Viaje a la Celtiberia: Luzaga

viernes, 30 mayo 2014 1 Por Herrera Casado

Restos actuales del castro celtibérico de Castejón, en Luzaga.

Esta semana hemos viajado por los pequeños pueblos de la Serranía del Ducado, en los que a pesar de mantenerse muy poca gente en ellos viviendo, están limpios y cuidados, atentos a mantenerse vivos y mostrando, en todo caso, las evidentes pruebas de su ancianidad de siglos.

En Luzaga, llegamos a la plaza, bajo los densos árboles, y desde el primer momento vamos recorriendo sus calles y admirándonos de lo que vemos.

Hacía mucho tiempo que el viajero no llegaba a la plaza de Luzaga. Los caminos, junto al río Tajuña, desde el puente del molino, eran antes irregulares y angostos. Ahora se llega por carretera fácil y asfaltada. En la plaza, nada más aparcar el coche, nos saluda un muchacho de origen americano, muy moreno, que nos dice (ya empezamos…) que de los bares que hay en el pueblo, uno abre solo los fines de semana, y el otro a partir de las 7 de la tarde…. Y son las 5, y hace un calor que no nos permite aguantar sin beber, al menos agua.

Pero vamos a lo nuestro. Volvemos a Luzaga, porque nos trae muy buenos recuerdos de la infancia, de cuando íbamos al Campamento “El Doncel” a pasar tres semanas del verano entre pinos y  caminatas. A disfrutar de aquel aroma de resina, del aire limpio y el rastro de las águilas por entre las nubes. Y además ahora por ver si conseguimos subir al castro celtíbero, uno de los lugares con magia acumulada desde hace siglos, uno de esos enclaves que sabemos cruciales en la memoria colectiva de nuestra tierra.

El pueblo

Abrigado entre las suaves vertientes de un vallejo que se forma con el paso del Tajuña, asienta el caserío de Luzaga en el borde meridional del extensísimo pinar que cubre gran parte de la sierra del Ducado. Sus alrededores, por donde dis­curre el río entre angostos roquedales; los pinares densos y solitarios, las parameras frescas, constituyen encantadores motivos para realizar excursiones y pasar temporadas de vacación. Todavía en su término está enclavado el campamento juve­nil «el Doncel» que durante el verano se utiliza como escuela de amor a la naturaleza. Para los pescadores es un ritual amenísimo el recorrer las orillas del Tajuña en busca de las abundantes piezas que crían en sus frescas aguas.

Sus alrededores estuvieron habitados en remotas épocas. Los lusones, uno de los pueblos que conformaban la raza cel­tibérica, asentaron en esta zona, y de ellos quizás derive el propio nombre del pueblo. Existió durante la Edad Media una torre vigía en el término, y posteriormente a la reconquista quedó enclavado, en calidad de aldea, en el alfoz o común de Tierras de Medinaceli, pasando en el siglo XV al señorío de los La Cerda, y con ellos estuvo hasta el siglo XIX incluida en el ducado de Medinaceli.

La iglesia parroquial está dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Es de estilo románico rural, construida en el siglo XII, con gran espadaña triangular a los pies y bella por­tada abocinada con arquivoltas semicirculares, columnillas y capiteles de temas vegetales sobre el muro de mediodía. Esta portada se protege ahora de un amplio atrio o tejaroz sustentado en pilares de madera bajo techado a tres aguas.     En su interior, bastardeado, destaca una pila románica muy inte­resante, y una custodia del siglo XVIII donada por el Dr. Juan Manuel Ortega y Oter. El ábside del templo es semicir­cular y presenta ventanilla central muy estrecha, con caneci­llos bajo el alero y múltiples marcas de cantería en el sillar del muro. Se ve a las claras que la pared de este ábside se recreció en la ampliación que del templo se hizo en el siglo XVI, pero al menos se salvaguardó el primitivo contorno románico y sus elementales detalles.

En la plaza Mayor, en su extremo occidental, existe ya muy destrozada y alterada una antigua casa‑fuerte con restos de torreón, portón de ingreso adovelado y dos escudos nobi­liarios, muy desgastados, dándoles escolta. Ahora le han adosado un anuncio luminoso de una marca de cerveza, y le han rodeado por todas partes de cables telefónicos, de luz, etc. (como ocurre en todos los pueblos) con lo cual cuesta un poco más de trabajo que antes el identificar las cosas que se ven.

Por el pueblo pue­den admirarse varios bellos ejemplares de arquitectura popu­lar con casas de sillarejo rojizo, y notables esgrafiados con dibujos, decoración geométrica, leyendas y fechas sobre el revoco de las fachadas principales.

En el término de Luzaga, y señoreando desde un alto roquedal el valle del Tajuña, se ven los restos de un castillete o torreón vigía, obra medieval sin duda

El Castejón

Sabemos que son importantes los restos arqueológicos existentes en Luzaga, significativos del asentamiento de una nutrida colonia de celtíberos (pueblos lusones, o tittos), que llegaron hasta la época de la lucha contra los invasores romanos. En el cerro «Castejón» se han hallado y todavía se ven hoy señales de un castro o poblado, y cercano a él, pero en la vega, el marqués de Cerralbo encontró, y poste­riormente excavó junto con otros arqueólogos, una impor­tante necrópolis de la época más moderna de la Edad del Hierro, siglos III y II antes de Cristo en la que se excavaron más de 2.000 tumbas, y en ellas se hallaron gran cantidad de cerámicas, así como esqueletos con los brazos en cruz y el cráneo agujereado.

