Huertapelayo recóndito

sábado, 18 abril 2015 0 Por Herrera Casado

huertapelayo

En estos días vuelve a ser actualidad Huertapelayo, ese lugar recóndito del Alto Tajo al que en estas páginas de NUEVA ALCARRIA tantas veces se refiriera nuestro antiguo director, Salvador Embid Villaverde. Porque era su pueblo natal y porque, además, era y es un espacio único por lo lejano y por lo pintoresco de su situación, en medio de altas sierras siempre verdeantes de pinos y brillantes de afiladas piedras. Un libro escrito por Marta Embid consigue rescatar la memoria entera y tierna de este pueblo serrano.

Hay que ir aposta a Huertapelayo, porque ninguna carretera que vaya a otra parte pasa por el lugar. Hoy dispone de nuen acceso asfaltado, cosa que no consiguió tener hasta los años finales del siglo XX. Anteriormente, era toda una aventura llegar allí. El propio Salvador Embid nos cuenta, en sus artículos de este semanario, y en sus libros, cómo se hacía el viaje al hogar paterno, desde Guadalajara, que era cosa de un día entero, subiendo primero a través de Trillo, hasta Villanueva de Alcorón, de allí a Zaorejas (que hoy es el municipio que acoge como pedanía a Huertapelayo) y de allí en mulas hasta la aldea. Así fueron, tras la Guerra, algunos gobernadores y presidentes de Diputación (Moscardó y Solano, por decir algunos nombres), y así iban siempre que podían todos los “palayos” que se había marchaod a vivir a otras partes de España, )fundamentalmente Madrid, Guadalajara y Barcelona) o del mundo, pues de todos es sabido que la mayoría de ellos, en los años veinte del pasado siglo, emigraron a los Estados Unidos de América, donde, como en botica, hubo de todo: grandes fortunas y tristes depresiones.

Este lugar del Alto Tajo merece la pena visitarse por sus paisajes especialmente. Para llegar, hay que travesar un sitio en el que obligadamente ha de pararse: es “el Portillo”. Las rocas caen de tal manera en vertical sobre el arroyo que acompaña al camino, que antiguamente hubo que tallar unos escalones y pasadizos en la roca, pero ya más modernamente, mediado el siglo XX, lo que se hizo fue horadar la montaña, abriendo un túnel en ella por el que hoy pasa la carretera. Esta obra de ingeniería, no se hizo con presupuestos del ministerio, ni sacando partidas del presupuesto…. Se hizo en hacendera, con el aporte personal, y dinerario, de todos los vecinos. Aunos les tocaba un día, a otros otro, pero allí todos colaboraron llevando la dinamita, poniéndola a explosionar, retirando derrumes y piedras, allanando el camino y dejándolo todo como hoy se ve. El capitán de aquella hazaña fue don Bienvenido Villaverde Embid, alcalde a la sazón, y hoy todavía muy considerado, hasta el punto de que se puso su nombre al Centro Social de Huertapelayo.

Llegados al pueblo, se observa su dimensión humana y pequeñísima: una plaza en el centro, donde se alza la iglesia cuyo muro sur, pintado de verde, sirve para frontón. Unas callejuelas que trepan hacias las casas del entorno, y el camino que sigue, cuesta abajo, hacia el Tajo, dejando a un lado los dos molinos (el de la luz, y el harinero) ya en ruinas. Al final, entre peñascos bravíos, el río tumultuoso. Sobre él, la gloria del puente de la Tagüenza, uno de los extraordinarios puentes de la cuenca del Tajo. Y sobre el entorno, los cerros altos, la piedra de la Ila, la pieda de la Cadena…

Las fiestas de Huertapelayo

De las numerosas fiestas que se celebraban en Huertapelayo, y que la autora Marta Embid recupera en su libro, hay algunas especialmente relevantes, que quiero aquí divulgar.

