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junio, 2011:

Guadalajara, ciudad abierta

Cada día hay más adeptos y practicantes del turismo cultural, que es ese encuentro del viajero con una realidad geográfica y urbana, en la que se entremezclan los espacios donde vivió la historia y aquellos otros en los que esa vida palpita hoy en forma de edificios, de costumbres, de emociones que brotan justo en el lugar donde acaeció un hecho conocido, o legendario, o donde vivió sus años mejores algún protagonista de los fastos viejos.

La capilla de Luis de Lucena, o de Nuestra Señora de los Ángeles, es un ejemplar único de arquitectura mudéjar en época del Renacimiento manierista.

La ciudad de Guadalajara es una de las metas de ese Turismo Cultural, en el que a sus edificios añejos añade la memoria de personajes singulares y la tradición de sus fiestas y su gastronomía de hondas raíces. Merece la pena que nos planteemos una visita a Guadalajara desde esta perspectiva de ciudad abierta y cultural.

 Edificios medievales

Se podría trazar una ruta (es la que yo he hecho cantidad de veces con amigos y grupos que pretendían conocer en una jornada la ciudad de los Mendoza) en la que se capte la recuperada lozanía de edificios medievales, el brillo de los palacios renacentistas y la opulencia visual de las cosas barrocas. Terminando con la guinda impensable (lo mejor de todo, para muchos) del Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, que ahora va a cumplir el siglo de existencia.

Tiene Guadalajara todavía algunos restos de su medieval muralla. Rodeándola por completo desde los tiempos islámicos, fue reforzada, al nacer su Fuero, por los reyes Alfonsos y Fernandos. De ella quedan algunas puertas o torreones, como la de Bejanque, o los de Alvarfáñez y Alamín. El recuerdo de la Puerta de Madrid, o el portal del Mercado, perviven en espacios públicos que quedaron libres.

De lo más antiguo que vemos destacan las iglesias de Santiago y Santa María. La primera de ellas, iglesia que fue del convento de las clarisas. La segunda, hoy es concatedral. Ambas restauradas, muestran en su interior y detalles interiores la elegancia de la construcción mudéjar, con los ladrillos formando filigranas y distribuyéndose sonoros sobre las puertas y arcos de tipo árabe. En Santa María aún se yergue la torre que tiene todo el aspecto de haber sido alminar de una vieja mezquita. Y en su interior todo son retablos, enterramientos y memorias de gentes que a lo largo de los siglos poblaron el burgo y le ofrecieron sus páginas más brillantes.

En el tránsito del Medievo a la Edad Moderna, los Mendoza todopoderosos, cuyo conjunto trataba a los monarcas de Castilla como gente protegida de su poder, elevaron en la parte baja de la ciudad el gran palacio ducal del Infantado. El segundo duque, nieto del poeta Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, mandó al arquitecto Juan Guas que diseñara un edificio sorprendente, en el que se conjuga lo más espléndido de la ornamentación mudéjar y gótica, enmarcada en una estructura que es todavía medieval. La fachada está preñada de escudos, volutas, mocárabes y ventanales flamígeros, destacando en ella, sobre la portada principal, un escudo del linaje Mendoza sostenido por dos salvajes que desnudos y peludos pregonan la honradez, la puridad, el limpio origen del apellido. En el interior, el gran patio de los leones sorprenderá a cualquiera que mire los arcos mixtilíneos con sus paramentos ocupados sin hueco alguno por animales como leones y grifos guardianes, por escudos de los linajes Mendoza y Luna, y por frases alusivas a su poder y ansia de gloria. El remate de la visita a este lugar es el Museo Provincial de Bellas Artes, muy recomendable por su bien guiada estructura.

El contrapunto de este palacio es de un sobrino del primer Mendoza, don Antonio, que construye cerca, frente a Santiago, su palacio renacentista, uno de los primeros que se levantan en España con este estilo. El arquitecto, en este caso, Lorenzo Vázquez, consigue una pieza que evoca los mejores conjuntos palaciegos de la Toscana: el equilibrio, las limpias distancias, los elementos simples y los bellísimos capiteles (a los que Tormo denominó de “renacimiento alcarreño” se conjugan en el patio, escalera, artesonados y salas de este palacio que merece conocerse, así como la aneja iglesia de La Piedad, que una sobrina del constructor mandó hacer a Alonso de Covarrubias.

La ciudad plena

En el paseo que el viajero debe realizar por Guadalajara, desplazándose a pie desde el palacio del Infantado y siguiendo ante Santiago y el palacio de don Antonio de Mendoza, va a encontrarse con otros edificios en que se conjuga la historia mendocina con las monjas carmelitas o los médicos papales. Me explico: siguiendo la calle Ingeniero Mariño, antigua de Barrionuevo, se encontrará con el edificio del convento e iglesia de San José, de carmelitas descalzas, y que permanece vivo desde comienzos del siglo XVII. El templo, cuajado de altares barrocos su interior, muestra la limpia estampa de fachada y nave que trazara el arquitecto carmelita fray Alberto de la Madre de Dios. Poco más adelante, a la derecha, otro edificio singular: el palacio de la Cotilla, hogar de los Torres y por ende, en los primeros años del siglo XX, del polifacético Conde de Romanones. En él se visita la “sala china” empapelada con pinturas del Extremo Oriente, y ofreciendo en otras salas elementos patrimoniales de interés local.

