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febrero, 2014:

La Bestia Apocalíptica de Valdeavellano

En la provincia de Guadalajara, los elementos patrimoniales nos salen a cada paso. Hay que ir, en todo caso, a por ellos, hay que encontrarlos, mirarlos, analizarlos y al fin disfrutarlos. En un pequeño pueblo de la Alcarria, Valdeavellano, en el interior de su iglesia antigua, en la parte trasera y mal iluminada de su sotocoro, hay una viga… y en esa viga, la sorpresa que salta: una pintura románica que muestra al Monstruo del Apocalipsis. Un elemento más de nuestro patrimonio oculto, pero aún vivo.

La iglesia parroquial de Valdeavellano está dedicada a Santa María Magdalena, y forma uno de los elementos más interesantes del estilo románico en la Alcarria. La consideramos construida a fines del siglo XII o principios del XIII, y con algunas reformas y añadidos posteriores. De su primitiva estructura conserva los muros de poniente, sobre el que se alza potente espadaña, del sur (dentro del atrio y cubier­to por la sacristía) y de levante, constituido éste por el ábside orientado en esa dirección.

En el segundo de estos muros, se encuentra la estampa preciosa de la grandiosa puerta de acceso, formada por una profunda bocina de seis arquivoltas en degradación, todas ellas de grueso baquetón, uno de los cuales ofrece un trazado en zig‑ zag, y el más interior, que sirve de cancel y lleva varios pro­fundos dentellones, mostrando una magnífica decoración de entre­lazo en ocho inacabable.

El conjunto de esta portada es de gran fuerza, de perfecta armonía. Sus arcos, tallados en clara piedra caliza de la Alca­rria, apoyan en sendos capiteles del mismo estilo y época, en los que se ven motivos vegetales, con complicadas lacerías de gusto oriental. En dos de estos capiteles, el artista se entretuvo en tallar, toscamente, sendas escenas de animales: en uno aparece un par de perros atados por sus cuellos, royendo un hueso a porfía, y en el otro se aprecia un viejo pastor con su cayado, y su larga barbaza, escoltado por dos animales con cuernos que parecen cabras.

El exterior del ábside muestra una pequeña ventana en su centro, formada por arco de medio punto resaltado.

El atrio que al exterior precede y resguarda a la iglesia en su lado sur, es obra posterior, quizás del siglo XV, y está constituido por cuatro arcos ojivales, sin adorno ni decoración alguna, aunque con molduras reentrantes que le confieren cierto dinamismo y ligereza. El segundo de esos arcos permite la entrada al atrio.

El interior del templo de Valdeavellano ofrece algunos ele­mentos de interés. De única nave el templo primitivo, sufrió ampliación en siglos posteriores, y hoy muestra dos naves, más moderna la del norte, que se separa de la primitiva por tres pilares cilíndricos. Ambas se cubren de artesonado de madera muy sencillo. Sobre el presbiterio y entrada a la capilla mayor, hay sendos arcos triunfales, semicirculares, apoyados en sencillos capiteles. A los pies del templo hay un coro alto, y bajo él, en la capilla del bautismo, una magnífica pila bautismal, también románica, contemporánea de la puerta, que tiene en su franja superior tallada admirablemente una cenefa en madeja de ochos inacabable, similar a la del arco interno de la portada. La copa de la pila, que apoya sobre estrecho pie, está simplemente ranurada.

El monstruo apocalíptico

Uno de los elementos más interesantes de esta iglesia románica de Valdeavellano, es el grupo de pinturas que adornan con la fuerza de sus colores bien  conservados y la garra de los movimientos y expresiones de sus  figuras toda una gran viga que soporta el coro alto de la iglesia  parroquial.

Las pinturas en cuestión están colocadas al revés, fruto  de  alguna reforma posterior en el ámbito del coro y los pies del  templo. Pero se pueden apreciar en todo su valor a pesar de ese  detalle. Sobre una superficie que mide aproximadamente dos metros  y medio de larga por unos sesenta centímetros de alta, aparecen  diversas figuras que fascinan por la fuerza de su temática, de su  colorido y de la viveza con que están representadas. Forman el conjunto una serie de elementos vegetales, animales y antropomorfos. Los roleos vegetales que  se ven en esta pintura son de pura tradición románica, con  volutas continuas y formaciones de grandes hojas que surgen de  tallos. Un elemento muy similar se puede ver, tallado en piedra,  en las portadas de la catedral de Sigüenza y en la iglesia de San  Vicente de esa misma ciudad, ambas obras del siglo XIII en sus  comienzos.

El elemento animal es fantástico, y representa un largo dragón  que muestra dos patas, un enorme cabeza de aspecto canino, unas  cortas alas y una cola que acaba en seis cabezas pequeñas de  dragoncitos, aunque originalmente tendría seguramente siete, en  recuerdo de las siete cabezas del dragón del Apocalipsis. Este  animal fantástico se está comiendo a un ser humano, del que solo  se ven el cuerpo y las piernas, pues la cabeza y brazos los ha  engullido ya el dragón.

Finalmente, los elementos antropomorfos son ocho personajes en  posturas y actividades varias: uno es caballero armado con escudo  y lanza sobre caballo a la carrera; cuatro son figuras que tocan  instrumentos musicales, de los cuales tres son de cuerda y uno de  viento (laúdes y flauta, respectivamente); otros dos personajes,  al parecer femeninos, abren sus brazos y ofrecen en sus manos  unos bultos que podrían ser (de acuerdo con un ritual de danza  medieval) ramos de flores, o posiblemente crótalos, completando  con éllos el grupo de músicos; finalmente, otro personaje es un  contorsionista, y aparece en forzada postura doblando su cuerpo  en hiperextensión sobre la charnela lumbar.

