En el centenario de María Diega Desmaissières

sábado, 21 mayo 2016 3 Por Herrera Casado
Condesa de la Vega del Pozo, escultura de Sanguino en Fernández Iparraguirre

Condesa de la Vega del Pozo, escultura de Sanguino en Fernández Iparraguirre

Hoy se presenta, en el Colegio de las Adoratrices de nuestra ciudad un libro que ya tuvo su recorrido hace 20 años, y que agotado ha vuelto a sacarse a la luz, esta vez por decisión y en conjunto de la Excmª Diputación Provincial de Guadalajara y el Patronato de Cultura de la ciudad. Una obra que nos entrega, transparente, la vida y la obra [social] de doña María Diega Desmaissières y Sevillano, condesa de la Vega del Pozo, cuando ahora se ha cumplido el primer centenario de su muerte.

Como decía Benito de su hermana Escolástica, María Diega es un “hortus conclusus”, un huerto cerrado, un lugar misterioso, que se adivina, pero que no se ve. Ella siempre ejerció de ello: callada, inaparente, llena de vida en su interior.

Aún recuerdo cuando, a mitad de siglo pasado, ya vacío y medio abandonado el palacio de los vizcondes de Jorbalán, detrás de la Diputación, visité su jardín: era espeso, oscuro, con especies raras, algunas palmeras, aquél enorme cedro del Líbano sobre el que se posaban las cigüeñas, que por entonces (yo las veía en el inicio de la primavera posadas en la mullida copa) se iban en invierno a África y volvían por San Blas, y rosas, magnolias, adelfas gigantes. Aquello se perdió del todo, como la memoria de esta mujer tan especial, que ha sido denominada “la gran desconocida” y yo reivindicaría como “la gran olvidada”. Era, en definitva, una señora rica, que solo sabía usar su dinero en levantar edificios gigantescos, y en dedicar enormes sumas a dar de comer y de vestir a los pobres, que a principios del siglo XX eran muchos, demasiados, entre nosotros.

Como ese jardín (del que en este libro que hoy se presenta se recuperan algunas fotos) oscuro y silencioso: así fue la vida de María Diega Desmaissières y Sevillano, y de ese silencio la rescató hace años el investigador Pablo Herce Montiel, que a base de brujulear por infinitos espacios archivísticos y por hemerotecas, sacó a luz una estampa de esta mujer, que tuvo muchos perfiles, pero todos opacos. Veamos algunos.

Su religiosidad y su vocación social

Será recordada por dos cosas, doña María Diega: por su afán constructor, y por su ardor benefactor. Manda construir con sus dineros grandes edificios, conjuntos urbanos sorprendentes. Y entrega fondos sin fin a los menesterosos: funda asilos, colegios, da de comer a los pobres, mejora salarios y condiciones de trabajo, crea estructuras para mejorar la alimentación y la salud de las embarazadas, se preocupa de los parados que no tienen con qué sustentarse. El enorme caudal que había heredado de su familia, de la que llegó a ser ella sola y única heredera, trató de administrarlo con el rigor y la caridad que muchos la inculcaron.

La primera de todos, su tía, la hermana de su padre, María Micaela Desmaissières y López de Dicastillo, que fundó a mediados del siglo XIX el instituto de las Religiosas Adoratrices, y que accedió a la santidad en 1934, en solemne ceremonia de la que queda el estandarte enorme colgando del muro principal de las escaleras del actual Colegio de Adoratrices. De su tía heredó, sobre todo, ideas de caridad y beneficencia.

Muy sonadas fueron siempre las continuas visitas que de altos cargos eclesiásticos recibía en su casa, primero de Madrid y luego de Guadalajara. Sabiendo que estaba dispuesta a emplear sus caudales en obras benéficas, las máximas autoridades de la Iglesia española se entrevistaron con ella. Algunos, de vez en cuando (el Nuncio de su Santidad, Aristide Rinaldi; el Arzobispo de Toledo, Ciríaco María Sánchez y Hervás; el obispo de Madrid, Victoriano Guisasola) por dar algunos nombres, y otros casi a diario, como los sacerdotes que ella misma escogió para atender sus más intimos templos: el de San Sebastián, en su palacio de Guadalajara, que regía don Pedro Fernández, y el de Villaflores, en el monte Alcarria, que gobernaba el sapientísimo cura horchano Pedro Cortés Calvo, quien acabaría sus días en septiembre de 1936, de un par de tiros junto a la fuente del Sotillo.

A mí me ha dado, al ir enterándome de las ansias benefactoras y piadosas de María Diega Desmaissières, por compararla con algunos personajes literarios del siglo XIX, y más concretamente por entrever su silueta entre las páginas de don Benito Pérez Galdós, quien en sus novelas “Nazarín” y “Halma” retrata un personaje rico y retirado que solo quiere fundar, socorrer a los pobres, construir… es Catalina de Artal, y la novelas son de 1895, que muchos años después Buñuel la personificaría en “Viridiana”.

También Pérez Galdós hace aparecer a la tía, todavía sor Micaela Desmaissières, rigiendo la institución para jóvenes descarriadas que funda en Chamberí, y que en “Fortunata y Jacinta” aparece como ese reformatorio severo de las “Madres Micaelas” donde encierran contra su voluntad a la protagonista.

