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agosto, 2013:

De plaza en plaza por Guadalajara

La plaza mayor y el Ayuntamiento de Budia

Es difícil dudar de cual sea la más espectacular Plaza Mayor de nuestra provincia. Es difícil rechazar la candidatura de Sigüenza para este puesto, el que corona la más serena y rotunda de las plazas, la más colmada de años, de edificios y memorias. Una plaza con catedral y ayuntamiento, con palacios y casonas, con soportales y escudos…  Pero a la de Sigüenza se unen muchas otras. Tantas, que dan de sí para hacer una ruta, y bien amplia, por los caminos de Guadalajara para admirar plazas mayores, relojes concejiles, copudas olmas y señoriales palacios ducales.

Las clásicas 

A la de Sigüenza, suprema delicia tapizada de piedra arenisca, de sonidos campaniles y rumores de mercados, se une la gran plaza de España en Molina de Aragón, en la que se levanta al costado norte su antiguo Ayuntamiento, pegado a la primitiva iglesia de los condes de Lara, la Santa María del Conde que hoy ha quedado como centro cultural. En ella se alzan los estrechos solares hidalgos y la fuente del Centenario. Más el palacio de los marqueses de Embid. Y el sonido de fiestas siempre, la memoria de sus encamisadas, de sus castillos y luchas de moros y cristianos, de sus fanfarrias nocturnas y justas poéticas.

En Atienza lucen dos plazas mayores, separadas por un callejón en cuesta en el que se alza el Arco de Arrebatacapas, memoria de su circuito de murallas. En la de Abajo, que está dedicada a España, luce el Ayuntamiento barroco y la también barroca fuente de los delfines. En la de Arriba, llamada también del Trigo, el íntimo sabor de los soportales y las galerías talladas con escudos de clérigos y cofrades.

A Pastrana la desborda la memoria dela Princesade Éboli, puesta en una esquina dentro de la gran reja de su Ventana “dela Hora”, que da nombre a la plaza y a la leyenda de la tuerta revoltosa. En esa plaza mayor dela Alcarriasuena la piedra dorada del palacio de los duques, hoy remozado, y los sencillos edificios populares que la bordean para entregar su telón de fondo, abierto y luminoso, en forma de pantalla soleada y ornada de la distancia azul del valle del Arlés.

En Cogolludo todo es piedra renaciente, memoria de alabastro y visita de almirante: en su costado norte se alza la fachada plateresca del palacio de los duques de Medinaceli, y por delante de sus tres paramentos soportalazos están los desfiles de victoria que acompañaron, es seguro, a Cristóbal Colón, cuando vino a decir a los duques que otro mundo era posible, que él lo había encontrado. La fuente de pilón es su mejor complemento.

En Fuentelencina verá el viajero un sucinto resumen de sencillas arquitecturas. Mejor o peor conservadas las populares, queda el recio son de su público concejo: el Ayuntamiento de esta villa alcarreña es un paradigma, con su galería sobre los soportales, el muro cubierto de portadas, ventanales y escudos, los capiteles señeros, y la gran fuente delante.

La de Hita es una plaza destartalada y luminosa, que parece no tener bien definidos sus límites, pero que en todo caso nos muestra la sentencia de su cerro en alto, con los restos pétreos de su castillo, y a la entrada esa gran puerta medieval que, ahora renacida, habla y canta a un tiempo los versos del Arcipreste. En su rincón sorprende un astrolabio que da sentido a la ronda de los días, y por aquí y allá resuenan versos clásicos, memorias de damas y caballeros vivos.

A la de Brihuega llaman “el Coso” porque de siempre se celebraron en ella las carreras de toros, los juegos de lanzas, los mercados. En su extremo meridional, el Ayuntamiento de razón neoclásica. En otro lugar, la cárcel barroca que es hoy biblioteca municipal. Y en medio las grandes fuentes carolinas. Además cuenta con la entrada sombría de sus cuevas moras, y el recuerdo de milagros virginales, de moros valientes y horribles batallas.

Todavía a Cifuentes debe el viajero acercarse para dar un paseo triangular por su plaza, en la que los soportales clásicos se amparan bajo la silueta rojiza de su gran templo parroquial. Allí estuvo el palacio de los condes que pereció por la rabia borbónica de don Felipe el quinto, y allí está el Ayuntamiento de serena torre y reloj pacífico.

Las menudas

Son muchos otros los pueblos, pequeños o grandes, que en la provincia de Guadalajara ofrecen sus plazas mayores abiertas, en la mayoría de ellas la iglesia presidiendo su costado norte, y en otras muchas su edificio concejil ejerciendo su voz o contrapunto popular frente al sonido hondo de las campanas y los sermones.

En Horche vemos uno de los más bonitos ejemplos de plazas mayores dela Alcarria. Encuesta, porque lo está todo el pueblo, el Ayuntamiento surge en el costado norte, compuesto de planta baja soportalada, y alta con galería cerrada, todo ello con arquitectura de piedra caliza y maderas, Se remata en torrecilla ara el reloj y las campanas. El resto de los costados de la plaza ofrecen arquitecturas populares, y hasta un caserón con labra heráldica. En el centro, la fuente tradicional.

La de Budia es otra de las bonitas plazas alcarreñas. Aunque de planta cuadrangular, casi parece triangular porque su costado meridional es muy estrecho, y solo sirve para embocar la calle mayor que sube hacia el convento. En el costado norte, se levanta el Ayuntamiento, con planta de L, con soportal en el piso inferior, abierto mediante amplios arcos rebajados de piedra, y con galería abierta en el superior, rematando el conjunto con una torrecilla para el reloj y la campana. En ese edificio se aneja la Cárcel antigua, ahora en proceso de remodelación para otros usos, y que todavía visitó, en calidad de inquilino, el premio Nobel Camilo José Cela en 1946, cuando realizó a pie su viaje alcarreño. Entre concejo y cárcel, adosada al muro del edificio vemos la gran fuente común, de recia sillería y capiteles adornada.

Conviene recomendar la visita de la plaza mayor de El Casar, porque su estructura alargada y amplia permite observar, una vez más, ese lenguaje de los edificios públicos principales, enfrentados en cada uno de los costados menores: el Ayuntamiento, de traza clásica campiñera, y moderna realización, frente a la iglesia parroquial, del siglo XVI, con soportales amplios. En los lados largos, edificios de ladrillo, propios de la zona.