Todas estas representaciones son elementos muy elocuentes del  mal, según el concepto de la Edad Media. El dragón engullendo a  un ser humano, es expresión simbólica del pecado de la lujuria, y  así se ve en multitud de representaciones románicas y góticas en  todo el arte medieval europeo. Los personajes que le acompañan  son individuos en actitudes reprobables según ese mismo concepto  moral. Todo lo que no sea actividad piadosa es pecaminosa. Y por  tal se tenían los ejercicios de torneos y justas (como la que  realiza el caballero), de danzas femeninas, de músicas y  canciones trovadorescas, y de ejercicios acrobáticos, circenses y  contorsionistas. Todas estas actividades debían realizarse fuera  de las iglesias, y son las imágenes más elocuentes que del pecado  y la vida laica podían acentuar, dentro de un templo, el discurso  moralizante del ministro católico.

Los contorsionistas y juglares medievales

El tema de los contorsionistas en la decoración de los templos románicos, bastante frecuente en el arte francés, es muy escaso en el español. Un motivo parecido lo hemos visto en algunas iglesias del norte de la provincia de Segovia (concretamente en la de Nuestra Señora de la Peña de Sepúlveda, y en la de Fuentidueña), así como en la portada sur de Santa María de Uncastillo (Zaragoza). Se ven imágenes de contorsionistas que se articulan sobre su propia espalda en Agüero y Egea, tallados por la misma mano, que pudiera ser la del “maestro de San Juan de la Peña”, activo a finales del siglo XII.

El sentido simbólico que se le ha dado parece bastante claro: en la Edad Media existía un grupo social de saltimbanquis, acróbatas y contorsionistas que iban de pueblo en pueblo ofreciendo su espectáculo semicircense. Se acompañaban de personajes marginales, prostitutas y cantantes. Por parte de la oficialidad jerárquica religiosa, en una sociedad netamente teocéntrica como era la Medieval occidental, estaban muy mal vistos, pues se supone que distraían a los fieles de sus obligaciones cristianas, y les entretenían en sus ejercicios de piedad a lo largo de las rutas de peregrinación. Es más, formaban todos ellos en el grupo de las sectas o sociedades secretas que llamaban los goliardos y que formaban la «Corte de los Milagros». Entre otros muchos escritores sacros de la Antigüedad, San Agustín es claro al decir que no quiero que entréis en comunión con los demonios… estos se deleitan con cánticos llenos de vanidad, con espectáculos frívolos, con las variadas torpezas de los teatros, con la locura del circo…” Honorio de Autun calificaba a los juglares como “ministros de Satán”, y decía que para ellos no había esperanza de salvación.

Elementos, por tanto, identificables con el diablo, con las fuerzas del mal, en cualquier caso no eran admitidos al interior del templo, y ellos mismos voluntariamente quedaban a las puertas de las iglesias. Pero… ¿no podrían también ser considerados como “los guardianes del umbral”? Vemos en muchos casos seres que aparecen en el espacio semicircular de una portada y están dando indicaciones acerca del espacio que guardan, esto es, del templo físico, y del templo teológico, como espacio de gloria. Estos saltimbanquis o contorsionistas, aparte de su reconocido papel marginal, ¿no estarían custodiando la renovación espiritual de quienes, como ellos, han pecado y ahora entran en el templo?

Hay un interesante texto de San Bernardo en que cita, indirectamente, a los contorsionistas, pues habla de los pecadores que, a causa de sus faltas, viven en el país de la incongruencia, donde no son felices y permanecen, errando, dando vueltas sobre sí mismos, sin esperanza, en el circuito del impío. Podrían ser, y aquí lo dejo apuntado, por agotar todas las interpretaciones, avisadores y custodios de quienes han pecado y todavía acceden al espacio sagrado.

Otros ejemplos de acróbatas en el románico de Guadalajara, los encontramos en la trompa oriental del crucero de la catedral de Sigüenza, donde además aparecen en conjunción con algunas figuras desnudas, y mujeres de vida alegre, y en la portada de la ermita de Santa María del Val de Atienza, donde diez individuos se retuercen sobre sí mismos, sobre sus espaldas, doblándolas hasta el extremo de tocarse la cabeza con sus pies.

En cuanto a los paralelismos de estas pinturas de Valdeavellano con la  pintura de la misma época en España, podemos decir que tanto la figura del dragón, como las de los personajes músicos y  contorsionistas que le acompañan, aunque en un nivel iconográfico un tanto inferior, son muy similares a lo que aparece en el gran  artesonado románico‑mudéjar de la catedral de Teruel. Pintado  entre los años 1248 a 1272, bajo el mandato de los Obispos don  Arnaldo y don Sancho de Peralta, según lo demuestran los escudos  heráldicos de estos personajes, y con una estructura de línea  gruesa en los bordes y suaves líneas y colores en el interior de  las figuras, las escenas de Valdeavellano son muy similares a  dicha obra turolense. Y a otras catalanas de la misma época. La  técnica de la pintura, sobre preparación de yeso y cola, aun con  los colores bastante desvaídos, confirma pertenecer a esa época.  Y lo mismo puede decirse de la indumentaria de los personajes que  tocan instrumentos, o del caballero que corre sobre el corcel,  con un gran escudo en la mano. Todo éllo nos sitúa a estas  pinturas en pleno siglo XIII, el mismo de la construcción de la  iglesia, de la que son contemporáneas.

