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febrero, 2011:

Toponimia de Tendilla

  

El viejo y desaparecido castillo de Tendilla sigue dando nombre a un paraje del término.

 

Mañana sábado, a las 7 de la tarde, en el Salón del Ayuntamiento de Tendilla, y en el contexto de los actos programados con ocasión de la Feria de San Matías (de tradición secular y renacida en estos años) se va a presentar en acto cultural el libro “La toponimia menor de Tendilla” del que es autor Víctor Vázquez Aybar. 

Un libro que aporta conocimientos sin fin acerca de los lugares que forman el municipio, los espacios que con sus nombres sonoros y antiguos parecen darle latido a la vida de hoy, que se centra cada vez más en el propio pueblo, en sus soportales, en sus cuestas, y cada se olvida más el término, en el que bullen desde hace siglos esos nombres sonoros, llenos de ecos emotivos y sobre todo de claros significados vitales. 

Algo más sobre el libro de Vázquez Aybar 

La obra es novedosa en nuestros lares, porque ofrece un listado, enorme y muy sustancioso, de los nombres que en Tendilla le dan, o le han dado, a los sitios de que se compone el término. Hay tantos (no los he contado, pero son miles) que por poner un ejemplo encuentra y explica 40 fuentes, o 10 puentes… de cada sitio explica su historia, su aspecto, el por qué de su nombre, los usos dados al elemento, etc. 

Vázquez Aybar, que ya tiene escritas y publicadas otras cosas sumamente interesantes sobre Tendilla, nos viene a decir que esta suma de nombres evocados y analizados forma parte de las raíces culturales comunes, y que vienen a ser, cada topónimo o su variante, como “ventanas mínimas abiertas a un pasado un tanto hermético y desconocido”. En realidad, siempre tuvieron un claro significado para quienes (cada vez menos) iban al campo a pie, o en animales, y encontraban cada lugar, recuente a otros, como si fueran parte de su propia casa, de su existencia vital. Vázquez lo que intenta es que esos nombres perduren, aunque sea así: recogidos en un gran librote de obligada consulta, al menos para los tendilleros. 

Las palabras que nos ofrece y explica Vázquez Aybar están convenientemente agrupadas en temas, tomada esa clasificación de la que Adela Alcázar propuso en su comunicación al IV Congreso Internacional de “Caminería Hispánica”.  

Y así nos dice primero los topónimos de la Naturaleza, y luego los de los seres humanos. En los primeros, pone delante los orónimos (relacionados con el relieve) seguidos de los hidrónimos (con el agua) los fitónimos (con las plantas) y finalmente los zoónimos, relacionados con los animales. Pero luego sigue con los relativos a la gente, y así nos da todos los topónimos tendilleros hagionómicos (relacionados con los santos y santas), antropónimos y patronímicos (del nombre de las gentes), históricos, de actividades económicas, y relativos a caminos (los famosos “carras” de los que hay docenas) y vías de comunicación.  

Me ha interesado muy especialmente el tratamiento del topónimo “El castillo” pues hace una revisión histórica del tema como no se había hecho hasta ahora. Recuerda el término del Cerro de Barabañez que en alusión al conquistador medieval de la Alcarria aún se le da a un lugar en el que viejas crónicas dicen que hubo otro castillo. 

Termina su libro Vázquez Aybar con un análisis metódico del topónimo “Tendilla”, que es tarea difícil y comprometida, pues tiene que hacer crítica de lo que otros especialistas han dicho antes, y de lo que él piensa que significa, para finalmente dejar todas las teorías sobre el tapete y al lector ofrecerle la libertad de que escoja. Al hilo del topónimo, vuelve a lanzar su idea del desarrollo del pueblo, a partir de unos humildes caseríos en el Barranquillo. Una larga bibliografía avalora el estudio de Vázquez que ya desde aquí calificamos, con la seguridad de no equivocarnos, de libro serio, erudito, sabio y entretenido. Una suerte haberlo tenido, tan pronto, y gracias a la amabilidad del autor, en nuestras manos.  