En Mondéjar encontramos también una buena plaza mayor. Es cuadrada, y tiene soportales en tres de sus lados. El cuarto está ocupado por un muro de piedra con escaleras de doble tramo, que sirve de basamenta a la notable iglesia parroquial dela Magdalena, mandada construir en el siglo XVI por los Mendoza señores de la villa, siendo sus tracistas y directores los arquitectos Adoniza, que plantearon en esos momentos, en el primer cuarto del siglo XVI, la plaza delante del templo. En su costado occidental se alza el Ayuntamiento, de moderna traza.

La plaza de Torija es hoy una hermosa estancia pública, recuperada no hace muchos años como lugar de conjunción de edificios y sobre todo como espacio abierto de magníficos perfiles. En ella destaca sobre todo el castillo de origen templario, de reconstrucción medieval y mendocina, que se extiende por sus costados de mediodía y levante. Al norte está el Ayuntamiento, de construcción moderna y trazas clásicas, y en el costado occidental aparecen una serie de edificios, con soportales bajos y variadas tipologías.

En Brihuega la plaza mayor es también llamada “el Coso”, porque en ella se celebraron tradicionalmente los espectáculos de corrida, juego y muerte de los toros, Es muy amplia, y viene su actual forma de los tiempos de Carlos III en que fue trazada poniendo el Ayuntamiento en su costado meridional, consistiendo este en un edificio de tipo neoclásico, con atrio inferior y balconadas superiores, más la tortea central albergando el reloj. Como herencia del medievo, en esa plaza o Coso aparece tambiénla Cárcel, que en el caso de Brihuega fue rehecha también en estilo neoclásico a finales del siglo XVIII, así como dos grandes fuentes de anchos pilones y macizas espaldas que dan entrada a la plaza desde lo principal de la villa.

La villa de Jadraque, amparada por el cerro de su castillo, tiene una estrecha plaza mayor, de planta alargada, con fuente antigua en su centro, y un edificio de Ayuntamiento que, aunque restaurado, mantiene las formas antiguas, con soportal inferior, balconada alta, y tortea central para el reloj, en una morfología muy típica dela Alcarriay tierras de Guadalajara.

En esta destaca la plaza mayor de Trillo, que también ha recibido modulaciones su Ayuntamiento, aun guardando la estructura descrita y tradicional. En el otro extremo de la plaza se alza la iglesia parroquial, marcando con su mole cerrada de piedra el ámbito, que tiene salida por estrecha cuesta hacia el encuentro de los ríos Cifuentes y Tajo.

En la vega del Henares destaca Humanes con su plaza castellana en la que asoma en un extremo el Ayuntamiento de atrio inferior sustentado por columnas pétreas de bonitos capiteles dóricos, y en el otro extremo la iglesia parroquial con su abierta galería, más edificios tradicionales bien conjuntados.

En Milmarcos, al extremo norte de Tierra Molina, encontramos una plaza mayor amplia en la que destacan los elementos clásicos: de un lado el Ayuntamiento, que es soportalado con anchos arcos semicirculares, y un escudo heráldico municipal del siglo XVII, frente a la iglesia parroquial de piedra sillar arenisca, en la que se conservan intactas numerosas obras de arte de siglos pasados, entre ellas el espléndido retablo manierista de tallas.

Para concluir este repaso a las más notables plazas mayores de la provincia de Guadalajara, citarla de Pareja, junto al Tajo, que ofrece un ámbito de grandes dimensiones, alargado de oriente a occidente, en uno de cuyos extremos surge el Ayuntamiento moderno, y en el frontal el palacio de los obispos de Cuenca, un edificio de marcados volúmenes con escudos heráldicos y trazas nobles. El costado norte está formado por caserones vetustos y firmes, mientras el sur tiene una serie de edificios de vivienda y comercios con soportales de variada construcción, pues alternan los pilares pétreos con las columnas de hierro fundido, dando salida a la plaza por un gran arco en el extremo de esa línea edificada. En el centro de la plaza de Pareja, al igual que en muchas otras de Castilla, aún verdea (como puede) la gran olma, de enorme círculo y poderosa sombra, que la confiere su identidad más firme.

Algunas plazas que han avanzado

De las plazas de la Alcarria, algunas han tenido la mala suerte de perder su idiosincrasia secular, su vieja estampa tierna y entrañable (es lo que le ha pasado, sin paliativos, a la de la capital, que pasó a convertirse de plaza mayor a techo de un aparcamiento subterráneo), pero otras han ganado en discreción y belleza.

Así le ha ocurrido ala de Alocén, tan medida y limpia siempre, tan balcón sobre el maravilloso panorama de la Alcarria; así le ha pasado ala de Pareja, que ha ganado en prestancia con su viejo palacio restaurado, o ala de Mantiel, a la que no le falta detalle.

Algunas otras en la provincia se han quedado vacías porque los pueblos se han quedado de igual manera: poca alegría se ve en la plaza de Milmarcos, o en la de Atienza a diario, o en la de Anguita, si no son fiestas. Pero otras han cuajado en belleza y armonía, comola de Alustante en el lejano Señorío, ola de Yebe sque ahora tiene cierto viso de modernidad, o la de Brihuega, solemne y pulcra siempre.

Ruta breve para caminar por la Alcarria

El monstruo apocalíptico de la iglesia de Valdeavellano

 

Con el tiempo bueno, los días largos, las vacaciones merecidas, y las ganas perennes de ver reir al campo y sonar las panderetas de las nubes, los viajeros que me leen están deseando salir al campo, recorrer caminos de Guadalajara, andarse las trochas por donde se contemplan los mejores paisajes o las más viejas vetusteces de nuestro patrimonio. Podríamos hacer con ese objetivo varias rutas. Esta de hoy es la de la Alcarria. Allá vamos.

