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abril, 2013:

Presencia de Guadalajara en Barcelona

Emblema heráldico de Diego Hurtado de Mendoza, tercer duque del Infantado, en el coro de la catedral de Barcelona.

En un viaje que hemos hecho estos días, un grupo de amigos, a Barcelona, hemos podido comprobar tres cosas fundamentales: la primera, que es esta una ciudad cosmopolita y fabulosa, llena de atractivos y digna de ser vivida y visitada; la segunda, que todo el mundo es amable y encantador, que no hay ningún problema con el idioma y que las neuras independentistas afectan solamente a un escasísimo número de ciudadanos, en su mayoría políticos o que dependen económicamente de ellos; y la tercera, que hay algunos recuerdos de Guadalajara con los que el viajero se topa sin pensarlo, así es que vale la pena recordarlos aquí, y en todo caso animar a que mis lectores se preparen a darse un garbeo por esta ciudad tan española y genial como es Barcelona.

Pequeña pero brillante es la presencia de Guadalajara en Barcelona. No he podido llegar a la razón del por qué, pero sí puedo decir que en el barrio del Carmelo, parte alta del norte de la ciudad, hay una confluencia de calles, en torno a la estación de Metro de Carmel, con nombres de pueblos de Guadalajara. Allí están representados Sacedón, Sigüenza, Cifuentes y Jadraque, cada uno con su calle, y en cada una su Bar que lleva el nombre de la misma. Irse a tomar unos tintos al “Bar Sacedón” o comprar unas cintas en la “Mercería Sigüenza” no es cosa difícil en Barcelona.

Un escudo alcarreño en el Palacio Nacional

Una de las ocasiones que tuvo nuestra provincia, y otras muchas del resto de España, de poner su presencia en la Ciudad Condal, fue con motivo de la Exposición Internacional de 1929, lo mismo que había ocurrido en Sevilla cuando su Exposición Ibero-Americana del mismo año.

En la muestra catalana, que sirvió para dar de España ante el mundo una imagen de progreso y prosperidad, se invirtieron muchos millones de pesetas. Desde tres años antes, siendo presidente del gobierno don Miguel Primo de Rivera, principal impulsor, junto al Rey Alfonso XIII, de ambas muestras, se estuvo trabajando para poner a Barcelona y a Sevilla relucientes a más no poder.

En Barcelona se hicieron muchas cosas, la principal fue cuajar sobre la cara norte de la colina de Montjuic un conjunto de edificios que albergaran la gran Muestra Internacional. El llamado “Palacio Nacional”, en alto, sobre las fuentes y cascadas, más arriba de la Reina con su plaza de España abajo, escoltada por las torres venecianas y escoltada de otros pabellones, fue prácticamente lo único que quedó luego en pie. Ese edificio fue obra de Eugenio Cendoya y Enric Catá, ambos bajo la supervisión de Pere Domènech i Roura. Con sus 32.000 m2, el gran salón central, cubierto por una bóveda elíptica, muestra pintados los escudos de todas las provincias españolas, y allí anda una primera imagen de Guadalajara, que vemos junto a estas líneas.

La Casa del Doncel en el Pueblo Español

En la caída del cerro, se materializó una idea del arquitecto Josep Puig i Cadafalch, que era la de crear un gran pueblo, en el que hubiera representación de edificios, construidos a escala de todas las provincias. Los arquitectos Francesc Folguera y Ramón Reventós lo llevaron a cabo en un tiempo récord, y los artistas Xavier Nogués y Miquel Utrillo cuajaron de escudos y medallones las fachadas, de las que resaltan palacios navarros y andaluces, la torre mudéjar de Utebo y el Ayuntamiento de Valderrobles, por solo mencionar lo más llamativo. Sobre los 42.000 mde superficie, en ese lugar al que los autores quisieron dar el nombre de Iberón, pero que al final el general Primo impuso el apelativo de “Pueblo Español”, aparecen dos muestras relevantes de nuestra provincia. Una de ellas, en la calle principal, a la izquierda nada más atravesar las Torres de la Muralla de Ávila que sirven de acceso al recinto, aparece reproducida fielmente la “Casa del Doncel” de Sigüenza, de la que aporto fotografía, y en la Plaza Mayor de este pueblo, la casa de la esquina más meridional es también de la plaza seguntina. Todos los edificios están hoy ocupados por tiendas de artesanía, casas de artistas, museos, restaurantes, etc, y aunque ante los parámetros nacionalistas que las autoridades políticas catalanas hoy están imponiendo podría chirriar notablemente el conjunto y el nombre, nadie lo toca, ni lo va a tocar, porque es una fuente maravillosa de ingresos para la Generalitat: un día de diario, de hace un par de semanas, había colas para entrar. Extranjeros todos, eso sí, pero eran muchísimos. Años después se hizo una réplica en Palma de Mallorca, que también se visita.

