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noviembre, 2014:

En el Renacimiento seguimos, admirando sus muros

Renacimiento_Guadalajara

Hace más de siete años que “NUEVA ALCARRIA»  publicó, por fascículos, la obra “El Renacimiento en Guadalajara”, que sin duda ha servido para rescatar un tanto la memoria de aquellos siglos en los que la idea del Hombre como eje del Universo tomó carta de naturaleza. Cientos de imágenes, y referencias a personajes, libros y monumentos desfilaron por sus páginas, llegando a calar con nitidez en la memoria de objetos, presencias y siluetas inequívocas.

El Renacimiento tiene, como el románico rural, o la naturaleza boscosa del Alto Tajo, una consistencia de personalidad alcarreñista, y la definición de tierra, la categoría de identidad y el marchamo de raigambre, lo sacamos de ahí, de esas cosas que parecen que tienen menos valor porque ya estamos acostumbrados a ellas.

Hoy voy a dar tres pasos solamente por el Renacimiento de nuestra tierra, por tres espacios señalados, solemnes y de variado destino. Será una forma de iniciar un camino, el del descubrimiento de lo nuestro, y hacerlo a través de tres espacios que merecen ser visitados, admirados, guardados con celo en el corazón alcarreño que –se supone- llevan dentro todos mis lectores.

La iglesia de los Remedios, el Renacimiento oculto

Entre los numerosos ejemplos que del arte del Renacimiento existen en la ciudad de Guadalajara, es sin duda la iglesia de los Remedios uno de los mejores: exquisita de formas y volúmenes, limpia de colores y atajos para llegar al meollo del estilo, a la esencia de su mensaje.

Esta iglesia se encuentra en la parte baja de la plaza de los Caídos, frente al Alcázar que lentamente se fue recuperando y lentamente, de nuevo, vuelve a quedar en el olvido. Este templo de carisma conciliar, porque trajo su maqueta y medidas el Obispo de Salamanca don Pedro González de Mendoza, de cuando estuvo pasando unos años en Trento, se encuentra habitualmente cerrada. Es propiedad de la Universidad de Alcalá, que la definió en su día –cuando se inauguró- como sede de su Paraninfo en el Campus alcarreño. De entonces acá muy pocas veces se ha abierto, y por tanto su mensaje de belleza espacial, de luz y aires, de pinturas y enterramientos, está velado para la mayoría.

Fundó esta iglesia don Pedro González de Mendoza, hijo del cuarto duque del Infantado, para ser capilla de un colegio de doncellas pobres o huérfanas con la advocación de «Nuestra Señora del Remedio». Este prócer alcanzó el obispado de Salamanca, y fue uno de los más destacados teólogos españoles de Trento. Al hacer testamento, en 1568, dejó estipulado todo lo concerniente a su fundación, y las obras comenzaron hacia 1574, año de la muerte del prelado. Fue ocupado este edificio posteriormente por una comunidad de monjas jerónimas, establecidas aquí en 1656, y en él mantenidas hasta 1853, en que se trasladaron a las casas de junto a la iglesia de San Esteban, donde estuvieron hasta 1936. El gran edificio conventual anejo a la iglesia, obra neoclásica de magnífico aspecto, fue ocupado en el siglo XIX para Hospital Civil, y luego para Museo Provincial de Pinturas. En el pasado siglo fue derribado, y en su solar se levantó la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado.

La iglesia de Nuestra Señora de los Remedios puede ser clasificada dentro del manierismo de inspiración serliana, al que dio presupuestos teórico‑prácticos el arquitecto toledano Alonso de Covarrubias. La trazaron en 1573 Acacio de Orejón y posiblemente Juan de Ballesteros, y las obras dieron comienzo en 1574, siendo sus artífices los maestros canteros Nicolás de Ribero y Juan de Ballesteros, en una primera etapa, prosiguiendo Diego de Balera, y concluyendo las obras el maestro Felipe Aguilar el Viejo, de Guadalajara.

Al exterior resalta su fachada, constituida por un atrio orientado al norte, que consta de tres arcos de medio punto sobre esbeltas columnas dóricas que apoyan en altos pedestales, ofreciendo un aspecto de ingravidez y gracia renacentista de acusado aire italianizante. En el interior de este atrio aparece la portada, con arco semicircular de ingreso, escoltado por columnas pareadas de corintio capitel, sobre las que corre un friso en el que aparecen tallados los escudos del fundador. El resto del exterior del templo ofrece una cabecera de planta poligonal con contrafuertes, todo en sillería.

El interior es de elegantes y ajustadas proporciones renacentistas: una sola nave, con ancho crucero y capilla mayor de planta poligonal con cúpula de cuarto de esfera en forma de venera. Imita iglesias de Trento. La bóveda del templo es de medio cañón; los arcos fajones que la sostienen, y que arrancan de adosadas pilastras, están decorados con rosetas esculpidas. Por enjutas, lunetos y claves aparecen distribuidos profusamente, y policromados, varios escudos de armas del obispo fundador. A la altura de la imposta, en el arranque de los arcos, una inscripción, en grandes y limpias letras romanas recuerda al prócer constructor.

En el centro del crucero, bajo el pavimento, se abre la cripta en la que descansan los restos del mendocino obispo de Salamanca. Ocupando el fondo del muro del presbiterio, se ve una gran pintura al fresco, de José María Larrondo, representando el espíritu universitario de la cisneriana Alcalá expandiéndose por el valle del Henares.

