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junio, 2014:

La torre de Muduex cumple 100 años

La torre de Muduex, construida en 1914

Mañana sábado 28 de junio se va a celebrar en Muduex, por todo lo alto, y con un retoque sin fin de campanas, que su torre parroquial cumple cien años. Que es un aniversario redondo y solemne. La torre se cayó hace mucho tiempo, y en 1914 decidieron restaurarla y dejarla como nueva, tal que ahora se ve. Volvemos la vista atrás, y recuperamos un documento de entonces…

Es Muduex un pueblo del valle del Badiel, y en lo más profundo de su discurso plácido se encuentra, recostado sobre la vertiente septentrional que, en rápida cuesta, cae desde la meseta alcarreña que por uno y otro lado escolta, cubierta de cereal, a este hermoso e inesperado vallejo cuajado de alame­das y huertos, con sus laderas cubiertas de densa vegetación de monte bajo y olivar en escasos puntos. La erosión de estas vertientes dan aún una mayor vistosidad al aspecto hundido de sus pueblos y al verde restallante de su vegetación.

Algo de historia

Tras la reconquista de la comarca a los árabes por el reino castellano (siglo XI), Muduex quedó en calidad de aldea en el alfoz o Común de la Tierra de Hita, regida por su Fuero. Pasó con el total del territorio a don Iñigo López de Orozco, y ya a finales del siglo XIV quedó en propiedad de don Pedro González de Mendoza, gran caballero en la corte castellana, poniendo dicho señorío en su mayorazgo, del que ya nunca salió hasta el siglo XIX en que la primera Constitu­ción española abolió este sistema de relación social. Los Men­doza, pues, y su rama principal de los duques del Infantado, fueron los señores de Muduex. Se sabe que poseyeron nume­rosas y buenas tierras en su término los monasterios jeróni­mos de San Blas de Villaviciosa y de San Bartolomé de Lupiana, gozando de gran parte de los impuestos que el Rey y el arzobispo toledano cobraban en su término. Fue declarada Villa en 1607, y eximida de la jurisdicción de Hita. Sus primeros alcaldes, nombrados por la duquesa del Infantado, fueron Lorenzo Gascón de Mesa (por el estado de los hidal­gos) y Esteban del Molino (por el estado de pecheros).

Aún pueden verse, ya muy desmantelados, algunos leves restos de lo que fueron murallas de pueblo, y se señalan dos lugares en los que estuvieron sendos cubos o torreones defen­sivos, restos remotos de un antiquísimo castillo. Nuestro amigo Antonio Nieto Tejedor hizo en su día un estupendo dibujo que señalaba la distribución de la alcazaba y el resto del pueblo.
La iglesia parroquial está bajo la advocación de la Nati­vidad de Nuestra Señora. Es obra de arquitectura románica, posteriormente modificada con ensanches y reformas. Su puerta de ingreso está formada por varias arquivoltas semicirculares que apoyan en columnas adosadas rematadas en sencillos capiteles de formas vegetales, pero está protegida por un atrio cerrado. Al exterior, el ábside es también románico, como la puerta, y conserva algunos modi­llones. El resto del templo es aumento del siglo XVI, a base de mampostería y ladrillo. La torre, alzada sobre los pies del templo, como veremos tuvo su época de esplendor, de decadencia y de final empuje, pues justamente hace un siglo que, después de estar caída por los suelos, se reconstruyó en un estilo neomudéjar que llama vivamente la atención de quien la contempla. Pudiera (esto lo digo simplemente como apunte posibilista) haber tenido al mismo Ricardo Velázquez Bosco por tracista, aunque hubiera sido solamente darle la silueta y la colocación de sus adornos en ladrillo.
Su interior, de una sola nave, pre­senta escasas muestras artísticas. Del magnífico retablo principal -obra plateresca de bue­nas pinturas y tallas, y que fue destruido durante la Guerra Civil de 1936-39-, sólo queda un resto de una de las tablas centrales, en la que aparece una escena de la vida de la Vir­gen María. También puede admirarse una talla de San José con el Niño, barroca; otra de San Diego de Alcalá, de la misma época, muy aceptable, y una magnífica de Santa Ana dando de mamar a la Virgen, románica, del siglo XIII, recientemente restaurada, una de las obras de escultura románica más importantes que conserva la provincia de Guadalajara.

La restauración de la torre

Un cuaderno de apuntes (que hemos podido consultar gracias a la amabilidad del cura párroco de Muduex, don Francisco Monge) escrito en 1914 por el secretario del Ayuntamiento, don Saturio Pascual, refiere con todo detalle el proceso de restauración de este monumento, verdaderamente singular en el contexto neomudéjar alcarreño, y la consiguiente crónica de su inauguración, hace ahora exactamente 100 años.

La torre de la iglesia de Muduex se vino al suelo, de puro vieja y sin cuidados, el año 1876. Nadie había hecho nada por recuperarla, pero alguna circunstancia se tuvo que producir para que el tema se animara, y desde la iniciativa del cura párroco, a la sazón don José María Valle, que fue apoyado en Toledo por las altas instancias diocesanas, al apoyo de quien entonces era Ministro de Fomento y Educación, el Conde de Romanones, siempre atento a la recuperación de las esencias monumentales de esta provincia, y posiblemente quizás también por parte de la duquesa de Sevillano, doña María Diega Desmaissiéres, quien a la sazón construía en Guadalajara su gran complejo educativo “San Diego de Alcalá” así como el Panteón para acoger los restos de sus padres. Todo ello se conjuntó en conseguir de una parte el dinero necesario, y de otra el proyecto de la obra, que tiene unas características que le instalan plenamente en la corriente del neomudéjar alcarreño, y que en esos años estaba capitaneada por el arquitecto ducal, Ricardo Velázquez Bosco, aunque también otros arquitectos locales estaban siguiendo esas pautas y haciendo cosas interesantes.

