San Macario, hallado en Valdesaz

viernes, 1 marzo 2013 0 Por Herrera Casado

Un libro que habla de Valdesaz y del nacimiento y desarrollo de una leyenda.

Para cualquier viajero que se anime a recorrer la Alcarria, Valdesaz es un minúsculo pueblecillo en el que seguro va a encontrar muchos puntos de esencia rural: naturaleza en estado puro, en ese valle de sauces que le da nombre desde hace siglos; historia leve pero tradiciones cuajadas; y algo, poco, de arte, porque su iglesia no es nada del otro mundo, pero su conjunto urbano tiene guiños de autenticidad y sabe dejar el regusto de lo auténtico en las retinas de quien por él pasean.

En ese contexto, aparece ahora una historia suculenta: un ir y venir de noticias ciertas, soñadas, irreales y tradicionales, que bien mezcladas con la esencia rural de las metáforas, y analizadas con la lupa del entomólogo cultural, nos ponen a un paso del asombro. De todos modos, tampoco hay que exagerar. Esto que hoy cuento era ya sabido en el pueblo y los ámbitos alcarreñistas, pero la carrera que contra el tiempo ha establecido un valdesaceño, Jesús María López Sotillo, para tratar de alcanzar la verdad en un tema siempre apasionante, ha dado su fruto. Ese fruto es un libro, como no podía ser de otra manera. Porque, como siempre pasa, el pálpito esencial de la cultura para por los libros. Y este que titula “Valdesaz y San Macario” se condensa todo lo que sobre este pequeño pueblo de nuestra provincia debe saberse.

Antecedentes remotos

Empieza su historia el autor contándonos lo que se sabe de los orígenes de Valdesaz. Muy poco. Junto con Fuentes, se creó como pueblecillo en los días de la repoblación, una vez tomado el territorio por las fuerzas (militares y políticas) del reino de Castilla, a finales del siglo XI, va ya para mil años. En el nacimiento del río Ungría, en el profundo y abrigado valle, nacen estas poblaciones (y otras más, como Caspueñas) con una vida de pálpito simple y sereno. Sus nombres castellanos claramente demuestran sus esencias. Al principio quedaron el el señorío civil de Hita. Luego pasaron por donación real al señorío eclesiástico de los obispos de Toledo, dentro de un alfoz comandado por Brihuega: desde los inicios del siglo XII aparece en los papeles Valdesaz. Un documento del arzobispo don Rodrigo Ximénez de Rada, de 1221, le nombra como “Vallem Salicis”, y poco después, en 1242, el Fuero de Brihuega también le menciona.

La historia permaneció estancada, todos felices excepto cuando tocaba peste, y en el siglo XVI que el rey Felipe se ve en aprietos económicos y no se le ocurre otra cosa más que apropiarse de los bienes de la iglesia, y vendérselo a los que tengan el dinero que pide: eso pasa con Valdesaz, y con Fuentes y algún otro lugar del entorno: la Hacienda real se lo toma a los obispos toledanos, y se lo vende al regidor madrileño don García Barrionuevo de Peralta. Esto ocurre en 1579.

Al año siguiente, en 1580, es cuando las normas macroeconómicas de la monarquía realizan las conocidas “Relaciones Topográficas” y Valdesaz por boca de sus mayores expresa lo que sabe de sí misma. Aquella crónica certera y contemporánea, nos informa de muchas cosas de Valdesaz en ese año. Entre otras, la de que su santo patrón era San Macario, santo anacoreta de los desiertos de Egipto, a quien celebraban por voto muy antiguo el 15 de enero. Y dicen que su efigie, pintada sobre tabla, es venerada  por todos los aldeanos, diciendo de él muchos milagros y portentos. Un abogado celestial en toda regla. Un seguro contra las desgracias y los desarraigos, salido de la antigüedad más solemne.

Un cambio de rumbo

Pero he aquí que entre ese año, el de 1580 en que tal cosa se afirma, y el de 1648 (dos generaciones después) lo que se cuenta de San Macario es radicalmente distinto. Es otro el patrón, aunque se llame igual. Hay quien le ha conocido, sabe de él, sabe donde está o donde estuvo, como era y lo que decía. Aparece otro San Macario nuevo, que es al que todavía se venera en Valdesaz. Este ya con altares, iglesias, procesiones y fiestas por todo lo grande.

El autor de este libro, que es religioso por ser clérigo, se ha tomado muy en serio la investigación de este cambio, se puso hace años a indagar de donde procedía cambio tan radical, y ha llegado a conclusiones apasionantes. Esta es su obra, su planteamiento simple y su conclusión final, difícil, pero alegre y seguro que bien recibida.

En la historia del trasvestismo de San Macario el grande, varón de Egipto, en el San Macario eremita de Valdesaz, figuran muchos personajes, altos y bajos, simples y leídos. Para López Sotillo no hay duda de que el primitivo patrón de su pueblo era el clásico San Macario “el Viejo” o “el Grande” que la leyenda aúrea trata con veneración, y que ya aparecía con los coloristas ropajes de la iconografía bizantina en los templos coptos, y en las basílicas grecas y aún latinas del Mediterráneo oriental.