La Catedral de Sigüenza, el Renacimiento brillante

Aunque en la planta es un templo románico, y en el alzado una mezcla de iglesia y fortaleza góticas, el interior de la catedral seguntina es un clamor de Renacimiento puro.

Con muchos siglos a las espaldas, el templo mayor de la diócesis proclama el buen gusto de obispos, artistas, viajeros y ciudadanos que lentamente la fueron haciendo realidad.

Tiene en estos últimos años la suerte de haber sido mirada con buenos ojos desde el Ministerio de Cultura. Porque le están llegando ayudas sin pausa, para restaurar sus elementos más especiales. Fue primero su sacristía de las cabezas, luego la capilla del Doncel y su estatua universal. Y ahora lo ha sido el claustro de estética gótica y contundencia renacentista el que ha visto producirse su limpieza, consolidación, arreglo perfectos. El pasado verano, incluso, y con motivo del Cuarto Centenario del Greco, algunas salas de su claustro han recibido limpios ya los grandes tapices barrocos que regaló el Obispo don Andrés Bravo de Salamanca, y enn la capilla de la Concepción, otra joya del Renacimiento, se admira el cuadro de “La Encarnación de María” de El Greco.

Fue construido construido en los primeros años del siglo XVI, habiendo sido diseñado por Alonso de Vozmediano, y ejecutado por los maestros canteros Fernando y Pedro de las Quejigas, Juan de la Gureña y Juan de las Pozas. En cada una de sus galerías se abren siete ventanales, ojivales, y tanto éstos como las pequeñas puertas de acceso al patio central, se adornan con rejas platerescas debidas al maestro Usón. Un pozo central de sobrio estilo renaciente centra el umbrío jardín claustral. En los muros se abren diversas capillas y dependencias, entre las que quisiera destacar hoy la llamada “Capilla de la Concepción”, la major del claustro, sin duda, que ha sido también recientemente restaurada, recuperando dimensiones, belleza de bóvedas, asombro de pinturas murales, y presencia de las tribunas que escoltan su entrada y servían para que los obispos siguieran las ceremonias religiosas celebradas en su altar. Esta capilla es obra de 1509, con portada plateresca de pormenorizada ornamentación, y una bóveda de gran efecto, a base de nervaduras y claves secundarias, policromadas bellamente. Se cierra con una muy buena reja hecha por el maestro Usón, a comienzos del siglo XVI, y ahora luce las primitivas pinturas que muestran vistas de ciudades europeas. En su muro principal, “La Encarnación de María” de El Greco. Por la puerta del Jaspe, uno de los complejos protorrenacientes más antiguos de la catedral y de España, se pasa desde el claustro a la nave del Evangelio de la Catedral.

En el interior del templo, la Sacristía de las Cabezas o Sagrario Mayor, que ofrece la techumbre más asombrosa de los templos españoles, con sus más de trescientas cabezas talladas por Covarrubias, Vandoma y otros extraordinarios escultores del siglo XVI, es el elemento joya del templo. Tiene, incluso, detalle sin cuento, en cenefas, columnas y enjutas, de medallones, bustos y figuras que aún están por describir en su minuciosa esencia. E incluso en los muros de la sacristía se apoyan cajoneras y muebles que, tallados también en el siglo XVI en las más nobles maderas, muestran imágenes y escenas de la Biblia y de las mitologías que con ella se funden en la esencia más clara del Humanismo Renacentista. Una de ellas, que vemos junto a estas líneas, es la ofrenda del alma a los sentidos que la perfeccionan y alegran.

El convento de San Antonio en Mondéjar, el Renacimiento por los suelos

En Mondéjar está otro de los elementos más importantes del Renacimiento, no ya alcarreño, sino español todo. Fueron las ruinas que hoy quedan de su convento franciscano de San Antonio, las que se declararon como Monumento Nacional a comienzos del siglo XX, por reunir todos los caracteres del estilo renacentista.

Sin duda es importante, porque ese edificio conventual fue trazado por el arquitecto Lorenzo Vázquez, a finales del siglo XV, cuando volvió de su viaje por Italia, de la mano del conde de Tendilla, y aquí expresó lo mejor que vió en la península mediterránea: grutescos, lazos, ovas y escudos, con un tondo central sobre la puerta en que aparece la Virgen María y su Hijo tallados con delicadeza en la piedra dorada de la Alcarria.

Es una pena que hoy, todavía, estén las ruinas de San Antonio de Mondéjar en las condiciones en que están. Para quienes no salen, habitualmente, de las cuatro paredes de su pueblo, o de la provincia, aquello no tiene importancia alguna. Para quienes, aunque son pocos, se mueven por España mirando atentamente el patrimonio artístico de nuestra Patria, y se percatan de cómo cuidan por ahí sus templos, plazas, palacios y puentes, es inconcebible que todavía en el siglo XXI el monasterio de San Antonio de Mondéjar siga estando así: vallado en su totalidad, rodeado progresivamente de chalets y urbanizaciones, la hierba creciendo sin freno ante los venerables muros, y el abandono campando por sus cuatro esquinas.

No voy a insistir en el tema, que saco a relucir cada año por ver si a alguien se le mueve la conciencia y hace algo positivo por este monumento. Ahora es ya propiedad del Ayuntamiento mondejano, que sé que tiene intención de arreglarlo. Pero ya saben mis lectores que de buenas intenciones está empedrado el infierno…

La realidad es que la que fue iglesia que don Iñigo López de Mendoza mandó diseñar y erigir al genial Vázquez de Segovia, sigue manteniéndose en pie de verdadero milagro, aunque en todos los libros que hablan del Renacimiento europeo, se la represente como modelo, adelantada y genial destreza del arte de la arquitectura.