Romanos y Celtíberos en la ciudad de Luzaga

Acaba de aparecer, y fue presentado hace unos días en el Museo Provincial de Guadalajara, un libro que viene a darnos una extraordinaria información acerca de la época de la Romanización en Guadalajara, aunando el estudio de la vieja Celtiberia al paso y a la plenitud de la presencia de los romanos en ella.

A propósito de este libro, me voy ahora hacia Luzaga, a evocar en ese lugar serrano el paso de una civilización a otra. Está estudiada.

Los coordinadores del grueso volumen, titulado “La romanización en Guadalajara” y editadas sus casi 300 páginas por “La Ergástula”, son los conocidos arqueólogos Emilio Gamo, María Luisa Cerdeño y Teresa Sagardoy, quienes han contado con la colaboración de una veintena de autores más, que ha ido aportando sus investigaciones sobre este campo.

A los entusiastas de la Historia Antigua, y de los hallazgos arqueológicos, en Guadalajara, este libro va a resultar sencillamente maravilloso, porque en él se recogen muchos trabajos variados que inciden en un aspecto único, aunque como en un prisma de mil caras, visto desde distintos ángulos. Viene a ser la conjunción publicada en forma de libro de las comunicaciones que se aportaron en el Encuentro sobre Romanización en Guadalajara que tuvo lugar en febrero de 2013 en nuestra ciudad, en el Museo Provincial de Bellas Artes.

Casi como un libro por sí mismo, pues viene a ocupar 40 páginas de la obra, aparece pleno de informaciones nuevas, y de revelaciones a cual más interesante el trabajo del profesor Sánchez-Lafuente dedicado a la romanización en el área más intensamente celtiberizada de Luzaga. En esta ocasión estudia a fondo la ciudadela de “El Castejón”, siguiendo sus prospecciones y análisis desde hace 20 años; añadiendo a ello el estudio de las Termas de los Palacios, en plena plaza mayor del pueblo serrano, así como el estudio de un bronce figurado encontrado y una gran colección de monedas hispánicas.

La parte I del libro que comentamos trata de la romanización en su contexto, o sea, las huellas que ha dejado en la arqueología, en la epigrafía y en la historia. Y así, encontramos trabajos como el titulado “Los celtíberos que encontró Roma”, la visión romana de la conquista, el territorio de Complutum desde una perspectiva total, la historia de Ercávica, y un análisis de los datos sobre la explotación de las salinas en este territorio.

En la parte II, lo que aparece es un buen número de artículos y presentaciones sobre Arqueología Romana. Así, el interesado va a entretenerse con lo ya mencionado de Luzaga, con lo del poblamiento romano en el área de la actual provincia (que escribe Emilio Gamo), con las excavaciones en un polígono de Azuqueca, o los hallazgos superinteresantes de una necrópolis romana en “Las Zorreras” de Yunquera de Henares.

Además, Consuelo Vara hace un estudio panorámico del gran puente de Murel, sobre el Tajo, en término de Carrascosa, que es sin duda una de las grandes obras públicas que los romanos dejaron en nuestra provincia, añadiendo finalmente otro gran trabajo de Sánchez-Lafuente y García-Gelabert sobre la villa romana de Las Casutillas y sus hallazgos numismáticos.

Para cuantos han visitado en estos pasados meses la exposición que el Museo Provincial de Guadalajara nos ha ofrecido en las salas bajas del palacio del Infantado, y por la que han pasado miles de visitantes, este libro será el complemento perfecto, porque va a entrar en mayores detalles respecto a muchas cosas de las que allí ha visto: monedas, castros, mapas, huellas epigráficas, etc. Un elemento, en definitiva, capital para el mejor conocimiento de la Arqueología en nuestra provincia.

Centrados en Luzaga

Así califica Sánchez-Lafuente a Luzaga y su entorno arqueológico: “nos encontramos ante una interesante ciudad-estado de la Celtiberia”. Y afirma que hay restos que permiten darle vida prolongada, al menos entre el siglo III a. de C. y el II después de Cristo. Desde hace más de un siglo se conoce, y se ha estudiado arqueológicamente, el enclave de “El Castejón” en el término de Luzaga.

Como probablemente todos mis lectores sepan, Luzaga es hoy un pueblecito de la serranía del Ducado, localizado en la orilla izquierda del río Tajuña, que le llega después de haber nacido en Maranchón, atravesado Luzón, cortado rocas en Anguita, y abierto en canal los densos pinares de aquellas alturas. Tiene escasísimos habitantes, y desde hace más de cien años ha sido protagonista por dos cosas: por los equipos de arqueólogos que de vez en cuando llegaban a su término a remover piedras y excavar en el subsuelo, y por haber tenido en sus pinares instalado el Campamento de Verano que primero fue de la OJE y luego del ministerio de Educación, para albergar a chicos aventureros durante los veranos en tiendas de campaña.

