Arte para recordar

viernes, 8 julio 2011 0 Por Herrera Casado

 En el libro que hace unos días ha reaparecido (tras haberse agotado hace tiempo) y que firma el profesor García de Paz con el título de “Patrimonio Desaparecido de Guadalajara”, hay mil y una historias que conmueven la sensibilidad más áspera, que saltan agresivas sobre cualquier pasividad, por firme que intente serlo. Hay relatos, anécdotas, hechos ciertos y documentadas picias que ponen los pelos de punta al más valiente.  Todas ellas cifradas en nuestro patrimonio artístico, histórico, urbanístico y medioambiental. A lo largo de los siglos, pero sobre todo de cien años a esta parte, se han perdido tantas cosas, que da escalofríos comprobarlo. García de Paz nos lo cuenta sin pasión, pero con firmeza.   

La Lamentación de la Virgen, talla en nogal policromada que procedente del monasterio benedictino de Sopetrán, junto a Hita, hoy se muestra en el Museo The Cloisters de Nueva York.

 

 La Lamentación de Sopetrán    

Entre las piezas que hermoseaban el patrimonio monumental de Guadalajara –fruto de siglos de evolución de una sociedad estamental y religiosa- destacan los monasterios, de los que solo ruinas quedan por nuestra geografía. Aparte de unos pocos cenobios que siguen vivos tras siglos de existencia (Buenafuente, Valfermoso, Carmelitas de San José, jerónimas de Yunquera…) solo sus edificios han quedado, y muchos de ellos en una ruina tan lamentable y progresiva que están pidiendo a gritos que alguien lo detenga, que alguna institución se ocupe de salvarlas. Sopetrán es uno de esos lugares. Abandonado a su suerte desde la Desamortización de Mendizábal, ninguno de los intentos de volver a levantarlo en los últimos dos siglos ha culminado con éxito. De Sopetrán proviene la primera de las sorpresas que nos depara García de Paz en su libro.   

 Fue este un monasterio que llegó a conocer cuatro fundaciones. La leyenda dice que ya existía en tiempos visigodos, y desde luego en los finales del siglo XV, apadrinado por los Mendoza, los monjes benedictinos de Sopetrán formaban una de las colonias monásticas más fuertes y dinámicas de la Alcarria.   

 El primer duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza, regaló un altar al convento, que adquirió, a través de sus agentes comerciales, en algún lugar de Flandes. De ese altar, se conocían cuatro pinturas, que con el nombre ahora de “Las Tablas de Sopetrán” se guardan fielmente en el Museo Nacional del Prado, gracias entre otras intervenciones a la del Conde de Romanones, a quien le pidieron que las llevara a sitio seguro, porque en su cercana ermita de la Fuente, a trescientos metros del monasterio, corrían peligro.   

Mucho se ha escrito y especulado sobre esas tablas, maravillosas y dignas del mejor pincel flamenco de finales del siglo XV. Pero lo que no se sabía es que esas tablas formaban la cubierta pictórica de un altar que tenía en su centro una talla de La Piedad, extremadamente hermosa, y que aparece en imagen junto a estas líneas.    

 Los avatares de la talla son largos de contar. Lo hace García de Paz en su libro. Resumiendo puedo decir aquí que una vez exclaustrados los monjes, alguien se llevó la pieza y anduvo de mano en mano, hasta dar con su color y su relieve en The Cloisters de Nueva York, uno de los mejores museos del mundo en punto a arte medieval europeo.    

Carlos Ortega Muñoz fue quien le siguió recientemente la pista a esta pieza perdida para la provincia de Guadalajara: quizás robada en la Guerra de la Independencia, o tras la Desamortización, pasó por diversas manos, siendo las de Benoit von Oppenheim (1911) las primeras conocidas, estando luego en la colección de Kart von Winberg, a quien se la confiscó el gobierno del Tercer Reich, siendo restituida a sus herederos quienes la vendieron en 1955 al Museo norteamericano.   

La obra, que a pesar de estar tallada sobre nogal y policromada, recuerda las maneras del pintor Roger van der Weyden, es sin duda una de las mejores esculturas que existieron nunca en la España de los Reyes Católicos.   

 El propio monasterio está hoy en amenaza cierta de ruina. Sus actuales propietarios, una sociedad inmobiliaria que pensaba reconstruirlo, centrando un poblado residencial de calidad medioambiental, ha desistido por el momento de hacerlo, dada la crisis económica de nuestro país. En todo caso, es ese un conjunto patrimonial que la administración castellano-manchega debería considerar apoyar, si no cargar plenamente con ello, la restauración y puesta en valor de tal edificio.   

 Castillos por los suelos   

 En los últimos cien años, han sido varios los castillos que se han venido al suelo. Unos, rendidos por el peso de los años. Otros, hundidos de forma premeditada por alguien. En una tierra que precisamente lleva el nombre de esos edificios, Castilla, salta la noticia de vez en cuando de la desaparición de una de estas nobles construcciones.   