Un libro contundente

El libro que yo mismo firmo y que se titula El Renacimiento en Guadalajara está impreso, a todo color con cientos de imágenes, en tamaño gran folio, y en sus 256 páginas se reunen informaciones referidas a los conceptos, los presupuestos filosóficos del Renacimiento, la historia en nuestros lares, el patrimonio monumental que aún nos queda, y los mil y un detalles perdidos por pueblos y aldeas (además de los mencionados en este artículo) que significan claramente el siglo de alegrías y bellezas en el que surgió esta idea, en la que aún queremos seguir viviendo, a pesar de los malos tragos.

Nueva visión de la Celtiberia histórica

Este es el libro que explica de forma total y contundente todo cuanto conviene saber sobre la Celtiberia histórica.

Este es el libro que explica de forma total y contundente todo cuanto conviene saber sobre la Celtiberia histórica.

El pasado día 11 de Noviembre, se presentó en Guadalajara, entre los numerosos actos del ciclo “Letras de Otoño” de la Diputación Provincial, la obra espléndida que ha editado el Museo Comarcal de Molina de Aragón sobre la Celtiberia en aquella comarca. Un acto sencillo en el que contamos con las palabras de Lucía Enjuto, diputada de Agricultura; de Juan Manuel Monasterio, responsable del Museo Comarcal molinés, y de las arqueólogas y autoras del libro María Luisa Cerdeño y Teresa Sagardoy.

Entre las apasionantes incógnitas que nos han ido quedando suspendidas en el aire, al recopilar datos y analizar memorias de un tiempo muy pasado, pero todavía por describir en su totalidad, como fueron los mil años anteriores al nacimiento de Cristo, vemos que por nuestra tierra pasaron muchas gentes, y muchas cosas.

Era ya tiempo de analizarlas con detenimiento, de volver a apasionarnos ante el eco de aquellas batallas, de aquellos ritos y ceremonias. La otra tarde visitaba con algunos amigos el Museo Arqueológico Nacional, en su remodelación del pasado mes de abril (una obra a la que sin duda hay que aplaudir, y visitarla a menudo) y pasé un buen rato en la zona de las culturas peninsulares prerromanas, en la que tantas cosas curiosas de los celtíberos de nuestro territorio se exponen. Por citar unas pocas: la espada ibérica de Guadalajara con su gran empuñadora de oro; los ajuares guerreros de Aguilar de Anguita, el enorme collar ceremonial de la necrópolis de Maranchón…

Celtíberos por las sierras del Ducado

En el libro que se nos ha propuesto recientemente, dirigido por la profesora Cerdeño, se tratan con pormenor todos los elementos y lugares en los que se encontraron esas piezas de museo. La Arqueología de los celtíberos comenzó a estudiarse en Guadalajara a principios del siglo XX. Aunque ya Joaquín Costa en 1887 se preocupó de analizar su organización política y religiosa, los primeros trabajos sobre Numancia se deben a Loperráez y los de de F. De Padua se dedicaron a Hijes. Pero fue don Enrique de Aguilera y Gamboa, marqués de Cerralbo (1845-1922) quien como erudito y mecenas trabajó durante años en nuestra tierra, desde Sigüenza a Molina. En este libro que comento, aparece un gran capítulo que habla de la evolución de las investigaciones y excavaciones de temática celtibérica en Guadalajara.

Otros capítulos nos hablan (todo en un lenguaje claro, didáctico y riguroso al tiempo) con detalle de la vida cotidiana de los celtíberos: de cómo eran los lugares en que vivían, desde pequeños castros en las alturas (la Coronilla de Chera, o la Cava de Luzón) hasta pequeñas ciudades como los Rodiles en Cubillejo de la Sierra, Castilviejo de Guijosa o incluso Segontia y Thytia (Sigüenza y Atienza). Somos hoy, todavía, en buena medida herederos de los celtíberos.

Encontramos datos de lo que producían, explotaban y comerciaban: desde la sal, hasta la minería, los tejidos, la gran tarea de la cerámica, llegando al análisis, apasionante, de las costumbres funerarias y las creencias. Los celtíberos practicaban la incineración, y sabemos que el lugar donde se practicaba era el ustrinium, fuera de la necrópolis, donde se quemaba el cadáver, vestido y adornado, y envuelto de gran cantidad de leña de pinus silvestris, para que ardiera completamente, dejando luego las cenizas introducidas en tumbas, o en cerámicas, con ofrendas adjuntas.

También de la indumentaria se nos habla, de las armas (los ejemplos que hemos visto en el Museo Arqueológico Nacional son parte de las miles de piezas halladas… entre ellas las espadas de antenas, los puñales, las enormes falcatas, las puntas de lanza metálicas… y los dólmenes como conjuntos funerarios de gran envergadura.

La lengua y la escritura celtibérica 

Un capítulo fundamental, de algo que aún está en ciernes de su conocimiento completo, es el dedicado a la lengua y a la escritura de los celtíberos. Por supuesto que hablaban entre sí, como hacen los humanos desde hace miles de años, con un código emitido por la laringe y modulado por la boca y la cara con el que se han expresado los sentimientos más profundos y las ideas más abstractas. Pero los celtíberos era “ágrafos” en sus primeros siglos, no escribieron nada ni usaban códigos de escritura, hasta sus últimas etapas en las que adoptaron la escritura ibérica levantina y posteriormente los caracteres latinos.

