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agosto 22nd, 2011:

Mis viajes por Guadalajara

La posibilidad de conocer los pueblos de Guadalajara es algo que sí está al alcance de cualquiera que se lo proponga. Todos, que son más de 400. Porque hoy prácticamente todos los núcleos poblacionales de nuestra provincia tienen carretera asfaltada, incluso aquellos que durante el invierno se quedan vacíos. Se llega antes a ellos, y se les reconoce de lejos. Sin duda en esto se ha granado el progreso: en que la vida de las gentes se ha hecho más amable y fácil, con transportes rápidos, carreteras y calles bien pavimentadas, teléfonos, luz y comunicaciones en cada esquina. Guadalajara ha pasado (y yo lo he visto, personalmente) de la Edad Media al siglo XXI en apenas 50 años.

Desde que estudiaba el Bachillerato viajé por la provincia. Primero con la moto Vespa (con sidecar acoplado) de mi padre Eugenio, luego con su seiscientos blanco al que llamábamos Alarico, por su intrepidez (le pusimos la matrícula GU-14014 casi eligiéndola, porque en aquellos tiempos, los años 60, se podía elegir casi todo: la matrícula del coche, el número de teléfono y el médico que querías que te operara).

El primer sitio al que fui estaba cerca de Guadalajara. En moto se tardaba poco más de hora y media: era Pioz, y su castillo. Ya le hice fotos, entonces (estaba igual que ahora, apenas ha cambiado nada, excepto que le han rodeado de una alambrada y ahora no se puede entrar dentro) subimos a la torre del homenaje, pasamos desde el foso exterior por la poterna, saltamos el puente levadizo, etc. De todo ha quedado memoria gráfica. Y luego seguí por este y otro camino (desde Humanes, hacia la sierra, todo era de tierra, y en Molina, excepto la N-232, todos los caminos estaban sin asfaltar. Pero a todos sitios se llegaba. No entro aquí en detalles de estos viajes, quizás o haga otro día, y en todo caso, en esta Colección de Escritos míos hay mucho descrito, demasiado quizás, ara entretenerse leyendo. Desde el Museo y los cuartos recónditos de la catedral de Sigüenza, hasta las sacristías de remotos lugares como Riofrío, Albendiego, Setiles y el monasterio de Buenafuente: por todos ellos fui anotando, transcribiendo y dibujando. Y de muchos de ellos hice las fotos que ahora se guardan en un archivo que puedo decir es bastante completo, siempre menos de lo que uno quisiera, y sobre todo testigos de un tiempo ido, con anécdotas y detalles que se los llevó el olvido. Aquí pongo, por poner algo, seis imágenes en blanco y negro de aquellos viajes por la provincia de Guadalajara.

 

En la sacristía de las cabezas, que dirigió Alonso de Covarrubias a principios del siglo XVI, existen 300 expresivas imágenes de gentes, ellos y ellas, que buscan permanecer en el cielo donde los dejó el artista. Esta es la cabeza que pudiera representar al Emperador Carlos V, que era quien entonces reinaba en España, y la foto, no buena, está hecha con la Minolta de tres al cuarto, sobre un trípode para aprovechar en exposición la luz que entra por una pequeña ventana del fondo.

 

También en Sigüenza entré, ayudado de don Aurelio de Federico, el canónigo historiador que más sabía del templo, en un cuarto remoto donde tenían, y supongo que aún tendrán guardada, la colección de doce Sibilas que alguien pintó en el siglo XVII. Con su vigor barroco, y su valentía desafiante de una Contrarreforma que no veía nada bien estas alusiones al paganismo,  me impresionaron en su silencio oscuro, y las fotografié todas. Esta es la Sibila Délfica, en presentación de las demás.

 

En la remota localidad de Checa, entre pinares oscuros y acantilados rojos, aparecen detalles de vieja veteranía artística que son expresión de una artesanía varonil y muy difícil, la del hierro. Hoy quedan, las he visto hace poco, docenas y docenas de rejas tapando las ventanas, pero hace años había llamadores, bocallaves y remates de balcones que han desaparecido en su mayoría. En una casa mayorazga tenían este escudete, como un guiño del herrero fraguador al entretenimiento y el diseño que se escapaba de su utilitarismo.

En las fiestas de los pueblos, a las que todo el mundo iba de traje y con corbata, y siempre que la había, por supuesto, con boina, se encontraban los contrastes de la gente devota y los ritos ancestrales. En Arbancón, un frío día de Candelas, con nieve por las calles, y una humedad que trepanaba las manos, en la puerta de una casa (esas puertas de dos hojas, la de arriba para mirar, la de abajo para pasar) se asomó un paisano cuando cruzaba la botarga sonora echando naranjas a los niños. Ahora sigue habiendo fiestas, la mayoría declaradas de “Interés Turístico” de variado rango, pero las miradas de aquellas gentes que tenían la ilusión cuajada de antiguas generaciones, es difícil de encontrar. En todo caso, me gustó este instante, lo dejé siempre guardado en grises.