El Cardenal Mendoza al final de las Ramblas

Entre los elementos ornamentales de esta ciudad vibrante y simpática que es Barcelona, destaca al final de las Ramblas, frente al Mediterráneo, la gran estatua en homenaje a Cristóbal Colón, la más grande del mundo. Se construyó con motivo de la Exposición Universal de Barcelona de 1888, convirtiéndose enseguida, desde el uno de junio de ese año en que se inauguró, en icono de la Ciudad Condal.

El viajero debe contemplar el conjunto de lejos, pero no dejar de acercarse y darle un rodeo mirando las estatuas de personajes, medallones y sobre todo las escenas en bajorrelieve que tallara Josep Llimona, y en las que aparecen momentos de la aventura colombina: desde su reunión con los franciscanos de La Rábida, al momento de la llegada a San Salvador y la vuelta al Palacio Real de Barcelona donde mostró orgulloso a los atónicos reyes de Castilla y Aragón, Isabel y Fernando, los aborígenes que se trajo del Caribe y las frutas y animales que para muestra del Nuevo Mundo hallado se trajo en sus carabelas.

Hay una escena que muestra la presentación de Colón a los Reyes, y el personaje que sirve de presentador (fue realmente el apoyo de Colón ante la Corte) es un clérigo de alto rango, con gran manto y copete, y que no es otro que el alcarreño don Pedro González, el Cardenal Mendoza.

El tercer duque del Infantado en la catedral barcelonesa

La catedral de Barcelona, edificio gótico que preside majestuoso el viejo barrio en el que aún sigue latiendo la ciudad mediterránea, es un conjunto inacabable de sorpresas artísticas. De las mejores sin duda es el coro catedralicio, situado en el centro de la nave mayor, cerrado por completo, por rejas y muros que dejan en su interior un espacio de sagrada irrealidad, de solemne nobleza por cuanto la decoración de sus sitiales es hoy (lo es desde principios del siglo XVI) una verdadera explosión de heráldica europea, un brillante y colorista muestra de blasones sonoros. Aunque el coro ya existía en el siglo XIV, y durante el XV recibió nuevas ampliaciones, tallas estupendas de pináculos y de pacencias, fue en 1518, con motivo de reunirse en marzo del año siguiente la Asamblea de la Orden del Toisón de Oro, que a la sazón presidía el rey de España Carlos I y Emperador de Alemania como Carlos V, cuando se decoró exnovo, quedando para la posteridad esa flamante colección de emblemas heráldicos que hoy poca gente visita, porque aunque la entrada al templo catedralicio es gratuita, al coro se entra pagando 2,50 Euros, con lo que se consigue luz, explicaciones amabilísimas de la culta guía que lo muestra, y posibilidad de fotografiarlo hasta en sus más mínimos detalles.

Asistieron a esa reunión medio centenar de nobles que a la sazón formaban la Orden del Toisón de Oro, entre ellos los reyes de Francia, Inglaterra, el Emperador Maximiliano, el gran duque de Borgoña, etc. También muchos nobles europeos, y varios españoles, a los que Carlos les había hecho poco antes el honor de nombrarles miembros de la prestigiosa orden europea. Fue nada menos que Juan de Borgoña el encargado de pintar los sitiales, bajo la supervisión de Thomas Isaac, rey de armas “Toison d’Or”, y el resultado final fue excelente, pues según los historiadores, esta sillería de la Catedral de Barcelona supera con creces a las sillerías de coro de la iglesia de Nuestra Señora de Brujas (1468) y de la Catedral de San Salvador de la misma ciudad (1478), en las que para el mismo efecto se pintaron sus respaldos con los escudos de los caballeros de la Orden.