El pueblo entero se brindó a colaborar en forma de peonaje, completamente gratis, para restaurar esa torre. Y así el mismo 29 de enero (de 1914) se retiraron las campanas, todavía tiradas por el suelo, y se empezó a despejar el lugar de antiguos desmoches. Durante el mes de febrero se derribó lo poco que quedaba, se limpió el entorno, y ya el 7 de marzo se pudo colocar la primera piedra. El contrato se había firmado, por parte de la parroquia, con los maestros de obras José e Inocente Santamaría, de Muduex, así como con Jesús Fernández para labrar la piedra. Tenía que estar hecha, a destajo, en el plazo de 3 meses, y el importe total de 3.000 pesetas sería pagado en tres plazos.

Dice el cronista que no pararon de trabajar ningún día, y que el 10 de abril (que era viernes santo) se acabó la parte baja de la torre, toda ella de sillería y sillarejo, como puede verse en las fotografías adjuntas. La segunda mitad de abril y todo el mes de mayo se dedicó a la construcción de la parte más vistosa de la torre, el cuerpo de las campanas, que como se ve está hecho de ladrillo, con curiosos juegos geométricos en su superficie, rematados en cornisas de profusa ornamentación, y rematada por baranda en la que surgen pináculos, todo en ladrillo e imitando sin duda lo que se está haciendo en la obra de la Condesa de la Vega del Pozo de Guadalajara.

El mes de junio se remató poniendo el chapitel, la veleta luego, y finalmente las campanas. Dice el cronista que por entonces se dedicaron a “pintar la torre” dejándola lista para la inauguración, que estaba previsto hacerla el día 30 de junio, que ese año era domingo.

Pero a punto estuvo de estropearse todo porque con motivo de las opiniones encontradas, entre dos grupos de vecinos, sobre el lugar donde debería ir colocada la campana grande, se paralizó todo, y hubo –como dice el secretario en su crónica- un motín que encabezó Román Tejedor pero que siguieron otros muchos y muchas, de tal modo, que al final el alcalde hizo lo que demandaban, que era colocar la campana en el hueco de la cara izquierda de la torre, donde había estado antiguamente, y no en el de la cara principal, que es donde querían ponerle las autoridades.

“El día 20 de junio se terminó la torre, y entonces izaron el banderín en la azotea y se fijó el 30 de junio para la inauguración de la torre, no poniendo el badajo (de la campana) hasta ese dia”.

La jornada inaugurativa fue solemne y todo el pueblo disfrutó con ella: se hicieron procesiones, se dispararon cohetes “y candelillas” por las noches, todos se vistieron de gala, hubo comidas (y bebidas) y hasta don Manuel, el terrateniente de “La Casa del Monte” les dio a los de la ronda una generosa propina (25 pesetas…!). El domingo 30 de junio a las 9 de la mañana se le colocó el badajo a la campana, que ya desde ese momento no cesó de voltear y tocar (dicen que se oía a dos leguas a la redonda. ¡Qué alegría una campana sonando sobre la Alcarria!). Y poco antes de la misa, programada a las 10, el cura de Muduex, junto al de Hita y otro venido de Guadalajara, bendijeron la nueva torre.

Dice el cronista que el señor cura, después, “echó un discurso al pie de la torre, tan sublime, y tan emocionante, que conmovió a todos los que estábamos presentes, los cuales, al terminar el orador, prorrumpieron en vivas y aplausos”.

La misa solemne la oficiaron varios sacerdotes, entre ellos don Juan Lorenza, de Hita; don Vidal Lorenzo, de Trijueque y don Eugenio Cascajero, que era párroco de Santiago en Guadalajara y profesor de Religión en su Instituto. En la ceremonia, el párroco de Muduex ofició de pianista y cantante, acompañado de varios jóvenes del pueblo.

Por la tarde, se celebró una procesión sacando por las calles de Muduex a la imagen de Nuestra Señora de los Remedios, cosa nunca vista allí, rodeada de cánticos y cohetes. Y a continuación, y este es el dato curioso, “el Capellán de la Condesa de la Vega del Pozo en su poblado de Villaflores…” pronunció “un sermón elocuente, admirable, incomparable, lleno de grandezas, ¡como nunca se oyó en esta villa!: le tributaron una cariñosísima ovación y vivas que el orador rechazó, considerándolo superior a su limitada sabiduría”.

Como no podía ser de otra manera, la jornada concluyó con una gran comida que en la casa del secretario se organizó y asistieron más de 40 personas. Y concluye el cronista de la época: “Poco antes de anochecer vino una gran tempestad, acompañada de relámpagos y truenos, que dio fin a la fiesta”. Era lógico que cayera una tormenta, porque son (o antes lo eran) muy frecuentes por San Pedro.

La fiesta que se prepara, esta vez, en el Centenario de la Torre de Muduex, va a ser parecida, con procesión, actos litúrgicos, cohetes y comidas. Nos tranquiliza, en el fondo, ver que esta tierra sigue fiel a sus tradiciones y hace de siglo en siglo las mismas cosas para entretenerse.