¿Quién trajo esa leyenda al pueblo? Podrían haber sido los “monjes negros”, los benedictinos o cluniacenses que el siglo XIII y aún algo antes pulularon por los caminos de Hispania, de la mano de reyes, reinas y obispos que los llamaron para que impartieran por Castilla sus sabias herencias. Algo de lo que se percata este historiador es de que más del 80% de los patrones primitivos de los pueblos alcarreños, eran santos, antiguos, eremitas, orientales, de existencia anterior al siglo V. Explica (lo hace con claridad y convicción) que la tradición oral es un elemento muy poderoso, y que a través de solo 4 personas puede transmitirse con absoluta certeza una información ocurrida hace doscientos años.

Pero ocurre que esa tradición centenaria (San Macario egipciaco, patrón de Valdesaz, monje negro anacoreta milagroso y abogado en el Cielo) cambia radicalmente, y a mediados del siglo XVII la gente empieza a hablar de que San Macario, en realidad, había sido un abad benedictino que, tras abandonar su monasterio, se retiró a vivir en el monte, y en cuevas, por la Alcarria, llegando a poner una humilde choza en el lugar donde se levanta (y se levantaba ya en esa época) la iglesia parroquial. Su representación sobre tabla pintada (¿románica? ¿gótica?) dejó de ser un remoto espejismo, para pasar a ser “un santo casi de la tierra, del que se saben y cuentan muchas cosas, de las que hace relación detallada un cura de Caspueñas…”

Efectivamente, al pueblo llegó en esos años de mediado el siglo XVII, don Francisco Rodríguez, cura párroco, quien empezó a referir a los aldeanos, en sus homilías y agasajos patronales, que “Macario era un extranjero que llegó desde lejanas tierras, que aquí pasó gran parte de su vida alimentándose con yerbas del campo, dando ejemplo de fe profunda, y de caridad grande… que murió santamente y que desde el Cielo empezó a ejercer como especial intercesor ante sus devotos, ejerciendo una especial protección sobre los tullidos y mancos, cuando iban a rezarle a su capilla, ante su efigie pintada”. Este señor llegó a decir que su capilla estaba edificada sobre lo que había sido su morada, y que en el suelo descansaban o descansaron un tiempo sus restos. De ello era prueba “el suavísimo olor” que salía del pavimento del templo cuando algún devoto excavaba en él (se conoce que en busca de reliquias…)

Un San Macario cercano y de la tierra

Todo esto se sabe porque el buen cura le escribió una larga carta (que se publica en el libro que comento) al prestigioso historiador jesuita Padre Quintanadueñas, para que lo incluyera en el libro que estaba preparando, y que finalmente salió, con el título de “Santos de la imperial ciudad de Toledo y de su arçobispado. Exçelencias que goça su santa Iglesia. Fiestas que celebra su ilustre clero”. Para mayor abundamiento, el cura de Valdesaz se apresuró a mandarle más datos, con mayores milagros y portentos “descubiertos” al jesuita toledano, según lo que le había contado recientemente un carmelita, fray Miguel de la Virgen, que vivía en el convento de San Pedro de Pastrana, y que había ido por la Alcarria pregonando las fiestas de sus pueblos.

A partir de ahí todo fueron maravillas: se encontraron reliquias de San Macario, se consiguió mucho dinero aportado por los vecinos para construir un gran retablo, y hasta hubo quien localizó la cueva que en medio del monte habitó el santo abad, y que no era otra que la que hoy se ve en el Azafranar, con capillita incluida.  Se transmitió la idea de que al santo le encantaba recibir ofrendas de aceite, de trigo y avena, que administraba el cura párroco, lógicamente, y hasta hubo épocas, y no muy remotas, en que las mujeres acudía a darse friegas del aceite de San Macario sobre las partes de su cuerpo que notaban doloridas… tanto insistieron unos y otros, que finalmente el Papa Urbano VIII firmó una Bula que aprobaba esta veneración entusiasta.

El autor de este libro entretenido y valiente, “Valdesaz y San Macario”, que no es nada sospechoso por haber recibido las órdenes sagradas y ser profesor de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, se pregunta atónito cómo pudo llegar a fraguarse esta compleja y aúrea leyenda alcarreñista. La conclusión es graciosa, y está fundamentada. No la voy a descubrir, pero estoy con él y me temo que por ahí va la cosa. Un carmelita que andaba de pueblo en pueblo “leyendo” altísimas razones devotas, bien pudo recibir en sueños la revelación de tan gran personaje y contárselo a los valdesaceños de entonces.

Una historia tierna y honda, una historia más de esta Alcarria, silenciosa y hermosa, que nos despierta cada día los sentidos, y nos asombra con tanta sabiduría escondida en sus viejas plazas.