Nombres y lugares de Tendilla 

Cuantas y cuan variadas son las palabras que se incluyen en esta nómina. Miles son, y algunas sorprendentes. Aunque el autor no lo menciona, uno de los lugares más clásicos es el Valle del Infierno, por el que desde el pueblo de Tendilla se subía “al Alto”, que eran las alcarrias, las zonas llanas, y por donde se iba primitivamente al lugar donde se posaron los franciscanos y fundaron la Salceda. Esas denominaciones geográficas son a veces tan claras como la llamada “la Angostura” donde el valle se estrecha, o tan misteriosas como “el cerro de Barafáñez” que alude posiblemente a algún Emplazamiento relacionado legendariamente con el héroe del Cantar cidiano, Alvar Fáñez de Minaya. 

Es muy conocido el lugar de Valdevacas, “la boca de…” o con otros apelativos genéricos, pero sitio donde al parecer se dejaban los animales muertos para que se pudieran o fueran comidos de los buitres.  

Por Valdevacas también pasaría la Galiana, que ha dejado en la toponimia tendillera otros apelativos, como la Galiana de las Merinas, la cañada, las cañadas y esa “cañada de Valdevacas” por la que cruzarían, en primavera y verano, los rebaños trashumantes que circulaban entre la tierra sotiana y los pastos andaluces. 

Muchas curiosidades se aportan en esta relación, como el topónimo “Anguita” que pudiera ser bien un lugar de dehesa del Común, muy antiguo, o un fragmento de una mayorazgo de alguien así apellidado. El caso es que aún se usa, y la gente sabe donde está: la Anguita. 

Son muy sonoros lugares como el Cerro de Capazorras, o el Cerro de la Veleta, aludiendo cada uno a lo que allí se hacía o se veía. Más gracioso es aún el lugar denominado “Cuatro Mil Reales” porque al parecer es lo que alguien, en su día, cobró por él. 

Hay puentes de muchos tipos y nombres, entre ellos el de la Machina, uno de los primeros que se hicieron en plan moderno, y el de la Salceda. Pero hay más: los Lagares, el Apuntalao, el de las Tres Cruces, etc. Y fuentes, un buen puñado de fuentes: la del Gusarapo, que es fácil colegir por qué tiene ese nombre, y que fue construido a principios del siglo XX, cuando se hizo la repoblación del pinar. Está entre otras la Fuente de San Diego, que dicen surgió por un milagro del santo alcalaíno, habitante en remoto siglo en el convento franciscano de La Salceda. Por cierto que aún existe, y el autor estudia, el topónimo y lugar señalado de La Cerca del Convento, en la parte más alta del cerro donde asentó este importante monasterio al que en tiempos denominaron también “Monte Celia”. De monumentos antiguos, ya hundidos y casi olvidados, Vázquez recupera sus nombres y aporta noticias de primera mano: así la iglesia vieja, en lo más alto del pueblo, lo que podrían ser restos de un primitivo templo dedicado a Santa María de la Zarza (como en Peñalver) que aludiría sin duda a una primera aparición de una imagen entre zarzas… O el convento de Santa Ana, que hoy sumido en el pinar estaba en el camino hacia el cerro del castillo, del que también queda el recuerdo toponímico, y aún alguno gráfico, como el que mostramos en estas páginas, y que le ha servido a Vázquez para ilustrar la cubierta de su libro. 

Escribe largamente acerca del Hospital de San Juan, lugar curiosos con su pequeña historia hoy casi olvidada. Igual que aquel Valperdido (entre los caminos que van de Fuentelviejo a Fuentelencina) al así llamaron por considerarlo muy lejano, en el extremo del término. Hay referencias varias a Los Diques y todo lo relacionado con las obras que se hicieron en la vertiente frontera del pueblo, para que con repoblación y presas, más canalizaciones y allanamientos, se evitaran las temidas riadas catastróficas que tanto daño causaron en Tendilla en siglos pasados.  

Si el lector sigue pasando páginas, siguen apareciendo nombres curiosos, extraños para los de fuera, íntimos para los del pueblo: así la cueva y el corral del tío Chapú, o el tallar de Judas, como lugar de tallos y frondosidades prometidas. Está el zumacal, que fue lugar donde se cultivó el zumaque en tiempos en que arrancarlo y llevarlo a Madrid daba dinero, pues con ello se obtenían sustancias químicas para el tratado y curtido de las pieles. Y siguen los molinos, y los caminos, y las juntas, y los olivares, y valles, y cerros…. 

