Algunos hitos claves en el Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela

miércoles, 1 febrero 2017 1 Por Herrera Casado

Ocho lugares menos conocidos donde Cela pasó el rato, se fijó en todo, y lo contó con gracia.

Taracena en el Viaje a la Alcarria de Cela

Taracena en el Viaje a la Alcarria de Cela

 

1. Taracena

Al salir de la ciudad de Guadalajara, Taracena es el primer pueblo que visita C.J.C. en su Viaje a la Alcarria. Hoy Taracena es ya un barrio de la capital, está muy cerca, sus urbanizaciones orientales lo van a engullir dentro de poco. Pero en 1946 era un pueblo con vida propia. La descripción que de Taracena hace C.J.C. es todo un monumento al idioma, a la literatura, al equilibrio:

«Taracena es un pueblo de adobes, un pueblo de color gris claro, ceniciento; un pueblo que parece cubierto de polvo, de un polvo finísimo, delicado, como el de los libros que llevan varios años durmiendo en la estantería, sin que nadie los toque, sin que nadie los moleste. El viajero recuerda a Taracena deshabitado. No se ve un alma. Bajo el calor de las cuatro de la tarde, sólo un niño juega, desganadamente, con unos huesos de albaricoque. Un carro de mulas -la larga lanza sobre el suelo- se tuesta en medio de una plazuela. Unas gallinas pican en unos montones de estiércol. Sobre la fachada de una casa, unas camisas muy lavadas, unas camisas tiesas, rígidas, que parecen de cartón, brillan como la nieve».

2. El Palacio de don Luis

Cela llega a la Casa de don Luis, que confunde con el Palacio de Ibarra. Este Palacio se encuentra en realidad más adelante y monte adentro. Pero la culpa no es suya, sino del mapa Michelín que está equivocado, y aquí debe decirse en su descargo. También en la famosa Batalla de Guadalajara en marzo de 1937 que sucedió en estos lugares, los desdeñosos fascistas del Corpo Truppe Volontarie al mando del general Roatta utilizaron un mapa Michelin de carreteras para su operaciones, creyendo que era cartografía suficiente para su marcha triunfal. El Mapa Michelin, que no tiene referencias de desnivel, les hizo creer que Torija y Brihuega eran poblaciones que estaban sobre el llano y a la misma altura. Sólo al llegar a Brihuega comprobaron que se habían metido en un hoyo en donde luego serían hostigados y derrotados por los republicanos.

A Cela no podemos culparle de manejar un mapa equivocado, que dice «Ibarra» donde debe decir «don Luis», pero lo que sí puede atribuírsele es llamar Pino japonés a un frondoso Cedro del Líbano.

3. Masegoso de Tajuña

Tras andar el Tajuña arriba, entre densas choperas y alamedas umbrosas, junto a un hombre viejo y su burro Gorrión, se encuentra a Masegoso, todavía herido de la pasada guerra, recuperando su silueta con nuevas construcciones. Breves líneas le dedica C.J.C. con su idioma terso, claro, emocionante:

«Masegoso es un pueblo grande, polvoriento, de color plata con algunos reflejos de oro a la luz de la mañana, con un cruce de carreteras. Los hombres van camino del campo, con la yunta de mulas delante y el perrillo detrás. algunas mujeres, con el azadillo a rastras, van a trabajar a las huertas».

Calculando el tiempo que le lleva ir de Brihuega a Cigfuentes, es poco probable que Cela hiciera a pie este camino, por lo que ante Maseghoso pasara montado en autobús, viendo el pueblo de lejos. Porque tampoco se nos hace muy verosímil que a Masegoso le viera “de color plata con algunos reflejos de oro”. En 1946, Masegoso estaba siendo reconstruido completamente, tras haber quedado derruido en la Guerra.

4. Gárgoles de Abajo

El viajero Camilo José Cela 
llega a Gárgoles a la hora del almuerzo,
y allí con sosiego se echa la siesta,
habla de la Alcarria, y sigue su camino…

Este que sigue es el texto que F. García Marquina escribe en su Guía del Viaje a la Alcarria, a propósito del paso de Cela por Gárgoles de Abajo:

“Al llegar a Gárgoles de Abajo, recién pasadas las casas que bordean la carretera, aparece una serie de cuevas excavadas en la ladera y provistas de puertas. Esta disposición da al conjunto una singular apariencia. Interiormente están abovedadas a medio cañón, sin más cimbrado que el de la propia tierra, y constan de una galería principal y, a veces, alguna lateral. A los lados hay unos nichos donde se colocan las tinajas. Aquí se guardaba el vino y también se almacenaban leña o comestibles. Además de estas bodegas agrupadas, cada casa del pueblo tenía su pequeña bodega excavada bajo tierra y con la misma técnica y uso .