Cien metros más allá, el viajero reposado se encontrará, a la izquierda, Santa María la Mayor, con su torre alminar y sus puertas de tradición siria, y a la derecha con la capilla del doctor Luis de Lucena, que es un templo mínimo, capilla lateral de una antigua iglesia ya derruida, la de San Miguel, que da nombre a la cuesta. En la capilla del que fuera médico papal y aficionado a las elucubraciones erasmistas, encontraremos un exterior precioso de ladrillos y torreones esquineros que le hacen parecer pequeño castillo, en cuyo interior se admiran pinturas manieristas en las bóvedas, representando escenas bíblicas y figuras de la Antigüedad, tal que Sibilas y Profetas. Parece, sin exagerar, una pequeña Capilla Sixtina de la Castilla vieja.

Si el viajero quiere trepar por esa cuesta que se le ofrece, llegará al centro, donde habrá por ver otros templos, como el de San Nicolás, que fue de jesuitas y luce muy barroco, o el de San Ginés, presidiendo la gran plaza de Santo Domingo es hoy eje de la vida ciudadana, y que perteneció en su día al convento de los dominicos.

Las sorpresas de la periferia

Aun a pie, si el día hace bueno, el viajero llegará hasta la gran rotonda que llaman “Puerta de Bejanque” donde se iniciaba la ciudad medieval, y en sus afueras, sobre un alto jardín, verá la torre del monasterio de San Francisco, en sus orígenes casa de templarios, y hoy recuerdo de un gran convento de mínimos frailes. Su iglesia, la más gran de la ciudad, es soberbio ejemplar gótico, y en su cripta, recientemente restaurada tras dos siglos justos de abandono, verá la gloria de jaspes y mármoles rojos donde el linaje de los Mendoza quiso descansar para siempre, en un espacio “críptico” muy similar al de los reyes de España en El Escorial.

Dando algo de paseo por el Parque de San Roque, que es otra de esas estructuras urbanas netamente provincianas e íntimas, plantadas sus frondosas arboledas hace casi doscientos años, se llega (lo vislumbramos a través de una impresionante verja de piedra y hierro) al Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, un lugar irrepetible, indefinible y que solo levanta admiraciones: ¡Es precioso, es increíble! Esto es lo que todos repiten una vez que lo han visto. Doña María Diega Desmaissiéres y Sevillano, la constructora, fue en los últimos años del siglo XIX la mujer más rica de España. Fundó allí un Asilo de Pobres, y junto a él mandó levantar una iglesia y un templo panteón en cuya cripta quiso enterrar a sus padres, y acabó ella, unos años mas tarde, siendo la protagonista sobre una urna de basalto llevada de marmóreos ángeles. El arquitecto que ideó y levantó semejante conjunto, inmenso, asombroso, de edificios, fue el burgalés Ricardo Velázquez, y cientos los artistas que pusieron los mosaicos bizantinos, las tallas sobre mármol de lombardas estructuras, la cúpula de valenciana cerámica y al fin la corona de oro que fue siempre codiciada de los que desde abajo la veían.

Han sido unas cuantas cosas (hay más, muchas más) puestas sin mucho orden pero sí con mucho entusiasmo, que se ofrecen como tema y eje de un viaje a una ciudad pequeña, íntima, acogedora y plena de recuerdos históricos. En ella, además, siempre habrá una fiesta en la que participar, y un ramillete de escogidos restaurantes a los que acudir para redondear esta visita con el sabor que deja el buen cordero, la miel o los aceites de la Alcarria que enmarca a Guadalajara.

Un libro que ayuda 

Para que nada de lo dicho más arriba se olvide, para añadir otras ofertas más sencillas pero también muy interesantes, para saber algo de la historia de la ciudad, o de sus alrededores, existe un libro que lleva el mismo título de este reportaje y que se hace amigo entrañable una vez que se ha leído. Me refiero al “Guadalajara, ciudad abierta” que firmó el Equipo Paraninfo hace 4 años, y que forma parte como número 50 de la Colección de guías “Tierra de Guadalajara”.

Un total de 128 páginas acogen una referencia de la Historia de Guadalajara, seguida de una exposición detallada de los 30 monumentos a visitar. Después hay un resumen de las fiestas más interesantes, y acaba con un proyecto de ruta en torno a los pueblos de las cercanías, más una final “Guía de Urgencia” en la que se da noticia de restaurantes, hoteles, centros asistenciales, lugares de cultura y un sin fin de información práctica para el visitante y viajero.

Luz de pinturas: el retablo de Arbancón

En estos pasados días, y con motivo de dar el pregón en la Feria Medieval y Aniversario de su Declaración como Villa en Arbancón, tuve la ocasión de visitar de nuevo su iglesia parroquial, y de admirar una vez más el gran retablo mayor, que restaurado en 2007 ha venido mostrando su belleza, su luz y sus colores desde el siglo XVII.

De esa manera, quedé una vez más impresionado por la fuerza de los colores y las formas que los artistas renacentistas y barrocos imprimieron a las telas que lo conforman. Esta pieza excepcional del arte provincial, merece que se la dedique un tiempo, a observarla, a disfrutar ante ella como si fuera un auténtico museo; a meditar sobre sus escenas y a sentir como una reconciliación con los viejos siglos en los que quedó plasmado tamaño esfuerzo.

 

A pocos kilómetros, casi a tiro de ballesta como decían antiguamente, está Arbancón de Cogolludo. Rodeado de vegetación exuberante, que le ha crecido con estas últimas lluvias, y en un entorno preserrano de cerros alborotados, el caserío asienta entre campos de verdor permanente.

Calles en cuesta, y algunos ejemplares de arquitectura popular (pocos ya, porque le han pasado por encima muchas reformas y modernidades) arropan a los elementos más característicos de su patrimonio, que son sin duda la iglesia parroquial de San Benito, y la gran fuente de los Cuatro Caños. La primera de ellas, solemne y pétrea, es construcción del siglo XVI que debió sustituir a otra más antigua, medieval y románica, de la que nada queda. La puerta, de severo clasicismo, se abre al costado sur, y el interior, en ampuloso espacio, es de tres naves, rematándose la central con el retablo al que hemos venido a visitar.