Una de ellas era la del 13 de junio, por San Antonio, sin duda la segunda más importante después de la fiesta de la patrona, Santa María Magdalena. Misa y luego procesión, por la mañana. Y en la plaza, reparto de los panecillos que una moza se encargaba de fabricar. Todos los vecinos en la plaza, se ponían en torno a una gran mesa, snetándose exclusivamente los que se consideraban autoridad por formar parte del Ayuntamiento. Los demás se ponían a la sombra o donde hubiera un poyete donde sentarse. En un barreño grande los mozos echaban vino, y al final, puesto el pueblo en fila, se le repartía un panecillo y un vaso de vino. Ambas cosas, mejoradas con una pizca de azúcar, se convertía en un aperitivo maravilloso. Al caer la tarde, un baile proponía mover el esqueleto a unos junto a otras.

Pero la fiesta grande de Huertapelayo era la dedicada a Santa María Magdalena, siempre el primer domingo del mes de Agosto, con el calor recio. El sábado previo se inicia la fiesta, con un cantode ronda, largo y divertido, en la plaza, ante la iglesia. Dice alguien que la ha vivido, Marta Embid Ruiz, autora del libro que acaba de salir, esto de la fiesta: “es un momento de gran emotividad, la magia de la unión de los presentes se apodera convirtiéndolo en algo único, siendo una tradición que a pesar de los años no ha desaparecido, y donde no influyen las creencias religiosas de una época, porque es todo un símbolo de unión”.

Otra festividad antaño muy animada, y hoy venida a menos, era la Fiesta del Abuelo Potro. Tenía lugar la noche del 31 de Diciembre, en la despedida del año, y consistía en el disfraz de un vecino como “muerto” al que había que enterrar. Un poco macabro el entramado, puesto que para darle más veracidad le embadurnaban el pelo y la carina con harina, quedando bastante “pálido”, y se acompañaba de cuatro personas que portaban unas varillas de madera, llamadas varillas de cerner. Las cuatro personas en cuestión se ponían cada una en un extremo, y el que hacía de fallecido en el centro, metido dentro de las varillas. Se trataba del “Abuelo Potro”, una especie de Año Viejo personificado, al que llevaban en hombros por todo el pueblo. Una forma un tanto tenebrosa de despedir el Año, aunque con ello se demuestra la fuerza que a las postrimería siempre se le ha concedido en la cultura popular. Los casados formaban una escueta ronda y también reocrrían el pueblo cantando de puerta en puerta:

 

A esta puerta hemos llegado

A pedir como notorio

A las pobrecitas almas

Que están en el purgatorio

Que están en el purgatorio

Que en el purgatorio están

Esperando la limosna

Para salir del penal.

Con el dinero recaudado, se pagaba la misa del día de Año Nuevo, haciendo que el cura rezase un largo responso. Y con estas costumbres tan sencillas y limpias, tan antiguas y queridas, más otras varias, se conformaba el folclore festivo de Huertapelayo.

El patrimonio pelayo

Quizás el mejor patrimonio de Huertapelayo son sus gentes. Les llamaban –y aún llaman- los pelayos. En el entorno serrano se sabía que ser pelayo era sinónimo de bravura, de buen razonamiento, de perspectivas anchas. Ser pelayo o pelaya era (y lo sigue siendo) un pasaporte de honradez y buenas maneras. En los años veinte del pasado siglo emigraron muchos porque sabían que en aquellas espesuras no había porvenir alguno. La mayoría se dedicaron a ir por el mundo vendiendo resinas, miera, aguarrás, pez, maderas y destilados. Tras la primera guerra mundial, la mayoría se fue a los Estados Unidos, para servir de ganaderos, de guardabosques, de tenderos…. Se cuenta que en los años veinte, llegaron a reunirse a pasar la Nochebuena juntos 68 pelayos y pelayas, presididos por el alcalde, que especialmente viajó a América para esa ocasión. Fue tan nombrada la reunión, allá en Nueva York, que alguien recogió el dato y aquí después los maestros Antonio Alvarez Alonso y Penella compusieron un pasaboble que haría popular Conchita Piquer, y que hoy cuando lo oímos aún se nos hace un nudo en la garganta.