Algunas bodegas tienen grabada una fecha o un nombre en el arco de entrada. En esta se lee: «O.E. + 1754».

Cuando Olegario Escribano terminó de excavar su bodega, los franceses aún no habían inventado la guillotina ni la torre Eiffel, ni los madrileños conocían a la Cibeles, ni el mar se abría paso en Egipto por el canal de Suez, ni había volado nadie en un globo aerostático, ni en el Nuevo Mundo existían los Estados Unidos de América… Cuando Olegario Escribano dió el último golpe de puntero sobre la piedra, no habían nacido Mozart, ni Napoleón, ni Beethoven, ni Carlos Marx, ni Chopin, ni Lord Byron, ni Carlos Darwin, ni Hegel, ni Wagner. ¿Cómo se vivía, se pensaba y se hablaba en un mundo en que Goethe aún no había escrito nada, ni Goya pintado, ni Schubert compuesto su música?

Pero no era sólo la carencia de los medios técnicos como el ferrocarril, la fotografía o el telégrafo, que aún no existían. No era sólo la ausencia de objetos, sino la escasez de ideas lo que limitaba su universo. El mundo estaba medio vacío. Y no es fácil imaginar desde nuestra época superpoblada de personas, colmada de objetos, saturada de relaciones, llena de datos y plena de ideas, cómo era la vida en el vacío relativo de Gárgoles de Abajo.

Si C.J.C. hubiera hecho esta pregunta a algún descendiente de O.E. que el 8 de junio de 1946 bajase a por vino a la bodega de su antepasado, el buen hombre se hubiera rascado la cabeza con sus grandes manos y hubiera respondido: «¡Hombre!, entonces había sólo las cosas aparecidas, como la trilla. Hoy tenemos los inventos como el tren y la arradio.»(112).

Otra de las cosas aparecidas era le vendimia, en cuyo laboreo cumplían las bodegas un destacado papel.

La vendimia familiar se hacía en el lagar, donde el vino «cocía» en grandes tinajas de sesenta a noventa arrobas. Una vez terminada la fermentación, se metía en la bodega, donde la temperatura era más baja.

Al llegar al Parador de Gárgoles, un gran edificio que aparece a mano izquierda del camino, Cela se refugia del calor del mediodía, descansa antes de comer y se entretiene planteando los significados de mesón, posada y parador. Parece ser que la palabra «mesón» es inusual en la Alcarria y sólo se habla de «posada» y «parador», pero aquí no entra a dar más explicaciones, aunque en Casasana aprenderá que el parador es una posada con cuadra. Según Sebastián de Covarrubias, gramático toledano de finales del siglo XVI, posada es la casa donde se reciben huéspedes que «posan» su hato y su cansancio. En el mesón se ofrece albergue a la personas y a sus caballerías. Y la venta, que presumo sinónimo de parador, sería una casa cercana al camino real para pasar el mediodía o la noche.

En el capítulo que Richard Ford dedica a las posadas y ventas, después de explicar que la fonda es la casa sin cuadra donde dan comida y bebida, dice que en la posada se albergan personas y caballerías pero al viajero sólo le dan sal y medios para guisar lo que él lleve. Los paradores son caserones situados en las afueras donde se guarecen coches y carros y donde suelen dar mejor trato a los animales que a las personas. La venta es un parador de carretera que parece reunir más atractivos espirituales que físicos. Y el cáustico viajero inglés concluye que «las posadas de la Península, salvo raras excepciones, se han clasificado de tiempo inmemorial en malas, peores y pésimas».

Francisca Pérez Martín y su marido Eladio Canalejas del Amo regentan el parador de Gárgoles. Ella es la criada guapa, de luto, con las carnes prietas y la color tostada (…) no habla, ni sonríe, ni mira. Parece una dama mora. Esta dama displicente es quien le sirve las sopas de ajo y la tortilla de escabeche.

También el galgo negro tiene su nombre y su afición: es perra, buena cazadora y se llama «Linda». Del perro rufo, peludo y vulgar, que venía de la calle, nadie da razón.