Las tarascas del Corpus en Guadalajara

La tarasca del Corpus de Guadalajara en 2006

Aunque ayer fue la festividad del Corpus Christi, -de siempre la fiesta más bullanguera y brillante de la ciudad, durante largos siglos- no será hasta el domingo que aparezca por sus calles de nuevo la procesión con la Custodia y el acompañamiento solemne de los miembros de la Cofradía de los Apóstoles, que son alcarreños de pura cepa revestidos de primeros discípulos y acompañados de niños y niñas que han realizado su Primera comunión en días-semanas-años precedentes.

La festividad del Corpus Christi ha tenido desde hace largos siglos muy cumplida manifestación en nuestra ciudad. Además del significado puramente religioso, que hoy prima, en épocas anteriores fue una auténtica «fiesta popular», en la que todo el mundo se echaba a la calle, en una jornada en la que solía ser buena la temperatura, y además de asistir a los oficios religiosos y contemplar el paso de la procesión, con su Cofradía de los Santos Apóstoles revestidos según antiquísima tradición, se divertían con las representaciones teatrales que el Ayuntamiento ofrecía, así como con los desfiles de pantomimas, gigantes, cabezudos y tarascas. Por la tarde había alguna justa de tipo medieval como residuo del predominio caballeresco en la Edad Media.

De este modo, podemos decir que la fiesta del Corpus alcanzó toda su plenitud en el siglo XVI, época de la que existen muchos datos relativos a su celebración, entre ellos los contratos que hacía el Ayuntamiento a las compañías de comediantes y danzantes para que ejecutaran sus saberes en las calles. En 1586, el Concejo contrató a un tal Angulo, «maestro de hacer comedias», para que se encargara de realizar todo el conjunto de actos profanos que ese día tendrían lugar en Guadalajara: dos representaciones teatrales, en forma de autos sacramentales, y otra de simple devoción; tres entremeses cortos en las calles de la ciudad; una danza de máscaras, y otras cosas. Por todo ello, el Ayuntamiento debía pagar al tal Angulo 150 ducados. Por esos años, el Concejo contrató a dos vecinos de la ciudad (Miguel Zapata y Pedro Palacios) para que por su cuenta montaran la «Historia del Martirio de San Mauricio y el Emperador Maximiano», que además contaría con la presencia de ocho tarascas para que en forma de danza amenizaran la función.

La tarasca del Corpus

En un artículo publicado el pasado año en la Revista “Hispania Nostra”, nos contaba José Ramón López de los Mozos cómo la primera vez que aparece mencionada la tarasca de Guadalajara, es en un documento del Archivo Municipal de 1614, aunque se sabe que ya antes existía. Allí se describe pormenorizadamente, esta figura singular, y que dio pie a su rescate y reproducción en las procesiones de hace unos 10 años en nuestra ciudad, cuando Josefina Martínez era concejala de festejos, y de su entusiasmo surgió la recuperación de esta figura que nuevamente ha quedado arrinconada, cuando todo lo que sean raíces deberían ser estimuladas y recuperadas.

Hoy recordaremos precisamente esa imagen de la tarasca que amenizaba habitualmente las procesiones y representaciones del día del Corpus en toda España, siendo en Madrid muy sonada esta figura, y alcanzando en Guadalajara un relieve primordial. La Tarasca era una máquina de madera montada sobre ruedas, habiendo en su interior uno o varios individuos que la hacían moverse y caminar. Dicen los escritores de la época que representaba al demonio Leviatán, y parece ser que su nombre deriva de la ciudad provenzal de Tarascón, donde según la tradición existió un gran demonio o serpiente a la que venció en lucha Santa Marta. En las procesiones españolas del Corpus salía este armatoste como recuerdo del demonio vencido por la santidad.

El viajero Brunel, en su «Voyage en Espagne» que redactó a partir del que hizo en 1655, describe así la Tarasca que aparecía en la procesión del Corpus de Madrid: «un serpentón de enorme tamaño, con el cuerpo cubierto de escamas, de vientre ancho, larga cola, pies cortos y boca grande y abierta. Pasean por las calles a este espanto de niños, y sus conductores, ocultos bajo el cartón y papel de que se compone, le manejan con tal arte, que quitan los sombreros a los descuidados. Los aldeanos sencillos le tienen mucho miedo, y, cuando los coge, la gente ríe a carcajadas». Era esa la especialidad de la Tarasca de Madrid: coger los sombreros de la gente descuidada, especialmente de los aldeanos que ese día se echaban al camino para acudir a la fiesta más sorprendente de la Corte, que en esa jornada bien podía calificarse «de los milagros».

En Guadalajara, como hemos visto, salían varias tarascas habitualmente. No hemos encontrado descripción concreta de las mismas, pero en cualquier caso representaban lo mismo: culebras o dragones que se entretenían en asustar a la gente, especialmente a la menuda. Una referencia a esta costumbre la encontramos en la biografía que de fray Pedro de Urraca escribió en el siglo XVII el fraile mercedario Felipe Colombo. Dice que cuando el jadraqueño Urraca fue a América, por hacerse el simple aparentó asustarse mucho, como si un niño fuera, de la tarasca que salía en la procesión del Corpus en Lima. Y dice que a pesar de haber visto muchos años salir a la tarasca en las procesiones del Corpus en Guadalajara, aparentó asustarse como de cosa nunca vista.