En Luzaga, los arqueólogos han trabajado siempre con la recompensa alegre de encontrar piezas, espacios y datos que han servido para centrar la [pre]historia de nuestra tierra castellana. De una parte, está el espacio de “El Castejón” que conforma una verdadera ciudad celtíbera, de las más grandes y quizás mejor conservadas que existen. De la antigua ciudad celtibérica  solamente quedan sus ruinas y los cimientos, y algún retazo de sus murallas ciclópeas que la rodeaban. Impresionante su situación, como un nido de águilas sobre el pueblo actual, con un acceso relativamente fácil por el sur y levante, pero imposible de acceder por poniente, desde el pueblo, pues la muralla y el roquedal son inaccesibles.

Ya en 1912 el Marqués de Cerralbo inició las excavaciones de “El Castejón de Luzaga”, poniendo al descubierto una ciudad celtíbera, así como sus murallas cimentadas por enormes piedras, que junto a sus escarpadas laderas le daban un carácter inexpugnable. Entobces apenas nadie recogió aquella noticia, y todo quedó en la transmisión vía oral de que en ese lugar hubo una gran ciudad, tema que ya se conocía desde siglos antes y que había dado origen a leyendas populares. Los vestigios que hoy existen son todavía espectaculares, pues quedan evidencias de sus tres cinturones de muralla, que podría haber tenido hasta 3 kilómetros de longitud. Hay que advertir que hoy está siendo amenzada esta estructura prehistórica por la construcción de cercanos edificios de viviendas

Eusebio Gonzalo, autor de una “Historia de Luzaga” muy interesante, nos cuenta que en las derruidas paredes de la vieja ciudad, había gran cantidad de trozos de piedras de molino que durante siglos les habían servido para triturar el grano, y que ya hace 20 y 30 años estaban sirviendo de empedrado en las calles del pueblo. Este tema de la protección de los conjuntos arqueológicos debería de tomarse, una vez más, con interés por parte de los poderes públicos, que parecen olvidar estos lugares tan apartados (en lo geográfico y en lo temporal).

Otras piezas y lugares de la Luzaga antigua

De las piezas encontradas, a lo largo de los años, en las ruinas de la vieja “Lutia”, destacan algunas especialmente, como el llamado “Bronce de Luzaga”, un objeto cubierto de escritura que sirvió para mejorar el nivel de comprensión del lenguaje celtíbero, y que hoy se halla en paradero desconocido. Otra pieza singular del “Patrimonio Desaparecido de Guadalajara” que sin embargo, y por lo que de él pudo deducirse cuando los estudiosos lo tuvieron a mano, es que era una pieza clave de la arqueología hispánica… lo dejaremos para comentarlo más detalladamente otro día.

La pieza más llamativa procedente de Lutia es sin duda el bronce figurado, que apareció en la zona de la necrópolis. Es un bronce de reverso plano, que muestra un ser fabuloso, un animal con torso y cabeza humanos, y un cuerpo animal con alas de ave. Como un grifo transmutado a humano. Una esfinge, en definitiva, pero con detalles muy orientalizantes, pues muestra una cabeza varonil, barbada, tocada con una kipa. Es sin duda un genio raptor de humanos vivos que tiene por misión llevarles al “Más Allá” de la muerte. Sánchez Lafuente dice que es un mediador psicopompo, un agente que ayuda al paso de la vida a la muerte, y según García Bellido es un elemento muy común en los pueblos fenicios y púnicos, mediterráneos, por lo que queda claro que el mundo celtibérico recibe directamente esas influencias culturales mediterráneas, aunque (esto lo pienso yo) podría también tratarse de un elemento importado, traido a Lutia por algún mercader directamente desde Fenicia. Esta pieza, este bronce tan espectacular del que acompaño una imagen dibujada, porque el original se encuentra en el Museo Arqueológico Nacional, puede fecharse en los siglos III-II a. de C. o sea, plenamente en época celtibérica.

Otros elementos que abundaron en el entorno de El Castejón fueron las monedas. Muchas se conservan aún en domicilios y colecciones particulares de los habitantes de Luzaga. Otras fueron al M.A.N. Todas se fueron encontrando, a lo largo del siglo pasado, en el entorno de Luzaga. Aparecieron piezas claramente celtibéricas junto a otras de época alto imperial, y bajo imperial, romanas.

En muchas de ellas brillan nítidos los caballeros celtibéricos, expresión máxima del arte de esa cultura. Jinetes con palmas, jinetes con lanceros con casco, toros también, y cabezas de emperadores. Pero el estudioso del tema no encuentra monedas de la ceca local, que sería “Lu.ti.a.ko.s” como sería lógico. Existió y emitió monedas esa ceca a principios del siglo I a. de C. y ya en época sertoriana. Pero Gonzalo, investigador local de Luzaga, afirma rotundamente que se encontraron en el pueblo monedas de esa ceca. Esta materia, la numismática, confirma también la idea de que esta villa hoy mínima de Luzaga, fue en los siglos II antes de Cristo a II después de Cristo, una gran ciudad que concitó el poder de una tribu celtíbera que aquí centro su ciudad-estaco de Lutia, y que después de la conquista romana siguió albergando vida y actividad.

De aquella época, finalmente, queda recordar la anécdota que ha corrido de cronista en cronista, desde los iniciales romanos, de que cuando los habitantes de Lutia se juramentaron para ir a socorrer a los numantinos en peligro, y formaron una falange numerosa y aguerrida, llegaron los romanos y condenaron a todos los jóvenes lutienses a ser sometidos al corte de su mano derecha, cosa que así ocurrió. Esta terrible noticia quedó rodando y rodando por los valles de la sierra del ducado y la vieja Celtiberia, durante siglos, hasta hoy mismo.