La dueña del Parador, que está hoy «sábado 8 de junio de 1946» ausente, es doña Pilar Sastre Rero, una bien dispuesta mujer que tiene ya sesenta y cuatro años. Esta dama, llena de vitalidad, se empeñaría en cumplir los ciento tres años necesarios para encontrarse con Camilo José Cela en su segundo viaje a la Alcarria en 1985.

En los antiguos paradores y posadas se procuraba a los viajeros muy precaria alimentación. Por lo general, se limitaban a cocinar lo que el viajero pudiera llevar consigo. El viajero Camilo José Cela recibirá habitualmente buen trato y alimento, como se va viendo a lo largo del libro. Pero no debe confundirse la comida que servían en las posadas con la dieta que habitualmente soportaban los campesinos de la época y sobre la que resultará interesante saber algo.

El desayuno era leche de cabra con malta, que se reforzaba, para los que iban al campo a trabajar, con migas, o gachas de almortas, o puches de trigo, o torreznos de tocino. La comida consistía en cocido, de garbanzos, patata y un cuarterón (125 gramos) de oveja o un trozo de tocino. En verano mejoraba la dieta al sustituirse la carne de oveja por la de cordero. Los que iban al campo llevaban alguna sardina como suplemento. De postre nueces, uvas secas o bellota de encina. La cena estaba constituída invariablemente por judías o lentejas. Los huevos eran muy escasos.

A esa majestuosa dama mora que le sirve en el parador de Gárgoles, volverá a verla el viajero: «una mujer de negros ojos hondos y pensativos, de boca grande, carnosa y sensual, de nariz fina y bien trazada, de dientes blancos como la nieve del monte». La volverá a ver en su prosa imaginativa y le resultará una cara muy conocida, aunque no llegará a saber de qué ni de dónde la conoce.

Las paredes de las posadas, según cuentan los viajeros del siglo XVIII, «estaban cubiertas de inscripciones, proverbios, garabatos y obscenidades en prosa y en verso».

Los graffiti de las paredes del parador de Gárgoles eran auténticos, tal y como el viajero los ve y anota en su cuaderno. Y describe como «desafiadora» la rúbrica de Fermín González, a quien no le salían tan bien las caras femeninas con la nariz hacia la derecha (porque están «al revés»). Al escribir «desafiadora» en lugar de «desafiante»,es la segunda vez en el texto que Cela utiliza los adjetivos con sufijo inusual en «or- ora», pero que él frecuenta mucho en toda su obra para dar indudablemente un aire más activo al término. Ya en Brihuega los ojos azules del mendigo eran «brilladores». Y en la siesta junto a Viana, después de pasar las Tetas, tendrá un sueño «confortador». En otros viajes nos habla de «heridor», «bullidor», «huidor», «crujidor»  e, incluso abordando el sustantivo, escribe «mudor» para referirse al estado de quien calla.

El parador de Gárgoles es muy grande, con una cochera en la planta baja donde caben diez o doce carros, que pueden entrar o salir por dos grandes portones enfrentados, uno en cada extremo del edificio. El comedor está en la planta baja, pegado a la cochera. Y el dormitorio en el piso superior. Allí duerme el viajero la siesta, en una habitación con balcón sobre la carretera.

Los precios en los años cuarenta eran los siguientes: cena 2’50 pesetas, cama 1’50 pesetas y «dormir» (se entiende que en la cuadra y con saca de paja) 25 céntimos”.

 

5. La Puerta

El viajero Camilo José Cela 
llega a La Puerta, en un estrecho y verdeante valle,
y allí le acogen con cariño, y el alcalde le da pan del suyo.

Desde Viana hasta La Puerta la distancia es corta. La carretera va siguiendo a la par el cauce del arroyo de la Solana. Hace calor. El viento que soplaba en los huertos de Viana, tan suave y tan grato sobre la piel, se ha parado de golpe.

La Puerta es un pueblo con trazado urbanístico la mar de original. Se extiende todo él a lo largo de una acequia de cemento, a la caída de la serrezuela de peñascos color plomo que lo resguardan de los malos vientos del atardecer. Durante el verano La Puerta tiene todo el aspecto de ser un pueblo de esparcimiento y de descanso. En una tarde de finales de verano su aspecto es muy similar al de cualquier villa porteña del Levante Español. La Alcarria ofrece a menudo esos contrastes. Al soberbio murallón de rocas que el pueblo tiene sobre sí como protector y vecino, la gente le llama el Cerro de las Piedras.

