aqueja y acaba sin remedio con los edificios abandonados. Hay que decir cómo se hallará al presente con el estrago de tantos años de desamparo, aislada en un lugar que carece de la vigilancia del tránsito, abierta a los mendigos, que pernoctan en sus escondrijos, convertida en blanco de los muchachos que se ufanan con la certera puntería de sus pedradas, y amenazada siempre de ser derribada para obtener el escaso aprovechamiento de los materiales que no han podido arrancarse con la mano y furtivamente transportarse.

A pesar de todo, y de haber desaparecido las estatuas de sus sepulcros, las lápidas que ilustraban su historia, las molduras que decoraban sus altares, y hasta buena parte de las pinturas al fresco que cubrían sus bóvedas, aún el descarnado esqueleto que queda en pie es tan notable por su fisonomía, su apostura, sus mutilados miembros y los recuerdos que guardan entre sus venerables despojos, que bien puede calificarse de monumento único entre los que la arquitectura española conserva de la décimosexta centuria.

Único, porque parece mudéjar y no es mudéjar, parece gótico y no es gótico, obra del Renacimiento y no responde a los cánones clásicos; es un edificio exótico, sin dejar de ser español, muy original, y parece ser una imitación, algo, en fin, en que se funde y amalgama con una sencillez severa y elegante todas las corrientes del arte español que llegan a juntarse, como los estados cristianos y mahometanos, bajo el cetro de los Reyes Católicos y el Imperial de Carlos V.

Es una fábrica de ladrillo rectangular muy adornada, a la vez que robustecida por cubos en sus vértices, y cerrados estos, como aquella, por cornisa de matacanes, con adornos de ladrillos combinados en anchas fajas y con óculos y ventanales que semejan saheteras en la parte superior de sus muros; de la piedra al ladrillo, y de la fachada de un gran palacio a la disposición de una pequeña capilla, un monumento tan extraño que acrecienta la originalidad artística sin salirse de las normas más o menos simbólicas de la arquitectura que integra con elementos tan diversos el palacio de los Mendozas.

Pero si es tan interesante el valor artístico de este singular y profanado monumento alcarreño, subede punto su importancia histórica sabiendo que fue fundación de uno de aquellos españoles insignes que dieron tanta honra y autoridad a España en el siglo XVI, llevando al otro lado de sus fronteras los destellos de su talento soberano y los frutos de su sabiduría no superada por extranjeros. Luis del Lucena, nacido en Guadalajara en los últimos años del siglo XV, fue hombre de tan singulares dotes de inteligencia, y alcanzó al caudal de conocimientos que, aun siendo clérigo, fue doctísimo en la medicina y, aún siendo médico, dominó las ciencias filosóficas y la teología como los más ilustres escolásticos de su época, compartiendo con su paisano Páez de Castro y con Jerónimo de Zurita el cultivo de la historia, y mezclando con estas tareas el estudio de los secretos naturales, como decía de él el mismo Zurita para ponderar la universalidad de sus conocimientos en todas las disciplinas humanas.

Fundación de tan ilustre alcarreño fue la capilla de Nuestra Señora de los Angeles en la iglesia de San Miguel, de Guadalajara, según consta en la inscripción que aún se conserva en uno de sus torreones, y cuya fecha es la de 1540. Pero no fue esta capilla la única fundación suya en Guadalajara, sino que, unida a ella, estableció una librería pública de libros en lengua castellana, según declara en su testamento otorgado en Roma, donde le sorprendió la muerte en 1552. En esta biblioteca, cuya organización y régimen de gobierno establece metódicamente en dicho testamento, había de darse una cátedra de teología moral, pero sin reducir por eso la adquisición de libros de aritmética y geometría, de arquitectura y pintura, y otras artes manuales, de filosofía natural y de historia, abarcando con sabia previsión todas las necesidades que la cultura española podía exigir en aquellos tiempos.

Cuando no fuera más que como monumento histórico que recuerda la fundación de este gran español que, adelantándose al curso de los tiempos, supo redactar un reglamento de ordenación de libros como el que había de observarse en la biblioteca de Guadalajara, adjunta a la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, el citado monumento debe conservarse con afán y acudir a conservarlo por todos los medios de que pueda disponer el Estado.

Bien merece esta reparación la memoria de Luis de Lucena, cuya desgracia póstuma ha sido tanta que hasta su nombre perdió la fundación cuando, porque enlaces de familia, su herencia pasó a la de los Urbinas, en cuyas manos desacertadas comenzó la decadencia, que vino a rematar en vergonzosa venta ejecutada por tan desaprensivos y escasos patronos.