Además d elos 50 caballeros, aparecen las sillas destinadas al Rey Carlos, otra para su abuelo el emperador Maximiliano, otros 6 decorados con frases laudatorias, cuatro más con divisas borgoñonas y dos con las fechas de celebración del capítulo. Por orden expresa del Soberano, todos los textos se escribieron en borgoñón, que hoy los puede leer perfectamente quien sepa francés. Quien sepa de heráldica se encontrará con que algunos escudos no tienen los colores exactos que el blasonado de los respectivos apellidos requiera. El problema se debe a un repinte general que se hizo en 1748 por pintores y asesores poco avisados.

En aquella reunión de 1519 fueron nombrados caballeros del Toisón de Oro los españoles duques de Alba, Escalona, Infantado, Frías, Béjar, Nájera y Cardona, más el Almirante de Castilla y el marqués de Astorga. Eso da una idea de la prelacía que dichos caballeros y títulos tenían en ese momento en una Corte que dos años después explotaría en una cruel Guerra Civil (la de las Comunidades) con participación activa de todos ellos en uno u otro bando.

La presencia de Guadalajara se realza en este lugar gracias al escudo del duque del Infantado, que vemos junto a estas líneas, y que ofrece bajo casco con cimera, el emblema puro de Mendoza y La Vega, acompañado con historiadas letras de la frase “Diego Hurtado de Mendoza, duc de l’Infantado”. El artista, ya lo he dicho, Juan de Borgoña.

A buen seguro que escarbando un poco más, podrían encontrarse más huellas de Guadalajara en Barcelona. Estas las he encontrado en cuatro días de visita, y sin apenas esperármelas. Con un poco de tiempo y paciencia seguro que aparecerán muchas más. Nuestra tierra tiene presencia en tantas y tan lejanas partes gracias a sus gentes, que se han movido siempre con tesón, y han ido dejando memoria de su paso en esas privilegiadas atalayas que son los escudos, las estatuas, los nombres de los muros y los relatos de los escritores.

El Capitán Félix Arenas

El Capitán Arenas, por Ferrer Dalmau

Hoy se celebra  en nuestra ciudad un acto que a pesar de tener un tinte estrictamente castrense, como es la inauguración del Centro Militar que existe junto al Polígono de Cabanillas, al que se va a trasladar el Acuartelamiento PCMMI «Capitán Arenas» anteriormente instalado en Villaverde (Madrid) y se le va a poner ese mismo nombre de “Capitán Arenas”, inaugurándose una estatua de este personaje para memoria de todos los alcarreños, tendrá también, sin duda, la capacidad de ponernos en la frente la hazaña de este molinés de pro, de Félix Arenas, el capitán heroico del que a continuación doy algunos perfiles y recuerdos.

Memoria de un héroe

La historia, breve y dramática, del Capitán Arenas, es la de una valentía, la de un soldado español que, lo mismo que otros muchos miles a lo largo de nuestra historia, no tuvo miedo a la muerte, y ésta al final le tomó la delantera, en uno de los hechos guerreros más desfavorables de nuestra historia contemporánea. Su postura fue de auténtico heroísmo, despreciando el riesgo por salvar a sus compañeros en una campaña y batalla que desde mucho antes se sabía perdida. Esa serenidad en la actuación, ese desprendimiento y generosidad, ese final y sereno enfrentamiento con la muerte, es lo que agiganta la figura del Capitán Arenas, que precisamente por su vibrante juventud supo y pudo llegar a los límites últimos del sacrificio.

Le historió con detenimiento don José Luis Isabel Sánchez en su obra “Caballeros de la Real y Militar Orden de San Fernando”, dedicada a los que en el Arma de Ingenieros obtuvieron esa recompensa.

Su vida

La carrera de Félix Luis Arenas Gaspar había sido fulgurante. Había nacido en Puerto Rico, en 1892, hijo del Capitán de Artillería del mismo nombre, que a la sazón se encontraba destinado en aquella isla americana. Pero muy poco después la familia regresó a España, y el joven Félix llegó a Molina de Aragón, de donde era toda su familia, viviendo allí su infancia y primera juventud, cursando los estudios en el Centro que los Padres Escolapios tenían montado en un moderno edificio, con vistas a los Adarves.