 

En cientos de pueblos, las cuestas se conglomeraban de piedra y tierra para hacerlas duras y que el agua escurriera por las canaletas de los laterales. Así se ve en esta imagen contundente de La Hortezuela de Océn, donde se ve a los vecinos acudir a misa, mientras junto a las puertas de los caserones se acumula casi hasta el primer piso el único combustible que había (son los años 60 del siglo pasado) para calentar las estufas: buenos matojos de leña traída en el otoño desde las dehesas y los quejigales secos.

 

Algunos recuerdos le hacen sonreir aún al viajero, como cuando tenía pocos años y se encontraba con la bullanga de los chavales de la catequesis, que se asombraban de ver a alguien que traía una máquina de retratar y se disponía a sacar imágenes desde todos los puntos imaginables del altar mayor de la parroquia. Este instante es el de un medidodía de domingo en Bujarrabal, y ya estábamos en el inicio de los 70. La muchachada se reía con la inocencia de pensar que tras aquel día no habría ningún otro, al menos triste. La mayoría seguro que ya se han enterado que estaban en un error, total y absoluto.

Mis viajes por España

Es imposible conocer España entera, en detalle. No hay tiempo suficiente en una vida por mucho que uno se dedique a ello, y más aún si tiene que trabajar, toda su vida, cada día laborable, en el mismo puesto, en el mismo lugar, mañana y tarde, y a veces noche…

Pero confieso que he hecho todo lo que he podido para conocer mi tierra, la España grande y plural en la que siempre me he reconocido, desde la Castilla limpia donde he nacido, hasta las costas gaditanas plenas de luz y salitre, o a los Pirineos catalanes donde el Lago de Sant Maurici refleja atónito la belleza de los gemelos Encantats.

La primera salida desde mi ciudad, la hice a los 18 años, a Santander, y allí me puse frente al mar, el Cantábrico, en Cabo Mayor, un día –como tantos- en que el mar embravecido lamía las oscuras rocas en las que apoya el faro. Después recorrí, en ciento y un viajes, todas las costas, desde Irún hasta Tuy, desde Cabo Creus hasta Ayamonte. Y al interior, esas ciudades mágicas y silenciosas, en las que fuerzas distintas, pero todas nobles, han ido construyendo a lo largo de los siglos burgos tan magníficos como Santillana del Mar, Santiago de Compostela, Almagro, Morella, Trujillo, Granada… el gozo de andar sus calles, de mirar sus torres y entrar en sus viejos templos y palacios, no lo cambio por nada.

De tantos viajes surgieron miles de fotografías. Desde 1963 en que empecé a hacerlas, guardo escorzos y detalles, y siempre que los veo trato de volver al espíritu en que los ví por primera vez. El hombre cambia a lo largo de su vida, y no solo una vez, muchas veces. No tengo nada, en este momento de escribir, que venga de mi primera visita al valle de Ordesa, pero las conexiones de las neuronas que aún me sobreviven, quizás eso a lo que llaman alma, segregan emoción, o la sustancia que sea, al ver la foto que hice desde el puente que cruza el arroyo. En fin, no es cuestión de ponerse poético, sino de constatar que en tantos viajes han surgido muchas anécdotas y cientos, miles de fotos, de las que aquí pongo, en mínima y alocada indiscreción, seis ejemplares.

 

Con amigos he recorrido caminos, la mitad de ellos de tierra y polvo, a pie o a lomos de un SEAT 600 al que pusimos por nombre Butanito, por su color. En el verano de 1969, nos fuimos al Roncal navarro José Ramón López de los Mozos, José Luis Marina Serrano y yo. Ahí se nos ve, junto a un poste de la luz de los de antes, delante de un cartel turístico más bien cutre, y en el mismo impresionante paisaje que hoy se encuentra al inicio de este valle pirenaico.

 

La mayor parte de las primeras fotos que tomé en mis viajes están hechas en espacios abiertos, limpios, sin coches. Como mucho se cruza algún viejo, alguna vieja, que siempre va con prisa. La variación de grises da siempre un cariz mágico y poético a los sitios. Este es el plazal delante de la colegiata de Torrelaguna, en la provincia de Madrid, junto al Jarama. Sería 1970. Hoy es imposible hacer esa foto, está todo lleno de coches.