En vano la Comisión de Monumentos de Guadalajara ha procurado velar por la conservación de tan raro y glorioso trofeo de las glorias alcarreñas; ni sus recursos ni su influencia han bastado a contener la ola de vandalismo que ha borrado de nuestro suelo tantos y tan insignes monumentos en que estaban vinculadas las glorias de la patria.

Por eso la Academia de la Historia cumplirá, a mi juicio, con los altos fines de su instituto, uniendo su autorizada voz a la de la de Bellas Artes de San Fernando para que, declarada Monumento Nacional la mal parada Capilla de Lucena, recobre una existencia que tanto honra a España, y que, de consuno le disputan hoy las injurias del tiempo y el abandono y la ingratitud de los hombres.

El superior criterio de la academia resolverá, no obstante, lo más acertado. 

Madrid, 27 de febrero de 1914

 

El calendario románico de Beleña

Mensario románico de Beleña de Sorbe, joya del románico de GuadalajaraUn grupo de amigos veteranos, hemos visitado hace unos días una de las joyas del arte románico de Guadalajara. Desde Cogolludo se baja en diez minutos…. Porque ahora la carretera que nos lleva a Beleña, desde Fuencemillán, está arreglada y es fácil llegarse hasta este pueblo que parece abandonado, pero que aún mantiene vivos algunos hogares. Allí nos dirigimos hasta la iglesia de San Miguel, a ver su pórtico.

La entrada a los templos era el lugar donde se desplegaba el Tratado de Teología que entendían las gentes en el Medievo. Lo primero que explicaban los clérigos era que la forma circular de sus arcos representaba el Cielo, el lugar sagrado donde moraba Dios. Y que el estrechamiento progresivo de jambas y columnatas suponía el esfuerzo que se pedía a los hombres para mejorar su vida en orden a llegar al Paraiso.

Sobre los arcos, tallados, y en las jambas, y en los tímpanos, surgían las figuras referentes: Cristo, sus Apóstoles, María, los Ángeles, los Bienaventurados…. Pero también los réprobos, los demonios, los vicios plasmados en monstruos deformes. Ese era el código de comportamiento que unas a otras las enseñanzas sumadas suponían.

Beleña [de Sorbe] fue lugar próspero durante la Edad Media, con un codiciado castillo en lo más alto, del que hoy sólo quedan dos paredones cargados de desgracia. En el siglo XIX aún contaba con 40 vecinos, (150 habitantes en total) y 515 fanegas de labor dedicadas a la producción de trigo, vino y aceite. A finales del siglo XX sólo quedaban 3 familias que no juntaban en total las 15 personas. Luego llegó a su despoblación total, y hoy parece que se ha recuperado algo. Sorbe arriba, en término del pueblo todavía, se construyó una presa que sirve para retener el agua del río Sorbe con la que se proporciona agua potable a los habitantes del valle del Henares.

Del conjunto de este pequeño pueblo destaca la iglesia parroquial dedicada a San Miguel, más concretamente su portada de ingreso, valioso ejemplar del arte románico castellano, fechable en el límite de los siglos XII y XIII.

Esta portada, resguardada de las inclemencias atmosféricas por atrio porticado también románico, consta en esencia de cuatro arcos semicirculares en degradación, siendo el interno y externo de arista viva descansando sobra jambas. La segunda arquivolta presenta una molduración muy sencilla de corte cilíndrico, y es en la tercera en la que aparecen sus dovelas esculpidas con las representaciones de los diversos meses del año.

Dos capiteles a cada lado las sostienen. Estas parejas de capiteles tienen una iconografía bastante clara. El primero de los capiteles de la izquierda, muestra a un ser supremo, alto, derecho, elegante y coronado (el Dios del Génesis) que viste a una figura femenina a su derecha (Eva, la primera mujer) mientras a su izquierda aparece una figura masculina (Adán, el primer hombre), con largo pelo, desnudo, y tapándose sus órganos genitales con la mano, urgiendo a Dios a que le vista a él también. En el Génesis se dice: “Yaveh Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió” (Gen. 3,21).

El capitel adyacente del lado izquierdo de la portada de Beleña, aprovecha su estructura para colocar en él, en gran relieve, tres figuras que son las más dañadas de todo el conjunto. Así y todo, podemos apreciar una figura humana en el centro, que es requerida por dos demonios a sus lados. Figuras deformes, amenazantes, muy desagradables, con todos los caracteres con que en la Edad Media se identifica al Diablo, con cuernos, pezuñas, hocicos, ojos grandes. Estos demonios acechan a un ser central ¿Es el Hombre, amenazado por los Demonios? ¿O es Cristo, tentado por Satán? En todo caso, dos escenas que demuestran que en el origen del hombre está el pecado original y la amenaza del demonio.