Otro interesante espacio de Luzaga son “los Palacios”, una excavación de época romana que apareció justo en la plaza mayor del pueblo, y de la que se obtuvieron datos y piezas que al menos han permitido ubicar una importante villa romana con baños y suelos cubiertos de hermosos mosaicos. En la época plenamente romana, Lutecia acoge la estancia de un rico agricultor romano. En el lugar más favorable levanta una extensa villa, y en ella se encuentran hoy muros, pasadizos, conducciones y salas adornadas de, al menos, dos bellísimos pavimentos de mosaicos. Uno decorado en “opus sectile”, con losetas de colores amarillo, rojo, blanco y negro, que dan un efecto tridimensional muy llamativo. Y otra, la estancia VII, de “opus tesellatum”, datado por Fernández-Galiano entre los siglos II y III de Cristo. Además han aparecido en Los Palacios de Luzaga numerosas piedras grabadas, inscripciones latinas, monedas imperiales, y el relieve tallado de una representación equina. Quizás de ese mundo, de siempre conocido o intuído, de la vieja “Lutia” vendría a las leyendas de nuestros abuelos aquella que contaba que en este lugar hubo un maravilloso lugar perdido al que los antiguos denominaron “Luzbella”… se funde siempre la historia con la leyenda, al menos en estos paisajes adustos de la Celtiberia fría.

El Greco en Almadrones

Serie de Sellos de Correos conmemorativa del Centenario del pintor, mostrando los cuatro apóstoles del Apostolado de Almadrones que hoy se conservan en el Museo del Prado.

En este año de recuerdo al Greco, por hacer cuatro siglos que murió, se están celebrando una serie de exposiciones y conciertos que valoran su figura y su obra. En Guadalajara hemos sido incluidos oficialmente en esa serie de fastos, porque en Sigüenza queda (en su Sacristía de las Cabezas) una pintura suya, que la pasada semana veíamos con detalle. Van ahora los datos sobre lo más importante del Greco que hubo en Guadalajara y de lo que he de hablar, como tantas veces, en el tiempo pretérito.

Nuestro amigo, malogrado tan pronto, José Luis García de Paz, concienzudo investigador de la historia mendocina, y de las vicisitudes del patrimonio perdido y expoliado de Guadalajara, es quien en su libro varias veces reeditado “Patrimonio desaparecido de Guadalajara” nos relata la peripecia del “Apostolado de Almadrones”, la mayor de las obras de El Greco en esta tierra. Es esa una historia triste, a pesar de que una parte del bien cultural que suponía esta impresionante colección de cuadros haya quedado en España, y podamos admirarla restaurada y perfecta en el Museo del Prado. La otra parte, se fue a los Estados Unidos, y al fin en Guadalajara, de donde partió la obra, no ha quedado casi ni el recuerdo. Y todo esto, en pocos años. Vamos a verlo.

La obra del Greco en tierras de Guadalajara

Repito lo que decía hace dos semanas en estas páginas: aunque muy leve, la presencia de El Greco en Guadalajara fue real, y entre nosotros sobrevivió largos siglos algo de su pintura y de su arte originalísimo. Aparte del cuadro aislado de “La Anunciación” que hoy admiramos en la sacristía de la catedral seguntina, hubo un Apostolado (una colección de cuadros con representaciones de apóstoles) colgados de la parte alta de los muros del presbiterio de la iglesia parroquial de Almadrones, en la meseta de la primera alcarria. Allí estaban sin que nadie les hiciera caso, y servían más que nada para asustar a los niños, pues la gente del pueblo los conocía como “los hombres feos”. De apagados colores, telarañas por los bordes, marcos lisos desvencijados, y nadie dispuesto a estudiarlos. El mismo cronista don Juan Catalina García López, cuando a principios del siglo pasado visitó la iglesia de este pueblo, no reparó en ellos, y no los dejó anotados en su Inventario Artístico de la provincia.

¿Cómo llegó allí esa colección de cuadros de El Greco? Nadie lo sabe, no queda constancia documental alguna. Se ha elucubrado con que fueran donación de don Miguel del Olmo y de la Riva, hijo del pueblo, y muy introducido en los niveles de la gobernación del Estado en los años finales del siglo XVII, pues además de Obispo de Cuenca tuvo asiento en el Consejo de Castilla una larga temporada. Manejaba dinero y con él hacía lo que los poderosos en su época: donaciones generosas a las iglesias para que en ellas se dijeran muchas misas por sus almas pecadoras. Pero los cuadros, probablemente adquiridos a un bajo precio, de algún mercader que no los apreciaba, quedaron colgando de los muros de Almadrones sin pena ni gloria.

El cronista provincial Layna Serrano llegó a verlos, y decidió estudiarlos, pero en esas estalló la guerra civil, en 1936, y al menos consiguió que esos cuadros mejor estuvieran protegidos, pues la línea del frente pasaba justo por Almadrones. Y especialmente pasó en marzo de 1937, pues en sus orillas se desarrolló la importante batalla de ataque a Madrid por parte de las tropas franquistas e italianas. Los cuadros se transportaron al fuerte militar de Guadalajara, a lo que había sido Monasterio de San Francisco, pero que entonces era sede del gobierno militar de la provincia. Allá quedaron, igualmente arrinconados, hasta que terminada la guerra los vió y valoró como merecían don Juan de Contreras, marqués de Lozoya, a la sazón director general de Bellas Artes. Creyó con buen tino estar ante una valiosísima colección de “grecos” y los mandó al Museo del Prado, a que los valoraran y restauraran. Y así se hizo.