 

Los viajes por Castilla estaban repletos de hallazgos patrimoniales. Era un tiempo feliz (los años 70 del siglo XX) en que uno se encontraba todas las iglesias, catedrales y ermitas abiertas, con alguien que amablemente te las enseñaba, y se podían hacer fotografías de todo lo que posaba ante la vista. No había pintadas en sus muros, ni contenedores tirados en las aceras. No había gente indignada sino entretenida en aprender, viajar y ganarse el pan en lo que buenamente podía. Había para todos. Y los que llevábamos una máquina de fotografías colgando del cuello (entonces creo que era la Minolta SRT 101) podíamos sacar imágenes de donde nos pareciera, sin problemas. Parece increíble, pero es cierto: no estaba prohibido fotografiar los coros de las catedrales. Esta imagen es un detalle tallado sobre madera, del siglo XV, del coro de la catedral de Coria.

 

También en Palencia me detuve un par de veces, concretamente en Villalcázar de Sirga, haciendo el Camino de Santiago, siempre en 600, y husmeando aquí y allá en sus grandes templos. Recuerdo que en la colegiata enorme de ese pueblo castellano, un buen hombre con traje de pana nos explicó a los viajeros las esencias del edificio, y los detalles que la historia de siglos y siglos había ido dejando tallados y sonoros. Esta es la cabeza del Infante de la Cerda, revestido de la más suntuosa moda del siglo XIII, con la que le enterraron y el anónimo artista talló su cuerpo, su cabeza, su alma dormida y atenta a un tiempo, mirándonos…

 

Por Lerma, antes de que al palacio le transformaran en Parador, y a la calle principal la cuajaran de restaurantes, pasé camino, varias veces, del Cantábrico. Una vez que paré (siempre a la puerta de los edificios, siempre abiertos, siempre dispuestos a ser admirados) ante su Colegiata, me sentí en un mundo de grandeza antigua y bronces limpios. Entre otras muchas estatuas, retablos policromados y bóvedas gigantescas, está la serena oración del Obispo don Cristóbal de Rojas y Sandoval, familiar de los duques, orante desde el siglo XVII recubierto de su capa pluvial de bronce. No es buena la fotografía, pero hay que pensar que la hice con una Minolta de medio pelo, un carrete blanco/negro de la marca Negra, y sujetando la máquina con las manos, a la que pasaba.

Por la España más meridional, la que está en ciudades vibrantes sobre la costa norte de África, también pasé. Es más, me tiré bastante tiempo haciendo la mili. En Ceuta concretamente, más de año y medio, paseando arriba y abajo su calle mayor, haciendo guardias en el Monte Hacho o en la frontera de Benzú, y regateando con los indios que vendían relojes y transistores a mitad de precio que en la Península. Ceuta estaba, como hoy, llena de moros y de militares. Me quedé con esa imagen para recordar que fue verdad, que estuve allí.

Las máquinas de mi vida

 Para construir un conjunto amplio de información sobre la provincia de Guadalajara, como creo que he estado haciendo en los últimos 40 años, he necesitado no solamente moverme por sus caminos, cosa que he hecho a pie, en seiscientos y luego con algún todoterreno que me han facilitado las cosas, sino que he tenido además que tomar algunas fotografías, bastantes fotografías. Tantas, que es imposible contarlas, pero sí que he conseguido llegar a digitalizarlas todas, y a clasificarlas de modo que se pueda encontrar, en menos de un minuto, cualquier motivo que se necesite ver o consultar.

Para llegar a construir este archivo fotográfico, que por supuesto sigue vivo y en formación y renovación continua, me he ayudado de algunas máquinas de fotografía que hoy quiero evocar y plasmar en imágenes. Ellas se lo merece. Todas ellas están conservadas y, menos la última, dignamente jubiladas. Porque a ese grado de la vida las ha llevado no ya solamente el tiempo, sino el cambio de tecnología fotográfica, que es una de las cosas que más ha evolucionado en los últimos 25 años.

Si hoy intentara salir al campo con mi Bronica de 6 x 4, y si consiguiera en alguna parte un carrete de diapositivas para montarlo en su chasis, seguro que seguiría haciendo unas fotografías espléndidas, pero luego tendría que revolver Roma con Santiago para que en algún lugar revelaran ese carrete, cosa que apenas se hace ya en Europa. La fotografía digital se ha implantado de forma absoluta. Y, hay que confesarlo, frente a cualquier opinión de algún fotógrafo obsoletamente anclado en el pasado físicoquímico, que la fotografía digital es inmensamente mejor, y que con ella se consiguen hoy mejores fotos que con las clásicas máquinas de mediado el siglo XX.

Sin más evocación ni disquisición técnica, aquí va la memoria y las imágenes de esas “máquinas de mi vida” gracias a las cuales he podido captar –siempre el milagro de la fotografía- la realidad que fluye.