Desde Guadalajara, el viajero tiene mil recorridos que poder hacer por la tierra que le rodea. Quizás la comarca más conocida y atrayente sea la Alcarria, la que con su miel, sus olivos y tantos pueblos centenarios cargados de historia y monumentos, hacen de ella un lugar que merece ser visitado y conocido. No es el menor aliciente, por supuesto, la fama que Camilo José Cela le diera con su universal escrito «Viaje a la Alcarria», en el que se daba noticia de paisajes limpios y silenciosos, de gentes bondadosas y monumentos en ruinas.

Saliendo de Guadalajara por la carretera N-320, se llega en primer lugar a Horche, lugar de típicas arquitecturas populares, con una plaza de corte tradicional, en la que para septiembre se celebran emocionantes juegos taurinos. En este lugar cabe admirar algunos paisajes muy bellos, como la «sierra de Horche», junto al valle del río Ungría. Es también una estación de especial interés por su oferta gastronómica.

Antes, yo aconsejaría desviarse un tanto a la izquierda, y llegar hasta Lupiana. No sólo por ver, en la plaza mayor del pueblo, la picota del siglo XVI que pone contrapunto de independencia al Ayuntamiento remozado, o por asombrarse unos instantes ante la portada cuajada de filigranas talladas de su iglesia. No. Yo lo digo principalmente por alcanzar el Monasterio de San Bartolomé, que fue sede inicial y siempre sede capitular de los monjes jerónimos de España, y allí extasiarse viendo las huellas solemnes de tanta grandeza: el claustro principal, obra genial de Alonso de Covarrubias, con su triple nivel de galerías en las que múltiples detalles nos avisan de su estilo plenamente renacentista, italianizante al máximo. O mirando las ruinas de la que fuera iglesia monasterial, elevada y somera como la del Escorial, en la que Felipe II algunas veces rezó y cometió su intento de contactar con Dios. Todo ello está hoy un tanto ruinoso, pero con el brillo perenne de lo que vale la pena. Se visita solamente los lunes por la mañana.

Tendilla se extiende por un estrecho valle, plenamente alcarreño, con su larga calle soportalada, en la que parece vivo el espíritu de los comerciantes de su feria que en el siglo XVI reunía gentes de todos los países. Ofrece en ella la iglesia manierista y el palacio de los Plaza Solano con capilla barroca. En sus cercanías, las ruinas del convento jerónimo de Santa Ana. Merece la pena pararse y andar tranquilamente por sus calles, sobre todo por la mayor soportalada, mirar sus viejas tiendas, departir con la gente que toma el fresco en los oscuros tramos protegidos del sol. Es como volver atrás varios siglos, y adentrarse en el misterio sucinto y cierto del siglo XVI.

Peñalver es conocido por su rica miel, y es dado admirar su encantador aspecto rural, plenamente alcarreño, y entre todos sus edificios el de la iglesia parroquial, con portada plateresca y retablo renacentista. Ahora, además, en la plaza luce un monumento al mielero alcarreño, que tiene por telón de fondo los olivares pardos del entorno.

Pastrana es uno de los puntos obligados de todo recorrido por la Alcarria. El antiguo enclave de los calatravos fue impulsado extraordinariamente por la llegada, en el siglo XVI, de la familia de los Silva y Mendoza. De tal manera que ellos convirtieron lo que fuera un pequeño burgo en una alegre ciudad, superpoblada, con templos, palacios e industrias de todo tipo. Destaca hoy en Pastrana, aparte del sabor auténtico de su urbanismo medieval y la rancia contextura de sus edificios, el gran palacio ducal que preside la Plaza de la Hora. Portada renaciente pura, artesonados en su interior, y un patio de reciente y discutida restauración. La plaza es ancha y siempre llena de vida. Subiendo la calle mayor se llega a la Colegiata, donde puede admirarse una arquitectura manierista de gran envergadura, y especialmente la colección de tapices góticos de fama universal: en ellos se narran las conquistas africanas de Alfonso I de Portugal. Además, un gran museo de arte, y un exquisito retablo de pinturas. Todavía cabe admirar en Pastrana su fuente de los Cuatro Caños, su barroco edificio del Colegio de niños cantores, el monasterio de San José que fundara Santa Teresa para monjas carmelitas, y el soberbio edificio, hoy dedicado a Hospedería, del convento de San Pedro, en el que estuvo San Juan de la Cruz.

La Alcarria ofrece aún muchas sorpresas. Por ejemplo, la villa de Mondéjar, con sus famosos vinos, cuidados en campos protegidos del frío y siempre iluminados por el sol. En este lugar destaca como monumento la iglesia parroquial, bellísimo ejemplar renacentista, y las ruinas del monasterio de San Antonio, uno de los primeros ejemplos del plateresco castellano. Lástima que anda más de la mitad por los suelos, y el entorno que lo rodea no esté todo lo limpio que fuera de desear. En la iglesia son las techumbres de luz ingrávida las que nos embrujan, y aún en las afueras debe hacerse una visita, en la ermita del Santo Cristo, a los famosos judíos de Mondéjar, una colección de figuras hechas en cartón piedra en el siglo XVI por un monje de Lupiana, en las que se representan escenas variadas de la pasión de Cristo.

Brihuega también merece ser conocida por el viajero. Encaramada sobre la ladera del río Tajuña, ofrece una historia rica y un buen conjunto de monumentos. Así el castillo de la Peña Bermeja, donde vivieron largos siglos los arzobispos toledanos. Las iglesias románicas de transición de Santa María, de San Felipe, de San Miguel. Y la bella conjunción de arte y naturaleza que supone la Fábrica de Paños, donde se conjuga la arquitectura industrial de la Ilustración española con la suave belleza nostálgica de los jardines versallescos. Murallas, portones, palacios y la gran Plaza del Coso, con su arquitectura típica, completan el recorrido por este sin igual enclave.

Muchos otros lugares merecen ser visitados en la Alcarria: desde Valfermoso de Tajuña, con su añejo castillo avizor del hondo valle, hasta Cifuentes, donde el recuerdo del infante guerrero don Juan Manuel se materializa en la altura ampulosa de su castillo; desde Budia a Sacedón, con sus embalses de Entrepeñas y Buendía, paraíso de los deportes acuáticos. En Sacedón llegan pronto, a la semana que viene, las fiestas patronales, con su acreditada feria taurina centenaria. Y en Alocén, mirador de Entrepeñas, se impone pasear sus empinadas calles y encontrarse con la esencia de la arquitectura popular de la comarca. Se trata, en fin, de un inacabable listado de propuestas para viajar por esta tierra de sorpresas inagotables. La Alcarria es todo un tapiz de infinitas ofertas que se abren ante nuestros ojos, dispuestas a ser admiradas con mansedumbre y alegría.