 

Iconografia romanica de Guadalajara

 

Los otros dos capiteles, a la derecha de la puerta, muestran, el primero de ellos, a las tres santas mujeres, las Tres Marías, ataviadas al uso medieval, con su tarro de óleos en la mano izquierda, y la derecha levantada en actitud de saludo y deseo de paz, ante el vacío sepulcro de Jesucristo. Y a continuación, el mejor de los cuatro capiteles, en el que se ve el sepulcro de Cristo, abierto, con un lienzo que asoma por su costado y que significa que el muerto se ha ido, custodiado por un ángel que porta una gran cruz, y en la otra cara unos soldados ataviados a la usanza medievales, caídos o cayendo ante la presencia luminosa de Dios resucitado.

Lo más interesante, sin embargo, de la portada románica del templo de Beleña, son los catorce relieves de la arquivolta, los que con su color dorado están pidiendo ser colocados en el lugar interpretativo que les corresponde. Y éste sobrepasa por completo del reducido ámbito de la región y el pueblo de Beleña, para entrar de lleno en la ancha corriente histórica que nace en el mundo pagano de la península itálica y cuaja finalmente en el crisol medieval de la Europa cristiana. Son estos catorce relieves de Beleña un oleaje, tal vez el último y más meridional, de un ancestralismo folclórico, literario y artístico que ha ido dejando múltiples huellas por todo el mundo de herencia latina.

Los doce meses del año. El semicircular regocijo de los trabajos y los goces anuales. La petrificada fragancia de una vida alegre y sin complicaciones. Comenzando por la izquierda su revista, aparece en primer lugar un ángel rudo y sencillísimo. Enero es simbolizado por una escena de la matanza del cerdo. En febrero aparece un viejo calentándose al fuego, junto a una pequeña hoguera. De marzo se trae la poda de los arbustos y árboles. En abril se ve a una joven con ramos de flores en ambas manos. Y en mayo un caballero montado sobra un jamelgo descabezado, sostiene en su mamo un halcón. Junio se representa por un hombre en las faenas de la escarda. En julio aparece el segador cortando la mies. En agosto se pasea un aldeano, sentado en un trillo, y arrastrado por una pareja da bueyes. Septiembre se simboliza por un hombre que arranca el fruto de la vid y la deposita en cestas de mimbre. Octubre por otra figura masculina que vuelca en una cuba el contenido líquido y oloroso de su odre. Noviembre se representa por la tarea da arar el campo, que aquí la hace un hombre con un par de bueyes, esta vez vistos en proyección vertical (tanto ésta como la dovela de agosto son de doble dimensión que las demás). En diciembre se pone a un hombre feliz tras una mesa colmada de alimentos. El último relieve es el de una cara de buen trazado, con labios gruesos y pelo rizado.

El sentido intensamente cristiano que rezuma el conjunto se obtiene al considerar la relación que unas y otras figuras y escenas (representadas en los capiteles y dovelas) tienen entre sí, y de forma secuente. El eje del mensaje es la sucesión de los meses con sus faenas, y al ser presentado en semicírculo, supone ser parte de un círculo, que es el símbolo de la eternidad. Por lo tanto, aparece el hombre como sometido a la fatalidad de un círculo eterno de trabajo. Sin embargo, la historia sagrada muestra que ese círculo tiene una salida, y es la Fe en Cristo. A través de ella se llega a la Salvación. El trabajo, representado en los doce meses cuyas representaciones están taladas en el arco, es el camino para pasar desde el pecado original a la salvación.

Los dos capiteles de la izquierda son claramente alusivos al pecado original y a la tentación del Demonio. La expulsión del Paraíso, y la asechanza de Satán infieren el castigo del trabajo humano. Pero los dos capiteles de la derecha muestran la evidencia de la Resurrección de Cristo tras su Pasión y Muerte, con lo que suponen de salvación del alma tras su salida del cuerpo. Frente al pecado y la tentación, se opone la resurrección, la salvación. En una sucesión eterna. Es esta la clara evidencia de la utilización de la escultura en época medieval como homilía y demostración permanente del discurso teológico. La “Biblia Pauperum” que está tallada en los edificios románicos, y que surge con otros guiones, pero con el mismo lenguaje, en muchísimos edificios de esta época.