Este Castejón o gran acrópolis celtíbera, ha permanecido abandonado durante 2.000 años. Nadie se ocupó de cuidarlo, de conservar sus muros, sus torres, sus recintos. Tampoco nadie se entretuvo en destruirlos. Simplemente, se fueron cayendo y disolviendo, en el aire, en la lluvia, bajo el viento. De sus enormes murallas, quedan hoy alineaciones o zócalos de grandes sillares, y no muchas, porque esa fue cantera durante siglos para que los vecinos extrajeran buenas piedras para construir sus corralizas y aún viviendas. Con un poco de miedo vimos cómo, sin área concreta de protección para el castro, poco a poco van creciendo las actuaciones constructivas en la ladera, aproximándose al corazón de esta vieja acrópolis.

Los más notables restos del Castejón celtibérico de Luzaga se sitúan al borde de los farallones rocosos que marcan el extremo del perímetro urbano por el noroeste: en esa zona, tal como se ve en la fotografía que adjunto, realizada no hace muchos días, se situaba el núcleo principal de la acrópolis o núcleo defensivo de esta vieja ciudad a la que los clásicos romanos denominaron “Lutecia”. Además se ven, adosados al lienzo norte de la muralla por el interior y a partir de su ángulo sudeste, distantes entre sí unos 100 metros, los restos de tres torres.

Los Palacios

Otro de los elementos arqueológicos que le dan valor a Luzaga actualmente, es el yacimiento de Los Palacios, este de época romana, que se ha ido excavando, parcialmente, y un poco a trompicones, durante las últimas décadas.

Bajo el subsuelo de la población actual se descubrieron hace unos 30 años lo que se manifestó ser restos de una construcción romana de cierta prestancia, posiblemente unos baños públicos o sector termal de una gran mansión privada. Dichos restos romanos, cuya extensión total se desconoce por no haberse continuado como debieran los trabajos de excavación entonces realizados, ocupan los terrenos anexos al casco urbano por el lado de la plaza en el que no existen todavía edificaciones.

Ese “palacio” o gran mansión estaba construido de sillarejos bien escuadrados y asentados sobre una cimentación de sillares del mismo material, que también se utilizaron en las esquinas. Los paramentos interiores de la habitación estaban revestidos de una gruesa capa de estuco impermeabilizador, con un zócalo o rodapié moldurado en redondo. Se encontró una amplia zona de pavimento cubierto de mosaico: era este compuesto de teselas blancas con adornos de florecillas muy esquematizadas en negro y amarillo, simétricamente distribuidas en forma de nudos de una retícula, todo enmarcado por una cenefa con el mismo tema de las flores. Los arqueólogos que realizaron aquella campaña de excavación, y especialmente el profesor Valiente Maya, a quien sigo en esta descripción de aquellos trabajos, concluyeron en que se trataba de un edificio construido en la segunda mitad del siglo I d.C. y que fue destruido no mucho después por un violento incendio.

Más recientemente, el profesor Sánchez Lafuente recogió en un amplio estudio sobre este yacimiento romano, y el contiguo castro de “El Castejón” las conclusiones de anteriores excavaciones: se han encontrado piezas de arte, mucho material de armas y adornos, y en definitiva se puede llegar a la conclusión de que Luzaga es un ámbito de ricas perspectivas arqueológicas que deberían ser estudiadas, continuando las excavaciones de etapas anteriores, y quizás poniendo el pensamiento (avanzando en lo cultural, a pesar de los malos tiempos que corren para la lírica) en un posible Museo o espacio dedicado a mostrar a todos el pasado celtibérico de estas tierras.

Un folclore denso

En Luzaga, y según la época del año, el viajero puede encontrarse también con un interesante acopio de costumbres y modos de celebración que son singulares respecto a los pueblos del entorno. Estos temas que a continuación expongo los recogí de viva voz de gentes que aquí vivía, hace medio siglo. No creo que todo siga celebrándose, pero al menos quiero que quede constancia de que fue, de que existió una época en que la gente se divertía con cosas diferentes a los niveladores encuentros de fútbol.

Del folclore animado de Luzaga, debe recordarse aquí la celebración de las fiestas de San Blas, de San Roque, de San Zenón, de la Virgen de la Quinta Angustia, la Bendición de los Campos en la víspera de la Asunción, y la quema de Judas el domingo de Resurrección. Entre las fiestas que pueden argumentar un origen o trasfondo pagano, están las del sols­ticio de invierno, en la Navidad, en que se encienden «lumi­narias» y hogueras por el pueblo y los alrededores; las fiestas de la máscara, en el Carnaval, cuando los mozos tenían cos­tumbre de disfrazarse y cubrirse las caras con cartones ridículos, y, en fin, la alegre fiesta de los mayos, en la que se emparejaban mozos y mozas. Las mozas (mayas) obsequiaban a sus correspondientes mozos (mayos) con la «galleta», que consistía en una merienda a base de mojar galletas en copas de licores. También la maya regalaba a su mayo una rosca, hecha con huevos, azúcar y harina, y era signo de acep­tación y complacencia (le hacía la rosca). Ellos regalaban a las chicas diversos objetos de adornos, y luego entre los mozos se reunían y comían huevos cocinados en diferentes formas. Se cantaban, en rondas, animadas coplas.

Como tradición gastronómica, es de reseñar la sopeta, consistente en pan, vino y azúcar, que el día de San Roque repartía el Ayuntamiento entre los vecinos, que iban con barreños o jarros llenos de pan (el migote) sobre el que los concejales echaban el vino.