Una sorpresa románica en la Alcarria: la viga de Valdeavellano

En la localidad de Valdeavellano, que está en la meseta alcarreña entre los valles del Ungría y el Tajuña, puede el viajero admirar, entre otras cosas su iglesia parroquial, que es de estilo románico, del que conserva original su enorme portada con arcos semicirculares de talladas arquivoltas y capiteles historiados. En su interior, oscuro y silencioso, y bajo el coro, teniendo a un lado la vieja pila bautismal, puede el viajero admirar, si se dedica a ello, la más antigua pintura que existe en la Alcarria, una escenas de mitos y juegos medievales, coloristas y vivaces sobre la viga enorme que sostiene el coro. Al revés, eso sí, porque cuando la colocaron tras unas obras de mantenimiento, se les fue la postura y la dejaron invertida.

Sobre una superficie que mide aproximadamente dos metros  y medio de larga por medio metro de alta, aparecen  diversas figuras que fascinan por la fuerza de su temática, de su  colorido y de la viveza con que están representadas. Forman el conjunto una serie de elementos vegetales, animales y antropomorfos. Los roleos vegetales que  se ven en esta pintura son de pura tradición románica, con  volutas continuas y formaciones de grandes hojas que surgen de  tallos. Un elemento muy similar se puede ver, tallado en piedra,  en las portadas de la catedral de Sigüenza y en la iglesia de San  Vicente de esa misma ciudad, ambas obras del siglo XIII en sus  comienzos.

El elemento animal es fantástico, y representa un largo dragón  que muestra dos patas, un enorme cabeza de aspecto canino, unas cortas alas y una cola que acaba en seis cabezas pequeñas de dragoncitos, aunque originalmente tendría seguramente siete, en  recuerdo de las siete cabezas del dragón del Apocalipsis. Este  animal fantástico se está comiendo a un ser humano, del que solo  se ven el cuerpo y las piernas, pues la cabeza y brazos los ha  engullido ya el dragón.

Finalmente, los elementos antropomorfos son ocho personajes en  posturas y actividades varias: uno es caballero armado con escudo  y lanza sobre caballo a la carrera; cuatro son figuras que tocan  instrumentos musicales, de los cuales tres son de cuerda y uno de  viento (laúdes y flauta, respectivamente); otros dos personajes,  al parecer femeninos, abren sus brazos y ofrecen en sus manos  unos bultos que podrían ser (de acuerdo con un ritual de danza  medieval) ramos de flores, o posiblemente crótalos, completando  con éllos el grupo de músicos; finalmente, otro personaje es un contorsionista, y aparece en forzada postura doblando su cuerpo  en hiperextensión sobre la charnela lumbar.

Todas estas representaciones son elementos muy elocuentes del  mal, según el concepto de la Edad Media. El dragón engullendo a  un ser humano, es expresión simbólica del pecado de la lujuria, y así se ve en multitud de representaciones románicas y góticas en  todo el arte medieval europeo. Los personajes que le acompañan  son individuos en actitudes reprobables según ese mismo concepto  moral. Todo lo que no sea actividad piadosa es pecaminosa. Y por  tal se tenían los ejercicios de torneos y justas (como la que realiza el caballero), de danzas femeninas, de músicas y canciones trovadorescas, y de ejercicios acrobáticos, circenses y  contorsionistas. Todas estas actividades debían realizarse fuera  de las iglesias, y son las imágenes más elocuentes que del pecado  y la vida laica podían acentuar, dentro de un templo, el discurso  moralizante del ministro católico.

La obra es de la segunda mitad del siglo XIII o poco después, momento en el que además se levantó la iglesia toda, de la que hoy se conserva portada y ábside. Una poderosa razón para que, en el discurso de vuestro viaje por la Alcarria, hagáis un desvío hacia Valdeavellano.

Orea en el confín: tiempo y espacio

En estos días hemos podido acceder a la compleja estructura y el imponente aparato informativo que ofrece un libro referido íntegramente a un pueblo de nuestra provincia: concretamente al molinés enclave de Orea. Una obra que va a ser presentada este fin de semana, más exactamente el sábado 17 de agosto, en la localidad serrana, ahora abarrotada de gente que acude a ella a pasar el verano, por querencias familiares y por la temperatura agradable que allí se disfruta.

Palabras para presentar Orea

Me considero afortunado por haber sido de los primeros lectores que ha tenido este libro, porque he disfrutado y he aprendido mucho con él. El disfrute ha venido de la claridad con que las cosas que en él se tratan van expuestas. El método científico le impregna por completo: es claro, metódico, ordenado y cuajado de cifras, a la manera en que el mundo debe ser entendido: midiéndolo. Y el aprendizaje me ha llegado porque a pesar de llevar docenas de años recorriendo la provincia, hablando con sus gentes y mirando torres de iglesias, apuntando detalles y leyendo legajos viejos, la mayoría de las cosas que de Orea saben los autores yo no las sabía.

En este libro, que usa más de 500 páginas para tratar solamente de un pueblo, aparece con fuerza un elemento del que muchos hablan y pocos se paran a definirlo: es la intrahistoria, de la que don Miguel de Unamuno decía que era ese discurrir de la vida tradicional que viene a servir de decorado a la historia visible. En Orea apenas han ocurrido cosas que puedan ser anotadas en los libros de Historia. Es más, yo diría que no ha ocurrido nada que deba aparecer en los libros de la historia de Castilla, de España toda. Pero en esta villa cada día que ha pasado, desde hace más de dos mil años, han ocurrido cosas: las que han sucedido a sus habitantes, las que han tenido que ver con ellos mismos y ellos solos, con sus cuentas diarias, con su estructura de grupo, con sus relaciones de poder y con sus formas de pensar. Esa sucesión de elementos es lo que da pie a la historia, que en este caso, y por haber sucedido solo en Orea y a sus gentes, se puede definir como intrahistoria real. De esa que el Diccionario oficial dice que es “La vida cotidiana en la que se insertan los grandes acontecimientos históricos”. Y como a veces la literatura es la única vía por donde puede expresarse la intrahistoria, aquí ni eso, porque en este libro no hay un gramo de literatura. Todo en él es realidad, percepción exacta, apunte verídico.