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Aunque las representaciones de los meses en el mensario de Beleña queda bastante clara, no lo es tanto el significado de las dos figuras que abren y cierran la sucesión de esos meses. Son, concretamente, un ángel y un demonio.

Interpretaba bien Layna Serrano las dos figuras extremas de esta portada: aunque el ángel primero es de clara y fácil identificación, no la era tanto esa cabeza del extremo derecho, de ensortijados cabellos y abultada prominencia labial. Era el diablo, sí. Durante la Edad Media europea es comúnmente representado el Malo con los rasgos de la negritud. Herencia de antiguas filosofías segregacionistas, en las que se quería mostrar a los seres de raza negra como carentes de alma y, más aún, poseídos por el Demonio. En la doctrina simbólica tradicional, las razas oscuras son hijas de las tinieblas, aludiendo la representación del negro a la parte más instintiva y baja del hombre. No es extraño, pues, que a un ángel se contraponga un negro: son el Bien y el Mal para el anónimo escultor de Beleña.

El hecho, aún, de que estos dos símbolos abran y cierren el coto circular de lo meses, nos hace meditar todavía: sabido de todos es que el nombre del mes de enero, en todos los idiomas europeos, es derivado muy directo del nombre del dios Jano (January, Janvier, Januar, etc.) habiendo perdido en castellano la jota inicial por la que, aún siendo también derivado suyo, no lo parece. El dios Jano era para los romanos el encargado de regir el destino, el tiempo como camino recorrido y por recorrer. Se le suele representar con una cabeza con dos rostros, que miran al pasado y al futuro, por lo que, desde muy remotos tiempos, se le eligió para ser representación del comienzo del año, y así aparece en muchos menologios romanos y, por tradición conservada, en otros medievales ya cristianos. En algunos, como en el de la catedral de Pamplona, situado en las claves circulares de su bóveda, aparece enero representado por un hombre con dos cabezas, y sosteniendo una gran llave en cada mano. Con ellas se pueden abrir la “puerta del Cielo y la puerta del Infierno” (“Janua Caeli” y «Janua Inferni”), según la representación pseudocristiana de algunas leyendas. Creo que en Beleña es claro el cometido de esas dos rudas figuras: enero se desdobla en ellas, adquiere carácter de sucinta homilía, y recuerda que en el principio de la vida hay ya dos puertas, dos caminos: el del cielo y el del infierno. Que no son mitos: que están, de verdad, al comienzo y al fin de cada año, esperando su cosecha de seres humanos.

Solemne presencia del Renacimiento

Palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara e iglesia de La Piedad obras de Lorenzo Vazquez y Alonso de CovarrubiasDe vez en cuando conviene repasar presencias y memorias de los lugares y edificios que nos rodean, o por los que pasamos a diario. Aquí va el recuerdo y la alabanza de un fantástico espacio histórico de nuestra ciudad: el palacio que construyó Antonio de Mendoza, magnate y guerrero, y la iglesia adjunta que mandó elevar su sobrina Brianda de Mendoza, devota, beata… y alumbrada.

Lo que sí consiguieron estos dos personajes, tío y sobrina, Antonio de Mendoza y Brianda de Mendoza, fue contratar a los mejores arquitectos de su época: primero a Lorenzo Vázquez de Segovia, para construir el palacio, y después a Alonso de Covarrubias, para proyectar, levantar y tallar hasta hasta en su más mínimo detalle la iglesia.

El palacio de Antonio de Mendoza

En el centro de la ciudad vieja (del “casco antiguo” como ahora se le llama), en la antigua colación de San Andrés, donde habitaba a finales del siglo XV nutrida colonia hebrea, puso don Antonio de Mendoza su gran palacio renacentista, una de las primeras muestras que del estilo recién importado de Italia se elaboraron en Castilla.

Era este señor hijo del primer duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza, y junto a él y sus numerosos hermanos y familiares, que constituían la lucida corte mendocina de Guadalajara, intervino en la guerra de Granada, mostrándose en ella valeroso. Permaneció siempre soltero, y al retirarse de la guerra decidió construirse casa propia, elevando este palacio con la colaboración de artistas que ya su tío el gran Cardenal Mendoza había tomado a su servicio, y que fueron los introductores en Castilla del modo renacentista de construir, decorar y concebir el arte.