Sin duda que la teoría donde bebe la duquesa de Sevillano sus ideas caritativas es la encíclica “Rerum Novarum” de León XIII (que gobierna la Iglesia de 1878 a 1903, justos los años en que nuestra homenajeada empieza a construir, y a repartir sus riquezas). La ciudad de Guadalajara, orgullosa de tenerla como vecina, la nombró en 1888 Hija Adoptiva de la misma, y en un precioso Libro de Firmas con encuadernación de bronce (que hoy ha quedado en manos de una noble familia asturiana, heredera suya) se recogieron las miles de firmas de los alcarreños que quisieron manifestar su afecto a Diega. Los mismos que, en marzo de 1916, acudieron a su entierro, cuando en tren, y desde Francia, llegaron a la estación del ferrocarril de Guadalajara para ser subidos, en manifestación solemne y luctuosa (también de ella hay fotos en este libro) hasta el Panteón donde fueron depositados sus restos.

La muerte

Sorprendió la muerte a doña María Diega en su habitación del Hotel de France, en Burdeos. A pesar de la Guerra (Mundial) que en Francia se cebó sobre todos los estamentos del país, ella quería pasar temporadas vigilando sus negocios en el bordelés. Que sin duda iban mal, porque entre la filoxera, y los bombazos, estaban resultando muy mal paradas sus explotaciones vitivinícolas en torno al Garona. Fue la época en que ese declive de los vinos bordeleses permitieron el renacer, ya imparable, de los caldos riojanos. Aunque también se cuidó muy bien de tener aquí abundantes viñedos, que controlaba desde su palacio de Dicastillo, en Navarra, cerca también de la orilla izquierda del Ebro.

Dada su discreción en todo, nadie sabía que la señora estuviera enferma. Quizás pueda colegirse una afección cardiaca por el detalle de que poco antes mandara construirse en su palacio de Guadalajara un ascensor movido por energía eléctrica que fue el primero que se puso en un edificio de la ciudad. Decía costarla mucho subir las escaleras… el caso es que sin previo aviso, apareció muerta en su cama al amanecer del 9 de marzo de 1916. Llamadas a España, llegada del cónsul, susto de las sirvientas… nada se pudo hacer sino certificar su muerte y disponerlo todo para la repatriación del cadáver, que una semana después llegaba, en tren, a su querida Guadalajara.

El problema vino después, al descubrir (solo unos pocos, entre ellos su fiel administrador don Luis Bahía, lo sabían) que la señora no había escrito ningún tipo de testamento. Nadie quedaba para reclamar de hecho su fortuna. Siempre quedó soltera, no tenía hermanos, los padres ya habían muerto… menos mal que en España presidía el Gobierno un político de altas y largas miras, don Alvaro de Figueroa y Torres, Conde de Romanones y, como doña Diega, muy afecto a Guadalajara. Él organizó el reparto. Pero este es un tema que debe quedar para ocasión futura.

Los edificios

Ahora lo que sí quiero es destacar, y especialmente en Guadalajara, las construcciones que mandó hacer doña Diega. A partir de ese momento (1887) en que se dispone a mover los caudales de su patrimonio, llama al mejor arquitecto que en España está construyendo solemnes edificios, especialmente para el Estado. Llama a Ricardo Velázquez Bosco, a quien encomienda, en principio, tres cosas: la primera, la construcción de un complejo enorme y polimorfo, consistente en asilo, escuelas, iglesia y mausoleo, sin tener todavía una idea muy concreta de para qué se iba a destinar, por lo que el arquitecto tuvo que apurar sus mejores dosis de creatividad: era el actual Colegio de Adoratrices, iglesia de Santa María Micaela, y Panteón ducal. La segunda, la construcción de una Colonia Agropecuaria que debía ser un modelo, a nivel estatal, de explotación agrícola y ganadera, y que sería llamado Villaflores. La tercera, las reformas sustanciales del viejo palacio de los vizcondes de Jorbalán, que Diega quiso convertir en un palacio moderno, agradable y abierto a la gente de la ciudad.

Además, al mismo Velázquez Bosco encargó construir, sobre unos palacios viejos de sus abuelos, en Dicastillo (Navarra) una gran mansión en estilo goticista inglés, para allí pasar las temporadas de la vendimia. Maravilloso edificio que a lo largo del siglo devenido tras su muerte ha sufrido diversas alteraciones y ha acabado sirviendo de fábrica de pacharán, así de sencillo.

Finalmente, ya a comienzos del siglo XX, en Madrid quiso doña Diega alzar otra de sus fundaciones memorables, fundada primero en un piso del barrio de Salamanca, y luego alzando un colosal conjunto arquitectónico que mandó dirigir al arquitecto Manuel Aníbal Álvarez Amorós. Concretamente, el Colegio del Pilar, en la manzana que va de la calle Castelló a la de Príncipe de Vergara, y que hoy pertenece a los hermanos marianistas y en el que sigue recibiendo enseñanzas la gente de posibles que luego toca el poder tras pasar por ese portalón que sigue teniendo grabadas las palabras que la fundadora quiso poner en su ingreso: “La Verdad os hará Libres”.

En definitiva, y como es evidente que el tema de la Condesa de la Vega del Pozo da para mucho, para varios artículos como este, para un libro y otros más, para un recuerdo permanente y una admiración continua, acabo aquí mi pesada añoranza, pero invito a mis lectores a que visiten esos restos espléndidos del Panteón y Fundación de San Diego de Alcalá que dejó vivos, y hoy lo siguen estando, esta mujer excepcional, callada, entera, y con las ideas claras.