La tarasca se completaba con otra figura que, sobre un sillón, desfilaba montada encima del artilugio: era la «tarasquilla», y solía ser una chica joven que vestía con cierta extravagancia, pero generalmente sacaba a la calle las últimas modas del vestir y peinar, de forma que todas las mujeres se fijaban en élla, sabiendo cuales serían las tendencias de la moda femenina en los meses siguientes. En los días posteriores a la procesión, peluqueros y sastres no daban a basto haciendo peinados o vestidos que fueran «como los de la tarasquilla», porque así era la costumbre y a todas les gustaba. Venía a ser un anuncio «televisivo» sobre ruedas y en plena procesión del Corpus Christi.

Esa figura de la tarasca, aunque hoy ya no se ve en ninguna de las procesiones del Corpus, era un elemento sustancial de la misma, y durante muchos siglos fue uno de sus atractivos. No el único, pues al menos en Guadalajara la cantidad de comparsas, gigantes y cabezudos, danzantes, botargas, músicos y comediantes que desfilaban por las calles junto a la carroza del Santísimo, sumados a los Apóstoles, a los soldados y a las gentes que representaban al pueblo en los cargos del Concejo, formaban bajo el sol brillante de Castilla un variopinto conjunto que, con los ojos de la imaginación, vemos y añoramos.

En su ya referido escrito*, López de los Mozos recoge la memoria del dragón como ser representativo del mal (especialmente el que en la “Leyenda Aurea” se menciona a propósito de la vida de Santa Marta), y sigue viajando por las memorias de las celebraciones procesionales del Corpus en toda España, y especialmente en el valle del Henares, donde salieron siempre “rocas” o “castillos” con representaciones sacras, en unos ritos magníficos que llenaban las ciudades durante todo un día. Así ocurría en Alcalá de Henares, y así ocurría en Guadalajara, en cuya procesión se añadía la presencia de los miembros de la Cofradía de los Apóstoles, desde el siglo XV.

López de los Mozos aporta el testimonio de Miguel Mayoral Medina, historiador de Guadalajara en el siglo XIX, y la amplia y colorista descripción que en su novela “El Corpus Christi de Francisco Sánchez” hace de la tarasca y de la procesión el escritor Salvador García de Pruneda.

En su escrito, nos vuelve a enumerar el investigador López de los Mozos los elementos que componían la tarasca, y que la constituían en gran dragón articulado, llevado por dentro por diversos individuos que en algunos lugares le hacía mover su gran lengua bífida, o reptar su enorme cola asustando a los niños, y llegando hasta el público con su cabezota, un poco al estilo de lo que hoy vemos en las celebraciones del Año Nuevo Chino, en las que el dragón, largo y articulado, es sin embargo símbolo del bien y la alegría. Las connotaciones mitológicas, religiosas, y etnográficas de todo tipo que la tarasca ha supuesto a lo largo de siglos, dan pie a López de los Mozos para ilustrarnos acerca de la riqueza del patrimonio inmaterial que debe mantenerse a toda costa, y aún más en esta Guadalajara que tan iconoclasta resulta, olvidando obstinadamente los elementos que mejor marcan nuestra evolución y nuestras costumbres más queridas: las botargas de febrero, y la tarasca del Corpus son dos de esos elementos que han sido postergados sin que sepamos muy bien por qué.

Es más, y aunque los tiempos no corren muy favorables para las demostraciones de piedad popular, haría bien el Ayuntamiento en potenciar esta procesión del Corpus con algunos de los elementos que la constituían y hacían famosa. Quizás utilizando alguna carroza que mostrara escenas de los antiguos gremios, o, mejor aún, montando aparte, al paso de la procesión, o después por la tarde, alguna representación callejera de un Auto Sacramental, cosa que no sería en absoluto inventada, sino basada en la más pura y añeja de las tradiciones arriacenses.

Porque, insisto y acabo, todo lo que sea recuperar antiguas tradiciones y costumbres, y darlas hoy revividas y nuevas a las gentes (muchas de ellas venidas desde muy lejos) que hoy la pueblan, sería una forma de hacer ciudad, de darla consistencia.

Nota:

* López de los Mozos, José Ramón: “La tarasca de Guadalajara. Una representación del mal domesticado”. Revista “Hispania Nostra”, Junio 2013, nº 11, págs. 52-55. Ilustraciones.

 

La Virgen de la Antigua de Utande

La Virgen de la Antigua, de Utande, es una talla en madera del siglo XIII.

De muchas maneras podría llamarse, porque es nueva. Acaba de aparecer, oculta en un muro desde hace siglos, una talla espléndida de una Virgen románica, en la iglesia de Utande. Por casualidad descubierta, proponen para ella numerosos nombres: la Antigua, la Virgen de los Salvas, la Bien Aparecida… cualquiera vale, porque es nueva, recién llegada a nuestras manos.

Es una suerte que la casualidad nos depare el hallazgo de una nueva joya artística. Objeto de devoción para unos, y pieza patrimonial para otros: la nueva Virgen románica que acaban de encontrar (empotrada en un muro de su iglesia) en Utande, es sin duda una pieza que avalora el patrimonio artístico provincial, no excesivamente sobrado de este tipo de elementos.