Los autores de este libro son dos profesores en las materias (en la Geografía y en la Historia), que podemos calificar como científicos de una pieza, originarios de Orea, y entregados durante mucho tiempo a la rebusca de datos y a su análisis estructurado. De Juan Pablo Herranz Martínez, que ha sido catedrático de Geografía en el Instituto de Enseñanza Media “Brianda de Mendoza” de Guadalajara durante muchos años, e incluso ha servido a la provincia desde distintos puestos políticos, poco podemos decir, pues es conocido de todos. De Federico López López, también natural de Orea y allí muy querido, podemos dar razón de su actual puesto como catedrático de Geografía e Historia en el Instituto “Santiago Grisolía” de Cuenca.

Memorias antiguas de Orea

En esta obra, que nos ofrece completa a más no poder la memoria antigua y el pasado más reciente de Orea, hay datos para comprender su evolución  secular y su vivencia actual. Aunque me gustaría resumir ampliamente toda la obra, creo que esta es tarea imposible y por eso me limito a recomendar su lectura y análisis a quien esté interesado en ella. Me consta que en Orea ya la han leído o van a leerla muy pronto todos sus vecinos.

Pero no me resisto a dejar aquí apuntados algunos datos curiosos, como por ejemplo el hecho de que la extensión del término municipal de Orea, con sus 71,54 Km2, sea uno de los más extensos de la provincia de Guadalajara. Y de que en su término haya aún constancia o memoria de otros tres antiguos pueblos o grupos habitacionales, de los que quedan pálpitos en forma de una finca y de breves restos derruidos. Son estos: “Villanueva de las Tres Fuentes” o La Chaparrilla, que fue creada en los primeros años del siglo XVIII por don Juan López de Azcutia (Molina, 1684) y dirigida luego por los Corrocher; La villa de Pajarejo, en el valle dela Hoz Seca, que fue sede de diversas industrias relacionadas con la madera, los batanes y los tejidos, y finalmente el mínimo lugar de Azcutia, del que solo el recuerdo queda.

El origen de Orea es muy remoto. Son diversos los asentamientos celtíberos que se encuentran en el territorio. Aparte de la gran necrópolis de Griegos, muy cercana, en el término oreano aparecen evidentes muestras de castros celtíberos en “El Cerrillo de los Moros”, el “Lugarviejo” en La Chaparrilla y el cerro de “La Mezquita”, al S.O. del pueblo, donde se han hallado cerámicas del siglo III antes de Cristo. También en el “Cerro de la Horca” se ven murallas ciclópeas, y de estos restos antiquísimos, evidentemente prehistóricos, hubo quien coligió que se trataba de castillos medievales (Sánchez Portocarrero, Layna Serrano) que evidentemente no los visitaron.

La historia real de Orea comienza en el siglo XII, cuando la comarca es conquistada para Aragón por Alfonso I, en 1128, y poco después se produce su repoblación con gentes venidas del norte de Castilla, y con vascos y navarros. A los vizcaínos que llegaron luego, en el siglo XVI (está documentado) se les tiene por “gente extranjera y conflictiva”.

La primera referencia escrita de Orea aparece en el testamento de doña Blanca de Molina, señora del territorio, en 1293. Allí se lo señala en herencia a Fernan Saez, hijo de Bartolomé García.

Otra antigua referencia es la del libro de las estadísticas de las iglesias de la diócesis de Sigüenza, de 1353, en la que se decía que su parroquia era asistida por dos beneficiados.

Pocas referencias más hay en los tiempos medievales, en los que aquel lugar lejano de todo, elevado y frío, solo tenía interés como espacio rodeado de bosques, que en el verano se veía muy transitado de ganaderos y madereros. Los historiadores molineses a partir del siglo XVI, lo mencionan con detalles que nota venían rodando de antiguo. Así, el licenciado Núñez en su “Archivo de las Cosas Notables del Señorío de Molina…” dice que “Orea es pueblo antiguo… este pueblo se llama Orea porque como está en alto siempre allí hay oreo o viento y orea el aire… es un pueblo de muchos propios y riquezas… y señala una “casa grande” y hasta “tres castillos como atestiguan sus ruinas y cimientos”.

Más tarde, en el siglo XVII, don Diego Sánchez Portocarrero es quien nos da una detallada relación de Orea, pero creo que sin haber llegado hasta allí. Dice así en su gran Historia del Señorío: “Orea es un lugar muy antiguo del que  ay mención en el testamento de la Infante Doña Blanca. Su nombre consuena con una voz griega que significa monte y es bien a propósito de su sitio, puedese presumir desta nación (y no lo apoya menos haver no lexos  de este pueblo uno llamado Villar de Griegos como consta de las concordias de términos hechas con Albarracín)… y en lo más moderno se fabricó allí una Casa fuerte,  cuyo edificio dicen que se consumó en setenta Días por las invasiones que hacía en los contornos  el Cavallero de Motos. En este tiempo se hace en Orea un noble edificio para la fábrica y fundición de Artillería y Valas de Hierro, utilissima para esta Monarchia por la comodidad y cercanía de los materiales”.

Finalmente, en el siglo XVIII, es don Gregorio López de la Torre Malo, quien en su Chorográfica descripción del Señorío de Molina nos dice acerca de la villa de Orea que “es Villa antigua, significa monte: mandó el Pueblo la Infanta Doña Blanca a Fernán Sánchez. En su término se ven ruinas de muchos Castillos, y en él huvo una Torre, fundada por la Familia de Malo, contra el Cavallero Motos. En el siglo passado huvo Fábrica de Artilleria, y Balas. De Orea era Roque Martínez Pastor, a quien en el siglo passado le nació un Espino cerca del estomago, y cada año, a su tiempo reberdecía, y florecía. Todo confía por Testimonios, que refiere el Padre Nieremberg en su tom. 3. de Obras Philosoficas. En su término se ha fundado el Pajarejo, unas Caserías con Fábrica de Vidrios, y Paños, por Don Joseph Franco, Vecino de Orihuela.