Muerto don Antonio en 1510, con el palacio ya concluido, pasó (por testamento) a manos de su sobrina, también soltera a la sazón, doña Brianda de Mendoza y Luna, hija del segundo duque del Infantado, don Iñigo López de Mendoza. Piadosa señora que reunió en su torno a una nutrida colección de espirituales congéneres, todos muy en la línea de incrementar la pureza del cristianismo, en la onda que movió primero en Castilla don Francisco de Cisneros, y luego, en toda Europa, y con más fuerza, Erasmo de Rotterdam. Lo que en esas reuniones se decía, y se hacía, no ha quedado reflejado de forma fidedigna en documentos de archivo, pero por indirectas alusiones parece que aquello rozaba, aunque fuera muy de lejos, el naciente luteranismo.

Sin embargo, y gracias al influjo en curias y vaticanas cortes de algunos miembros de la mendocina corte, doña Brianda recibió en 1524 una Bula de Clemente VII para fundar beaterio de la Orden Tercera de San Francisco, y añadir un Colegio de Doncellas.

Para esta institución, habilitó doña Brianda el palacio de su tío, y ldecidió entonces añadirle una gran iglesia, de la que carecía, en la que colaboraron los mejores artistas castellanos del primer tercio del siglo XVI. A la muerte de la fundadora, en 1534, ya estaba definitivamente acabado el edificio.

A raíz del Concilio de Trento, el beaterio se convirtió en convento de monjas franciscanas, que albergó denso plantel de la doncellez y viudedad de la aristocracia alcarreña. En 1835 fue disuelta su comunidad, y el edificio utilizado para Museo Provincial primero, Diputación Provincial después, incluyendo la cárcel pública y final y definitvamente Instituto de Enseñanza Media.

El conjunto de las fachadas del palacio e iglesia constituye uno de los rincones de Castilla donde más rico y elocuente se muestra el albor renacentista. La portada del palacio ofrece un arco semicircular, finamente decorado, apoyado en sendas pilastras; todo ello enmarcado a su vez por otras pilastras de profusa decoración a base de carteles, armaduras, trofeos militares y frutos, rematadas por capiteles de complicada representación vegetal. Dos cartelas rematan en alto esas pilastras tan militares, y lo hacen con frases de alabanza a Dios. Una dice “Doce Me Facere Voluntate Tuam” y la otra “Quia a Deus Meus est V”. Que vendría a ser el equivalente, en latín, del refrán castellano: “A Dios rogando, pero con el mazo dando”. A principios del siglo XX se cercenó el remate de esta portada, que mostraba en grande el escudo tallado de los Mendoza. En su lugar se colocó un balcón.

A través de pequeño zaguán se sube hasta el patio del palacio, obra magistral de la arquitectura civil del Renacimiento: de planta cuadrada, en cada lado aparecen seis columnas, cilíndricas, de liso fuste que sostienen capiteles de clara raigambre alcarreña, consistente en una corona de hojas ciñendo el arranque del capitel, cuyo cuerpo se adorna de poco profundas estrías, y la moldura superior se adorna de ovas. Cargan sobre estos capiteles magníficas y anchas zapatas de labrada madera, y corre sobre todas ellas una doble cornisa prolijamente adornada.

El segundo piso del patio consta del mismo número de columnas, capiteles bellísimos, similares zapatas y más pronunciado alero. Ente una y otra columna corre un antepecho calado, con la piedra tallada en dibujo que semeja panal. Sobre el muro norte de este claustro luce un gran escudo imperial tallado en piedra de Tamajón, que procede de la Puerta del Mercado.

En el ala de levante se abre el gran hueco de la escalera de honor, de tres tramos, con pasamanos de bien tallada piedra, calada en forma de panal su barandilla, con gran escudo de Mendoza y Luna sobre fondo avenerado, en su tramo central. La parte de galería alta que queda sin muro en la parte en que se abre la escalera, se apoya en tres columnas con capiteles de rica decoración a base de copas y delfines.

El hueco de la escalera se cubre por gran alfarje renacentista a base de una combinación de tradición mudéjar en la que se conjuntan irregulares hexágonos cubiertos de rica decoración plateresca. La parte baja de los muros de patio y escalera se cubren de una buena colección de azulejos sevillanos de comienzos del siglo XX. Tras haber sido este edificio sede del Instituto Nacional de Enseñanza Media «Brianda de Mendoza», ha estado durante unos años vacío y, tras una detenida y meticulosa restauración, volvió a ser destinado a sede del “Liceo Caracense”, también Instituto de Enseñanza Media. El autor de este palacio fue muy posiblemente el maestro Lorenzo Vázquez, introductor del Renacimiento arquitectónico en los estados mendocinos.