Descripción del retablo de Arbancón

Impresionante retablo este de Arbancón, máxime tras la restauración que ha recibido en años recientes. Joya de la Serranía guadalajareña, pues fue uno de los pocos que se salvaron de la sistemática destrucción de arte religioso ocurrida en nuestra provincia durante los años de la persecución religiosa. Hay dos autores confirmados: Matías Jimeno, o Ximeno, como pintor de los cuadros. Y Pedro Castillejo, seguntino, como ensamblador. La estructura es singular, renacentista en su esencia pero barroca en los detalles, presentando el modelo “casillero” con la distribución en cuerpos y calles, y la sustitución de las columnas del cuerpo superior por machones. Las pinturas son de 1656 y el dorado de la madera de 1680, según consta en sendas cartelas del retablo. En las que aparece también el nombre de Blas Solano como dorador de la obra.

El retablo monumental de Arbancón ofrece una silueta muy estilizada, y nos cuenta su contenido a través de un banco inferior, con sendos cuadros a cada lado, muy bajos; luego tres cuerpos, dividido cada uno en tres calles, y un ático con un cuadro de remate semicircular. En el banco aparecen de izquierda a derecha del espectador, San Juan Bautista y la Circuncisión de Cristo. En la calle central y principal, aparecen tallas, de la virgen abajo (moderna), de  San Benito Abad en el centro, y un cuadro de la Asunción de la Virgen, arriba. En las calles laterales, la correspondiente al evangelio nos muestra primero a Santiago en la batalla de Clavijo, encima San Juan, y arriba San Marcos. En la calle de la epístola, abajo aparece la otra gran pieza del retablo, la Conversión de San Pablo. Encima va el evangelista San Mateo, y finalmente arriba del todo San Lucas.

Parece ser que Matías Jimeno solamente realizó seis lienzos de los que componían el altar: exactamente los que aparecían en el banco inferior y en los dos primeros cuerpos. Y más concretamente las siguientes escenas y figuras: San Juan Bautista en el banco; Santiago Matamoros y la Conversión de San Pablo, en el primer cuerpo; y las figuras de los evangelistas San Juan y San Mateo en el segundo. El de la Magdalena también lo pintaría Jimeno, pero desapareció en el desmontaje que se hizo en 1936.

El autor del retablo, Matías Jimeno

El autor de la mayor parte de las pinturas que conforman el retablo de Arbancón fue un pintor de la escuela madrileña del que han quedado huellas importantes de su arte por la provincia de Guadalajara. Aunque no se sabe de donde era natural, sí que tenemos el dato de que murió en Sigüenza, en 1657, habiendo vivido y trabajado los últimos y mejores años de su vida por la tierra de Guadalajara.

Se conocen muy pocos datos biográficos, casi exclusivamente la noticia de los lugares por donde trabajó y vivió a temporadas. Esos lugares fueron Madrid, Guadalajara, Pastrana y Sigüenza. Sus referencias vitales abarcan desde 1635 a 1657, que es cuando muere. Casó en Sigüenza con Librada Morón, en 1648. Esos 22 años son los que se ocupa en trabajar, y posiblemente fueran otros tantos los que viviera antes, formándose y viajando. Así pues, no muchos más de 44 años vivió, desde luego no debió llegar a la cincuentena.

Elaborando un recorrido vital de Matías Jimeno, podemos apuntar cómo en 1635 es en Guadalajara donde primero se le localiza. Es posible que antes trabajara en Madrid, pues en la Corte han quedado obras suyas, muchas de ellas, todavía de principiante, en elementos paisajísticos por él aportados en 17 lienzos de “paisajes puros” para decorar el Casón del Buen Retiro.

En 1636 le encontramos en Pastrana, donde quedó encargado de hacer pinturas para la Colegiata, cuando se estaba construyendo su altar mayor, patrocinado por el hijo de la princesa de Éboli, don Pedro González de Mendoza, arzobispo de Granada. De 1636 a 1639 reside en la localidad alcarreña, y nos deja la pintura del Cristo crucificado de su ático, y la iluminación de algunos escudos del señor arzobispo mendocino. Este retablo mayor de Pastrana, obra de un barroquismo firme, muy italiano, no podemos darlo como obra de Matías Jimeno.

Es en 1644 cuando le encontramos avecindado en Sigüenza, donde permanece activo hasta su muerte el 10 de agosto de 1657. Desde allí trabajó para iglesias de las diócesis de Toledo y Sigüenza, pero todas en la actual provincia de Guadalajara. Así sabemos que en 1654 cobró el retablo de San Pedro que había pintado para la parroquia de Yunquera de Henares; en 1656 firmó el retablo de la Asunción para la parroquia de Villanueva de Jiloca, en Zaragoza, y finalmente en 1656, un año antes de su muerte, que sería accidental o de enfermedad adelantada, porque se ve que estaba en su mejor forma, su obra póstuma, el retablo de Arbancón. Aquí firma al menos dos lienzos, los mejores: Santiago en Clavijo y la Conversión de San Pablo. Ya hemos visto antes, al describir el retablo restaurado, que se le pueden atribuir algunas otras de sus piezas.