Aún muy joven, a los catorce años, en 1906 ingresó en la Academia de Ingenieros, a la sazón en Guadalajara, y a los diez y ocho de su edad ya había sido promovido a teniente, alcanzando el grado de capitán poco después, en 1919, haciéndose cargo del mando de la 2ª Compañía de Zapadores de la comandancia de Ingenieros de Melilla. Un año después, en noviembre de 1920, tomó el mando de la Compañía de Telégrafos de la Red Permanente de Melilla.

Anteriormente, su servicio como Teniente lo hizo en el Servicio de Aerostación y en los Talleres del Material de Ingenieros de Guadalajara, hasta que fue enviado con las tropas que batallaban en el Norte de Africa, agregado a la compañía de Aerostación en Tetuán, a continuar librando aquella desafortunada guerra colonial en la que España puso lo mejor de sus hombres, pero sin la fe necesaria para mantener sus posiciones en un continente en el que, ideológicamente, ya nada ni nadie nos pedía continuar. El año 1921 fue en esa guerra de Marruecos el más desafortunado y triste.

Tras el desastre de Annual, las tropas indígenas marroquíes habían crecido en moral y empuje, llegando ya, en el verano de ese año, hasta las mismas costas mediterráneas. El ataque arrollador de los moros, que diezmaban sin piedad al Ejército Español, sonó como un clarín de alarma en Melilla, donde se encontraba Félix Arenas, capitán a la sazón de una Compañía de Telégrafos.

Su hazaña

Con sus hombres tomó en ascenso el río Zeluán, llegando hasta la cabecera de la llanura de B-Sidel, en Batel, donde se dió cuenta que el enemigo ya les cerraba el paso. Allí tuvo que tomar el mando de todo el ejército que se batía en retirada, por ser el Capitán más antiguo, y en un momento de verdadero peligro, cedió su caballo a un sargento herido, para que pudiese ser evacuado. Siempre en la retaguardia del ejército hispano, Arenas fue sosteniendo el empuje moro, retirándose a Tistutín, y luego a Monte Arruit. En la defensa del primero de estos enclaves, ya tuvo Arenas ocasión de mostrar su valor y genio militar. Por las noches extendía con su gente gran cantidad de paja, que rociada prendía luego, dificultando así el avance enemigo. dirigió con serenidad las operaciones de retirada hacia el valle, y siempre en el puesto de mayor peligro, muy próximo ya al refugio de Monte Arruit, cayó muerto de un balazo en la cabeza.

Homenajes póstumos

La figura del Capitán Arenas, queridísima para cuantos habían sido compañeros de campaña, se agigantó tras su heroica muerte. Previos los trámites correspondientes, en 1924 le fue concedida a título póstumo la Cruz laureada de San Fernando. Y en 1928 se inauguró en Molina de Aragón, en un solemnísimo acto al que acudió el Rey Alfonso XIII y parte de su Gobierno, un monumento a este preclaro hijo del Señorío, que aún hoy puede admirarse en el atrio de entrada al Instituto. Vemos junto a estas líneas el busto realizado en bronce por el extraordinario escultor Coullaut Valera, de quien aparece firma en la parte baja de la talla, y consta de un pedestal que sostiene un monolito de piedra, rematado en un castillete símbolo del Arma de Ingenieros, y sobre una repisa en su parte anterior, se muestra el busto en bronce del militar que, con su gran juventud -tenía 29 años al morir- supo escribir página tan gloriosa para la historia de España y poner así su nombre en el abultado número de las figuras que por uno u otro motivo han merecido quedarse a vivir en la memoria de sus paisanos. En el mismo monumento molinés aparece esta leyenda «El Cuerpo de Ingenieros y la Ciudad de Molina al laureado Capitán D. Félix Arenas. Muerto en Tistoren – Africa, 29 de Julio de 1921. Inaugurado por S.M. el Rey D. Alfonso XIII el 5 de julio de 1928». En ese momento, la ciudad de Molina le dedicó una calle, y en 1956, lo hizo también la ciudad de Guadalajara, quedando su memoria eternizada en la céntrica rúa que va de San Ginés a la Plaza de Toros. A partir de hoy, un busto en bronce, réplica del existente en Molina de Aragón, y su nombre al frente del acuartelamiento de Ingenieros en la parte de la Vega del Henares de nuestra ciudad, le recordará entre nosotros.