 

Palacio de don Antonio de Mendoza en Guadalajara e iglesia de La Piedad obras de Lorenzo Vazquez y Alonso de Covarrubias

 

La iglesia de la Piedad

Aneja al palacio de Antonio de Mendoza, formando ángulo sus respectivos muros, se alza la iglesia que doña Brianda de Mendoza promovió y encargó a Alonso de Covarrubias, para que sirviera de templo del cenobio que sobre el palacio heredado de su tío quiso fundar.

La iglesia del convento de la Piedad fue erigida hacia 1530, participando el maestro Alonso de Covarrubias en su traza y en la talla de la portada, una de las joyas del arte plateresco castellano. Se presenta ésta entre dos salientes contrafuertes, entre los que salta un arcosolio con el intradós cuajado de casetones con rosetas, y rematado en calada crestería y tejadillo que cubre el conjunto. La puerta propiamente dicha se compone de un alto arco semicircular cubierto de fina decoración, sobre pilastras; a los lados, bellísimos balaustres sobre pedestales, todo tapizado de profusa y delicadísima decoración plateresca, con magníficos capiteles rematados en cabezas de carneros; encima, varias molduras y un ancho friso de grutescos con escudo central; sus extremos rematan en flameros, mientras en el centro surge una hornacina avenerada flanqueada de pilastrillas y roleos, con un extraordinario grupo de la Piedad, de aire en cierto sentido gotizante, en que se ve a Cristo tendido en los brazos de María, acompañada de San Juan y la Magdalena. Los escudos de Mendoza y Luna completan el conjunto.

El interior era magnífico templo de altas cúpulas de nervatura y frisos con frases alusivas; un gran retablo, hoy desaparecido, de la mano de Juan de Borgoña; rejas, enterramientos, etc. Nada quedó de ello: el presbiterio se derribó para ensanchar la calle que corre detrás; su altura se dividió en dos para crear en la parte baja capilla del Instituto, y en la alta salón de actos, en el cual aún se observan los arranques de las bóvedas, y escudos esculpidos en las ménsulas. Sólo quedó el sepulcro de la fundadora, doña Brianda de Mendoza, en cuya urna de tallado alabastro blanquecino se aprecian, algo desgastados después de haber permanecido largos años bajo escombros, los escudos de armas de la familia Mendoza y Luna. Uno de los laterales del enterramiento terminó tras la Guerra Civil en el Museo de Detroit (Michigan, USA). Se cubre este enterramiento, que también fue trazado y tallado por Alonso de covarrubias, con una gran pieza de jaspe rosáceo.

 

El beaterio de la Piedad en Guadalajara

Brianda de Mendoza

Brianda de Mendoza, creadora del beaterio de la Piedad, en Guadalajara, en el siglo XVI.

En estas jornadas que estamos recordando el inicio, hace ahora 500 años, de la Reforma Luterana en Europa, y tras haber recordado a los “alumbrados” alcarreños la semana pasada, quiero traer hoy al recuerdo uno de los focos en los que la piedad iluminista y un soplo de aire renovador se posó entre los muros de la ciudad: concretamente la aventura beatífica de doña Brianda de Mendoza, y el experimento que en su palacio-convento de La Piedad se inició en el primer cuarto del siglo XVI.

Uno de los núcleos menos estudiados con relación a la piedad alumbrada en Guadalajara ha sido el beaterio de la Piedad, que luego fue transformado en Convento de religiosas franciscanas por su fundadora doña Brianda de Mendoza.

La historia de esta institución es bien conocida, y su edificio aún permanece entero en pie, constituyendo además una de las joyas de la arquitectura protorenacentista en Guadalajara. Parece como si esa característica de ser pionero en el arte, le hubiera conferido también al monumento el carácter de pionero en el pensamiento y la religiosidad de aquella época.

Es a don Francisco Layna Serrano, Cronista Provincial de Guadalajara, a quien debemos las principales noticias de este que fue primero beaterio y luego convento de La Piedad en Guadalajara. En su libro “Los conventos antiguos de la ciudad de Guadalajara” lo trata con gran detenimiento. E inicia su estudio con las biografías de sus creadores: de una parte don Antonio de Mendoza, caballero y militar de la familia del duque del Infantado, y de otra su sobrina, doña Brianda de Mendoza. Muy influidos ambos, desde el final del siglo XV, por las ideas humanistas que proceden de Italia, tanto a nivel literario, como filosófico y teológico. Pasaremos de los detalles de sus vidas. Y, por supuesto, no entraré en la descripción o análisis del conjunto arquitectónico del palacio-convento-colegio de La Piedad, del que me ocuparé la semana próxima.

