Viajeros extranjeros por Guadalajara: Emilio Begin

sábado, 29 octubre 2016 0 Por Herrera Casado

beginDe los cientos de viajeros extranjeros que a lo largo de los siglos han discurrido por los caminos de nuestra provincia, algunos tan señalados como Hemingway, Cela, Rosmithal y John Ford son los que quizás han quedado como más fijos en el memorandum popular. Pero muchos otros, escritores y sabios, científicos de relieve y políticos, cruzaron nuestra tierra, y contaron lo que vieron.

Un de ellos fue Émile Bégin, francés, médico y viajero ilustre por toda Europa.

Nacido en 1802, en Metz, actuó como médico en diversas guerras quedando ya mayor a vivir en su ciudad natal, donde se dedicó al ejercicio de su profesión, y al estudio de las ciencias naturales y la literatura, constituyendo un claro ejemplo de europeo sabio y meticuloso. Allí fundó un periódico, diario, «L’indicateur de l’Est», que se publicó entre 1830 y 1832.

Más adelante, en 1850, se fue a vivir a Paris, donde se ocupó de diversas tareas culturales, como la participación en la comisión dedicada a reunir toda la correspondencia de Napoleon Bonaparte. Llegó a ser uno de los bibliotecarios de la Biblioteca Nacional, y fue recompensando con el nombramiento de académico por las instituciones de Metz, Dijon y Marsella. Nombrado Caballero de la Legión de Honor, en 1874, finalmente falleció, ya muy mayor, en 1888, habiendo vivido casi entero el convulso siglo XIX europeo.

Finalmente fue la historia la que le atrajo, aunque de Begin lo que más se ha recordado siempre han sido sus libros de viajes. El primero dedicado a su entorno, el «Voyage pittoresque en Suisse, en Savoie et sur les Alpes» y el que más nos interesa hoy, el “Voyage pittoresque en Espagne et en Portugal», ambos ilustrados por Rouar­ge Fréres y publicados en 1852. Dijo a propósito de esta obra su autor que la había escrito tras «una doble estancia, un doble viaje efectuado con veinticinco años de inter­valo», lo que nos explica que en su texto haya frecuentes comparaciones entre el presente y el pa­sado. Librepensador declarado, en todos sus escritos, pero especialmente en estos de viajes, Begin se muestra anticlerical y constata con placer la decadencia del fanatismo y de los prejuicios.

Es en el capítulo XLII de su “Viaje pintoresco por España y Portugal” donde se muestra su viaje de Madrid a Sigüenza y Medinaceli, incluyendo en él sus impresiones sobre Guadalajara y Alcalá de Henares. Le interesan mucho las personalidades y el arte, pasando como de puntillas sobre los demás temas. Este corto trasunto de Guadalajara y Sigüenza, que copio a continuación, sirve para expresar lo que a mediados del siglo XIX llamaba la atención a un intelectual francés, que recorría esta mísera –y sin embargo espléndida- España decadente, envolivendo sus impresiones con la romántica narrativa del asombro.

Su paso por Guadalajara

Aquí, el recuerdo de los Mendoza, los Médici de España, parece el único vencedor del olvido, aunque acompañado de numerosas ruinas, de numerosas degradaciones. Fue en este Palacio del Infantado, inmenso edificio en el que se mezclan los estilos griego, romano, morisco y gótico, donde nació el Carde­nal Mendoza, conocido por el nombre de Gran Cardenal; mora­da principesca, que ha ido decayendo desde el día en el que Francisco I la ocupara para asistir a las fiestas ofrecidas por el Duque del Infantado. Las salas más bellas, convertidas en tien­das, cortadas, transformadas, encaladas, presentan un aspecto de lo más triste. Prefiero bajar al fondo del panteón de esta or­gullosa familia antes que pasearme entre los jirones de su es­plendor; cerca de una tumba al menos las ruinas armonizan con la muerte; pero la elegancia decadente testimonia las vicisitu­des humanas, y nos confirma el sentimiento de desdén que me­rece la fortuna. 

La iglesia de San Miguel, antaño mezquita; la iglesia de San Esteban, la plaza de Santa María, completan, junto con el con­vento de San Francisco, la fisonomía monumental de esta villa, posiblemente incluso más triste que Alcalá, a pesar de su pobla­ción de siete mil almas, de sus recuerdos romanos, árabes y del pequeño río Henares que la baña. 

De mis recuerdos de Guadalajara, no olvidaré jamás la existencia suntuosa de los Mendoza, ministros, almirantes, pre­lados, de esas hierbas parásitas, de esos musgos que crecen en el seno mismo de una vivienda hasta hace poco aún ocupada por ellos; así como no podría pensar en la capilla de los Dávalos sin acordarme de una joven dormida, a la que parece que el tiempo haya tocado los ojos con la punta de sus alas para evi­tarle la visión de las miserias de aquí abajo; estatua graciosa, dormitante, apacible, a la que hay que tener cuidado de no des­pertar. 

Desde Guadalajara, una agradable ruta corta las llanuras fértiles de Brihuega, que antaño formaban un lago; después atraviesa la vieja ciudadela de Torija, bordea unas verdes coli­nas, cae en una llanura inmensa, monótona, para volver posteriormente a colinas encantadoras, antes de llegar a Medinaceli, antigua villa ducal.

Su paso por Sigüenza

La ciudad de Sigüenza, límite de Aragón y de Castilla, ocu­pa un lugar delicioso. Construida en la pendiente de una coli­na que domina el valle del Henares, parece prácticamente en­vuelta por un abrigo de piedra tallado por la Edad Media. Tanto el palacio episcopal, construido en el emplazamiento del antiguo Alcázar; como la catedral gótica y los campana­rios de varias iglesias, producen un bello efecto. Veinticuatro pilares sostienen la nave central de este inmenso santuario, en el que el arquitecto parece haber querido convidar al pue­blo entero a los festines piadosos del alma y de la inteligen­cia. Las sillas del gran coro, de ejecución muy cuidada, datan del año 1490. La capilla donde reposa Santa Librada; la tum­ba del obispo Fabricio de Portugal, su fundador; el retablo que representa los principales actos concernientes a la Santa y su ascensión; la capilla de Santa Catalina, con las tumbas de Martín Vázquez de Jesa y de Sancha, su mujer, de Martín Vázquez de Arce, del obispo Fernando de Arce; de un caba­llero de Santiago bien armado, son todos ellos objetos dignos de atraer la atención del viajero. En el presbiterio merecen una atención particular la estatua de un obispo de origen francés, Bernardo, primado de Toledo, y diversos monumen­tos funerarios muy antiguos. Citaremos también la capilla de San Francisco Javier, donde se encuentra la tumba del obispo Bravo; el pórtico de la sacristía; el relicario; el claustro, que fue terminado en 1507: estos monumentos precisarían de una descripción detallada, que los límites de nuestra obra nos prohíben.

En el colegio de los Jeronimianos, fundado por un Medina­celi, muerto en 1488 e inhumado en el crucero, se puede ver la tumba del obispo Bartolomé de Risova. No diremos nada, ni del claustro de este colegio, que es moderno, ni de varias cons­trucciones casi contemporáneas; pero no nos marcharemos de Sigüenza sin antes tributar los más justos elogios a la construc­ción de su acueducto, monumento digno del pueblo‑rey.

Unas líneas que servirán para recordar de nuevo esas bellezas y esos testimonios que a duras penas han llegado hasta el siglo XXI.