El Señorío de Molina, esencia de Guadalajara

sábado, 12 marzo 2016 0 Por Herrera Casado
Castillo de Molina de Aragón

El castillo de Molina de Aragón es una de esas 100 propuestas esenciales para conocer Guadalajara.

En el libro “100 Propuestas Esenciales para conocer Guadalajara” que acaba de ser presentado (y aplaudido por muchos) aparece la densa presencia del Señorío de Molina a través de muchos de sus espacios, personajes, fiestas y elementos a considerar. Son una llamada generosa para que acudan más viajeros a sus caminos.

Entre las 100 propuestas esenciales para conocer Guadalajara no podían faltar edificios, espacios, paisajes y fiestas del Señorío de Molina. Unos han sido escritos por mi pluma, y a continuación los pongo, porque quiero que sirvan de reclamo para visitar esa alta tierra. Otros han sido escritos por otras manos, más sabias sin duda que las mías, y que merecen destacarse, porque también sus propuestas son acertadas, merecedoras de una visita, esenciales, en suma.

Las Casas Grandes molinesas

A lo largo y ancho del territorio del Señorío de Molina, existe una serie de elementos arquitectónicos que deben considerarse como muy singulares de su territorio, y que en ninguna otra parte de la región castellano‑manchega se encuentran. Se trata de lo que podríamos denominar las casonas molinesas, o casas grandes, como también se las llama popularmente, edificios que destinados a diferentes menesteres, tienen en común su estampa recia, sus bien tallados muros, sus portalones generalmente rematados con escudos heráldicos, sus patios adosados, sus escaleras amplias y una serie de características que les dan un rango de preeminencia sobre el resto de las edificaciones del entorno urbano o rural en que aparecen.

Estas casonas están construidas generalmente en los siglos XVII y XVIII, aunque las hay mucho más antiguas, expresión de otros modos de vida, más guerreros, de la Edad Media, frente a los residenciales de los tiempos modernos. Su estructura deriva claramente de las grandes casonas urbanas y fincas de labor del país vasco‑navarro. Ello se debe al hecho de haber llegado hasta el Señorío molinés, desde el siglo XVI en adelante, muchos inmi­grantes norteños, algunos de los cuales, una vez acaudalados agricultores o ganaderos, y con la prosapia de sangre que las gentes de la España verde suelen traer en sus arcas, pusieron la representación de su jerarquía, de su riqueza y de su linaje en forma de permanente arquitectura.

De las varias docenas de casas grandes que podemos admirar en Molina, es destacable la abundancia de las mismas en la propia capital del Señorío, y en su franja septentrional, especialmente en las sesmas del Campo y del Pedregal, donde la riqueza emanada de la agricultura fue mucho mayor. Así, en la ciudad del Gallo, pueden admirarse la casa palacio de los marqueses de Embid, en la plaza mayor, la casona de los Fúnez, en la plazuela de San Miguel, o la de los Arias, muy cercana, frente a San Gil, así como el aislado caserón que el obispo de Sigüenza Gil de la Guerra construyó para almacenar los impuestos cobrados en el Señorío, así como la finca y casona “del esquileo” en las afueras meridionales. Repartidas por el Señorío merecen visitarse los conjuntos de casonas existentes en Milmarcos, Hinojosa, Tartane­do, Rueda, Tortuera y Embid, sin olvidar algunos magníficos ejemplares en El Pobo de Dueñas, Checa, Peralejos de las Truchas y Valhermoso.

Todos estos elementos de una arquitectura autóctona muestran la reciedumbre de sus muros, la belleza de sus portones y ventanales, cuajados muchas veces de hierros artesanalmente trabajados, rematadas sus fachadas con limpios escudos de armas, y bien distribuidos sus interiores con zaguanes amplios, en ocasiones bellamente empedrados, escaleras sorprendentes, corra­les resguardados de altas tapias y, en definitiva, el aire en torno de la hidalguía antigua y reciamente hispana.

El castillo medieval de Molina de Aragón

El castillo de Molina es una típica alcazaba bajomedieval en la que un ámbito amurallado muy amplio recoge en su interior, hoy yermo, la edificación militar propiamente dicha. Todo el conjunto se encuentra sobre fuerte cuestarrón orientado al mediodía. Desde la remota distancia, llegando a Molina por Aragón o por Castilla, sorprende lo airoso de su estampa, y en llegando cerca se hace especialmente llamativo el color rojizo de sus sillares, lo bien dispuesto de sus torres, de sus muros, la magnífica prestancia del castillo que sin exageración podemos calificar como el más grande y señero de esta tierra.

Las dimensiones de la fortaleza interior son de 80 x 40 metros, lo que ya supone una grandiosidad desusada para lo que solían ser los castillos en la Edad Media. En el muro de poniente, y escoltada de sendos torreones cuadrados, se abre la puerta principal de acceso, coronada por arco de medio punto en forma de buhera.