Mitos y leyendas que se desvelan

De nuevo salen a la actualidad las salas bajas del palacio del Infantado, y lo hacen porque en estos días se presenta un libro –del que soy autor- que ofrece por fin, de forma completa y sistematizada, la historia de su construcción y desarrollo, y el significado de sus cientos de figuras, que parecen constituir una gran fiesta de guerreros y de dioses ante los ojos atónitos del espectador.

Un libro -este que he concluido de escribir, tras muchos años de estudio y búsquedas-, que ha supuesto, en primer lugar, un gran reto y un cúmulo de momentos satisfactorios. Cuando se terminó de restaurar, de levantar sus ruinas imponentes, el palacio de los duques del Infantado, y se pudo entrar a visitarlo, y a utilizarlo como Museo, Archivo y Biblioteca, dí yo en buscar el significado de aquellos complejos mundos pintados, que todavía en 1976 estaban sujetos por puntales para evitar su derrumbe, y con enormes manchas de yeso blanco que tapaban lo que habían sido agujeros dejados por las bombas.

Tuve la suerte de encontrar, entre los miles de legajos de la Sección Osuna del Archivo Histórico Nacional, los documentos que explicaban quien, cuando y como se hicieron esas salas de la planta baja del palacio, que quería el quinto duque utilizar como lugar público para su gobierno (hacienda, juzgados, registros…) y su representación de poder y fama. Unos pocos datos bastaron para abrir la secuencia de los hallazgos. Que publiqué, a principios de 1981, en la Revista Wad-Al-Hayara con la que Diputación abría un portón a la investigación sobre nuestra provincia.

Después han sido otros los que han publicado o han ido reflejando en escritos y libros todos estos hallazgos y conclusiones. Quizás ese deseo, básicamente humano, de que quedara constancia de lo que hice en su día, me ha llevado a publicar, con la ayuda de la editorial AACHE, este que probablemente sea ya mi último libro. La historia y significado de las pinturas manieristas de las salas bajas del palacio del Infantado, un bloque denso y perfectamente homogéneo que define la simbiosis de Arte y Humanismo en la que vivió Guadalajara durante el último cuarto del siglo XVI.

Una historia intrigante

En las páginas de “Arte y Humanismo en Guadalajara”  he tratado de reunir todos los datos posibles que permitan conocer a fondo y disfrutar con la visita de los techos pintados de la planta baja del palacio del Infantado de Guadalajara. Realizados a finales del siglo XVI, por la mano del pintor florentino Rómulo Cincinato, y por encargo del entonces quinto duque don Iñigo López de Mendoza, se convirtieron en uno de los elementos de expresión del humanismo renacentista que animaba aquella corte mendocina que llegó a ser calificada de “la Atenas alcarreña”.

Durante siglos olvidados, no apreciados, y finalmente destruidos por las bombas en la Guerra Civil en diciembre de 1936, los ahora ya restaurados frescos manieristas nos presentan una singular mezcolanza de escenas, figuras, seres mitológicos y personajes de la historia alcarreña y española, que cuando se comprenden en su conjunto nos dejan boquiabiertos.

La esencia de este lugar son las llamadas salas de Cronos, de las Batallas y de Atalanta, más las saletas de los Héroes y de los Dioses, que suman en total más de 130 metros cuadrados. El visitante, debe acudir con la idea de hacer el examen del lugar de acuerdo a la norma interpretativa iconográfico-iconológica diseñada por Erwin Panofsky, procediendo a la interpretación deductiva del significado de cada una de las pinturas, de las salas y del conjunto, y tratando de llegar tras el examen de figuras y actitudes, a una conclusión, que en mi caso ha sido la de encontrar implícita la expresión de un sentido aúreo de La Fama por parte de los Mendoza, que se apoyan en sus fastos familiares y en la historia de su linaje para demostrar su valor, su virtud y el intento, según ellos conseguido, de vencer al peor enemigo del hombre, el Tiempo.