En Sigüenza pintó también el retablo de la iglesia del convento de los monjes jerónimos. Así lo refiere, y lo describe, Antonio Ponz en su meticuloso “Viaje por España”, y por ese autor sabemos que los temas eran, en dos grandes lienzos de su parte baja: la Adoración de los pastores y la Adoración de los Reyes en el cuerpo bajo, y otros más pequeños en el cuerpo superior con la representación de la Presentación de María en el templo y la Anunciación, además de algunos apóstoles de la predela. Todo ello, una vez vacío el convento de los jerónimos de Sigüenza, debió pasar a la iglesia de Santa María del Rey de Atienza, desde donde luego se ha llevado al Museo de San Gil de Atienza. Todos ellos son pinturas excelentes, de claro signo barroco, especialmente la de la Adoración de los Magos, que se presenta enmarcado por un paisaje inspirado en estampas flamencas con una fuerte influencia del Bassano.

Pintó también un pequeño retablo lateral para la iglesia de Palazuelos, y Juan Antonio Marco le atribuye el parroquial de Torremocha de Jadraque, que no he conseguido ver.

Además de los grandes encargos parroquiales, Matías Jimeno realizó trabajos de pintura por encargo de particulares, coleccionistas y gentes devotas y con posibles. Así (nos lo cuenta Ceán Bermúdez, que lo recoge de Jovellanos cuando pasó un verano en las aguas del balneario de Trillo) hizo algunos cuadros de tema devocional para un tal Juan Caballero, hidalgo cifontino. Era uno de ellos la Caída de San Pablo, que en palabras de Jovellano en sus Diarios, era de mediano mérito, de Matías Ximeno, firmada en 1652. Aún relaciona el político ilustrado otras dos pinturas que podían ser del mismo autor: un Perseo y Andrómeda y una muerte de Adonis sobre cristal, temas mitológicos cultivados también por Jimeno.

De cuando Jimeno se movió por Madrid, en su juventud e inicios, son varios cuadros de temas mitológicos, que se han ido señalando en colecciones y aún dispersos. Así, sabemos que pintó una “Príamo y Tisbe” para el palacio del Buen Retiro y que hoy se encuentra en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Propiedad del Museo del Prado pero depositado en el Museo de Tortosa es una “Diana y Acteón”, y un par de paisajes puros se llevaron, en 1882, desde el Prado al edificio de la Diputación de Santiago de Cuba. Sin duda, el hecho de que el Prado tuviera tanta obra de Matías Jimeno se debe a que las colecciones reales de los últimos Austrias y los Bornotes contaban con cuadros “de relleno” de este autor castellano. De 1656 es una Riña de pícaros  (en la Colección Bonsor de Mairena del Alcor) copiada, a su vez, de una antigua estampa de Francisco Villamena, fechada ésta en 1603.

Otras sugerencias de Arbancón

Ha quedado ya establecida y tradicional su Feria Medieval, que se centra en la historia pasada, en los siglos de oscuridad, y en el momento de su concesión del título de Villa por Felipe V en 1721. En torno a esas peculiaridades, los vecinos y los más jóvenes especialmente, se visten de época y andan todo un día (este año fue el sábado 11 de junio) de plaza en plaza ofreciendo escenas, cantos, rituales y mercadillos que evocan las formas antiguas de vivir. Un pregón y una representación teatral se suelen combinar con sendas comida y cena a la usanza de los reyes y vasallos, o sea, todo con las manos.

Hay que venir, también, cuando la Fiesta de la Candela, el 2 de febrero o en su sábado posterior más inmediato. En esa fecha Arbancón se viste de botarga: recorre sus calles el personaje que cada año lo representa, con su careta de madera pintada, su traje de vivos colores azules, rojos y blancos, y su cachiporra con la que amenaza a los más pequeños y a los temerosos.

En el verano son sus fiestas patronales, y es también buen momento para acercarse y degustar (eso siempre, en cualquier ocasión) el mejor cabrito de la serranía: con una tradición de siglos, la leyenda dice que hasta el propio Cristóbal Colón se acercó a Arbancón, desde Cogolludo, a que los maestros guisanderos del pueblo le prepararan esa joya gastronómica de la que hace gala, el cabrito en su salsa.

En el Centenario de Sinforiano García Sanz

Cúmplese en estos días el Centenario del nacimiento de Sinforiano García Sanz. Un campiñero ilustre, que pasó su larga vida viajando por la provincia y estudiando sus manifestaciones folclóricas. Una vida dedicada a conocer mejor la tierra que nos nutre, y que ahora, cien años más tarde de haber nacido, pero con el recuerdo aún vivo de su personalidad, de su amistad y honradez, se nos viene a la mano algún recuerdo del buen trato que con él tuvimos, algunas secuencias de su vida que se plasmaron en imágenes sucintas, en episodios engarzados en la fría celebración de la botarga campiñera, en esos febreros de hielo y campanillas por los que anduvo, y nunca solo.

Trata de recordar este escrito a un gran amigo, que fue también un gran hombre, honrado y trabajador, estudioso y cariñoso, un campiñero sin tacha, que hace ahora, justo (el 8 de junio de 1911 nació en Robledillo de Mohernando) un siglo que naciera.

Sinforiano García Sanz, por el maestro Rafael Pedrós

Una biografía sencilla

Me concedió una entrevista en junio de 1972. Andaba yo empezando a moverme por los senderos del periodismo provincial, y Sinforiano García Sanz era ya toda una autoridad en los entresijos de la cultura popular guadalajareña. Subí los peldaños que llevaban al primer piso de su librería/estudio/biblioteca en el número 9 de la calle de Fuencarral y estuvimos charlando un buen rato. Nos hicimos amigos, y viajamos juntos en alguna ocasión posterior.

De sus escritos aprendí el respeto con que uno ha de acercarse a las manifestaciones populares en fiestas y celebraciones. Él fue el primero que señaló el interés de una fiesta que hasta entonces había pasado desapercibida entre los historiadores clásicos: la botarga, elemento festivos, vibrante, provocador, en los ritos invernales de algunos mínimos pueblos de la Campiña del Henares y de la Sierra.