Gracias a la amabilidad de su cura párroco, don Francisco Monje; de su alcalde, don Miguel López Ortega, y de los alarifes que la hallaron, -los Salvas cariñosamente apodados-, he podido contemplar y estudiar, en primicia, esta joya nueva, esta pieza extraordinaria del arte medieval.

Se trata de una talla sobre madera de la Virgen María. Su estructura general, los detalles de su construcción y tratamiento, las formas y colores, nos hacen pensar en una época muy concreta para su creación, el siglo XIII en sus finales. Una época, además, en la que la efervescencia creativa en la Alcarria alcanza sus mayores niveles. De esa época son las más importantes iglesias románicas que nos quedan hoy, los capiteles, las galerías, incluso algunas escasas pinturas.

Estudio formal

Esta virgen románica de Utande mide de altura 60 cms. Aparece en posición sentada, recubierta de un amplio manto que se cubre de túnica. Del borde superior de esta surge la cabeza de María, que se toca con un paño completo que solamente deja al descubierto el rostro. De la túnica emergen las manos, la izquierda muy tosca, y servía para sujetar al Niño Jesús, hoy desaparecido. La derecha más fina, de largos y finos dedos, que sostienen una pequeña bola, simbolizando el Mundo. Debajo de la túnica aparecen los pies, cubiertos por chapines negros.

La figura, sedente, reposa sobre una peana circular, tallada en el mismo bloque, y se escolta por los extremos del asiento, que ofrecen un aspecto de sillón tallado con lóbulos en sus bordes. Como solía ocurrir en estas piezas, el bloque de madera fue aligerado en origen excavando gran parte de la masa para hacer menos pesada a la figura y evitar resquebrajaduras.

El tratamiento de la pintura de la talla es muy clásico, propio del Medievo. Sobre la madera se aplicaría una finísima capa de cola o resina para adherir una gasa, también muy fina, impregnada de escayola, que una vez compactada, servía como vehículo para pintar y decorar la imagen.

Esa decoración la vemos hoy bastante deteriorada en las partes que representan la vestimenta. Era esta de tonos pálidos, blancos o cremas, y sobre ello iban salpicando unas rosetas o estrellas de color rojo fuerte. Además, en los bordes de la túnica quedan manchas densas y amplias de color rojo, mientras que la parte superior del manto, correspondiente al pecho, lleva algunas finas líneas y zonas densas decoradas en azul. Esa combinación de colores, el rojo y azul sobre el blanco, ha sido tradicionalmente, secularmente, adoptado para revestir a la Virgen María, representando con ellos la pureza y la original virginidad.

Sobre el manto y cubriendo la cabeza, esta figura presenta una corona, tallada también sobre la misma madera, de forma continuada. Es corona achatada, a la que falta por golpe la parte frontal. Esta disposición apunta con mayor fuerza a la fecha que la he asignado originalmente.

Lo mejor de la pieza es, sin duda, el rostro. Porque aparece muy limpiamente decorado, con pintura original realizada con materiales de calidad que han permitido que se mantuvieran de vivo color sobre la capa de gasa y escayola. La piel de color crema deja aparecer los rosetones cárnicos de las mejillas. La boca es fina y los labios bien marcados, así como las cejas bien delineadas de color marrón oscuro. Y los ojos, abiertos, muy expresivos, con el iris verdoso, la pupila oscura y el globo blanco, marcado el perfil de todo ello con una línea negra sutil.

Tras la talla, y como tapando el hueco excavado en la masa de madera, hay una tabla más moderna, enyesada, y con unos restos de pintura que parece recordar, vistos de lejos y con la mirada entrecerrada, la cruz de Santo Domingo, expresando con ellos que fueron dominicos quienes la trajeron, la guardaron o la mantuvieron en devoción secular.

Los parecidos

Son millares los ejemplos de vírgenes talladas en madera que el arte de los pasados siglos, especialmente los medievales, nos han dejado. Como para comparar con unas y con otras… tarea interminable, y siempre llevada al rincón de las personales preferencias, de las opiniones individuales. Me pongo delante de un catálogo de vírgenes europeas, y sin duda la de Utande se parece a las españolas. Es lógico. Me pongo otra vez ante el catálogo de las vírgenes españolas, y la de Utande se parece a las navarras. También lógico ¿Por qué? Porque el Badiel era el “Camino de Navarra”, que llevaba desde el valle del Tajo al del Ebro, a través del Henares primero, y luego por el Badiel, los altos del Ducado y el Jalón, hacia el Ebro. De hecho, el monasterio de Sopetrán (benedictinos) y el de Valfermoso [de las Monjas] (benedictinas) están a escasos kilómetros el uno del otro, y en ese mismo valle y “camino de Navarra” que finalmente daría en Leyre, la gran abadía benedictina prepirenaica, lugar de enterramiento de los primitivos monarcas navarros, aunque antes tenía que pasar por Ujué, por Irache y por Sangüesa… lugares que son depositarios de tan hermosas interpretaciones escultóricas de la Virgen.

A primera vista, la de Utande se parece bastante a las vírgenes de Lazaeta, Barañain y Celigüeta, todas navarras, conservadas en el Museo de la Catedral de Pamplona, y realizadas en el siglo XIII. También guarda cierto parecido (por su actitud, la corona sólida, la frontalidad y la dulzura de sus facciones) con las vírgenes leonesas de San Miguel de Escalada y la que se conserva en la catedral de Astorga. Con las vírgenes catalanas hay ya más diferencias, y no digamos con la de Montserrat, a la que no se parece ni por asomo.