Ahora si se viaja a Huertapelayo, el patrimonio va a consistir en su sencillo templo, y, en su interior, el retablo mayor, que es un prodigio de escultura barroca, presidido por San Antonio, y con Santa María Magdalena en segundo plano. El retablo, de hacia 1747, se construyó en talleres retablistas de Cuenca, y en ocasión de la revolución iconoclasta de 1936 fue dado al fuego, junto a todo el contenido del templo, aunque este no llegó a arder, y a pesar de haber sobrevivido muchos años ahumado, al final en el pasado siglo una familia benefactora se encargó de pagar su restauración completa.

A lo que se ve, en Huertapelayo no tienen nada que agradecer a las autoridades y demás jerarquías que pululan, y han pululado, por despachos y fotografías: ellos solitos se lo guisaron, y ellos solitos se lo comieron. Vaya mi aplauso cerrado, por tanto heroismo.Por tanta humanidad desbordada.

Las leyendas

Otro de los filones por los que Huertapelayo respira, desde hace siglos, es el de las leyendas que los abuelos cuentan a los nietos. Marta Embid las oyó, de pequeña, de labios de sus mayores. Las guardó en la memoria, y ahora las pone en este libro, que lleva por título este tan expresivo: “Historias y Leyendas de Huertapelayo”. En él nos desgrana con idioma coloquial y cercano, resumidos, los cuentos y leyendas que escuchó antiguamente.

Por ejemplo, el más conocido de todos, el de la Sirena del Pozo de la Vega. Muy resumida, viene a decirnos que un tal don Pelayo se refugió en este lugar que era antes Huerta, y allí vivió en paz con su hermosa hija. Derrotado en antiguas batallas, aún guardó tesoros y alhajas. La hija, el mayor de ellos, se enamoró del mandamás de otros condado cercano, y suspiraba por él, viéndole y soñándole en toda spartes. Un día de San Juan se fue hasta el arroyo de la Vega, y en el pozo que allí había, -y aún hay- vió el rostro de su amado, que intentó salir y tocar su pelo, cosiguiendo únicamente que ella cayera al fondo del pozo, y allí encantara quedara por los siglos. Dicen que la mañana de San Juan, la bella princesita sale del pozo, y en forma de sirena (mitad mujer, mitad pez) se sienta a peinar sus cabellos (que casualmente son de oro) en espera de que alguien llegue, se los acaricie de nuevo, y se rompa el encanto. Aunque muchos lo han intentado, al parecer nadie lo ha conseguido aún.

Es otra de esas leyendas la que llaman “El Duende del Tío Nabo” y que con muchas idas y venidas por el campo, de la casa al pedazo, del monte a la cueva, un pelayo al que llamaban “Tío Nabo” se encontraba a diario con un molesto duende que le estorbaba. Al final, se llegó a la conclusión que se trataba de un “alma en pena”, la de su padre a quien no había querido dedicar unas misas cuando murió, y que sin que los demás pudieran verle a él le molestaba mucho.

Finalmente, de entre otras muchas, recuerda Marta Embid la leyenda del Tío Lobero, una secuencia de licántropo que en noches de luna se transformaba en lobo y atacaba a los vecinos. Una vez atacó a su propia mujer, y al regresar del monte, convertido en humano nuevamente, se dio cuenta que entre los dientes llevaba hilos del traje de su esposa… escalofríos da, pensar estas cosas, pero como esta hay muchas otras leyendas en Huertapelayo que nos cuentan los sucedidos sencillos y populares con que sus habitantes amenizaban las largas horas de oscuridad junto al fuego de las chimeneas y los candiles.

El libro de Marta Embid Ruiz 

Se trata de un libro, también sencillo, con muchas ilustraciones a color, y detalles de todo lo que en Huertapelayo ha ocurrido a lo largo de los siglos. Historias y evocaciones, dichos, refranes, fiestas y remedios caseros. El título es “Historias y Leyendas de Huertapelayo, autora Marta Embid Ruiz, editado por Aache en su Colección “Tierra de Guadalajara” como nº 91, con 136 páginas, y numerosas ilustraciones. Un elemento clave para mejor conocer, todavía, nuestra tierra.