Un magnífico trabajo, en suma, que aporta a los de Tendilla un patrimonio oral, aquí salvado, y al mismo tiempo un magnífico ejemplo a seguir en otros pueblos, en todos los pueblos. Porque esa toponimia menor, esa forma de llamar a los sitios, con nombres antiguos, castellanos, propios, antañones, definitorios, es un valor que debe ser reconocido, salvado. Si no lo hacemos, iremos perdiendo poco a poco nuestras señas de identidad, y quedaremos como un pueblo inconsciente, despistado, incapaz de seguir adelante (porque al final se pierde la referencia de qué es lo de delante y qué es lo de atrás). 

El libro de Vázquez Aybar 

Victor Vazquez Aybar nos regala un libro que ha escrito y editado por su cuenta, pulcro y sabroso, cuajado de información sobre su pueblo, lleno de sabiduría y meticulosidad. Se lo agradecemos y se lo aplaudimos- Y lo recomendamos a cuantos coleccionan libros sobre la Alcarria y les encanta saber más de nombres, de historias, de viva humanidad antigua. El libro se titula “La toponimia menor de Tendilla”, es de tamaño 17 x 24 cms. y consta de 352 páginas. Lleva muchísimas fotografías en monocromo, y, sobre todo, mucha información de primera mano: cosas que ha sabido el autor preguntando, anotando, subiendo y bajando cuestas, fotografiando, verificando sobre el terreno. Declara al final que está muy agradecido a Angel Nuevo, Cipriano Catalán y Antonio Peña, porque con sus saberes de “hombres de campo de los de antes” le han completado la información que él, más urbanita, ha tenido que sudarse a base de erudición y caminatas.

Hernando Pecha, recién salido de los archivos

Cuando acabes de leer estas páginas, verás que es  justo que Hernando Pecha sea considerado como uno de los primeros historiadores de la ciudad de Guadalajara y que su nombre brille aún (en las placas de los extremos de una calle) para memoria de sus hechos y de sus obras.
A la semana que viene, justo el martes 22 a las siete y media de la tarde, en la Sala de Audiovisuales del Palacio del Infantado, en su primera planta, va a tener lugar la presentación de un libro que contiene, entre otras muchas cosas, un estudio biográfico sobre este personaje, que vivió en la Guadalajara barroca del siglo XVII.
   

Escudo de la familia Pecha, hoy en la fachada del Ayuntamiento de Guadalajara.

 

 Su vida   

Nació Hernando Pecha en Guadalajara, en 1567, y murió en Madrid, en 1659. alcanzó, pues, la edad de 92 años, lo que no era habitual en la época. Y, por lo que ahora veremos, se mantuvo bien de cabeza y hasta con agilidad para viajar de aquí a allá con frecuencia. Y no había coches entonces…   

De la noble y antiquísima familia de los Pecha, de la que salió el funda­dor y primeros benefactores de la Orden de San Jerónimo, Hernando Pecha nació como acabo de decir en Guadalajara, en pleno reinado de Felipe II. Sus padres fueron don Pedro Pecha Calderón y Francisca Heredia, ella de familia de la villa de Hita, donde contrajeron matrimonio. Eran sus armas una abeja azul en campo de oro, aunque otros usaron un castillo centrando sus blasones.   

De amplios estudios, Hernando Pecha optó por ingresar en religión, ha­ciéndolo en la Compañía de Jesús, en el Colegio que ésta tenía en Alcalá de Henares. Su afición a la historia le hizo salir gran erudito en temas de genealogía, siendo muy consultado en pleitos de la nobleza acerca de los derechos de unos y otros a la posesión de títulos. Fue también hombre piadoso, buen religioso y dotado de fuerza organizadora, razón por la cual fue enviado por sus supe­riores al recién estrenado Colegio de San Francisco Javier, que para la Compañía de Jesús había fundado en Nápoles doña Catalina de la Cerda, condesa de Lemos, nieta de San Francisco de Borja y esposa del entonces virrey en aquella región italiana, perteneciente a la Corona española. Algún tiempo paró el Padre Pecha en la organización de ese Colegio, y de su es­tancia en Nápoles se comprenden las abundantes noticias que da en su «Historia de Guadalajara» acerca de las relaciones de personajes alcarreños con aquella ciudad.   