El pueblo es pequeño. No es mucho lo que en un día cualquiera puede encontrarse en él. El paraje de la ermita de Montealejo, uno de los más hermosos que rodean a La Puerta, cae a bastante distancia. Uno, en cambio, puede darse un paseo por la calle principal, siempre a lo largo, siguiendo la dirección del canal. Los bares, las tiendas, los demás establecimientos de servicio, ofrecen una impresión nueva y sorprendente al recién llegado. Como experto, y curtido en el ambiente rural de los pueblos de la Provincia, uno no acaba de comprender el porqué del aspecto capitalino de un lugar de la Alcarria con tan escasa entidad de población. Bajo la sombrilla de un bar se oye la conversación en voz alta de los clientes. Una placa en lugar visible de la calle dice: «El Excmo. Ayuntamiento de Trillo a don Baldomero Martínez Fernández, insigne maestro, en agradecimiento a su labor docente desarrollada en este pueblo de La Puerta  de 1925 a 1952.» Desde hace años el pueblo es parte integradora en lo municipal del ayuntamiento de Trillo.

Hace algo más de un siglo, el lugar de La Puerta contaba con cerca de trescientas almas como población de hecho y tal vez también de derecho. En este tiempo nuestro su número de habitantes es mucho menor. Por entonces eran las afecciones de reuma y las fiebres tercinas las enfermedades que con mayor frecuencia caían como pesada cruz sobre la espalda de los vecinos. Hoy suelen ser los años los que acaban con la gente, hombres y mujeres de avanzada edad, ya muy pocos, los que ocupan de ordinario las casas más antiguas, las de aquel La Puerta del que nos habla don Camilo y que ahora cuesta trabajo reconocer.

Algo de historia y arte 

Tras la reconquista de la zona en 1177, cuando Alfonso VIII conquistó la ciudad de Cuenca, el caserío de La Puerta quedó señalado en los límites occidentales del territo­rio asignado al Común de Villa y Tierra de Cuenca: Mantiel, Cereceda, La Puerta, Viana, Escamilla, Peralveche y Arbeteta, todos en la actual provincia de Guadalajara. Siempre incluida en la jurisdicción conquense, y gobernada por su Fuero, figura en el siglo XV como parte del señorío feudal de don Pero Núñez de Prado, noble alcarreño a quien se lo arrebató mediante cierta componenda con visos de legalidad el arzo­bispo don Alfonso Carrillo, primado toledano y alborotador político en el reinado de Enrique IV. Este purpurado se lo donó a su sobrino don Lope Vázquez de Acuña, y su hijo, don Lopez de Acuña, terminó vendiéndoselo, en 1485, a Iñigo López de Mendoza, primer conde de Tendilla, en cuyos suce­sores, luego marqueses de Mondéjar, permaneció hasta el siglo XIX.

Del antiguo castillo o torre vigía que para guardar esta parte del valle pusieron sus señores en la Edad Media, no queda resto alguno. Es de sumo interés la iglesia parroquial, obra del siglo XII, a poco de ser reconquistada la zona. Es de una sola nave, rematada a levante por ábside semicircular con medias columnas adosadas, y alero sujeto por canecillos y modillones, algunos con representaciones antropomórficas y foliáceas. En el centro de este ábside aparece una ventanilla aspillerada cuyo arquillo descana en robustas columnas de capitel decorado con hojas de acanto. La puerta de ingreso se abre en el muro sur, y hoy se oculta bajo atrio o portal cerrado que le priva de su normal y bella perspectiva. Consta el ingreso de cinco arquivoltas semicirculares, en tres de las cuales se ven baquetones rotos o zizagueantes, con decoración muy tépica del románico castellano; en la más exterior apare­cen cabezas de clavo o flores cuadrifolias. Estas arquivoltas apoyan en sendas columnas adosadas, rematadas en capiteles de vegetación foliácea. En el interior se reproduce la planta semicircular del ábside; se presenta un gran arco triunfal de ocultos capiteles y se ven restos ínfimos de antiguo arteso­nado mudéjar. Todo el templo sufrió reformas en el siglo XVI, pero aun así muestra ser una de las buenas iglesias del románico rural alcarreño.