 García de Paz pone la relación de lo que se conoce perdido, y de lo que está próximo a entrar en la lista. A varios de los que aún tienen silueta entre nosotros ya les ha sacado tarjeta roja la Asociación “Hispania Nostra” que vigila el estado del patrimonio español. Frente a los castillos de Torresaviñán, de Pelegrina, de Galve y de Santiuste en Corduente, que están en un equilibrio inestable sobre sus fundamentos, hay otros que cayeron definitivamente, sin quedar de ellos más constancia que el lugar donde estuvieron. De algunos, incluso, se aportan fotografías. Así la torre medieval y episcopal de Séñigo, junto a Sigüenza; el castillo mendocino de Tendilla, o la torre del Cuadrón, en término de Auñón, junto al río Tajo, que formaba parte de una fortaleza calatrava y que se vino al suelo, de una día para otro, el pasado mes de septiembre.    

 Lupiana, tan cerca   

 Uno de los edificios monasteriales de mayor crédito e importancia, muy cercano a la capital, pero en el corazón siempre de la tierra alcarreña y en la punta de lanza de la historia española, es el monasterio jerónimo de San Bartolomé, de Lupiana, lugar donde se creó esta Orden, y donde vivieron sus Generales durante muchos siglos.   

 Ese monasterio, que hoy puede visitarse durante un par de horas las mañanas de los lunes, es una sorpresa vibrante para quien entre en él por primera vez. Su aparición pétrea sobre las frondosas arboledas que lo rodean, el silencio de sus pasillos, la maravilla de piedra tallada, arcos y esculturas de su claustro mayor, o el solemne grito de la iglesia destechada, son intensas sensaciones que se lleva quien hasta allí llega con sensibilidad varia.   

Tras la Desamortización de Mendizábal, la Orden jerónima fue disuelta y el monasterio de San Bartolomé vaciado y vendido a particulares. En la misma familia ha permanecido hasta hoy, y por ella he sabido recientemente, por uno de sus miembros, el arquitecto Vidal Abascal Castañón, que se sigue trabajando en mantener, en estudiar, en contener la ruina que cada día acecha a tan enorme y compleja estructura. Ese trabajo recae exclusivamente en las arcas de la familia propietaria: nunca el Estado, ni la administración regional, ni fondo público alguno, ha dado dinero para siquiera mantener aquella institución venerable.   

De ahí que muchas cosas se hayan perdido. Entre ellas, la techumbre de su iglesia y coro, que estaba decorada al fresco por los mismos pintores italianos que habían decorado el coro de la iglesia de San Lorenzo de El Escorial, también fundación jerónima. O la gran sala del refectorio, que sin techo aún mantuvo hasta finales del siglo XIX sus predicatorios arrimados a los muros, tal como se ve en un lámina de Salcedo, junto a estas líneas.   

El teatro Zorrilla de Milmarcos   

Se han perdido, pues, monasterios y castillos; retablos del Greco y Beatos de Liébana; se han perdido pueblos enteros, puentes románicos, iglesias mudéjares, archivos, documentación, memorias innumerables que nos han dejado más huérfanos de lo que la vida nos va dejando día a día. Todo ello lo cuenta García de Paz en su libro. En el que aparecen aún fotos de cosas que desaparecieron no hace mucho y que algunos conseguimos, al menos, fotografiar. Para demanda perpetua de quienes lo tiraron. Entre esas cosas está el Teatro Zorrilla de Milmarcos, un recinto mínimo, exquisito, único en la provincia, que permitía a los habitantes de aquel remoto pueblo molinés, cuando eran muchos y estaban contentos, asistir al teatro en su propio pueblo.   

Y se vuelve a contar la historia del monasterio de Ovila, de las pinturas de San Baudilio, de la estatua yacente de doña Mayor Guillén de Guzmán, de la iglesia románica de Villaescusa de Palositos, a la que envuelve una historia espeluznante que parece imposible, tras recapacitar sobre ella, que en un país de la Unión Europea se pueda dar semejante absurdo: un pueblo entero comprado por un particular, con una iglesia románica estupenda en lo más alto, y que ha decidido vallar e impedir que nadie, ni siquiera los hijos de quienes nacieron en aquel pueblo, entren a visitarla cuando quieran. Cosas así nos hacen pensar que algo profundo, algo muy serio como son las relaciones del Estado con sus ciudadanos, tienen que cambiar en España todavía.  

El libro de García de Paz  

 En estos días hemos tenido en las manos la nueva edición, “corregida y aumentada” de este Patrimonio Desaparecido de Guadalajara, que con 264 páginas, y cientos de fotografías y planos, nos va dictando la lista de cosas que fueron y ya no están: de patrimonio religioso, civil, documental, mueble, urbanístico, popular y medioambiental. Un nuevo viaje por la provincia, pero por una geografía que existió y hoy ya no vemos. No es cuestión, en cualquier caso, de lamentarse y buscar a los culpables. Es simplemente un espoletazo que nos hace tomar conciencia y proponernos que nada de lo que en ese libro se cuenta vuelva a ocurrir.