Las autoras de este libro titulado “Los Celtíberos en Molina de Aragón” nos dicen que se han encontrado un centenar de ejemplos en los que aparecen escrituras celtibéricas (monedas, cerámicas, bronces, téseras…) formando un conjunto que supera todo lo que de escritura celta hay en Europa. Eran, pues, los celtíberos muy dados a usar mensajes escritos, aunque hayan quedado pocas huellas. La lengua celtíbera (celta de origen indoeuropeo, muy antiguo, pero con una gran carga de conceptos) se expresó a veces en esos mensajes escritos con signos ibéricos levantinos, que, curiosamente, hemos podido comparar recientemente con la grafía de los amazighe (los hombres libres del desierto bereber) que se sigue utilizando en las tierra orientales del vecino reino de Marruecos.

El Bronce de Luzaga 

Vuelve este libro a tratar del bronce de Luzaga, de su importancia histórica y de su aparición y pérdida en unos cuantos años del siglo pasado. Largo se ha escrito, especialmente en aquella apasionante Historia de Luzaga que escribió hace años don Eusebio Gonzalo Hernando, sobre el tema. Aquí leemos que, en opinión de las autoras se trata de un contrato de hospitium, una costumbre social celta por la que una persona ajena era aceptada en una comunidad, o un grupo ajeno por otro gran grupo- Este bronce es un pacto de hospitium, firmado entre varias ciudades de la zona: Lutia (Luzaga) una de ellas, añadiéndose el nombre de un notario, testigo, etc.

El mejor ejemplo de la escritura celtibérica es el Bronce de Botorrita (Zaragoza) y el Bronce de Luzaga, más las monedas, las de la ceca de Sekaisa, o Segeda “la grande y poderosa ciudad de los belos” cerca de Calatayud, habiéndose encontrado muchas monedas de esa ceca por el norte de Guadalajara.

El último capítulo de este libro apasionante esta dedicado al “Patrimonio cultural celtibérico” y se refiere a la serie de excavaciones y yacimientos que se han ido dando a conocer, cuando no se han diseñado para su visita y disfrute por parte del gran público. Esa puesta en valor del acervo arqueológico es algo necesario y que poco a poco se va haciendo, aunque últimamente ha sufrido un frenazo. El castro del Ceremeño en Herrería (Molina) es un magnífico ejemplo de lo que puede y debe hacerse con este tipo de yacimientos. A mis lectores les recomiendo que, para entrar aún más de lleno en este mundo de nuestros ancestros, empiecen por ahí, por subir (es muy suave la cuesta) por El Ceremeño de Herrería, a pocos kilómetros antes de llegar a Molina.

El libro presentado

Con el título de “Los Celtíberos en Molina de Aragón. Los pueblos prerromanos de la meseta oriental”, y editado por la Asociación de Amigos del Museo Comarcal de Molina de Aragón, cuenta con 162 páginas de agradable lectura.

La profesionalidad de las autoras garantiza esta obra, que se constituye en la mejor obra de referencia que hasta ahora se ha publicado sobre el pueblo celtíbero en el área de la derecha del Ebro, y más concretamente en las altas parameras de la actual comarca (antaño Señorío) de Molina de Aragón.

Tal como dice en su presentación don Juan Manuel Monasterio, coordinador del Museo Comarcal de Molina de Aragón, y persona que dedica todo su empuje al rescate de la memoria arqueológica de esta remota zona de la España profunda, el libro destaca por su rigurosidad, presentación didáctica y amenidad.

Un Prólogo del profesor Burillo Mozota, catedrático de Prehistoria de la Universidad de Zaragoza, pone en valor la obra, que es una aportación rigurosa y a la vez divulgativa sobre ese apasionante periodo, esa sociedad y esas huellas de lo que conocemos como Celtiberia, y que algunos quieren considerar como la esencia de España, la raza antigua y genuina de la “piel de toro”. En Molina de Aragón asentó esta “cultura” con toda su pureza, y lo que hoy podemos encontrar como remotos restos, aún nos impresiona y nos plantea nuevas incógnitas.

Quizás sea lo más importante de esta obra la capacidad de sintetizar y estructurar en capítulos y apartados concretos todo el inmenso saber que ya existe acerca del pueblo Celtíbero. Los planos clarificadores, los esquemas, los cientos de fotografías de piezas, explicadas y clasificadas por tipos… todo colabora a hacer de esta obra un elemento imprescindible para entender el mundo prerromano en las tierras de Molina y la cultura celtibérica y su forma de vivir en el contexto general que este pueblo ocupó en la Península Ibérica.

Es de agradecer la dedicación que la Asociación de Amigos del Museo Comarcal de Molina de Aragón, siempre con el empuje incansable de su coordinador don Juan Manuel Monasterio, ponen en la divulgación de la Historia Antigua y la Prehistoria, en esta amplia comarca de nuestra tierra castellana. La información veraz y asequible es la mejor forma de conseguir que el ambiente cultural cuaje definitivamente y nos permita no solo conocer, sino amar y respetar nuestro legado patrimonial. El libro de las profesoras Cerdeño, Sagardoy y Chordá es uno de esos elementos que lo consiguen plenamente.

El arte en la vida del Marqués de Santillana

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Marco, ruta y significados vitales del Marqués de Santillana

A lo largo de la semana que viene, tengo el honroso compromiso de dar dos conferencias en nuestra ciudad. La primera, el martes 18, en el nuevo Archivo Histórico Provincial, sobre el tema “El Greco y Guadalajara”. La segunda, al día siguiente, el miércoles 19, en la Biblioteca Pública Provincial del palacio de Dávalos, sobre la figura de Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, inaugurando un ciclo sobre personajes literarios de nuestra tierra. A mis lectores habituales invito especialmente a estos actos, en los que espero que junto aprendamos nuevas cosas.