Ocupó más tarde el cargo de rector de los colegios jesuítas en Plasencia y Talavera, y tuvo a su cargo la organización y puesta en marcha del legado que la familia Lasarte había dejado para la fundación y erección de un cole­gio de jesuítas en la ciudad de Guadalajara. Alma de esta institución fue el padre Hernando Pecha, quien ocupó el cargo de rector a partir del 29 de junio de 1631, fecha de su solemne inauguración. Años de fecunda actividad de nuestro personaje, quien al tiempo de preparar su «Historia» de la ciudad, se ocupaba en erigir un nuevo y cómodo edificio para el Colegio, que hasta finales del siglo XVII no se vio totalmente acabado.   

Su cabida en la familia Mendoza fue grande y señalada. Confesor de la sexta duquesa, doña Ana, y preceptor del séptimo duque, don Rodrigo, tuvo acceso a los archivos de la casa, y gozó de gran confianza entre todos sus miembros, recibiendo de ellos regalos y mercedes que trasladaba luego a la Compañía.   

Retirado a Madrid, en su muy avanzada edad, murió el 24 de julio de 1659.   

Fue hombre, dice su biógrafo, el padre Ossa, «de apacible condición y de una sinceridad colombina, de gran bondad y sin doblez ni engaño». Nada menguó su sencillez y humildad. De entre los altos cargos que desem­peñó, debe mencionarse el de confesor del conde‑duque de Olivares, por lo que no es exageración el afirmar que influyera notabilísimamente en la polí­tica española del siglo XVII.   

Su obra   

La más importante de sus obras, y por la que es más conocido y apreciado, es la “Historia de Guadalaxara y cómo la Religión de San Jerónimo en España fue fundada y restaurada por sus ciudadanos”. Libro capital, en el que por primera vez se analiza la completa historia de nuestra ciudad. Obra realizada desde dentro, desde el mismo corazón de los archivos mendocinos, a los que Pecha tuvo acceso.   

Fue redactada por su autor antes de 1632,  y es sin duda la más antigua de las Historias de la ciudad de Guadalajara conservadas, y, en gran parte, la fuente primigenia de todas ellas, pues fue este autor quien trabó por primera vez la genealogía de la familia Mendoza, gracias a su acceso directo a los archivos de la casa, cundo ocupó el cargo de confesor y preceptor religioso de la sexta duquesa, doña Ana. De aquí sacó el autor todos sus materiales, y de la consulta de las obras más antiguas, hoy perdi­das, acerca de la ciudad, concretamente la más primigenia de sus historias, la que escribió Francisco de Medina y Mendoza, uno de los intelectuales en que fundó el cuarto duque su “Atenas Alcarreña” mediados el siglo XVI.   

Fía también Pecha algunas noticias a la tradición, y es, finalmente, cronista fiel y minucioso de su época, especialmente de la vida de la duquesa Ana, en cuyo servicio estuvo cierto tiempo.   

Sólo se conoce, hasta el momento, un ejemplar manuscrito de esta «His­toria de Guadalaxara…», que guarda la Biblioteca Nacional de Madrid, en su Sección de Manuscritos, siendo este ejemplar, indudablemente, el original del autor, irregular­mente distribuido en notas, con el objeto de posteriormente estructurar mejor la obra. Presenta fundamentalmente tres tipos de letra, número de los escribanos que pusieron en limpio los apuntes del jesuíta. Esta obra fue editada, con una introducción que yo mismo escribí acerca del autor y su época, en 1977, por la Institución Provincial de Cultura “Marqués de Santillana”. Es hoy otra vez una obra rarísima de encontrar, por agotada y requerida de bibliófilos.   