Nacido en Robledillo de Mohernando, donde se educó a la manera antigua, entre la familia y el maestro, con admoniciones de cura y catecismo los sábados y domingos. Eran épocas en las que los chicos crecían con compeljos, no lo niego, pero también con la visión clara de donde están los límites, las reglas y los respetos. A los once años de edad, acabada la enseñanza primaria que en una aldea se podía recibir, marchó a Madrid, donde se empleó, de entrada (había trabajo para todos por entonces) en un taller de cortador de telas, anejo a una famosa sastrería. Duró ocho años en el oficio, y se pasó luego al gremio de los ayudantes. Chico para todo, se empleó en el Centro de Estudios Históricos, de donde salió para hacer la mili y a su vuelta quedó como empleado de ese Centro, luego transformado en Consejo Superior de Investigaciones Científicas, donde tuvo oportunidad de tratarse, y aprender mucho, con gente como Américo Castro, Gabriel María Vergara, Julio Caro y el alcarreño Castillo de Lucas. De la mano de todos ellos conoció los entresijos de la investigación histórica y costumbrista, y al final echó alas por sí mismo, y nos fue dando en forma de artículos y breves notas las curiosas costumbres que él fue descubriendo en sus andanzas por los pueblos de Guadalajara.

En 1949 consiguió instalar una pequeña librería en la que movió miles de piezas de segunda mano, teniendo en él un seguro proveedor cuantos estudiosos buscaban elementos para ilustrar los estudios sobre Guadalajara. De esa manera entró en contacto con el cronista Layna Serrano, con Tomás Camarillo, con José Sanz y Díaz y José Antonio Ochaita, uniéndose a ellos en sus entusiasmos por crear, a modo de Colmena, la Casa de Guadalajara en Madrid, de la que fue desde el primer momento miembro de la directiva, laborando sin cesar por ella, y ocupándose también de crear su biblioteca que, -hoy crecida y famosa- es sin duda una de las joyas de la Casa.

Se apuntó a los viajes que las cátedras ambulantes de la Sección Femenina del Movimiento hacía sin pausa por toda la provincia. Las mujeres que formaban esa institución del Régimen se ocuparon en los años de los posguerra de recoger canciones, costumbres, recetas, bailes, trajes, peinados y muchos de los modismos tradicionales que trataban de salvar. Sinforiano García Sanz iba con ellas y apuntaba paciente todo cuanto veía. Así definió certero el traje popular de la Alcarria, nos habló del moño mondejano, y de las múltiples versiones del pollo maranchonero. No se casó, pero mantuvo buena amistad con diversas féminas de la Guadalajara de entonces, que le ayudaron en su tarea encomiable de rescatar tradiciones y memorias, de descubrir viejas piedras, y procurar por los medios a su alcance que se protegieran del olvido. Seguro que alguna se acuerda aún de la excursión con Sinfo hasta las viejas piedras brillantes de las ruinas del templo románico de La Golosa, en término de Berninches…

García Sanz fue colaborador asiduo de los medios de comunicación guadalajareños, en los años en que solamente “Nueva Alcarria” y a partir de 1955 “Flores y Abejas” colgaban de sus páginas las columnas en las que se desgranaban noticias sueltas, hallazgos casuales, memorias exquisitas de antiguos tiempos. Sinforiano se fue especializando en la descripción de costumbres, de fiestas, de ritos y canciones, contándose con él para cualquier recuperación que de esas viejas fórmulas se intentara.

En la librería de García Sanz pudimos hacernos con libros raros, hoy ya imposibles de encontrar sino es en las más especializadas bibliotecas. Me consiguió en 1973 las Relaciones Topográficas de Felipe II, completas y encuadernadas, diversos libros de Layna, folletos raros y bibliográficas sorpresas que hoy guardo con verdadera veneración. Afortunadamente, la Diputación Provincial de Guadalajara adquirió, en una fórmula de especial colaboración con el propietario, esta gran Biblioteca personal de García Sanz, fraguándose con ella, como núcleo latiente y valiosísimo, la hoy estupenda Biblioteca de Investigadores Alcarreños.

Descubridor de las botargas

En sus viajes y encuentros con las gentes de los pueblos, que en la década de los 40 estaban todavía muy aislados, especialmente los de la Sierra, fue descubriendo esas fiestas de las que nadie había hablado nunca: las botargas y los enmascarados alcarreños. Recogiendo datos, anotando detalles, haciendo dibujos y alguna que otra fotografía con su cámara de la época, llegó a llamar la atención de quien a la sazón era el más entendido en folclore en España, el académico Julio Caro Baroja. Le acompañó Sinforiano por las localidades campiñeras, y con un equipo de NODO se realizó un reportaje que quedó como un clásico: “A caza de botargas” que luego plasmó en un artículo publicado en la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares de 1955. Dos años antes, García Sanz había publicado en esa Revista sus primeros hallazgos, y desde entonces no ha dejado de crecer el número, y la calidad, de los estudios hechos sobre estas figuras rituales, paganas y antiquísimas de nuestro acervo festivo.