La talla de la “Virgen de la Antigua” de Utande es una pieza asombrosa, que me atrevo a fechar en el siglo XIII, en sus finales. Es el momento en que por los alrededores se están construyendo complejos iconográficos tan grandilocuentes como la portada de Santiago en la iglesia parroquial de Cifuentes, y el complejo teológico de la portada sur del templo de Santa María del Rey en Atienza. En la diócesis de Sigüenza es don Andrés el Obispo que la dirige, promotor de renovaciones escultóricas en su catedral, y la efervescencia constructiva y artística en la Alcarria es de todo punto activa, muy movida.

Para quien quiera hacer un repaso por la imaginería medieval de la Virgen María, le será muy fácil identificar este tipo de talla con la de Sedes Sapientiae que supone representar a la Virgen como un sillón, ella misma, para albergar a Jesús, al Salvador, quien por su pequeña edad cede a su Madre el privilegio de sostener en la otra mano la bola del mundo, y otras veces la azucena símbolo de su virginidad. Esta de Utande es una típica talla románica, y que, resumiendo, insisto: es de la segunda mitad del siglo XIII, de tipología navarra, imagen devocional popular y simbólica de un mensaje teológico más profundo.

Evolución

Queda ahora una cuestión, que aunque secundaria, no deja de tener su interés añadido. Es la pregunta que todos se han hecho desde que el 25 de marzo de 2014 Salvador Tabernero y su hijo, casualmente, descubrieran esta talla de la Virgen al derribar el muro de argamasa que lo cerraba, sin dar idea previa de que allí hubiera algo escondido. ¿Desde cuando está encerrada la imagen en su albergue emparedado? ¿Quién la puso allí? Y ¿por qué?

El hecho de que nadie en el pueblo recuerde haberla visto antes nos hace suponer que en los últimos cien años ha estado allí guardada. En la Guerra Civil, en los duros momentos de la segunda mitad del mes de julio y en agosto, de 1936, diversas personas del mismo pueblo se dedicaron a destrozar y quemar las figuras religiosas de la iglesia de Utande. Nada quedó de lo que previamente había. Nadie ha contado nunca que alguien corriera a salvar esta talla y emparedarla. Nadie recuerda haber habido devoción por esta imagen, ni nadie conocía su advocación. Debió de esconderse antes ¿En la Guerra de la Independencia, a comienzos del siglo XIX? Incluso antes, ¿en la Guerra de Sucesión, en 1711, cuando las tropas austracistas del pretendiente Carlos de Austria asolaron los pueblos del Henares, del Badiel y del Tajuña, en su huída hacia el Norte? Ya es difícil saberlo, porque ningún documento escrito ha quedado de ello.

Aunque el párroco actual, Francisco Monge, opina incluso que pudiera haberse emparedado esta imagen cuando a mediados del siglo XVII se hizo la gran reforma y ampliación de la iglesia parroquial (en sus orígenes románica, de una sola nave, pero ampliada en el XVII), es difícil creerlo, porque a pesar de que se conocen casos en que así se hizo, pero las imágenes a las que se tenía devoción se vestían, pero no se emparedaban. Yo apuesto porque fuera en 1711 aproximadamente cuando se ocultó, y se hizo ante la evidente amenaza de una acción bélica en la que corría peligro, más de robo que de destrucción.

Pero lo que más nos importa es que Guadalajara ha recuperado para su patrimonio artístico una espléndida escultura, obra medieval, románica más concretamente, que merecerá mucha atención: de una parte, sometida a una concienzuda y profesional restauración. De otra, a su cuidado exquisito, que pienso que en estos momentos corresponde a un Museo, y como es lógico, pues la propiedad de la talla es de la Iglesia Católica, al Diocesano de Sigüenza, donde pasaría a ser una de las más singulares, si no la más, de cuantas piezas similares allí se muestran.

Tierras del Ducado: La Hortezuela y Padilla

La portada covarrubiesca de Padilla del Ducado

Seguimos por tierras del ducado de Medinaceli. Por las más altas tierras de nuestra provincia, a las que embarga el silencio, la pureza del ambiente, la magia de un horizonte luminoso y nítido. Esta vez llegamos a la Hortezuela de Océn, y subimos al picacho de Padilla del Ducado.

En La Hortezuela de Océn 

Está Hortezuela situada sobre una loma que otea el suave valle de su nombre, y que dará en el Tajuña por debajo de Luzaga. Apiña su caserío en derredor de la gran iglesia parroquial. En su término, de rica agricultura y bosques, existe una gran laguna. Frente al pueblo, en las alturas norteñas que limitan el valle, sobre unas eminencias rocosas, se alza la ermita de la Virgen de Océn y los restos mínimos de su antiguo castillo. ¿Qué más puede pedir, un pueblo de España, que tener así conjuntados, tan cerca uno de otro, el cerro, los huertos, la vega, la ermita románica y el viejo castillo? Todo en derrumbe, sí, pero todo en orgullo de antiguas edades.

Fue este un lugar frontero y transitado durante la Baja Edad Media. Su castillo, de origen árabe, fue atalaya vigilante de este valle en el que ya existía población desde la época romana y aun anterior, como lo demuestra la necrópolis celti­bérica que en la falda de este cerro excavó el marqués de Cerralbo. Y como luego se ha demostrado en excavaciones en la vega, en la que aparecieron los restos de un villa romana.