De las ocho torres que llegó a tener el alcázar molinés, según refieren antiguos cronistas, hoy solo nos han llegado en pie y en relativas buenas condiciones, cuatro: son las de doña Blanca, de Caballeros, de Armas y de Veladores. Todas ellas se encuentran comunicadas entre sí por un adarve protegido de almenas. En el interior de las torres, aparecen diversos pisos, de amplia superficie, comunicados por escaleras de caracol que en todos los casos permiten ascender hasta las terrazas, fuertemente almenadas. En los muros de las torres aparecen vanos de función diversa, pues encontramos en ellos desde simples saeteras o flecheras, a troneras e incluso amplios ventanales, de posterior construcción.

El recinto externo de la fortaleza, lo que podríamos denominar albácar de la alcazaba, o campo de armas, es extraordinariamente amplio. Sirvió, en tiempos de doña Blanca, para albergar todo un barrio presidido por su correspondiente iglesia de estilo románico, de la que hoy puede verse completa su planta y el arranque de los muros y columnas de su presbiterio y ábside. En él destacan hoy los fuertes muros que le contornean, lo que en tiempos medievales se denominó el Cinto. Se penetra a este recinto por la llamada torre del Reloj, que ha quedado muy baja y desmochada de almenas. En el interior de este albácar aún puede verse la entrada a la que llaman cueva de la Mora, que se supone alcanza, en forma de galería tallada en la roca, hasta la parte inferior de alguna de las torres.

Es destacable en el castillo molinés la presencia de una gran torre aislada, al norte de la fortaleza, y en su punto más elevado, que se denomina la torre de Aragón. Fue la primitiva construcción, sede del castro celtíbero, puesta en forma de defensa por los árabes, y diseñada por sí sola como un auténtico castillo independiente, que sin embargo estuvo comunicado siempre con el castillo mayor a través de una coracha subterránea, en zig‑zag, cuya traza aún se observa hoy perfectamente.

Esta torre es de planta pentagonal, apuntada hacia el norte, está rodeada de un recinto muy fuerte almenado realizado con mampostería basta. La torre, centrada en este ámbito, muestra sus esquinas realzadas con sillares bien labrados de piedra arenisca de tonos rojizos. Su ingreso estaba formado por un entrante en el muro, rematado en elevado y airoso arco en forma de «buhera», ya hundido. El interior, de amplia superficie, tiene varios pisos comunicados por escalera, todo ello moderno, y en la altura se encuentra la terraza almenada, desde la que puede contemplarse con facilidad la estructura de toda la fortaleza y de la antigua cerca amurallada de la ciudad de Molina, de la que aún sobresale la torre de Medina, y buena parte de las murallas.

Más lugares esenciales para conocer Molina

También este autor nos propone viajar al Barranco de la Hoz, que forma el Gallo a la altura de Corduente, entre Terraza y Torete, y aparte de admirar las bellezas paisajísticas del lugar, recordar el sentido simbólico de la ermita cavada en la roca, de las leyendas medievales, de las romerías y dances ante la imagen de una talla chiquita de la Virgen, morena y triste.

O aplaudir la intervención de Santiago Rarauz de Robles, evocando otros tiempos en su casona de la Vega de Arias, por donde pasó el Cid Campeador, y por donde la historia toda de Molina se ha desplegado, entre los verdes prados que bajan de las montañas y los senderos (que parecen almenados) discurriendo entre las arboledas oscuras de sabinas y enebros.

Aprender la historia y tomar las ganas de contemplar en directo el conjunto de ángeles virreinales que, ya restaurados por su mediación, nos descubre y describe Teodoro Alonso Concha: esas doce figuras de asexuados seres, vestidos a la militar, con escudos y polainas, broches y manteos coloristas, que ensalzan a la Virgen por medio de los símbolos de su letanía. La generosidad y el buen gusto de un Carlos Andrés Montesoro y Rivas, que tuvo negocios en las Indias, y del virreinato del Perú se los trajo a Tartanedo, quedan patentes en esta capilla del Rosario y San José, que debería ser meca de los viajeros por Molina.

Y aún las fiestas, que para otro día dejo su descripción (la Soldadesca de Hinojosa, el Carmen molinés, los dances y auto de la Loa a la Virgen de la Hoz….) o el recorrido por el valle del río Mesa, que tantas sorpresas depara. No sin olvidar (a través de la palabra de Layna Serrano) la valiente silueta del castillo de Zafra, puesto otra vez de moda, -si es que alguna vez no lo estuvo- por el rodaje este verano de una serie de “Juego de Tronos” en su entorno. Y aún destacar otro magnífico espacio, que representa al Alto Tajo todo, en el conjunto de la laguna de Taravilla y el salto de Poveda, que tan certeramente nos pinta Agustín Tomico, rutero incansable de las trochas molinesas.