El académico Caro Baroja, en su fundamental libro “El Carnaval” (Taurus, 1965), trata delas máscaras fustigadoras y las botargas de Guadalajara, y dice en la página 355 que ha podido obtener todo ese material gracias a la “información abundante, de primera mano, de un folklorista de aquella tierra”. Se refiere a Sinforiano, y se apoya en todo cuanto él había dicho antes para exponer su teoría de la máscara carnavalesca que fustiga y roba, que asusta y salta. Años después, serían otros autores, a los que Caro Baroja también menciona, como Ernesto Navarrete, y José de la Fuente Caminals, quienes aportaran datos de otras botargas (Peñalver y Valdenuño Fernández). Sería finalmente, y estos aún siguen entre nosotros, activos y vigilantes, los investigadores José Ramón López de los Mozos y Francisco Lozano Gamo, quienes siguieran aportando datos, recreando tradiciones y alentando esta galería, inmensa ya y espectacular, del folclore botargueño. A Sinforiano García Sans le corresponde, pues, el mérito de haber sido el primero, el descubridor, de este maremagno de misterios.

La obra de García Sanz

En enero de 1995 murió en Madrid Sinforiano García. Con su vida cumplida y dejando un buen recuerdo, ahora en su centenario es obligado, y justo, recordarle con afecto, decir de su vida y de su obra. Aunque no abundante, quedó para los nuevos buscadores de esencias este plantel de escritos:

«Botargas y enmascarados alcarreños (Notas de Etnografía y Folklore)», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, IX (Madrid, 1953), 3r cuaderno. (Primera parte).
«Botargas y enmascarados alcarreños (Notas de Etnografía y Folklore)», Cuadernos de Etnología de Guadalajara, nº 1 (Guadalajara, 1987). (Completo).

«Sobre el Cancionero de Guadalajara y su geografía popular», cuadernos de Etnología de Guadalajara, nº 25 (1993), pp. 83-141.

Pero toda su obra reunida se puede encontrar en un meritorio libro titulado Sinforiano García Sanz. Su obra. Notas de Etnología y Folklore, que fue editado por la Casa de Guadalajara en Madrid, en 1996, al año de su muerte. En este libro, prologado y compuesto por José Ramón López de los Mozos, se pueden encontrar juntos los artículos que en revistas especializadas publicara García Sanz a lo largo de su vida.

Surgen así los temas de “Las Ramas” de Robledillo, la quema del Judas en diversas localidades de Guadalajara, las Notas por él reunidas para la composición del traje popular de la provincia, los aguinaldos de Santa Agueda, las cuevas de Tielmes, y el anteriormente citado trabajo sobre el Cancionero de Guadalajara y su geografía popular. Obviamente se incluye, entero, su gran trabajo sobre “Botargas y enmascarados alcarreños”. En toda su obra se colige, no solamente datos inéditos y sabiduría constatada, sino una técnica descriptiva y una contundente visión de lo que en esencia es el folclore, el costumbrismo, el estudio serio de la cultura popular.

Faltaría solamente recoger toda la obra publicada en periódicos (en Nueva Alcarria y en Flores y Abejas) por nuestro autor. Sabemos que se está haciendo, se está buscando en hemerotecas y archivos ese perdido legado que, como homenaje justísimo a la memoria de Sinforiano García Sanz, debería ser publicado este año.

Otra tarea que le incumbe a la primera institución provincial, la Diputación de Guadalajara, en su estatutario cometido de preservar y salvaguardar, de dar a conocer y enaltecer a cuantos han hecho algo por la provincia: esperamos que la memoria de Sinforiano García Sanz, que aquí mínimamente bulle, sea resaltada como debe este año al menos. Y mejor para siempre.

Lecturas del Quijote en San Petersburgo

El pasado jueves 19 de mayo tuvo lugar la Jornada sobre Miguel de Cervantes y don Quijote de la Mancha, organizada por el Centro de Estudios y Cultura Española “Adelante” que tiene su sede en los locales del Instituto Cervantes, en la Avenida Nevsky de San Petersburgo, la antigua capital de Rusia. 

En esa Jornada intervinieron diversos miembros de la Asociación de Escritores de Castilla-La Mancha, y entre ellos su presidente, el alcarreño Alfredo Villaverde Gil, sus directivos Luis F. Leal Pinar y Miguel Romero Sáiz, además de quien esto escribe. 

Un centenar largo de asociados rusos, todos ellos estudiantes del idioma español, y entusiastas de la historia y la cultura hispánica, siguieron con interés las diversas ponencias. La mía en concreto versó sobre un tema que tenía a la Alcarria y a los alcarreños por protagonistas. Traté de las “Traducciones raras del Quijote”. 

La Academia de Ciencias de San Petersburgo y la portada de la traducción del Quijote al latín macarrónico por el horchano Ignacio Calvo.

 

 Un viaje de estudios por las orillas del Neva 

 A San Petersburgo se la llama también la ciudad del Neva, uno de los más caudalosos ríos de Rusia, que viene desde Siberia, atravesando enormes bosques y lagos enormes como mares, casi siempre helados, a dar en el golfo de Finlandia. El Neva atraviesa, majestuoso, la ciudad, se extiende por estrechos canales entre sus calles, y cuando se pasea por ellas en barcazas uno se queda anonadado al ver desfilar, a uno y otro lado, los majestuosos palacios de la aristocracia rusa de los siglos XVIII y XIX. Se calcula que en la ciudad hay más de 500 palacios, todavía bien conservados. 

Hoy es esta ciudad un referente de la cultura rusa, espléndida a lo largo de los siglos, y centrada desde el siglo XVIII en esta ciudad que fue levantada por su emperador Pedro I, continuada por sus herederos, y en el siglo XX carnaza sobre la que se cebó la desgracia, con una dictadura soviética que destruyó buena parte de su patrimonio, sobre todo las iglesias, y luego fue terminada de rematar por el acoso del ejército alemán, que no pudo conquistarla como pretendía, gracias al heroico comportamiento, durante larguísimos meses, de sus habitantes, los peterburgueses. 

