Mis viajes por España

lunes, 22 agosto 2011 0 Por Herrera Casado

Es imposible conocer España entera, en detalle. No hay tiempo suficiente en una vida por mucho que uno se dedique a ello, y más aún si tiene que trabajar, toda su vida, cada día laborable, en el mismo puesto, en el mismo lugar, mañana y tarde, y a veces noche…

Pero confieso que he hecho todo lo que he podido para conocer mi tierra, la España grande y plural en la que siempre me he reconocido, desde la Castilla limpia donde he nacido, hasta las costas gaditanas plenas de luz y salitre, o a los Pirineos catalanes donde el Lago de Sant Maurici refleja atónito la belleza de los gemelos Encantats.

La primera salida desde mi ciudad, la hice a los 18 años, a Santander, y allí me puse frente al mar, el Cantábrico, en Cabo Mayor, un día –como tantos- en que el mar embravecido lamía las oscuras rocas en las que apoya el faro. Después recorrí, en ciento y un viajes, todas las costas, desde Irún hasta Tuy, desde Cabo Creus hasta Ayamonte. Y al interior, esas ciudades mágicas y silenciosas, en las que fuerzas distintas, pero todas nobles, han ido construyendo a lo largo de los siglos burgos tan magníficos como Santillana del Mar, Santiago de Compostela, Almagro, Morella, Trujillo, Granada… el gozo de andar sus calles, de mirar sus torres y entrar en sus viejos templos y palacios, no lo cambio por nada.

De tantos viajes surgieron miles de fotografías. Desde 1963 en que empecé a hacerlas, guardo escorzos y detalles, y siempre que los veo trato de volver al espíritu en que los ví por primera vez. El hombre cambia a lo largo de su vida, y no solo una vez, muchas veces. No tengo nada, en este momento de escribir, que venga de mi primera visita al valle de Ordesa, pero las conexiones de las neuronas que aún me sobreviven, quizás eso a lo que llaman alma, segregan emoción, o la sustancia que sea, al ver la foto que hice desde el puente que cruza el arroyo. En fin, no es cuestión de ponerse poético, sino de constatar que en tantos viajes han surgido muchas anécdotas y cientos, miles de fotos, de las que aquí pongo, en mínima y alocada indiscreción, seis ejemplares.

 

Con amigos he recorrido caminos, la mitad de ellos de tierra y polvo, a pie o a lomos de un SEAT 600 al que pusimos por nombre Butanito, por su color. En el verano de 1969, nos fuimos al Roncal navarro José Ramón López de los Mozos, José Luis Marina Serrano y yo. Ahí se nos ve, junto a un poste de la luz de los de antes, delante de un cartel turístico más bien cutre, y en el mismo impresionante paisaje que hoy se encuentra al inicio de este valle pirenaico.

 

La mayor parte de las primeras fotos que tomé en mis viajes están hechas en espacios abiertos, limpios, sin coches. Como mucho se cruza algún viejo, alguna vieja, que siempre va con prisa. La variación de grises da siempre un cariz mágico y poético a los sitios. Este es el plazal delante de la colegiata de Torrelaguna, en la provincia de Madrid, junto al Jarama. Sería 1970. Hoy es imposible hacer esa foto, está todo lleno de coches.

 

Los viajes por Castilla estaban repletos de hallazgos patrimoniales. Era un tiempo feliz (los años 70 del siglo XX) en que uno se encontraba todas las iglesias, catedrales y ermitas abiertas, con alguien que amablemente te las enseñaba, y se podían hacer fotografías de todo lo que posaba ante la vista. No había pintadas en sus muros, ni contenedores tirados en las aceras. No había gente indignada sino entretenida en aprender, viajar y ganarse el pan en lo que buenamente podía. Había para todos. Y los que llevábamos una máquina de fotografías colgando del cuello (entonces creo que era la Minolta SRT 101) podíamos sacar imágenes de donde nos pareciera, sin problemas. Parece increíble, pero es cierto: no estaba prohibido fotografiar los coros de las catedrales. Esta imagen es un detalle tallado sobre madera, del siglo XV, del coro de la catedral de Coria.

 

También en Palencia me detuve un par de veces, concretamente en Villalcázar de Sirga, haciendo el Camino de Santiago, siempre en 600, y husmeando aquí y allá en sus grandes templos. Recuerdo que en la colegiata enorme de ese pueblo castellano, un buen hombre con traje de pana nos explicó a los viajeros las esencias del edificio, y los detalles que la historia de siglos y siglos había ido dejando tallados y sonoros. Esta es la cabeza del Infante de la Cerda, revestido de la más suntuosa moda del siglo XIII, con la que le enterraron y el anónimo artista talló su cuerpo, su cabeza, su alma dormida y atenta a un tiempo, mirándonos…

 

Por Lerma, antes de que al palacio le transformaran en Parador, y a la calle principal la cuajaran de restaurantes, pasé camino, varias veces, del Cantábrico. Una vez que paré (siempre a la puerta de los edificios, siempre abiertos, siempre dispuestos a ser admirados) ante su Colegiata, me sentí en un mundo de grandeza antigua y bronces limpios. Entre otras muchas estatuas, retablos policromados y bóvedas gigantescas, está la serena oración del Obispo don Cristóbal de Rojas y Sandoval, familiar de los duques, orante desde el siglo XVII recubierto de su capa pluvial de bronce. No es buena la fotografía, pero hay que pensar que la hice con una Minolta de medio pelo, un carrete blanco/negro de la marca Negra, y sujetando la máquina con las manos, a la que pasaba.

Por la España más meridional, la que está en ciudades vibrantes sobre la costa norte de África, también pasé. Es más, me tiré bastante tiempo haciendo la mili. En Ceuta concretamente, más de año y medio, paseando arriba y abajo su calle mayor, haciendo guardias en el Monte Hacho o en la frontera de Benzú, y regateando con los indios que vendían relojes y transistores a mitad de precio que en la Península. Ceuta estaba, como hoy, llena de moros y de militares. Me quedé con esa imagen para recordar que fue verdad, que estuve allí.