Dejó Hernando Pecha escritas otras obras, que tampoco en su vida alcanzaron la gloria de pasar por los tórculos de una imprenta. Es una de ellas la «Historia de las vidas de los Excmos. Sres. duques del Ynfantado y sus Pro­genitores desde el Infante don Zuria primer Sr. de Vizcaya asta la Excma. Srª Duquesa Dª Ana y su hixa doña Luisa condesa de Saldaña», que dedicó al séptimo duque don Rodrigo de quien era preceptor. Según dedicatoria manuscrita de dicha libro, fue escrito del Padre Hernando Pecha en el Colegio de la Compañía de Jesús, del título de la Santísima Trinidad, en Guadalajara, y terminado el 14 de enero de 1635, por lo que ha de considerarse posterior a la «Historias de Guadalaxara…» y como simple traslado, bien ordenado, del libro quinto de ella.   

La misma categoría tiene su obra «Vida de Doña Ana de Mendoza, sexta duquesa del Infantado», manuscrita en 1633, y que ocupa la última parte de esa «Historia…». Estuvo en la biblioteca de San Isidro, y hasta hoy se consideró perdida, aunque el historiador Aurelio García López la ha encontrado en la biblioteca de la Real Academia de la Historia, y acaba de ser editada completa. Ese es el núcleo del libro que se presentará el próximo martes en el Palacio del Infantado.   

Otras dos obras compuso el padre Pecha, breves y también manuscritas, hoy en la Biblioteca del Palacio Real. Son el «Parecer de D. Tomás Tamayo de Vargas sobre la Ziudad Complutense» que trata en realidad de la impugnación que Hernando Pecha hace a dicho autor, pro­poniendo el alcarreño que la Complutum romana estuvo donde hoy Guada­lajara. La otra obra es la «Carta del P. Hernando Pecha sobre varios puntos del cronicón de Julián Pérez», en el que trata largamente sobre el mismo tema arqueológico, así como las diferencias entre «Santa Librada, o Wilge­forte, barbada, y Sta. Paula barbada, si fueron dos ó una tengo mil cosas». Acerca de otro tema histórico, cual es la primacía de la iglesia de Toledo, se conserva en el archivo capitular toledano un manuscrito de 188 folios, titulado «Tractatus de Primatu Sanctae Ecclesiae Toletanae in Universia Hispania…», original de Pecha, de quien se sabe escribió una larga «Vida y passión de Christo», hoy perdida.   

He tomado estos datos biográficos de la «Carta edificante a la muerte del Padre Hernando Pecha», que escribió el P. Felipe de Ossa, y cuyo original se encuentra en la Sección de Papeles de Jesuítas de la Aca­demia de la Historia. En el libro que aparece ahora, escrito por Aurelio García López, se dan muchos más datos acerca de este personaje, que debe ser considerado, sin duda, ejemplar y capital en la consideración histórica de Guadalajara.   

La biografía que escribe Pecha sobre la sexta duquesa del Infantado, Ana de Mendoza y Enríquez.

 

Un libro de biografías   

El libro que trata sobre Hernando Pecha y la Sexta duquesa del Infantado, doña Ana de Mendoza y Enríquez, se va a presentar el próximo martes 22 de febrero, a las 7:30 de la tarde, en la Sala de Audiovisuales del Palacio del Infantado de Guadalajara, en su planta 1ª.   

Está prevista la asistencia del historiador Aurelio García López, quien firma como autor el libro, y del experto en los Mendoza, el profesor José Luis García de Paz, para la presentación del libro “Ana de Mendoza, sexta duquesa del Infantado”, que aparece como número uno de la nueva colección de libros de historia de Guadalajara “Claves de Historia”. Está prevista también la asistencia de autoridades culturales de la provincia y Región, y al ser un acto público está invitado todo aquel que desee saber cosas curiosas de aquellos personajes, alcurniados y un poco locos, de los tiempos míticos mendocinos.   