De ello se enteró quien a la sazón (1946) era obispo de la diócesis de Sigüenza, don Luis Alonso Muñoyerro (natural de Trillo, por más señas) y tan pronto como el Estado los restauró, esgrimió su derecho de propiedad sobre los cuadros que formaban este Apostolado, que a esas alturas de los acontecimientos solo contaba con nueve cuadros de los 13 que originalmente tendría (según un inventario de comienzos del siglo XVIII).

Empobrecida al máximo la diócesis, tras una guerra civil catastrófica, el obispo trató de obtener un rendimiento económico de aquel hallazgo, pues (pensó) colgar otra vez los cuadros de los muros de la iglesia de Almadrones hubiera sido una irresponsabilidad. Sin embargo, en vez de llevarlos a otro lugar más acogedor y seguro, decidió venderlos. Así las cosas, el Museo del Prado (que también salía empobrecido de una guerra fatal) pujó por la compra de los cuadros, pero solo tenía posibilidad de destinar para ellos la cantidad de 200.000 pesetas. Así y todo (parece como que estuvieran de rebajas entonces en la diócesis) el obispo Alonso accedió a venderle a la pinacoteca nacional cuatro cuadros del conjunto por ese dinero (salió, pues, cada cuadro, a 50.000 pesetas, o sea, a 300 euros actuales). Por el resto de las piezas (que alcanzaron la cifra de unas 800.000 pesetas, pujó el marchante de arte Mr. Kress, quien dijo adquirirlos todos para la National Gallery of Art de Washington, aunque él mismo los debió de revender consiguiendo en la rueda de las subastas americanas unas pujas mucho más altas de mercaderes norteamericanos, ocurriendo así que tres cuadros fueron adquiridos por George Henry Alexander Clowes para su fundación, en 1952, pasando en 1972 al Indianapolis Art Museum. Otro, el San Andrés, por el County Museum de Los Angeles, y el último, el San Juan Evangelista, para la Kimbell Art Foundation de Fort Worth, en Texas, que después en 1982 se lo vendió a un particular norteamericano.

De esa manera, el Apostolado de El Greco de Almadrones quedó fragmentado, disperso, y, al menos, bien cuidado en sus respectivos destinos.

Los cuatro cuadros de Almadrones en El Prado

De los trece cuadros de El Greco que hubo en Almadrones, al Museo del Prado se llevaron los cuatro que representan a Jesús el Salvador, Santiago el Mayor, Santo Tomás y San Pablo. El magnífico San Juan Evangelista está en un desconocido (para mí) domicilio de algún adinerado ciudadano norteamericano; al Country Museum de los Angeles marchó el San Andrés, y para el museo de Arte de Indianápolis emigraron los que representaban a San Mateo, San Simón y San Lucas. Los otros cuatro restantes se consideran perdidos totalmente. Después de este episodio de expolio tan llamativo y tan reciente en nuestra provincia, por lo menos nos queda el consuelo de poder admirar en el Prado los cuatro cuadros representando a Cristo y sus apóstoles, que en la conmemoración del Cuarto Centenario del Greco merecieron incluso la mención especial del ministro Wert de Educación y Cultura en la sesión de inauguración de este Año el pasado martes 14 de enero.

Los cuadros procedentes de la Alcarria tienen desde hace años un puesto de honor en las salas “grecas” del Prado. No es para menos. Son paradigmas de su pintura, esencias del artista que ahora con congrega. Bien podría resumirse el arte todo de Domenico Theotocopulos en esos cuatro cuadros. Da lástima saber que formaban parte de un apostolado completo, hoy fragmentado y parte de él perdido. Pero ante la luz, el color y las formas de estas pinturas no cabe hacer otra cosa que quitarse el sombrero, y admirarlos.

La figura central del conjunto era la que hoy se designa como “el Salvador”, la única que presenta una postura frontal, y una mirada al frente. Quizás el que menos tiene de mano del artista y más de su taller, porque la vestimenta es muy floja, apenas tiene tratamiento.

Le sigue la figura de Santiago el Mayor que ha sido considerada como la mejor del conjunto. Quizás en parangón con el San Juan Evangelista…  Se ha dicho (lo ha dicho Gudiol) que se muestra como un directo antecesor del arte de van Gogh. Lo veremos en la exposición que para el Otoño prepara el Prado acerca de “El Greco y la Pintura Moderna”. Pero la fuerte personalidad del rostro del apóstol mayor, y la gracia de su mano, nos entusiasman. Todos ellos son figuras que nos dan la sensación de estar inacabadas. Y no es que tras tantas vicisitudes se hayan estropeado. Es que El Greco, y su taller, ya en momentos de la decrepitud del artista (estas pinturas son de la época 1610-1614, los cuatro últimos años de la vida del griego) hicieron cosas con el mayor sabor que nunca, pero también a una velocidad endiablada y con poco detalle en el remate de fondos y extremidades. Parece que solo se fijaban en los rostros, en las proporciones, en los fuertes colores. Quizás nos da la impresión de que en esos años últimos la “empresa” Greco iba muy deprisa en sus encargos. Y por eso este Apostolado, que no sabremos nunca a qué lugar iba destinado, y por parte de quien fue encargado, acabó en lo alto de los muros fríos de la iglesia de Almadrones, como una maula que en el siglo XVII no interesaba a nadie.