 Flexaret IVa

 Con un objetivo Meopta, esta máquina de fabricación checoslovaca, de paso 120 que hacía negativos en tamaño 4 x 4 cms, la compró mi padre, de segunda mano, en 1963, por 300 pesetas, lo que suponía entonces un desembolso considerable. Con ellas hicimos las primeras diapositivas en color, de ese tamaño, que siguen siendo, a pesar de la pérdida de los colores, una maravilla de nitidez.

Es verdad que en mi familia hubo máquinas fotográficas desde los años 20, y con ellas la familia se retrató y guardó imágenes de momentos buenos. Cuando llegaron los malos, a partir de 1936, todo desapareció: las máquinas, los momentos buenos, y por supuesto las vidas de los mejores.

Con la Flexaret hicimos, mi padre Eugenio y yo, fotografías de viajes por España, especialmente la costa cantábrica y los Pirineos, y algunas cosas sencillas de la provincia. Estaba empezando.

Minolta SR T 101

Hacia 1970 me hice con una Minolta, que en ese momento era lo más moderno para usar negativos de 35 milímetros, con objetivos intercambiables. Me costó 1.200 pesetas. Hice cientos de carretes Negra por la provincia. Y con ella utilicé diversos objetivos, un tele de 300 mm., un gran angular de 18 mm, y diversos complementos de macro. De entonces son, de la década 70-80, las fotografías de la mayor parte de los monumentos y elementos patrimoniales de Guadalajara que almacené. Entonces se podía entrar a las iglesias, sacar a la calle las cruces parroquiales, fotografiarlas con un paño negro detrás y la alegre chiquillería del pueblo en torno, campar por el Museo Diocesano y fotografiar sus fondos sin tener que pedir permiso al Cabildo. El horror que genera hoy en día, en pueblos e instituciones varias, la toma de fotografías con una cámara montada sobre un trípode, es uno de los elementos que categorizar la intransigencia y la incultura de un pais. Eso ocurre ahora en España, el único lugar de Europa donde está prohibido hacer fotos a casi todo.

Bronica Zenza

Sin duda la mejor máquina que he tenido en mi vida. Un prodigio de la tecnología japonesa, que adquirí en 1983 por 250.000 pesetas, que era lo que costaba entonces un coche de gama media. Por supuesto que iba con dos objetivos, chasis para el cambio de carretes sin acabarlos, apliques visuales, disparadores y mango lateral, haciendo con ella las mejores fotos de monasterios, catedrales y castillos que recuerdo. El problema era que los carretes de paso 120 eran caros, lo mismo que su revelado, y cada vez que uno disparaba el botón… había que pensárselo mucho.

 Olympus IS 1000

 Una estupenda compacta que conseguí comprar en un moll de Virginia, USA, en 1992, por 60.000 pesetas, la mitad de lo que valía en España, y que tenía un objetivo perfecto, aunque quizás estaba un poco limitada por su estructura compacta, si bien estaba dotada de un objetivo 80-200 muy fácil de manejar con mandos electrónicos. Con ella me lancé definitivamente a la fotografía en color, con diapositivas de aquellos vibrantes colores que daban los carretes Ektachrome de Kodak y los Velvia de Fuji.

 Fujifilm Finepix 4900 Zoom

 Fue la primera máquina de tecnología digital que tuve, y esto en el año 2000. La máquina costó (era de las primeras que llegaban a España) 240.000 pesetas y alcanzaba a hacer fotografías de 8 Megapixels, cuatro veces más de lo que se estaba consiguiendo un año antes. Mejoraba algunas cosas sobre las de negativos, pero se quedaba corta en otras. Ahí está la pobre, guardada y sin poder ser usada, porque ya no se hacen baterías para ella.

 NIKON

 Desde 2006 me he pasado a Nikon. Las SLR de objetivos intercambiables, en su gama media semiprofesional, a pesar de la progresiva complejidad de sus mecanismos y posibilidades, dan una calidad y tienen una versatilidad que en manos de quien sabe consiguen sueños. Yo me conformo con retratar y aprehender lo que veo, seguir dando imagen a los viajes, testimonio de cómo cambia la provincia, guardando instantes. Tuve primero la D200, me la robaron, luego usé la D80, que aún sigue por ahí, y desde 2011 me manejo con la D7000, un cacharro maravilloso que siempre va por delante de uno mismo.

 En el mundo de imágenes y aportes visuales en el que vivimos, y que no tiene marcha atrás, la fotografía y el video, la televisión y el cine se han impuesto a la poesía y la novela, se han adelantado diez pueblos a la conferencia y el cuento al amor de la lumbre. La civilización hablada ha pasado a ser la civilización retratada, y mientras hablemos de civilización no vamos mal. En esa vertiente, emotiva, palpitante y colorista de la civilización, espero seguir moviéndome unos pocos años más. De momento, aquí han quedado las imágenes y el recuerdo de “las máquinas de mi vida”.