Ahora quiero recordar uns parte, no la menos importante, de la vida y actitud ante ella del marqués de Santillana. Si su peripecia vital la divide entre las dificultades de mantener vivo su patrimonio, de forjar y continuar un puesto en la política castellana, de hacer la Guerra con el debido decoro, y de servir de introductor en la vertiente literaria al Renacimiento que, como amor a lo antiguo, llega desde Italia, al final está, aunque no es lo último, su querencia por el arte, manifestada en una serie de vertientes que quiero recordar ahora.

El Arte como decorado

Durante la Baja Edad Media, la actitud frente al arte es muy diferente a la que siglos después, y por supuesto actualmente, se ha tenido. En una síntesis de urgencia, podrían esbozarse cuatro cultos que se quieren rendir con la producción artística: el culto a la personalidad, que viene a cuajar en retratos, escudos heráldicos y detalles alusivos a personajes concretos; el culto a la muerte, que se refleja en enterramientos de diverso tipo; el culto a la fama, con elevación de palacios y profusa decoración en elementos muebles de todo tipo, y el culto a la piedad religiosa, que se concreta en la construcción de iglesias, altares, etc. Para todos estos cultos, tiene el marqués de Santillana su idea concreta, y quizás sin proponérselo, elabora una serie de obras de arte que van a servir de decorado a su magnificencia, y expresarán con mayor insistencia, su significado vital

La personalidad

El culto a la personalidad lo desarrolló en el retrato que mandó hacer, de sí y de su mujer Catalina Figueroa, en el retablo del Hospital de Buitrago. Cuidó de encargar ese trabajo a uno de los más exquisitos artistas del momento: el maestro Jorge Inglés, quien supo dar no solo el detalle fiel de unos ropajes, de una fisonomía, sino el auténtico espíritu del caballero: inquisitivo, atento, inteligente, con la mirada inquieta, y suave al tiempo, de quien observa y quiere ser observado. Una feliz manera de dejar a los siglos su nombre y su imagen: de vestir en decorado su vida transitoria.

La muerte

Para la muerte tuvo el marqués un especial cuidado en hacer algo digno de su persona. Un hombre como él, que al decir de sus biógrafos estuvo siempre preocupado y atento al tránsito final, puso un énfasis especial en preparar su morada definitiva. Fue su padre el Almirante Diego Hurtado quien puso las bases de una gran capilla funeraria para el linaje mendocino, en la capilla mayor o presbiterio de la iglesia monasterial de San Francisco. Un incendio a finales del siglo XIV deshizo lo ya realizado, y así el marqués don Iñigo tuvo que levantar de nuevo este recinto, en el que, suponemos, pues ninguna noticia concreta o descripción nos ha llegado, colocaría enterramientos ostentosos para él y los suyos. Quizás alguna estatua yacente, quizás pinturas… el caso es que en la capilla mayor de San Francisco quedó su cuerpo, bajo enterramiento majestuoso y digno.

La fama

Para el culto a la fama desarrolló la construcción de algunos palacios: sabemos que mejoró mucho sus viejas casonas mayores de la colación de Santiago en Guadalajara. No se conoce descripción de ellas, pues unos veinte años después de su muerte, su nieto Iñigo las derribó por completo para levantar el actual palacio ducal. Sí se preocupó, siempre, de rodearse de joyas, telas preciosas, estandartes y decoración lujosa que aumentara la autoridad de su persona. Incluso en los libros que fue poniendo en su famosísima librería, su escudo de armas, tenido de ángeles, figuraba en cada página, miniada por legión de copistas.

La piedad

Su piedad, en fin, fue cultivada y cuajó también en obras de arte. Sabemos que encargó tres altares para la iglesia del hospital que fundó en Buitrago. En uno de ellos, el de los Angeles, puso una imagen de la Virgen comprada a un mercader de Medina. También sabemos que mandó traer de Flandes otra imagen para el monasterio de Sopetrán. Aquí, en las cercanías de su villa de Hita, favoreció siempre la construcción del cenobio benedictino, en el que lucieron espléndidas las formas del último gótico. En Guadalajara también promocionó obras arquitectónicas para la religión: conventos de San Bernardo, de Santa Clara, de San Francisco. Era, en definitiva, el inquieto latir de don Iñigo puesto en cada parcela de su vivir: en este caso, la tarea artística, como complemento visual a su inquietud permanente. Como decorado de una obra que se sabía protagonizando.

La Ceremonia como una de las bellas artes

La época de don Iñigo acoge toda ceremonia como clave de un prestigio. En el Arte Cisoria de Enrique «el Nigromante» se especifica cómo debe presentarse el pavo en las mesas regias: la cola puesta en ruedo, con mantellina al cuello, de paño de oro de tercenel en el que las armas del Rey son pintadas. Un apresto de tal categoría, sólo cumple a una gastronomía real; es un signo de autoridad y preeminencia. Todo cuanto se hace en la sociedad bajomedieval castellana es tendente a resaltar, con la ceremonia, la calidad de la persona. Cuando don Alvaro de Luna, en 1422, fue elevado a la categoría de Condestable de Castilla, organizó una fiesta en la que todos los cavalleros e escuderos e pajes de la casa en la qual había muchos fijos de condes e de grandes omes e personas prencipales, procuraron salir mui ricamente vestidos e arreados a las fiestas e justas e servir mui nueva e apuestamente en todos los otros entremeses: alli fueron sacadas ropas muy ricas, que el Condestable habia dado a todos ropas de seda, e alli salieron bordaduras e invinciones de muy nuevas maneras e muy ricas, e collares e cadenas e joyeles de grandes prescios …

Igualmente hace, en años posteriores, el marqués de Santillana: todo acto público que realice, será una ceremonia que procure la atención de los demás, intentando en todo caso elevar su acción a «cosa memorable».