Que hoy viven en una libertad soñada, pero con unos niveles de participación ciudadana que descolocan a quienes venimos de países ya con acendrada estructura democrática. Al alcalde de San Petersburgo, por ejemplo, no le eligen los ciudadanos de la gran urbe. Valentina Matviyenko es hoy alcaldesa de San Petersburgo por designación directa del presidente Dimitri Medvedev. Los chistes que corren sobre ella, y sus continuos viajes a la Costa del Sol, son de lo más sabroso. Pero ellos tratan de ser felices y tampoco admitirían que las democracias occidentales se pusieran a darles consejos. Van poco a poco. 

Los cinco millones largos de peterburgueses van de acá para allá por sus parques y avenidas, y enseñan sus palacios, sus teatros, sus iglesias y museos finalmente recompuestos y restaurados. Tuve la suerte de que esta vez me mostrara esta ciudad una mujer entusiasta de su historia, de sus museos e iglesias, de sus antiguos trances: Liudmila Kosareva, que nos llevó durante 3 horas por las salas densas del Ermitage, a ver pintura italiana, a Rembrandt, a Matisse y Picasso, a los españoles del siglo de Oro (allí están maravillosos Velázquez, lujosos Zurbarán, Goyas, Murillos, Mainos…). Allí está la sala, que suspende la respiración, de los mariscales rusos, aquellos trescientos generalazos de principios del XIX que hicieron frente al imbatible ejército de Napoleón… y le vencieron. La sala de Canova, la de los esmaltes rusos, la de los retratos de los zares, las zarinas y los zareviches… 

Liudmila nos llevó luego, como en volandas, al interior de la catedral de Santa María de Kazan, a la iglesia ortodoxa de San Nicolás de los Marinos, y a la gloria de color y formas de la iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada, el exponente más lujoso del arte ortodoxo. Con ella paseamos los canales, pateamos la avenida Nevsky, ahora ya colapsada de tráfico, y viajamos hasta el palacio de verano de la emperatriz Catalina, el Peterhof que se asoma a las frías y transparentes aguas del golfo de Finlandia… Gracias, Liudmila, por tu entusiasmo y tu sabiduría. 

 Las traducciones raras del Quijote 

 En el Centro Adelante de Cultura Hispánica, fuimos recibidos por su director, el guatemalteco José Fernando Carrera, y asistido de otras encantadoras amigas, Maria Bakó, y Olga Aleexeva, que personifican la cultura y la amabilidad de las mujeres rusas. Con la asistencia de muchos estudiantes de español, y algunos hispanistas, dimos las charlas que estaban previstas. 

Fueron seguidas con un interés digno de mejor causa las palabras, escuetas, pues no pasaron de quince minutos, con que ilustré a mis amigos rusos sobre los avatares del Quijote en punto a traducciones del texto cervantino, a lo largo de los siglos y las naciones. Es imposible contar hoy las ediciones que se han hecho de esta obra, la más reproducida en la Tierra después de la Biblia. 

Desde 1605, en que se llevó a vender por todas las ciudades españolas y algunas americanas, empezaron las traducciones de la obra de Cervantes: en 1612, Thomas Shelton lo traduce por primera vez al inglés, y en 1614 César Oudin lo hace al francés. Todos los idiomas occidentales vieron traducido el Quijote antes del siglo XX: en Rusia la primera traducción la hizo Ignati Antonovich Teils, en 1769, y la traducción romántica de Zhukowski en 1804 fue muy leída. Los rusos, sin embargo, hasta tiempos recientes, en que ha sido analizado por hispanistas avezados, no entendieron el Quijote en su esencia, pensaban que era simplemente un libro de chistes y de gracietas de un loco. 

No puede olvidarse la anécdota que protagonizara Alexander Pushkin, que tenía en su biblioteca un Quijote entero, editado en París en 1835, pero íntegramente en español. El gran poeta nacional ruso aprendió nuestro idioma expresamente para poder leer el Quijote en su lengua original. ¡Todo un detalle que desde aquí le agradecemos! 

Desde el siglo XIX hay traducciones al hebreo: Jaim Najman Bialek lo puso en imprenta en Odesa en 1912, en Jerusalén en 1920 y en Berlin en 1923. Se ha pasado también al coreano, al árabe y recientemente, a partir de 1978, tras la muerte de Mao, la escritora Yang Jiang lo ha traducido al chino alcanzando tiradas de millones de ejemplares. 

Como versiones curiosas, recordé la puesta en verso del Quijote completo, por el malagueño Enrique del Pino, en los finales del siglo XX. Y fue el alicantino Antonio Peral Torres quien en 1998 lo pasó íntegro al latín culto del Lacio clásico. 

Algunos alcarreños jugaron un notable papel en las “traducciones” raras del Quijote. Así Fernando de Diego fue el primero que lo tradujo al esperanto, en 1975, y a principios de siglo el doctor Francisco Fernández Iparraguirre inició su traducción al Volapük, el otro idioma universal que quisieron crear los alemanes. Pero fue, sin duda, el horchano Ignacio Calvo, “cura misae et ollae”, quien realizó la más divertida y rara de las traducciones quijotescas. Lo pasó nada menos que al latín macarrónico. ¿Qué era esto del latín macarrónico? Una broma, un divertimento que ha terminado por ser un libro divertidísimo y muy leido todavía hoy en día. Se titula «Historia Domini Quijoti Manchegui» y surgió de un castigo que a nuestro paisano, estudiante de cura en el Seminario mayor de Toledo, le impuso un profesor por ser bromista. Le castigó a traducir al latín el primer capítulo del Quijote. Y él se lo tomó a broma, porque, además de no saber muy bien el idioma de Cicerón, tenía una retranca de muchos quilates. Cuando unos días después el profesor leyó lo que había hecho, no paró de reir y le dijo, más o menos: -Amigo Calvo, como latinista no podrá ganarse la vida, pero con esto que ha escrito, ya tiene las habichuelas aseguradas. 