Antonio de Mendoza era el séptimo hijo del matrimonio de don Diego Hurtado de Mendoza, primer duque del Infantado, y de doña Brianda de Luna, su primera mujer. Formó parte de “la casa” del segundo duque del Infantado, don Iñigo López, su hermano mayor, y constructor con Juan Guas del palacio ducal que hoy conocemos.

Sobrina carnal de don Antonio, como hija del segundo duque del Infantado, fue doña Brianda de Mendoza y Luna, quien siguiendo el ejemplo de su tío permaneció soltera toda su vida. Habría nacido en torno a 1470, muriendo en 1534. Era hermana, por tanto, de Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque del Infantado, nacido en 1461 y muerto en 1531. Al morir su tío y mentor, don Antonio de Mendoza, en 1510, heredó todos sus bienes y edificios, especialmente el palacio que él mandara construir a Lorenzo Vázquez.

Y en ellos decidió instalar instituto religioso. La época era muy dada a que una dama soltera, ya talluda (tenía 40 años) y con dinero, se planteara fundar. Y en ese momento decidió montar una casa en la cual se recogiera y amparara deter­minado número de mujeres, unas para entrar en religión y otras para educarse con ho­nestidad hasta la hora del casamiento, hacedero merced a la dote que recibieran de la institución según disposiciones de la fundadora.

En 1524 consiguió ver aprobada la fundación de su beaterio por un Breve Apostólico, y se trajo de otro convento a doña Catalina Mexía, para que hi­ciera de madre ministra, y a seis beatas más, comenzando entonces su vida semimon­jil en la casa, sin que por ello la fundadora redujese su tren de dama aristocrática, que no dejó nunca. El beaterio se instaló en el propio palacio, aunque fueron construyéndose en su gran solar nuevas edificaciones. Y dos años después, en 1526, se comenzaron las obras de la iglesia, dirigidas por Alonso de Covarrubias a la que finalmente puso retablo Juan de Borgoña.

Su testamento lo dictó al escriba­no Alonso de Carranza, el 19 de febrero de 1534, y en él decía, entre otras cosas: –Por quanto my deseo es tener sienpre por espeçial abogada y señora a la Reyna de los Ángeles madre de Dios para que sea intercesora con su glorioso hijo (que) aya piedad de my ányma…, con esta yntinçión é fundado y hedyficado estas mys cassas prinçipales en que moro… y hecho en la plaça de las dhas cassas la yglesia de nues­tra Señora de la piedad, Retablo y otros hedifiçios… para que el Redentor del mundo sea servido, aviendo en las dhas Cassas personas Religiosas y otras seglares para apiadallas…; declara haber allí recogidas seis religiosas con su madre ministra y que su voluntad es que en las casas con su iglesia, huerta y demás dependencias, se constituya una Casa de Beatas sujetas a la regla tercera de San Francisco bajo la advocación de Nuestra Señora de la Piedad, y que viva allí cierto número de doncellas educandas; vienen a continuación las cláusulas en que desarrolla con minuciosidad el Reglamento del Beaterio y Colegio.

Hay que tener en cuenta varios datos que nos van a orientar en el sentido de la afición de Brianda de Mendoza al movimiento espiritual del momento: declara por su abogada a Nuestra Señora de los Angeles (lo mismo que Luis de Lucena), encomienda a la Orden de San Francisco su cuidado, y quiere que estas mujeres que recoge en su beaterio y colegio se dediquen a la Piedad…

Tras la muerte de doña Brianda en 1534, continuó esta Casa siendo de Beatas, hasta que celebra­do el Concilio de Trento fue transformada en convento de religiosas profesas de la Orden de San Francisco. El convento de la Piedad tenía auténtico carácter aristocrático porque en él profesaron bastantes hijas de la nobleza arriacense. Hubo época, en estos comienzos del siglo XVI, y aún más adelante, en que la “misa de doce” en La Piedad era la de más tono de la ciudad, a la que acudía toda la aristocracia, porque en el convento todos tenían alguna parienta ingresada.

El convento de la Piedad, un foco de alumbradas

Vimos la semana pasada cómo entre los muros del palacio ducal de los Mendoza en Guadalajara, tanto en los salones y despachos como en las cocinas, aparecían personajes de elevada piedad. Los principales eran Isabel de la Cruz y Pedro Ruiz Alcaraz, que trabajaba en el palacio como contador de oficio y era hijo de un panadero de familia conversa, pero también estaban María de Cazalla, hermana del obispo fray Juan de Cazalla antiguo capellán de Cisneros, y su esposo Lope de Rueda, destacado burgués arriácense y Rodrigo de Bivar cantor del duque y sacerdote.