Así, cuando acudió con su familia, en 1433, a las Cortes de Madrid, hizo el viaje en comitiva de extraordinario fasto, obsequiando al rey con un torneo en el que fue mantenedor, construyendo un palenque circuído de adornadas galerías, cuajadas de tapices y reposteros, añadiendo bandas de ministriles, músicos y pajes, que aclamaban a los justadores, entre los que se encontraban el condestable Luna y varios hijos del marqués de Santillana.

Aún más sonada fue la fiesta, de varios días de duración, que dio en Guadalajara cuando casó, en 1436, a su hijo primogénito Diego Hurtado con la sobrina del Condestable, Brianda de Luna. El mismo rey Juan II asistió al festejo, que se desplegó por calles y plazas de la ciudad, donde corrió el vino sin parar, se sirvieron manjares a todos, se hicieron juegos de toros, torneos caballerescos, danzas nocturnas, mascaradas y simulacros guerreros, mas una «mesa franca» con fuentes de vino en la que el pueblo todo de Guadalajara constató (pues en definitiva era eso lo que se buscaba) quién era el señor de todo aquello.

Para el epílogo de cualquier acción guerrera, el marqués reserva una buena dosis de ceremonia, hasta el punto de que una victoria ‑en la guerra civil o en la de los moros‑ no tiene sentido si no va seguida de su correspondiente espectáculo, como parte integrante de un ciclo ritual: «batalla‑celebración». Tras la victoria de Huelma, la entrada de estandartes y banderas se hace con arreglo a unas fórmulas dictadas por don Iñigo. Igualmente, al terminar la batalla de Olmedo, y obtener del Rey el título de marqués de Santillana, se celebra en Burgos una ceremonia de inusitada magnificencia, cuya descripción nos la refiere Hernando Pecha con todo detalle, aunque aquí no hay espacio para transcribirla. No me resisto, sin embargo, a copiar las líneas en que Iñigo López recibe del rey Juan, a título personal, el de marqués de Santillana:

Hizo el Rey preparar muchas fiestas, aderezóse una sala grande en el Palacio Real de Burgos, colgóse toda con paños de brocado de tres altos con su dosel rico debajo del cual estaba el solio y silla del Rey y su Magestad sentado acompañado de toda la corte. Llegó Iñigo López de Mendoza armado con peto y espaldar, hincóse de rodillas, a los pies del Rey, cercáronle los Reyes de Armas con sus cotas e insignias, los Ricos‑Hombres y grandes de Castilla a la redonda; Gonzalo Ruiz de la Vega hermano de Yñigo tenía el Pendón de puntas con las armas de Mendoza, arrimado al Rey puesto en pie. En esto, un Rey de Armas a grandes voces comenzo a decir: ‑‑Nobleza, Nobleza, Poder y gran Estado; sepan todos como el Rey nuestro Señor, por sus servicios y méritos, ilustra y haze merced de Marqués de Santillana y Conde del Real de Manzanres a Yñigo López de Mendoza. Entonces el Rey le armó caballero y le ciñó la espada y púsole de su mano el estoque de marqués. Acabó aquello, como no podia ser de otra manera, con un espléndido banquete.

Y al fin, como ejemplo de esta exaltación del arte, en lo material y en personal, cabe recorder aquí uno de los momentos más cavilosamente preparados por don Iñigo, concretamente el de su muerte, meticulosamente preparado y establecido como ceremonia ritual. Cara a esa posteridad, a esa trascendencia en los otros que, como hombre del Renacimiento, sabía que tenía certeza de su existencia, Iñigo López organizó todo un «espectáculo» que fue luego cuidadosamente transcrito por su secretario y admirador Pero Díaz de Toledo. Se esfuerza este en mostrar el tránsito del marqués como una ceremonia digna, cuajada de mensajes morales, transmisora en resumen de toda una imagen vital. Le recuerda que nuestra vida es una peregrinación y viaje. Reproduce en su obra un hipotético diálogo entre el autor y el moribundo. Este, en un arrebato final de efectismo, decidió desvelar el misterio de su insignia heráldica: era este una celada, y en esa hora de la cercana muerte, tomando una vela entre las manos dijo: Dadme esa candela; vamos a descubrilla. Y dirigiéndose al doctor Pero Díaz de Toledo, añadió sobre su misteriosa empresa, que desde su juventud usara en ceremonias, batallas y torneos: Por quanto en algunos passados me preguntastes que qué propósito me avía movido a traer por mote las palabras que en mis reposteros e banderas he traydo todo el tiempo passado de mi vida, et yo non vos respondí, nin declaré mi propósito a otro alguno, ante ha seydo opinion de todos los mas que me lo han visto que yo lo traía por la vanidad del mundo: e la verdad es que mi proposito e entencion siempre fue teniendo gran esperanza en Nuestro Señor Dios que avría misericordia de mi, yo tomé por devoción, por tener continuamente en mi memoria a Nuestra Señora, de traer este mote Dios e Vos; entendiendo por aquel Vos a Nuestra Señora et queriendo desir que la misericordia de Dios e la devocion de Nuestra Señora e su intercesion e ruego me avían de traer en camino de salvación. La escena, en una estancia de su palacio de Guadalajara. Era el 25 de marzo de 1458. Así acabó la vida de este gran hombre, repujada en oros, gules y sinoples, trompeteada en almenas y descrita por los cronistas que a lejos llegaban, a este siglo nuestro, tan descreído. Hasta él ha llegado su memoria. Quizás porque no lo hizo tan mal…