La parroquia posee una magnífica cruz procesional de plata repujada, obra de mitad del siglo XVI, debida al orfebre conquense Francisco Becerril. Mide 97 cm. de altura y 47 cm. de envergadura. En el anverso presenta una importante talla en plata de Cristo crucificado; en el reverso, gran medallón con el arcángel san Gabriel acuchillando al Demonio. En los extremos, arriba, el pelícano simbólico alimentando a sus crías, y santas mujeres; y los cuatro evangelistas en magnífi­cos escorzos renacientes. En la macolla, de dos pisos, aparecen los doce apóstoles cobijados bajo doseles sostenidos por columnas y cariátides, todo ello rodeado de profusa decoración de grutescos, roleos, trofeos y cartelas.

 

6. El Olivar

El viajero Camilo José Cela  visita también El Olivar, que hoy parece un cromo, pero que en 1946 tenía también su aire herido.

El Olivar anda hoy que parece un Catálogo de Turismo. Más que casas, tiene albergues, y más que un pueblo parece una urbanización. Pero todo en bien. No sé si me explico. Ha cambiado, radical, pero a mejor. Ya no es pueblo de la Alcarria. Es un lugar que está en la Alcarria, todas sus casas restauradas, todos sus habitantes cultos, simpáticos, ufanos por vivir en un lugar que fue «santificado» por Cela en su viaje alcarreño:

El Olivar perteneció desde el siglo XI a la Comunidad de Villa y Tierra de Atienza, que entonces llegaba hasta la orilla derecha del Tajo, rigiéndose por su Fuero y estando sometida a su jurisdicción. Formó luego en la tierra de Jadraque, en el sesmo de Durón, pasando con toda ella, en el siglo XV, al señorío de don Gómez Carrillo y sus herederos, y luego a los Mendoza, perteneciendo hasta el siglo XIX al duque del Infantado. Tuvo vida próspera este pueblo durante los siglos XV y XVI, en los que sus habitantes vivían principalmente del comercio de arriería y de huevos. Posteriormente ha ido decreciendo su vitalidad socio-económica, sólo reactivada últimamente en función del turismo que atrae el embalse o lago de Entrepeñas, en cuyas orillas posee término.

Cosas que se ven en El Olivar

Pues además de las ventanas rústicas, con sus visillos de cuidada labor almagreña, destaca su iglesia parroquial está dedicada a la Asunción de la Virgen y es obra magnífica de la arquitectura del Renacimiento. Está orientada, con ábside a levante, entrada y atrio a mediodía, y torre sobre el muro de poniente. Se precede de un amplio atrio descubierto en su costado sur, el que da a la plaza mayor, rodeado de barbacana de sillar. El templo está construido con recia piedra gris de la zona, es de planta rectangular, alargada de poniente a levante, mostrando la torre cuadrada sobre el primero de estos lados, y el ábside poligo­nal sobre el segundo. La portada se forma por un arco de medio punto con columnas adosadas laterales sobre pedestales, friso y hornacina vacía dentro de un frontón triangular. Los muros se refuerzan al exterior con contrafuertes.

El interior es de cuatro tramos (el primero de ellos ocu­pado por el coro alto) y rematando en presbiterio y ábside, todo ello cubierto por apuntadas bóvedas cuajadas de compli­cada tracería de nervaturas gotizantes. La esbeltez y elegancia de este templo tiene muy pocos competidores en toda la comarca de la Alcarria.

Casasana en el Viaje a la Alcarria de Cela

Casasana en el Viaje a la Alcarria de Cela

7. Casasana

El viajero Camilo José Cela pasó por Casasana, y hasta él mismo, y entonces,
se impresionó de ver aquel lugar, aquel atraso,
aquel pertenecer a un mundo ido, extraño, un poco triste.

Quedarán para las antologías las frases que Cela dedica en su Viaje a la Alcarria a Casasana, un pueblo minúsculo, con escaso cultivo y mucho ganado vacuno, al que se sube por el atajo de Roblegila, endemoniado, lleno de piedras como un canchal, y muy pino. Aquí la inolvidable secuencia de la escuela, con su señorita Julia, la maestra joven y mona, y los niños/as que saben la historia como un cantar, «de memorieta»:

«El viajero se lava un poco en el portal de la posada, mientras le preparan la comida. A través de un tabique se oye cantar a las niñas de la escuela. La escuela de Casasana es una escuela impresionante, misérrima, con los viejos bancos llenos de parches y remiendos, las paredes y el techo con grandes manchas de humedad, y el suelo de losetas movedizas, mal pegadas. En la escuela hay -quizás para compensar- una limpieza grande, un orden perfecto y mucho sol. De la pared cuelgan un crucifijo y un mapa de España, en colores, uno de esos mapas que abajo, en unos recuadritos, ponen las islas Canarias, el protectorado de Marruecos, y las colonias de Río de Oro y del golfo de Guinea; para poner todo esto no hace falta, en realidad, más que una esquina bien pequeña. En un rincón está una banderita española.