Así y todo, los rostros de este Cristo y sus tres apóstoles (los podemos ver en las imágenes adjuntas) tienen la fuerza y el valor de lo sublime.

Con esta memoria de un conjunto pictórico de primera fila, bárbaramente expoliado de nuestro acervo artístico provincial, evidencia de unos tiempos de locura colectiva, pongo fin a este recuerdo doble que he querido tener de Domenico Theotocopulos en el año de su Centenario. “El Greco 14” tiene en estos lienzos de Sigüenza (la Anunciación) y Almadrones (el Apostolado) la prueba de que Guadalajara jugó un destacado papel en guardar la memoria del genio de la pintura.

 

Campos de Castilla, desde Medinaceli a Anguita


El próximo miércoles día 12 de febrero, y en un conocido Centro Cultural de Madrid (el Auditorio Axa, en el Camino de la Fuente de la Mora), se va a presentar un libro que tiene mucho que ver con Guadalajara y sus territorios más norteños, concretamente los pueblos y paisajes de la serranía del Ducado, aquellos por los que hace novecientos años cruzó el Cid Campeador y sus mesnadas, dejando en su Cantar los nombres sonoros que aún nos llegan: Medinaceli, Anguita, Abengalbón, el Campo Taranz, y el viento frío que se corta en las ramas de las sabinas.

El título de la obra lleva en sí un mensaje de leyenda propiciatoria: “El beso del Moro Abengalbón” nos llama a descubrir quien fuera aquel personaje y con qué objeto y a quien dio un beso. En cuatro líneas puede contestarse esa pregunta, porque el moro Abengalbón fue el reyezuelo de la taifa de Molina que la gobernó en los años en que Rodrigo Díaz de Vivar anduvo cruzando España desde Burgos a Valencia, y porque a los andalusíes de entonces (y creo que aún ahora) dar un beso en el hombro de alguien suponía la demostración de un apoyo y una amistad bastante firme.

Las tierras frías que median entre Medinaceli y Sigüenza, allí por donde pasaba el tren que se metía, sonoro y traqueteante, bajo la sierra por el túnel de Horna apareciendo en Torralba, son lugares que siempre han propiciado la literatura más sensible. Si por un lado el Cantar del Mío Cid acude a ellos para situar los momentos más densos del pensar castellano, es en el siglo XX don José Ortega y Gasset quien se aventura por ellos, a lomos de una mula, y descubre también la metafísica de nuestro país, brotando de los solemnes horizontes, de los abrigados recueros, de las aldeas de doble puerta y templo enorme para los cuatro viejos que allí habitan.

En ese viaje iniciático, ilusionado, en pos de un amor que solo se nutre de un destello, el protagonista pasa por los caminos silenciosos y va cruzando el arroyo de la Fuentecilla, o los regatos del Parral y Vallehermoso a la derecha del Henares. Tras pasar por Alcuneza, llega a Sigüenza donde se enfrenta, de un lado, a la enormidad de su conjunto urbano, a la catedral y su germen, el Doncel don Martín Vázquez de Arce, y de otro a la solemnidad de la cocina de un restaurante que hace esquina, frente a la Alameda, entre la calle de San Roque y la ermita del Humilladero. En ese lugar (al que no nombramos por no hacer publicidad, pero que todos saben que es uno de los mejores espacios gastronómicos de nuestra tierra) el poeta Gustavo Franco se va a enfrentar con su destino.

A propósito de un libro de viajes

Es esta una novela que es al mismo tiempo un libro de viajes y una reflexión acerca de un territorio difícil de clasificar, porque ni es sierra ni es llano, ni está vacío ni está poblado: los personajes que la pueblan no pertenecen a este mundo, van por la tangente, se aproximan tanto que parecen humanos, pero al final se demuestran nacidos de la mente genial de un escritor que los procrea y los alimenta por años.

Debe advertirse que este libro se sale –como los anteriores libros firmados por Luis Miguel Díaz-  de la prefijada línea de las novelas, de los poemarios o incluso de las guías de turismo. Este es, por definirlo de alguna manera, un libro de viajes, en el que los personajes se van formando, delimitando, encontrando mutuamente, y acabándose, sobre los caminos reales de un entorno lleno de magnetismo y fuerza: sobre los pelados horizontes de la Serranía del Ducado, entre Soria y Guadalajara, a la usanza vieja de quienes caminaban tres o cuatro leguas al día, como por entretenimiento, asombrándose de cuanto ven.

Y en este sentido, nuestro interés se centra, capítulo tras capítulo, más en las cosas que ven que en las cosas que les pasan a los protagonistas. Estos son muy singulares, productos de la imaginación, aunque con referencias reales o literarias bien definidas: Quintin Elvigoraco, o Q a secas, es una ficción que cobra volumen, melodía, aliento real y con fuerza: es el personaje que ya creó Luis Miguel Díaz en su anterior novela, y que vuelve con aventuras y perfiles nuevos. Le secundan sus adláteres, Rita su hermana, Víctor su empleado, más la Sonrisa Hiriente de Carlota y el procaz Peloescombro, a los que aquí se añaden el poeta turbado que es Gustavo Franco, el médico holístico Stanislav Svidrigailov, el mago de Maranchón señor Granzel y una leyenda literaria que a todos mueve y empuja por los caminos: el moro Abengalbón, el Cid Campeador y su primo Alvar Fáñez de Minaya.