La visita de las Salas

Para visitar las salas pintadas del palacio del Infantado –las Salas del Duque que ahora llaman- hay que llevar cierto orden, aunque la conclusión no se adquiera hasta finalizar la visita y enterarse incluso de lo que falta. El orden sería, pues por ella se entra al conjunto, la sala de El Tiempo, con un viejo Cronos cabalgando un carro tirado de ciervos, y en cuyo derredor se ven los doce signos del Zodiazo, más escudos y diosecillos, incluyendo una representación de la Eternidad en la bovedilla de la ventana que da luz a la sala.

Se pasa luego a la Sala de las Batallas, a la que en algunos libros se denomina también como “Sala de Don Zuria”. Es esta la más amplia y espectacular, y en su techo central vemos tres grandes cuadros, estando el central ocupado por un abigarrada reyerta que no es otra que la batalla de Arrigorriaga, en la que el primero del linaje, don Zuria “el Blanco” vence a las tropas leonesas y se proclama señor de Vizcaya, viendo luego en los tondos y pinturas de contorno circular que adornan el espacio multitud de escenas de batallas en las que los Mendoza siempre victoriosos conquistan Al Andalus y van añadiendo virtudes como el honor, la fama, la virtud y la eternidad. A cualquiera que observe estas batallas y escenas le sorprenderá el hecho de que los personajes vayan vestidos de romanos, pero no debe engañarse, no lo son: es la forma en que el ímpetu renacentista quiere retratar a los Mendoza como si fueran personajes de la Antigüedad clásica. (más…)

Arte de siempre en Lupiana

El claustro del monasterio de Lupiana a finales del siglo XIX, por Salcedo.

Este fin de semana se va a celebrar (fundamentalmente) en Lupiana, las primeras Jornadas Peregrinas del Camino Real de Guadalupe. Los organizadores han querido que sea precisamente en el viejo monasterio jerónimo de San Bartolomé de Lupiana donde se vayan centrando los actos de hermanamiento y búsqueda de orígenes. Una serie de charlas y visitas que culminarán el domingo por la mañana con una Jornada de Puertas abiertas para visitar el monasterio y sus recónditas maravillas de arte.

En ese marco siempre asombroso, porque emana religiosidad y arte unidas, voy a tener la oportunidad de explicar a los peregrinos de esta ocasión, y a cuantos quieran asistir a esta jornada de hallazgo y visita, el arte que contuvo y que aún contiene este conjunto de edificios, el Monasterio de San Bartolomé, que fue origen de la Orden de San Jerónimo, y su cabeza durante muchos siglos.

El claustro del monasterio de Lupiana

El claustro grande de Lupiana es sin duda una de las joyas del Renacimiento español. Fue diseñado y dirigido por Alonso de Covarrubias en 1535, dejando solamente terminada entonces la crujía norte, y teniendo que esperar a comienzos del siglo XVII para que García de Alvarado concluyese el conjunto tal como hoy lo vemos. Ofrece una planta rectangular, y suponía para Covarrubias el reto de construir un nuevo claustro sobre el antiguo preexistente, con unas dimensiones preestablecidas y forzadas. Ofrece cuatro pandas, dos de ellas más alargadas, y dos alturas, excepto en la panda norte donde aparecen tres alturas., aunque en un principio tuvo cuatro. La estructura es de arcos de medio punto en la galería inferior; de arcos mixtilíneos en la galería superior, y de arquitrabe recto ó adintelada la tercera, con zapatas muy ricamente talladas. Todas las galerías se protegen con un antepecho, que en el caso de la inferior es de balaustres, y en la superior ofrece una calada combinación de formas de tradición gótica. Las techumbres de este claustro, originales del siglo XVII, ofrecen un artesonado de madera con viguetas finas, todo muy finamente tallado. En su pavimento quedan algunas antiguas losas sepulcrales: una de éllas nos informa pertenecer a don Andrés de la Fuente, que entregó a los monjes la heredad de Valbueno. En el espacio central del claustro aparece una fuente, arrayanes de boj y algunas estatuas puestas por la actual propiedad, procedentes de la iglesia.