Su nombre de Santa María de Almalaff, figura en el límite occidental del señorío de Molina, cuando don Manrique de Lara extendió el fuero molinés, dándole fronteras. De esta antigua población quedan muy pocos restos, habiéndose tras­ladado en siglos posteriores a su actual asentamiento, y per­teneciendo sucesivamente al Común de Medinaceli, y luego a sus señores los duques de tal título.

De tanta historia nos quedan hoy pálidas huellas que debemos recordar: de la estancia celtíbera, restos funerarios y cerámicos que se conservan en el Museo Arqueológico Nacio­nal. De la época romana se han encontrado notables restos de una gran villa residencial, en el borde derecho de la carretera que va a Riba de Saelices, en lo más declive del valle: junto a los cimientos y muros con restos de pintura, han aparecido monedas romanas, objetos de uso diario, cerámica sigillata y una pieza hermosamente tallada en piedra.

De la época árabe y medieval queda el castillo, mejor dicho, un sólo paredón, con un vano o puerta de arco apun­tado, y otro vano de ventana. El resto consiste en ligeros res­tos de cimientos sobre las cortadas rocas, y piedra suelta, escombro, entre la que aparecen gran cantidad de restos cerámicos medievales. Junto al castillo está la ermita de Nuestra Señora de Océn, que denota haber sido de arquitectura románica, y aún se ve su ábside semicircular, con sencillos modillones bajo su alero. El resto del templo es reconstruc­ción del pasado siglo.

En la villa actual, destaca la arquitectura rural autóctona, de gran fuerza en sus rotundas portadas de dinteles tallados en grandes piedras, casonas enormes, grandes rejas de hierro forjado, y bellas perspectivas en las calles. También se ven curiosos esgrafiados en algunos revocos más modernos. La iglesia parroquial es obra del siglo XVI. Posee un ámbito o prado rodeado de alta barcana, al que se entra por un arco adintelado, de piedra, en el que se lee «siendo cura Diego Sanz». El templo es de una sola nave, con amplio crucero. En su interior destaca el magnífico retablo mayor, estimable obra escultórica de comienzos del siglo XVII, salida de los prolífe­ros talleres de retablistas que en esa época existían en Siguenza. Centra el retablo un gran relieve de San Sebastián sufriendo el martirio, y sobre él un Cristo crucificado. A los lados, en sendos paneles de medio‑relieve, aparecen dos san­tos obispos, San Roque, la Natividad con la Adoración de los Pastores, y la Epifanía. En la predela se ven varios relieves menores con escenas de la pasión de Cristo y algunos santos y santas; el Tabernáculo, que forma conjunto con el retablo, y es de la misma escuela, también muestra apreciables tallas.

Tiene en común con estos pueblos del antiguo Ducado, y en día de mediada la semana, la total ausencia de personal por las calles: un perro solo, meditabundo, que se nos queda mirando como si viera más allá de las auras, más allá de lo que nosotros mismos pensamos…

En Padilla del Ducado

Oteando el valle de la Hortezuela, aparece Padilla del Ducado, al pie de violento serrijón colmado de picachos. Su apariencia cárdena es inolvidable, colgado el caserío en el terraplén, y rematado por la espadaña de su iglesia. Perteneció este pueblo a la Tierra de Medinaceli, y luego formó parte del Ducado del mismo nombre, cuyo apellido ostenta. Su mínima historia es común a la de este Señorío que regentaron durante siglos las diversas generaciones de los La Cerda.

A Padilla llegan los viajeros cuando un tractor evoluciona en su empinada plazuela principal. –Dejen más allá el coche, porque vamos a seguir moviendo esto durante un rato- nos dice un hombre fornido con mono azul. Se ve que están arreglando las acometidas del agua, con vistas a los próximos meses, ya de calor, en los que vendrán muchos hijos del pueblo a ocupar sus casas, ahora cerradas. Los viajeros se disponen a subir hasta el picacho en el que se encarama la iglesia parroquial. Las calles de Padilla son empinadas –o a los viajeros, que andan ya entrados en años, eso les parece-.

Nada más empezar a subir la cuesta, un par de perracos grises, feos y mal encarados se les acercan ladrando, furiosos, denotando estar a disgusto con su presencia. Aunque siempre se dijo que “perro ladrador, poco mordedor”, los viajeros no se fían, por si el dicho es meramente recurso paremiológico, y andan con tiento y sonrisas sufridoras. Cien metros más allá, aparecen otros dos perros (madre y cría, esta vez) que se suman al coro. La cosa se pone fea hasta que, ante tal escándalo, aparece por la puerta de una casuca la silueta de una anciana, menuda y tullida, apoyada en un andador, que les grita –o hace como que les grita- a los perros, que se callen, que vuelvan… los perros se amansan y los viajeros, tras saludar a la anciana, siguen subiendo, hacia la iglesia, que parece no alcanzarse nunca.

Allí arriba, donde el sol pega fuerte y la brisa alborota el pelo, casi sin resuello, miran las piedras limpias y brillantes del viejo templo, que fue románico en sus inicios, y al que se le cayó el ábside hace unos 40 años (que fue la primera vez que allí subí a ver esta iglesia singular). Ahora está todo entero, reconstruido, y ante la fachada meridional, soleada y en llano, se abre un pequeño prado circuido de alto barandal pétreo que forma el acogedor patiecejo o viejo cementerio pueblerino.