Cerca de Orea, y el Pajarejo hay unas Caserías, propias de Don Juan Lopez Azcutia, Secretario de la Presidencia de Castilla, y de la Real Junta de Abastos. A la vista de este Lugar, y en término de Aragón, está en lo alto de una muy elevada montaña el celebradísimo de Nuestra Señora del Tremedal, aparecida en el año de 1168, como refiere en su Historia Don Francisco Llorente, Rector de Orihuela, cuyo sagrado Templo está siempre abierto y patente, por especial milagro de nuestra Señora”. Es evidente que tampoco llegó a visitar el pueblo.

El libro sobre Orea

En esta obra aparece todo lo referente a la geografía (el espacio) y a la historia (el tiempo) de Orea. Esos son sus dos grandes capítulos. En el primero, el del espacio físico, surgen poderosos los elementos que le dan horizonte y color. Allá van los nombres sonoros de sus relieves y valles, de sus ríos y praderas, de los despoblados que aún suenan, y hasta de sus vientos. Qué sonoridad en ellos, en ese aire tortosino o matacabras que en el invierno sopla desde el nordeste, o el aire moruno y molinilla frío y húmedo que viene del noroeste.

Qué pasmo saber que sus alturas son nombradas como el Alto de las Neveras, los Castillos Fríos y el Cerro Pirineo, por decir sólo algunos. En esas rigurosas destemplanzas del invierno, en las que todo es hielo duro y blanco, transparente casi. La descripción de los elementos de la Naturaleza de Orea es pasmosamente hermosa. Los autores, que se han pateado palmo a palmo el término, recogen desde sus ámbitos más característicos como la paramera calcárea de Cerro Caballo o el cañón fluvial del río Hoz Seca, a lugares emblemáticos y curiosos como el río de piedras del Arroyo del Enebral o los callejones entre las Peñas Rubias, las altas Lomas y el cerro Caballo a la única laguna del término, la Salobreja, de la que describen fisonomía y origen, como lo hacen de sus bosques (el pino silvestre sobre todo, con sus pintas de roble, sus jarales y hasta las remotas manchas de sabinas rastreras) y de sus muchos pastos a los que califican, con toda razón, de gran calidad y valor: una geografía serrana, de altura, limpia y cuajada de lecciones.

La segunda parte del libro, más amplia, es modélica en su estructura y contenido. Aparecen ordenados (y medidos en forma de tablas, de gráficos, corroborados en documentos manuscritos y mecanografiados) los datos acerca de su población, de su economía, de su estructura social, de sus organizaciones locales y poderes políticos, e incluso de la distribución y sentido de las ideologías y actitudes vitales de sus gentes, a lo largo del tiempo en que han podido ser constatadas y medidas. El equilibrio entre lo urbano (el caserío de Orea, sede de habitación de sus protagonistas) y lo espléndidamente natural, es lo que da carácter al pueblo y levanta nuestra admiración, nuestro entusiasmo por esta tierra que siempre nos parece estar tan lejos de todo, pero que a través de las páginas de este libro se desvela como salida del corazón, como un pálpito rumoroso que nunca acabará.

Signos heráldicos de poder y fama en Sigüenza

Pasear las naves de la catedral de Sigüenza sigue siendo un ejercicio de cuerpo y alma, una útil transición entre la realidad del mundo de hoy, y la palpitante visión entretejida de sombras de los mundos de ayer. En el atenazante calor del verano, cuando el campo es ya de un rubio ardido, y el aire oprime los pulmones, reconforta pasar al fresco sombrajo de la catedral, del templo seguntino de Santa María, en el que tantas sorpresas, o tantos recuerdos, esperan al visitante. 

Historias múltiples

La Catedral de Sigüenza es uno de esos lugares rituales donde la expresión del espíritu humano y su vertiente social y religiosa se han expresado con mayor intensidad. A lo largo de ocho siglos (pues comenzó a construirse a finales del XII), múltiples grupos y personas han ido poniendo ilusiones, trabajos y esfuerzos en hacerla grande, alta y cuajada de mensajes. Javier Davara, en un memorable trabajo que le sirvió de Tesis Doctoral, revisó el sentido comunicacional que la ciudad de Sigüenza, y muy especialmente su catedral basílica, han tenido a lo largo de los siglos.

Uno de esos contenidos es, sin duda, el de transmitir al pueblo que la ha usado, los mensajes que algunas personas le han querido enviar. En muchos casos de Fe, de religiosidad, de belleza. Pero en algunos otros de meditada razón propagandística de sus excelencias. De ese modo, y aunque parezca un tanto exagerada la frase, la catedral de Sigüenza ha servido de gran «cartel publicitario» para algunas misiones diseñadas de forma muy premeditada por sobresalientes personajes de nuestra historia.

Por otra parte, no es nada nuevo decir que cualquier edificio, cualquier adorno que en ese edificio se encuentra, tienen una intención comunicacional determinada. Tanto en la Edad Media como hoy en día, así ha sido. El pueblo que pasa delante, que ve siglas, dibujos o jeroglíficos, trata de encontrarles sentido, y, a veces sin quererlo, se lleva clavado en el cerebro el intencionado mensaje de potencia que encierra. Ese poderío de la sigla, del esquema, del logotipo, que hoy ostentan las marcas, los bancos y los políticos, han sido utilizados durante siglos por las clases dirigentes, para reafirmar su poder en cualquier instancia.

Y esa forma de poder, rebozada con la sonriente camisa de la fama, se ha expresado durante muchos años a través de la heráldica, el sistema de señales que a través de complicados códigos expresaba linajes, grados, legitimidades, herencias y poderíos. Los escudos de armas, cada vez mejor conocidos, apreciados y respetados como elementos imprescindibles para el conocimiento de la historia, han sido en múltiples ocasiones auténticos elementos de poder y de fama. Sus signos seguro.