En las galerías bajas de las pandas cortas aparecen seis arcos, y en las largas, al serle imposible al arquitecto constructor acoplar otro arco entero con las debidas proporciones, aparece en su centro un intercolumnio añadido, adintelado, en una solución «pseudoserliana» muy original, que al no tener antepecho permite el paso al espacio central del patio.

La decoración de este claustro jerónimo es plenamente renacentista, y tan característica de Alonso de Covarrubias, que si no existieran los documentos que prueban su autoría, esta le sería atribuída sin ninguna duda. Abundan sobre los arcos, tanto en su paramento externo, como en el intradós de los mismos, los detalles de ovas y rosetas, las acanaladuras continuas, y en los espacios vacíos surgen con profusión los tondos, que muestran nuevamente rosetas, escudos de la Orden jerónima (el león bajo el capelo) e imágenes especialmente delicadas en su trazo, y que en número de cinco aparecen en la parte interna de la panda del norte: San Jerónimo, San Pedro, San Pablo, San Juan y la Virgen María.

Los capiteles de ese costado son también muy ricos y deliciosamente tallados, acusando la mano personal de Covarrubias. Los hay que muestran cabezas de carneros, grifos, calaveras y pequeños «putti» que juegan con cintas y cajas. También algunos angelillos y muestras muy diversas de vegetación. Todo éllo sobre la blanca piedra caliza de la comarca, que sin embargo se ha conservado con gran pulcritud y perfección. La elegancia y la suntuosidad de este gran claustro renacentista de Lupiana, es una de las causas por las que la visita a este antiguo monasterio está siempre justificada.

Existieron otros dos claustros. El más antiguo, situado a poniente y conocido como “de los santos” está totalmente arruinado, sin detalle artístico alguno, y cubierto su suelo de derrumbes. El siguiente, que dicen de la Enfermería, sólo ofrece los paramentos cerrados, de ladrillo visto, ocultando los pilares primitivos, y los capiteles que son todos del llamado “estilo alcarreño”, muy propios del quehacer de Lorenzo Vázquez de Segovia, a quien habría que atribuir esta antigua obra, hoy muy difícil de visitar. En su centro aparece una pila coronada de una antigua cruz de hierro forjado.

Otro de los elementos más interesantes de este monasterio es la Sala Capitular, que se abre a la panda oeste del claustro principal, y que hoy permanece cerrada por el peligro de hundimiento que encierra, aunque se está restaurando. Se trata de una amplia estancia de planta rectangular, alargada, con cuatro tramos que se separan entre sí por fuertes pilares prismáticos y se cubre de una bóveda de cañón, tenida por arcos fajones muy rebajados, carpaneles, que no soportan con entereza el piso superior, donde había otra gran sala que en alguna parte ya se ha hundido.

La iglesia monasterial de Lupiana

Aparte de escaleras, salas y portalones adornados de frisos, frontones y hornacinas, que forman un gran espacio monasterial como nos sugiere el plano que vemos junto a estas líneas, merece ser visitada la iglesia, hoy muy alterada en su aspecto, después de que en los años treinta del pasado siglo se hundieran las bóvedas de la nave y todo el coro, quedando como un espacio murado y hueco, aprovechado por la propiedad para construir en su centro un irregular estanque y unos jardines.

Este templo, heredero del primitivo que estuvo situado en otro lugar, en el costado occidental del monasterio, fue construido a comienzos del siglo XVII, habiendo sido hecha su traza por el arquitecto vallisoletano Francisco de Praves, quien la realizó en 1613, y el desarrollo estructural de la fachada del templo, que añadía a lo que ahora vemos una segunda torre que nunca se llegó a construir, fue original del arquitecto madrileño Francisco del Valle. Las obras, según una meticulosa carta de contrato, se llevaron a cabo hacia 1613-15, y la dirigieron y ejecutaron los maestros canteros y de obras Antonio Salbán y Juan Ramos, ambos seguntinos, y muy ligados a la construcción de la catedral de Sigüenza en esas fechas de comienzos del siglo XVII. (más…)