Itinerario festivo y guía de viajeros

En Medinaceli y Sigüenza centran sus humos estos personajes y sus andanzas. En la empinada villa del Alto Jalón comienza y acaba el viaje que va a recorrer por etapas unos caminos que en mayo están verdes de trigos que se salen y unos arroyos que suenan. A campo través van hasta Barbatona (a pinar través, mejor dicho) y de allí a Jodra donde ven su románica iglesia; y a Estriégana, para acabar en Alcolea visitando todo lo visitable, y, por supuesto, la Casita de Piedra, de la que los viajeros dan una cumplidísima descripción y una vivencia muy cordial. Pasan luego por Garbajosa, por Aguilar de Anguita y se pierden un poco por el empeño pétreo y solemne de Anguita. Para ascender luego el curso del Tajuña llegando a Luzón (en el que el autor recuerda al cronista Layna, allí nacido en 1893) y pasando de allí a Maranchón, donde suceden cosas de larga memoración. Bajando finalmente, a través del Campo Taranz, que al Cid sirvió de atalaya de su viaje, hacia Medinaceli por Layna, Urex y Arbujuelo.

Todo ello, este viaje, va dicho con un lenguaje de difícil clasificación. Por ratos parece salido de un libro antiguo y dorado, pero a trechos se transforma en gracioso, sorprendente, redicho y cordial, dialogante y ameno, estupefaciente. Aunque Quintín no deja de hacer quintinadas en toda la novela, parece que es él mismo quien ha escrito el libro, porque “Quintín es una carcajada entre la densidad del entorno y la suya propia”, llega a decirnos el autor en algún sitio. Es este viaje, que va más allá de la simple guía, el que nos incita a repetirlo. Y a buscar entre los trigos altos, los pinares densos y los breves sabinares que bate el viento, la emoción de aquella leyenda que dice cómo el moro Abengalbón, rey de la taifa de Molina, saludó al capitán Alvar Fáñez con un beso en el hombro, signo evidente de la amistad y el concierto.

Nada menos que un libro de aventuras, de viajes y de carcajadas. Es difícil clasificar esta nueva, y por ahora última, novela de Luis Miguel Díaz. Pero en todo caso aquí la saludamos y brindamos apoyo, animando a todos a que la lean, a que la usen, aunque sea como guía animada y animosa de viajes.

El autor de “El Beso del Moro Abelgalbón”

Aunque no reside habitualmente en Guadalajara, el autor de este libro, Luis Miguel Díaz González se considera de la tierra y a ella viene siempre que puede: a disfrutar de la soledad de sus campos y a inspirarse para su aventura literaria, que va tomando fuerza con cada nuevo libro que saca. Nacido en 1964, inició estudios de Psicología y Sociología, que quedaron inconclusos, dedicándose ahora a la gestión en una multinacional de seguros.

Él nos dice que se considera ajeno a religiones y etiquetas, y solo se preocupa de acumular la cultura que le dan lecturas y experiencias: le queda dentro todo aquello que aprendió y luego ha olvidado.

Es escritor de novelas, de relatos encadenados, de situaciones vitales y esperpénticas, de sentimientos profundos también: se vaticina en él un escritor distinto, de calidad sin duda, con aportaciones nuevas.

En los albores de su carrera literaria, escribe “Rosas de Laurel o La Venganza de Don Lucio”, una pieza teatral inédita, más tarde mejorada y utilizada parcialmente en su primera novela, “Numen divino”.

En este orden pueden ponerse sus obras publicadas: “Numen divino”, primero, en 2006, una especie de ensayo novelado, de estructura compleja y trazas de eso que se ha dado en llamar realismo mágico. El narrador se incorpora a su propia creación multiplicando el yo en varias direcciones. Esta novela es un canto a la pureza del niño y a la esperanza del poeta.

Le sigue “Madre Victoria”, en 2009. Un trabajo de construcción más ortodoxa, con una lectura de mayor aceptación. La azarosa vida de una mujer, quien, por carecer del cariño materno, se alimenta de la idea platónica de la madre, su Madre Victoria, su alter ego proyectado en las memorias que va escribiendo.

En 2011, Díaz publica “Los Eremitas de Henarejos y otros cuentos”, siendo el que da título al libro una invitación al recogimiento. El segundo trata del hilarante y sin par Quintín Elvigoraco, personaje que repite en su siguiente libro. El tercer cuento es en la forma una incursión en el género del misterio. El libro llama la atención por sus cambios de tercio y su mezcla de géneros.

Al fin, en estos días finales de 2013, da a luz “El Beso del Moro Abengalbón” como novela viaje que discurre por los altos páramos de la Sierra del Ducado, entre Soria y Guadalajara: siguiendo el Camino del Cid, y atravesando sus pueblos y sus derrotados paisajes, un grupo de variopintos personajes hace unas Jornadas cidianas en las que ocurren muchas cosas y se palpan innumerables sentimientos.

La calidad literaria de Díaz González es una segura vena por la que discurren ideas y situaciones. No me cabe la menor duda de que estamos ante el inicio de una gran carrera literaria, que como todas las de verdad, avanza lenta, pero segura, firme en los tiempos, densa en los contenidos.