En el centenario de Avelino Antón

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Anteayer miércoles 5 de Noviembre se ha cumplido el Centenario de uno de nuestros más queridos y entusiastas escritores de Guadalajara, y de este periódico, [la] “Nueva Alcarria” en concreto. Ese aniversario, redondo y magno, que hubiera sido feliz con él en vida, se hizo imposible tres semanas antes, el 13 de octubre, en que nuestro admirado amigo murió, en las puertas de lo que muy pocos alcanzan, lúcidamente: el centenario de su nacimiento.

No ha podido ser, cantarle el “Centenario feliz”, pero al menos sabemos que se ha ido con la conciencia tranquila de haber servido a su comunidad, a sus paisanos, durante años y años de recto convivir, y aún de disfrutar en las tareas con las que pasó sus días, que fueron exactamente 32.500, repartidos entre la villa de El Casar, donde nació, la ciudad de Asturias, y esta Guadalajara en la que quedó para siempre, y donde ha muerto y ha sido sepultado.

Como de vez en cuando aparecen por aquí las memorias de quienes hicieron algo perdurable por su tierra, en esta ocasión no quiero que pase desapercibido este centenario, aún a cuenta de juntarse en el tiempo la despedida y la celebración.

Avelino Antón ha sido conocido por muchos guadalajareños, porque ha estado en esa avanzadilla de la sociedad que es la enseñanza. También en el periodismo. Ha estado mucho tiempo en primera fila, más de lo que una carrera política, por apegada que sea a la reincidencia, puede permitirse. Incluso en política estuvo, pero poco tiempo, en el anterior régimen, de concejal. Haciendo lo único que él sabía: ayudar a sus vecinos. De Avelino Antón podría decir ahora muchas cosas, porque le admiré y él me admitió entre sus amigos. Pero de lo que estoy seguro es que deja un buen sabor de gusto en esta ciudad que no es propensa a llevarse pasteles a la boca, ni en este ni en ninguno de sus tiempos anteriores.

Nacido en un pueblo de la Campiña, en El Casar [de Talamanca entonces], el 5 de noviembre de 1914. Con apellidos muy de allí (el Antón y el Auñón forman parte del acervo secular de aquel viejo casar que heredó nombre de los árabes y estuvo siempre avizorando el valle ancho y riente del Tajuña.

Muy joven aún pasó a vivir, y a estudiar, en Oviedo, donde su padre ejerció de ordenanza en un instituto. Al trasladarle a Guadalajara, a ese mismo puesto de ordenanza, en el de Enseñanza Media que aún ni siquiera se llamaba de Brianda de Mendoza, la familia quedó de por vida en esta ciudad, viviendo primero frente al Hotel España, y luego tras la Guerra en las casas de la hoy calle de Cifuentes, frente a lo que entonces era el Campo de Fútbol del Productor.

Cursó la carrera de maestro en la Escuela Normal y empezó enseguida su carrera de enseñante, que duró 49 años. Llegó a ser maestro y director en el Colegio Cardenal Mendoza, lo que entonces se conocía como “El Banco” y luego pasó a la Escuela de Maestría, cuando se abrieron las enseñanzas “laborales”, jubilándose allí, cuando el centro se titulaba Instituto Politécnico. De cualquier modo, -porque los nombres no marcan a las cosas-, Avelino Antón fue siempre un docente apasionado, dedicado, consciente de que tenía entre manos la formación de sus alumnos, la enseñanza en su más amplio sentido. Y de ahí que ahora, al morir, y al recordar el centenario de su nacimiento, muchos alcarreños que le conocieron, ya talludos le mentan como “su profesor”, un hombre que les mostró caminos y por eso no pueden olvidarle.

De su intenso trabajo, cabe recordar cómo daba clases particulares a los alumnos del Instituto y hacía aparatos de radio y televisión en un pequeño taller de electrónica, en el que además reparaba los estropeados. Es afición ya le venía de cuando, poco después de la Guerra Civil, trabajó en el estudio de Tomás Camarillo, donde hacía las facturas y era su conductor.

Al jubilarse, se enroló en las clases de la Universidad para Mayores que organizó la Universidad de Alcalá aquí en Guadalajara, y al diplomarse en Humanidades fue sin duda el más veterano de los que recogió el título, con más de 90 años a las espaldas. Por entonces, y aún más recientemente, aprovechaba los sábados por la mañana para irse a Madrid, él solo, en el tren, y visitar las exposiciones culturales de la capital de España. De todo sabía, todo le interesaba, a todo llegaba a través de los dos ordenadores que tenía en su despacho, uno para escribir, otro para recibir información por Internet, disfrutar de películas, editar sus fotos… ¡como un chaval!

De su paso por el Instituto recordaba a diversas personalidades, que fueron amigos suyos: a Buero Vallejo, entre ellos. Viajó mucho, y entre otras cosas dedicó mucho tiempo y energías a presidir la Asociación Provincial de Enfermos de Diabetes, procurando que la atención a estos pacientes fuera perfecta, dándoles cursos, información y facilidades para cuidarse, como él mismo hacía.