El latín macarrónico (en latín, “Latinitas culinaria”)  es una locución que se utiliza para referirse a textos que están en un latín muy poco académico desde un punto de vista gramatical, ortográfico, etc., o en un latín con un vocabulario de origen moderno latinizado. En general se usa por ignorancia o con un fin humorístico. 

Para que mis lectores sepan de qué va esto del Quijote en latín macarrónico, les doy aquí el primer párrafo de la inmortal obra cervantina: “In uno lugare manchego, pro cujus nómine non volo calentare cascos, vivebat facit paucum tempus. quidam fidalgus de his qui habent lanzam in astillerum, adargam antiquam, rocinum flacum et perrum galgum, qui currebat sicut ánima quae llevatur a diábolo. Manducatoria sua consistebat in unam ollam cum pizca más ex vaca quam ex carnero, et in unum ágilis‑mógilis qui llamabatur salpiconem, qui erat cena ordinaria, exceptis diebus de viernes quae cambiabatur in lentéjibus et diebus dominguis in quibus talis homo chupabatur unum palominum. In isto consumebat tertiam partem suae haciendae, et restum consumebatur in traiis decorosis sicut sayus de velarte, calzae de velludo, pantufli et alia vestimenta que non veniut ad cassum”. 

Rara y divertida esta traducción del Quijote, que completa una larga serie de interpretaciones, y que han hecho de nuestra magna obra castellana, la magna obra mundial, después de la Biblia. 

Esta charla, y las que mis compañeros escritores castellano-manchegos dieron (allí estaba Alfredo Villaverde, con su “Cocina quijotesca”, Luis F. Leal, con su “La Música en el Quijote” y Miguel Romero Sáiz con su intepretación de “El Quijote descubrió a Cervantes”) supusieron un entusiasta recibimiento de los alumnos de español que son cientos en San Petersburgo. Aunque el ruso es de por sí patriota, y mucho, sobre todo los jóvenes estudiantes tratan de esforzarse para hacer de su país algo serio y respetado, y están enamorados de España, donde han viajado y donde han admirado las joyas del arte hispano, que se conocen a la perfección algunos de ellos. A Nicolás Alexandrovich Vepsyev le pregunté sobre las ciudades españolas que él conocía. Y me contestó: “Pocas, solamente las más importantes”. ¿Y cuales son esas? “Toledo, -me dijo- Burgos, Sevilla…. Solo me interesan las ciudades en que late el corazón de España”.

Huellas de visigodos por el Henares

Fibulas Aquiliformes procedentes de las orillas del río Henares

Por el valle del Henares, ascendiendo por su orilla derecha, desde hace veinte siglos existe la Vía Augusta, o gran camino romano que conducía desde Mérida a Zaragoza (de Emérita Augusta a Caesar Augusta, dos de las grandes ciudades del Imperio Romano en Hispania. En ese entorno se han encontrado numerosos elementos arqueológicos que, como la mayoría de las cosas, se han ido perdiendo, en manos particulares, o en Museos que las han guardado en bolsa, estas en armarios, y estos en habitaciones que nadie más abrió.

En el Museo Arqueológico Nacional cayeron algunas piezas estupendas procedentes del entorno de esa Vía a su paso por la actual provincia de Guadalajara. Un enclave interesante y todavía no estudiado como merece, es la “Villa Anciana” en la orilla derecha del Henares, allí donde desemboca el Aliendre que baja desde Cogolludo, frente a Espinosa de Henares. Otros la denominaron “Villa Aurelia” y el primero que la estudió, aunque por encima, fue el arqueólogo y cronista provincial Juan Catalina García López, que la situó en el contexto de la Vía Augusta, entre dos estaciones importantes como eran los actuales lugares de Peñahora (junto a Humanes, ya definitivamente machacado por la construcción de la nueva carretera que lleva a Cogolludo, y el enclave de Jadraque.

Este lugar exactamente los descubrió para la ciencia en 1959 la circunstancia de que por allí se hicieron importantes obras para la construcción de la línea de ferrocarril de Madrid a Zaragoza. Por entonces apareció una importante necrópolis de sarcófagos de piedra, losas talladas y en su interior varias cosas entre ellas “Un esqueleto humano y sobre este un águila de cobre dorado a fuego con cristalitos encerrados en celdillas a manera de mosaico” que parecía ser fíbula de época romana. Más debajo de Espinosa, junto al puente, también se encontraron cosas así como en las cercanías de Cerezo, junto al río.

Esa hermosa pieza vino a dar, por donación del agricultor que la encontró al ingeniero jefe de la obra, y por la de donación de este a su amigo el Director, en el Museo Arqueológico Nacional, nº Inv. 52.464, y siempre se consideró, quizás por error al registrarla en el Inventario, que provenía de Calatayud. Hoy se expone esta riquísima fíbula con otras dos también espléndidas procedentes de Alovera, en el Museo Arqueológico Nacional, estando cronofichadas en la época visigótica.

Esta información la obtuve de la Revista “Papeles Bilbilitanos”, editada en Calatayud, 1981, de un artículo firmado por Luis Caballero Zoreda titulado “La fíbula aquiliforme visigoda considerada de Calatayud, pero procedente de Espinosa de Henares (Guadalajara) en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid». Lo comento aquí por ser publicación muy poco difundida y la noticia tiene realmente importancia para la arqueología de nuestra provincia, pues da un nuevo lugar de referencia junto al Henares al localizar fíbulas aquiliformes visigóticas.