Brianda de Mendoza ya es conocida por su piedad evangélica, y así aparece mencionada en el proceso de María de Cazalla. Brianda era de carácter fuerte y según nos dice Layna y Serrano, era “detallista y precavida como se muestra en su testamento y fundación de la Piedad, puédese afirmar que fue mujer sesuda, reflexiva, enérgica y perseverante”.

Después de la muerte de su madre, en 1506, Brianda se dedicó a transmitir los nuevos modelos de espiritualidad interior y el ideal erasmista en el que se incluía el estudio de la Biblia, sin excesivos rigores ascéticos por lo que se consideraba una piedad aliviada. Podemos leer en la última de las “Constituciones” dadas para su beaterio lo siguiente: “Asi mesmo porque más agradable es al Señor la obediencia que el sacrificio, quiero y es mi voluntad que siempre estaréis a la obediencia de los perlados de la orden del glorioso padre Sant Francisco con tanto que ellos os guarden y conserven estas mis ordenaciones y tengan mucho cuidado como se cumpla todo lo por mi ordenado en mi testamento y cobdicilio acerca desta mi institución y fundación y os favorezcan y ayuden en todo lo que es sano os fuere, no os quebrantando cosa alguna de lo por my hordenado”.

Esto nos deja bastante claro que doña Brianda sabía en lo que paraban los “sacrificios”, que muchas veces ocultaban el verdadero espíritu de la Orden franciscana. La espiritualidad de doña Brianda supera los actos exteriores y en ella aparece el concepto paulino del “amor de Dios hacia el hombre” en el que erasmismo y Evangelio se encuentran.

Esta forma de vivir el cristianismo se empareja con la de María de Cazalla, de la que doña Brianda fue de “testigo de abono” en 1533 ante la Inquisición, acompañada de su cuñada María de Mendoza y las criadas Leonor Mexía y Juana Díaz de la Sisla, con Mencía de Mendoza también pariente y seguidora del Evangelio.

En aquel proceso se ve cómo todas insistían en hacer diferencia entre los conventos en los que “non se ni que Dios hay allí”, y aquellos lugares de reunión y vida donde existía el deseo profundo de amar a Cristo crucificado y no “obedecer a un madero que le dan por rey”. Para algunos autores, María de Cazalla y Brianda de Mendoza son como las dos caras de una misma moneda, especialmente por la concepción evangélica de la espiritualidad, especialmente en los conventos y beaterios, pues hay que añadir que en esta época de inicios del siglo XVI, la mujer castellana tenía opiniones, muy bien cimentadas, de muchas lecturas y conversaciones.

Entre las muchas propuestas que doña Brianda hace en las Constituciones de su fundación, aparece el mandato de “servir a Dios no se hace con estrechas y ásperas mortificaciones del cuerpo o “afliximiento de la carne”, sino con el ejercicio de lo bueno y de la virtud: humildad, amor y paz”.

Esta es sin duda una de las características de los “alumbrados recogidos” y que también aparece más adelante en estas Constituciones: “Oración, según dize sant Bernardo, es mensagero fiel e conoçido en la corte zelestial que por siertos caminos sabe penetrar los actos y por mostrarse ante el rrey de la gloria y nunca vuelve sin traer soccorro de gracia espiritual a quien la envia, ordeno y mando que todas las religiosas tengan un quarto de oración sancta en el coro”; y añade la invitación al recogimiento, a encontrar el rostro de Dios en la oración mental que nunca vuelve “sin traer socorro” y gracia.

En el testamento de doña Brianda, que es amplio y constituye casi un tratado de “piedad recogida” no solo se trasluce el deseo de una piedad de “sentimientos interiores” y recogimiento, sino que se aumenta con la petición de hechos prácticos de misericordia hacia los necesitados.

De todos modos, y aún siendo estos temas propios de estudiosos que conozcan a fondo la espiritualidad, la mística, la teología católica y protestante, y aun las fórmulas renovadoras del espíritu que propone Erasmo de Rotterdam, creo que es interesante esta visión del Convento de la Piedad de Guadalajara, en sus inicios, y de su fundadora doña Brianda de Mendoza, hermana del tercer duque, para entroncar ideas dispersas en una sóla: que en la Guadalajara de inicios del siglo XVI también se cocía una Reforma que aquí fue erradicada por la Inquisición sin existir apenas posibilidad de que se experimentara de una forma general entre la población. Todo quedó reducido a las cuatro paredes de los “edificios mendocinos”.