En la mesa de la profesora hay unos libros, unos cuadernos y dos vasos de grueso vidrio verdoso con unas florecitas silvestres amarillas, rojas y de color lila. La maestra, que acompaña al viajero en su visita a la escuela, es una chica joven y mona, con cierto aire de ciudad, que lleva los labios pintados y viste un traje de cretona muy bonito. Habla de pedagogía y dice al viajero que los niños de Casasana son buenos y aplicados y muy listos. Desde fuera, en silencio y con los ojillos atónitos, un grupo de niños y niñas mira para dentro de la escuela. La maestra llama a un niño y a una niña.

– A ver, para que os vea este señor. ¿Quién descubrió América?

El niño no titubea.

– Cristóbal Colón.

La maestra sonríe.

– Ahora, tú. ¿Cuál fue la mejor reina de España?

– Isabel la Católica.

– ¿Por qué?

– Porque luchó contra el feudalismo y el Islam, realizó la unidad de nuestra patria y llevó nuestra religión y nuestra cultura allende los mares.

La maestra complacida, le explica al viajero:

– Es mi mejor alumna.

La chiquita está muy seria, muy poseída de su papel de número uno. El viajero le da una pastilla de café con leche, la lleva un poco aparte y le pregunta:

– ¿Cómo te llamas?

– Rosario González, para servir a Dios y a usted.

– Bien. Vamos a ver, Rosario, ¿tú sabes lo que es el feudalismo?

– No, señor.

– ¿Y el Islam?

– No, señor. Eso no viene.

La chica está azarada, y el viajeros suspende el interrogatorio.

8. Zorita

El viajero Camilo José Cela 
acaba su viaje visitando Zorita de los Canes,
admirando su castillo, charlando con sus amigos
don Paco, y don Mónico…

Zorita es un lugar al que Camilo José Cela se acerca, en coche y con comodidad, animado por sus amigos y Cicerones, el alcalde (don Mónico) y el médico (don Paco) de Pastrana: pasa allí la tarde, mira el castillo, charla con la gente, lo anota todo, y nos lo da así servido, con su escritura limpia, resplandeciente, hermosa y única:

«Zorita de los Canes está situada en una curva del Tajo, al lado de los inútiles pilares de un puente que nunca se construyó, rodeada de campos de cáñamo y echada a la sombra de las ruinas del castillo de la orden de Calatrava. Del castillo quedan en pie algún muro, dos o tres arcos y un par de bóvedas. Está estratégicamente situado sobre un cerrillo rocoso, difícil de subir. En su ladera, por la parte de atrás, dos pastorcitos guardan un rebaño de cabras; uno de los pastorcillos, sentado sobre una piedra, graba una cayada de fresno a punta de navaja, mientras el otro, sentado sobre la verde yerba, se ensaya en sacar silbos de una flauta de caña.

El castillo debió ser una verdadera fortaleza. Ahora, los arcos y las bóvedas aparecen desaplomados y amenazan venirse al suelo de un día para otro.

La gente de Zorita es amable y lista. Según le dice don Paco al viajero, Zorita es un pueblo donde la vacunación no es problema; se le anuncia que se les va a vacunar, se les habla de las excelencias de hacerlo y de los peligros de dejarlo, se les marca una fecha, y el pueblo, cuando llega el momento, se presenta en masa. Con un médico y un practicante, el pueblo queda vacunado entre una mañana y una tarde. ¡Así da gusto!

Los habitantes de Zorita de los Canes son de raza rubia, como los alemanes o los ingleses. Tienen el pelo rubio y los ojos azules, y son altos y bien proporcionados. Las muchachas se peinan con raya al medio y el pelo recogido en dos trenzas; van muy limpias y relucientes y, sobre la piel blanca, les resalta el sonrosado color de las mejillas.

Zorita es un pueblo que vive en familia y en paz y en gracia de Dios.

Enfrente de Zorita, al otro lado del río, se ven los restos de la ciudad visigoda de Recópolis, y en sentido contrario, sobre la carretera que va a Albalate, se adivina Almonacid de Zorita, el pueblo donde, hace ya más de un cuarto de siglo, estuvo de boticario el poeta León Felipe».