Heráldica en la catedral de Sigüenza

En la catedral de Sigüenza se repiten por doquier esos elementos. He llegado a contar más de quinientos por sus muros y techumbres repartidos. Algunos de ellos, pertenecen a un mismo personaje que se ha encargado de distribuirlos a base de bien. Así por ejemplo el Cardenal don Pedro González de Mendoza, el cardenal Bernardino López de Carvajal, el obispo don Fadrique de Portugal, etc. Quizás fueran ellos, hombres plenamente renacentistas, quienes mejor consideraran el valor clásico del escudo: seña de identidad, mensaje afirmativo de poder y de gloria, dura piedra tallada para siempre en la que los símbolos de un linaje glorioso se eternizan. Quien pone un escudo ha hecho algo grande, algo por los demás. Bajo un blasón se abre una portada, el acceso a un lugar nuevo y hermoso, o se firma un retablo, una bóveda, un obrón. Es, entonces, el signo de la grandeza, la irrefutable prueba de que ese personaje es magnífico, de que durará su nombre tanto o más que ese escudo de piedra y bronces.

Quien pone un escudo, lo hace porque es poderoso, y tiene fama. Esos signos, pues, del poder y la fama, que son los escudos de armas, en la catedral de Sigüenza se repiten con la fuerza telúrica y sonora de un grupo numeroso de hombres fuertes. Los constructores, los que deciden, los que han acompañado a reyes y han puesto y quitado cargos y prebendas a quienes han querido.

No solamente han sido obispos quienes han dejado sus escudos repartidos por los altares y los suelos de la catedral seguntina. Es verdad que la mayoría de esos escudos son episcopales. Y también que muchos de ellos solamente muestran sus armas sobre la losa fría que cubre sus restos mortuorios. Una fama que abarca la muerte. Pero también hay emblemas de civiles. De hombres y mujeres que hicieron su carrera fuera de la liturgia: están las armas del caballero Martín Vázquez de Arce, el Doncel; y de su padre el comendador don Fernando; o las de los caballeros Mora, Torres y Gamboa, que en su capilla de Santiago el Zebedeo en el claustro catedralicio (uno de los ámbitos más inquietantes y mágicos del templo) pusieron sus cuerpos derrotados bajo lápidas talladas de lambrequines y celadas. Hay, incluso, emblemas de instituciones: y allí están las azucenas dentro del jarrón, signo del poderoso Cabildo Catedralicio, señor con el Obispo de la Ciudad y su territorio; o las de Castilla y León que puso Pedro I el Cruel sobre la torre del mediodía; o incluso las armas del Estado Español que el «hispaniarum Duce» Francisco Franco, ‑según reza la leyenda que lo circunda‑ puso en el remate de la bóveda del crucero, reconstruida en 1946 tras la acometida de sus aviones contra la catedral.

Todo un repertorio de personajes, de leyendas, de mitos y realidades que en las piedras de estos escudos se resumen y aún incitan a conocer mejor, uno a uno, a estos seres y sus pasos por el pretérito mundo de esta catedral impar. Como complemento a estos recuerdos, puedo indicar, por si a alguno interesa, que hay un libro que escribí hace tiempo (Heráldica Seguntina se titula) en el que trato con alguna amplitud de todos estos temas. Especialmente los escudos más sobresalientes, los de obispos y caballeros, dibujados y explicados meticulosamente, nos permiten volver a evocar aquellos fastos, aquellas leyendas que salen al paso por Sigüenza, por sus callejas oscuras, por sus rincones evocadores. Un mundo este de los escudos que siempre creí interesante y que he tratado nuevamente de llevar al ánimo y consideración de cuantos piensan que la cultura y el conocimiento no ocupan lugar en nuestras vidas.

Un libro que ofrece todos los escudos catedralicios

Titulado “Heráldica Seguntina”, editado por AACHE como número 5 de su colección “Archivo Heráldico de Guadalajara”, en las 192 páginas de este libro se encuentra el lector con un estudio de la heráldica albergada en los muros, altares, enterramientos y espacios claustrales de la catedral de Sigüenza. En forma de fichas, aparecen todos estos escudos, y la descripción de su material, estilo, época, personaje al que representa, etc. Una introducción nos ofrece la memoria de la historia seguntina, de sus obispos y de la catedral, así como una pincelada sobre los rasgos heráldicos de este monumento. El catálogo que forma el cuerpo de la obra nos describe, ficha a ficha, los escudos de laicos (reyes y nobles), de eclesiásticos (canónigos y chantres) de obispos (desde Bernardo de Agen a Eustaquio Nieto) y en un apéndice documental con el que acaba aparece la referencia exhaustiva a los escudos que adornan pareces, mausoleos y lápidas de la capilla de San Juan y Santa Catalina, la del Doncel.

Escariche pintada de arte

Muros pintados en Escariche

Ahora que se llevan tanto las pintadas, estrambóticas y y anodinas, en las que prima la transgresión del hecho sobre la fuerza del arte, el viajero ha llegado a Escariche, un pueblo de nuestra Alcarria más honda, y se ha quedado admirado de la existencia de decenas de pintadas, gigantescas y artísticas, sobre los muros de casas y corrales, en un intento vanguardista de poner la inspiración gráfica sobre elementos, materiales y horizontes no vistos comúnmente.

No vamos a descubrir nada, porque esta iniciativa se llevó a cabo hace ahora más de veinticinco años, concretamente en 1986, y luego que pasó la fiebre ornamentista por Escariche, nada se ha vuelto a hacer en ese sentido. Ni se han arreglado los desperfectos propios del tiempo, ni se han hecho nuevas pintadas. Pero ahí quedó el testimonio de un movimiento entusiasta, que cuajó en algo distinto.

No es que, como decía Monje Ciruelo en el artículo que escribió aquel año saludando la iniciativa, Escariche se haya convertido en “centro de peregrinación artística”, porque hace un mes, en un agradable día de inicios del verano, allí no había más que lugareños tomando la sombra, y amas de casa comprando el pan. Ningún turista o viajero admirativo, como el que suscribe. Sin embargo, es bien cierto que hoy Escariche ha cuajado, en el contexto de los lugares característicos de la Alcarria, porser “el pueblo de las pintadas”. Y por ahí es por donde empieza, siempre lo hemos dicho, la capacidad de generar una atracción: por la originalidad yla exclusividad. Ningún otro lugar de nuestra provincia tiene esta muestra de arte tan especial. Es única.