La portada de la iglesia de Padilla es hermosa, elegante, muy toledana. Tiene las trazas de Covarrubias, sin duda.

Esta portada de Padilla debería figurar en los repertorios del Renacimiento guadalajareño. Creo que la incluí –ya no estoy muy seguro- en mi libro “El Renacimiento en Guadalajara”, aunque siempre quedó a trasmano, (demasiado alejado el pueblo, demasiado alta la iglesia), y ahora que vuelvo a verla, me entran ganas de decírselo a los demás. Unas cuantas fotos, con mejor cámara que antaño, y el brillo del sol en sus piedras de arenisco tono. Consta de un vano con arco semicircular limpiamente moldurado, arquitrabado con un friso llano, sin decoración. No hubo proyecto para ello, no hubo presupuesto, quizás… A los lados, pilastras cilíndricas que rematan en capitelillos simples. Pero lo bueno está encima de todo, y como una aparición majestuosa surge en el remate una central venera, muy bien tallada, en cuyo centro surge el escudo del Cabildo seguntino: el jarrón con las azucenas dobladas las del extremo para que quepan todas, y abajo en escolta dos estrellas. Una cenefa de emparejadas borduras con línea de bolitas al exterior rematan el espacio de la venera. Encima de todo, un gran capullo que parece abrirse y a los lados, en el remate de los pilares, sendos flameros.

Aún me asombra la repetición de las estrellas, de ocho puntas cada una, en las enjutas del arco, allí donde Covarrubias solía poner tondos con figuras. Para ser un pueblo tan chico y tan periférico, no deja de tener su gracia este elemento artístico del Renacimiento más puro, como si Toledo hubiera mandado un telegrama, y desde Sigüenza le hubieran llegado –eso fue sin duda lo que pasó- los planos y las medidas.

Decir, además, que por fuera la iglesia de Padilla es robusta, la esbelta espadaña de dos arcos se alza a poniente, majestuosa, conteniendo las campanas. Y en el interior, que vi en ruinas hace cuarenta años y ahora está entero, aunque no he podido ver por estar cerrado, supongo sigue dando paso al presbiterio, que han acortado, un gran arco triunfal que cargaba sobre dos capiteles románicos a los que envolvía entonces una considerable capa de cales repetidas.

En tierra de Celtíberos 

Sigo –desde Luzaga a La Hortezuela, y por Padilla hasta Luzón- en tierra de celtíberos. Será por haber pasado muchas veces por ella, creo que ya tiene una definición paisajística propia: los altos cerros, las distancias vivas, los bosquecillos de sabinas, los vislumbrados castros… Me detengo un momento, al final, a recordarlos. Seguro de que mis lectores van a perdonarme la digresión, el soliloquio.

Los Celtíberos son los que forman la gran civilización que ocupa las tierras de Guadalajara inmediatamente antes de los romanos, llenando el periodo final del Hierro. Las excavaciones arqueológicas realizadas por el marqués de Cerralbo a principios hace ya casi un siglo, nos dieron a conocer esta cultura, que tuvo su apogeo entre los siglos VI al III a. de C. Aunque los romanos llamaron celtíberos a todos los pueblos que ocupaban el norte peninsular en torno al Ebro, la realidad es que formaban muchos grupos raciales y culturales diversos, independientes entre sí, extendidos por la Celtiberia Ulterior (en la que destacaron los arévacos y los pelendones, más célticos, más guerreros, que sucumbieron antes de rendirse al romano, y que ocuparon lugares como Sigüenza, Atienza, Termancia, etc.) y por la Celtiberia Citerior, en la que aparecieron los bellos (por el valle del Jalón) y los titos, más al sur, por Molina. También en esta demarcación encontramos a los lusones, extendidos en un territorio muy concreto de esta serranía del Ducado por la que ahora andamos, en torno a pueblos como Luzaga o Luzón, como Padilla y la Hortezuela, que heredaron de ellos su nombre. Estuvieron más influidos por los iberos y opusieron menos fuerza a la dominación romana.

Estos hombres se dedicaron fundamentalmente a la ganadería, al pastoreo y a la cría de caballos. Se distribuían en ciudades (oppida), aldeas (vici) y castillos (castella), pero todo en forma de pequeños y humildes núcleos, que en cualquier caso estaban muy bien defendidos. Las ciudades eran independientes entre sí, al modo de las ciudades‑estado de otras civilizaciones mediterráneas. Su religión era naturalista. Sin ritos concretos, ni lugares de culto, se sacralizaba la Naturaleza, las fuentes, los bosques, las montañas. Se hacían oraciones comunes y ofrendas. Se dedicaba un culto muy especial a los muertos. Y prueba de ello son las abundantes necrópolis, que en tierras de Guadalajara se han hallado tan grandes. Siempre se hacía el rito de la incineración, y en ocasiones se hacían sacrificios de animales, enterrando a los guerreros junto a sus armas y utensilios de batalla. Son múltiples los lugares donde se han encontrado necrópolis y acrópolis celtibéricas, documentando infinidad de elementos de su cultura material y de su forma de vida: valgan estos nombres y estos lugares que hoy hemos visitado, sumados al Ceremeño de Herrería y al Hocíncavero de Anguita, para saber que no andamos perdidos, y que nuestros abuelos por aquí anduvieron, con las ideas claras, y el corazón latiendo.