Su trabajo fue recompensado con diferentes premios como la Cruz de Alfonso X el Sabio al Mérito Docente (que es Cruz que se da a muchos maestros, y maestras, pero no a todos…), la Cruz del Servicio Español de Magisterio al Mérito Docente, fue secretario provincial y luego socio de honor de Unicef, premio especial de la Asociación de la Prensa de Guadalajara y Popular Especial de Nueva Alcarria en el año 2002. Pocas cosas para lo que él hubiera merecido. Pero Avelino Antón, educado y ceremonioso, rayano en la perfección del comportamiento social, sabía que esas son medallas que uno arrastra, antes o después a la tumba. O ni siquiera allí, porque se quedan guardadas en algún cajón despistado del que sus hijos o nietos lo sacarán más adelante con sorpresa, y entre algunas lágrimas. Antón sabía que el mejor premio es siempre el afecto de los demás, y la mejor herencia, el recuerdo afectuoso de quienes le conocieron.

Empezó a manejarse en el periodismo poco después que se creara Nueva Alcarria, del que conmemoramos el pasado mes sus 75 años de vida. Él inició sus colaboraciones de la mano de su amigo, docente como él y entonces director de “Nueva Alcarria”, Antonio Delgado, que le pidió que escribiese alguna colaboración para el periódico.  A partir de entonces, se dedicó a realizar reportajes sobre la ciudad, encargándose de las secciones cultural y religiosa, durante los años difíciles de la Dictadura.

Durante muchos años se encargó de la sección “Vida Local”, en la que incluía los natalicios, matrimonios y defunciones que recogía puntualmente de los diferentes registros., y que sin duda eran de las páginas más leídas de un periódico, con las características de hondo localismo que tenía el nuestro. Más adelante, muy aficionado a la fotografía, mejorando siempre las máquinas que portaba y manejaba a la perfección, se encargó de hacer las fotografías para ilustrar el semanario.

Hubo una época en la que Avelino Antón se dedicó a hacer amplios reportajes sobre las empresas, industrias y desarrollos comerciales que se estaban implantando en Guadalajara, en los años del desarrollismo, cuando la ciudad multiplicó por tres su población, se levantaron los polígonos residenciales del Balconcillo, y se abrieron y llenaron de actividad los polígonos industriales del Henares y Balconcillo. Con esos reportajes, la Cámara de Comercio en su centenario le concedió un Premio (de 100.000 pesetas!) y se publicó un libro que reflejaba esa actividad a través de los artículos publicados previamente en “Nueva Alcarria”. Lo tituló “Guadalajara, provincia industrial”. Eran tiempos de optimismo, sin duda.

Un hecho sencillo le retrata bien: tanto amaba a su tierra, que guardaba los periódicos de la misma, y los encuadernaba. De tal modo, que llegó a tener una colección de “Nueva Alcarria” aún más completa que la de la propia editorial. Y fue tan magnánimo, que en 1996, donó su querida colección, su tesoro, a la Diputación Provincial, para que se guardara en la Biblioteca de Investigadores de la Provincia, y sirviera de ayuda a los historiadores y curiosos que necesitaran leerla. Hay una fotografía que acompaña estas líneas en la que se ve al maestro Antón, entregando esta colección a la diputada de Cultural, Carmen Plaza Castro, y al jefe de los servicios culturales, Plácido Ballesteros San José.

En el recentísimo libro que nuestro periódico ha publicado con motivo del 75 aniversario de su existencia, Avelino Antón ha publicado su último artículo en el en el que hace repaso de su vida y vinculación al periódico. En él recuerda cómo conoció el semanario desde sus orígenes “cuando se hacía en la imprenta letra a letra, tipo a tipo” y su relación con las diferentes personas que han marcado su historia. Esa historia del periódico que ha vivido a través de la suya Avelino Antón, casado que fue con María Ávila Carrasco, padre de ocho hijos, abuelo de once nietos y bisabuelo de cinco biznietos.

Todos cuantos le hemos conocido, todos cuantos han escrito ahora de él, por su muerte y centenario parejos, coinciden en una cosa, y no es cuestión de repetirse: que fue un hombre bueno, un hombre trabajador, un ciudadano ejemplar, y que aun sabiendo que la vida tiene un límite, vidas como la de Avelino Antón deberían prolongarse durante muchos más años, durante siglos, como ejemplo permanente de lo que el ser humano debe ser. Un largo aplauso aquí, y un emocionado recuerdo.

La obra escrita de Avelino Antón

El libro que publicó Avelino Antón en 1991 constaba de 190 páginas en las que tienen acogida la información escrita y fotográfica sobre 80 empresas de nuestra provincia, entre las que aparecen algunas tan grandes como la Centro de Trillo, o tan entrañables como el Taller de Peletería de Eusebio Martínez de Almoguera; y desde la magna obra de Juan Santos con sus Transportes Internacionales a la fábrica de hielo y gaseosas “La Industrial”. Su título es “Guadalajara, provincia industrial” y aparecía impreso en Gráficas Nueva Alcarria (otra de las empresas estudiadas) con prólogos de Adrián Piera, Ramón Silgo y una introducción del propio Avelino Antón. Una obra, en definitiva, que marcaba el pulso de Guadalajara en 1991, cuando alcanzaba sus días de mayor dinamismo industrial y social. Desde entonces, poco a poco, todo ha ido viniendo a menos.