Un movimiento vanguardista

La idea surgió de dos artistas locales, en 1986: Rufino de Mingo y Antonio Fernández, naturales de Escariche, muy bien relacionados en el mundo del arte, que decidieron abrir una ruta nueva a la expresión artística, y hacerlo en un lugar apartado y un tanto remoto, aunque en el corazón pleno dela Alcarria. Vinieronartistas de diversos países de América, entre ellos Rafael Rivera Rosa, profesor de la Facultad de Bellas Artes de San Juan de Puerto Rico; Anaida Hernández y Carmelo Sobrino, del mismo país; Geo Ripley, dela República Dominicana; Oscar Carballo, de Cuba, además de estos doce españoles (más los dos promotores): Antonio Antón, Rafael Liaño, Miguel Recuero, Tony Ibírico, Lorenzo Olaverri, Teófilo Barba, Justo Moral,Francisco Hernando Bahón, María del Carmen Patié y Manuel Amaro. Por calles estrechas, por costanillas y bardas, al final de una escalinata, en el borde de la carretera, o en plena calle mayor, fueron surgiendo las obras coloristas, formalistas y renovadoras, muchas de ellas con mensajes incrustados, con palomas y figuras salidas de otro continente de luz, con caballos y seres humanos, con noticias de inventadas batallas, con ángeles suspensos y soles rientes. Esa mezcla de ofertas y de formas convirtieron a Escariche en un experimento que le hizo aparecer en la prensa, en los comentarios de calle, y que le procuró eternidad en las crónicas de esta tierra. Una eternidad que, de momento, y sin muchos apoyos, ha llegado hasta hoy, veintisiete años después. Y que ha servido para que el viajero, en su mirar continuo por la Alcarria que en verano se deja fotografiar y acariciar en distancias muy a mano, se haya acercado hasta su caserío por ver sobre todo las imágenes, por disfrutar los colores. También por fotografiarlos, y darlos a conocer un poco más. Esta crónica quiere ser, esperemos que pueda ser, más visual que literaria. Porque el valor de estas “pintadas” de Escariche está sobre todo en las sorpresas que crean, al deambular por los espacios tradicionales de un pueblo mesetario, la dimensión desusada de la pintada, la fuerza inusual de los colores. Junto a estas líneas, pues, algunos elementos gráficos de ese paseo, en un intento de que sirva para captar más visitantes.

Historia y monumentos

Aunque los murales de Escariche ocupan entre 30 y120 metros cuadrados, no puede ninguno de ellos contener el río sonoro de su historia. Que aunque sencilla es larga. Cabe decir de ella, por darle justa dimensión en el tiempo, que una vez reconquistada la región alcarreña por los monarcas castellanos, a fines del siglo XI, fue poblado este lugar, y dado a formar parte del amplio alfoz o Común de Villa y Tierra de Guadalajara. Pasó luego a pertenecer al alfoz o Común de Zorita, usando su Fuero, y en tiempos del rey Alfonso VIII, en el siglo XII, entró a pertenecer a la Orden de Calatrava, en la Encomienda de Zorita. En ella permaneció, participando en el Común del territorio en cuantas luchas anduvo metido contra la morisma, hasta que en el siglo XVI el Emperador Carlos V, necesitado con urgencia de abundantes recursos monetarios para seguir dando guerra por Europa, enajenó todos sus bienes a la Orden de Calatrava, entre otras. Y así puso en venta la villa de Escariche, a la que los Reyes Católicos, en el siglo XV, habían concedido el privilegio de villazgo. La compró, en 1584, don Nicolás Fernández Polo, quien construyó una casa‑palacio en el centro del pueblo, ayudó a la iglesia, y dejó la villa en el mayorazgo de su casa. La tuvieron, pues, en señorío, sus herederos los Polo Cortés, quienes siguieron beneficiando a la villa, fundando un convento de monjas concepcionistas. En el siglo XVII era señor de Escariche don Lorenzo Temporal, de la misma familia. Y en 1730, cuando murió el último varón de la estirpe, el señorío pasó a una mujer de la misma, que había profesado de monja concepcionista y habitaba en el convento de dicha orden de Almonacid. La villa ejerció su derecho de tanteo, y en 1740 adquirió su propia libertad pagando fuerte suma a esta señora monja, y quedando Villa señora de sí misma.

Destacan en Escariche algunos interesantes ejemplares de casas rurales alcarreñas, grandes aleros de madera, pisos bajos de sillarejo, entramados de madera en el piso alto, etc. Algunos edificios son construidos enteramente de sillería, con buenas rejas y algún escudo heráldico tallado en piedra, como uno que se ve en la calle principal. También se admiran bellos ejemplares de rejas populares y otros trabajos de forja artística.

La iglesia parroquial está dedicada a San Miguel. Es obra notable del siglo XVI en su segunda mitad, con una muy bella portada meridional, en la que se destacan diversos elementos decorativos de tipo geométrico. El interior, de una sola nave, muestra algunos retablos valiosos, en especial el mayor, del siglo XVII, con pinturas estimables.

En la parte alta del pueblo, y tras la iglesia parroquial, se ve el enorme y severo caserón  que fue de los señores de la villa, los Polo y Cortés. Obra en recio sillar bien trabajado, presenta lisos muros, sólo surcados por pequeñas y esporádicas ventanas, lo que le confiere al edificio un aspecto de fuerza y belicosidad no acorde ya con la época en que fue levantado (segunda mitad del siglo XVI). La puerta es muy hermosa, aún dentro de su sencillez arquitrabada y con gran escudo cimero. El interior, hoy habilitado para viviendas particulares, aún muestra detalles de su antigua grandeza. Esta casa fue utilizada, todavía en el siglo XVI, para albergar el convento de monjas que fundó el segundo señor de la villa, y por ello se construyó aneja una iglesia de la que aún pueden verse leves restos, transformados en dependencias auxiliares. Don Nicolás Polo Cortés, en 1567, hizo escritura de fundación del convento de monjas concepcionistas, donándolas para el mismo parte de su casa y levantándolas aneja una iglesia. Trajo las primeras monjas del convento concepcionista de Guadalajara, y entraron enseguida a formar parte de la Comunidad seis hijas del fundador. Duró esta institución hasta 1835, fecha de la desamortización de Mendizábal.