El libro, de más de 200 páginas, ofrece la biografía, extensa y detallada, del padre jesuita Hernando Pecha, así como el manuscrito completo, por primera vez editado, que escribió sobre doña Ana de Mendoza, la primera mujer que fue propietaria del título del ducado del Infantado. Al compás de ambas biografías, salen a relucir las vidas y milagros de muchos otros Mendoza, en ese momento de inicio del barroco en que abandonan su caserón de Guadalajara y vánse a vivir a Madrid. Pero no por otra cosa, que por andar más cerca de las cortes de justicia y de los abogados, para poder ir dirimiendo, día a día, y durante más de treinta años, los pleitos sobre la sucesión del título que se produjeron al morir el quinto duque. En este libro se leen cosas que sorprenden y hasta provocan hilaridad: tal era la forma de vivir, de pensar y de obrar en las alturas aristocráticas de ese palacio que hoy sigue siendo emblema de la ciudad.

Una Ruta por el río Mesa

El río Mesa nace en el término de Selas, muy cerca del margen de la carretera N-211 que lleva de Alcolea del Pinar a Molina de Aragón. A partir de su nacimiento el río, que en su casi imperceptible tramo alto y apenas merece la calificación de arroyuelo,  transcurre paralelo a la carretera hasta alcanzar Anquela del Ducado, donde gira hacia el noroeste para atravesar la Sierra de Aragoncillo y abrirse paso hasta Turmiel.  Desde aquí, el río adquiere un notable caudal que le ha permitido formar una serie de impresionantes cañones excavados en rocas calizas y tobáceas.

Uno de los barrancos que le llegan al Mesa por la derecha. Foto de Luis Monje Arenas.

 Pueblos y paisajes

 Es en el estrecho valle del río Mesa, lejano de todas partes, pero intensamente sugerente, y bello desde la perspectiva del paisaje y los pueblos que encierra, donde nos vamos a dirigir para hacer piernas. Bien es verdad que a bordo de automóvil, porque dado el tiempo que tenemos, metido en fríos, y las distancias largas frente a los días cortos, lo mejor es observar sobre las cuatro ruedas.

En el libro que Monje Arenas y yo mismo escribimos el pasado año y publicamos, ofrecíamos diversas rutas de naturaleza, historia y monumentos. Una de ellas, quizás la más espectacular, después de la del Alto Tajo, es esta que discurre junto al río Mesa, por sus orillas abruptas, entre pelados montes y densos enebrales.

Desde Turmiel a Jaraba, son muchos kilómetros de sorpresas. La primera, cuando se baja desde Maranchón hacia el valle, y atravesando durante unos kilómetros cerca de Iruecha la provincia de Soria, es encontrarnos en Codes con su cerro piramidal, un lugar de polémica en los últimos años, y que aquí no nos va a entretenar más que el citarla.

Llegando a Mochales, el viajero se encuentra con un pueblo muy modificado en lo arquitectónico, pero enclavado entre rocas junto al río. Con una iglesia grandiosa y los restos de un castillo que solo muestran piedras sueltas, cerca de la hendidura de la roca donde habitó don Eugenio el Tararí, aquel médico alemán que vivía en una paridera que él mismo se había construido, y había que avisarle tirando del terminal de una cuerda que se había puesto en la plaza, para que bajara a atender a los enfermos. Esta historia, hilarante y misteriosa, la refiere Monje Ciruelo en su libro “Historias de un Niño de la Guerra”.

Entre verdes prados, altos roquedales y algún pairón que otro, se llega a Villel [de Mesa] donde el viajero podrá beber algún refresco, trepar hasta su castillo, relajarse en su parque y hasta comer, que ahora tiene Restaurante. A partir de aquí, camino y valle se estrecha. Y se alcanza enseguida Algar [de Mesa] donde la única calle ancha y empinada, que es carretera también, discurre zigzagueante entre vetustas mansiones.

Poco después se abandona Guadalajara y se entra ya en Zaragoza, quedando el viajero no asombrado, sino sobrecogido por el aspecto que el cañón del Mesa va adquiriendo poco a poco. Hondo, acantilado, con numerosas colonias de buitres en las cumbres, y el arrullo de las aguas del río siempre cerca. Kilómetros así, atravesando Calmarza, y por carretera más que aceptable, se llegará a Jaraba, límite de esta ruta, y lugar para anotar y preparar algunas vacaciones. La mitad de los que vayan así, de excursión solamente, acabarán pasando un fin de semana en sus balnearios.

Seguimos mejor la ruta que nos propone Monje en su libro, que es medida y estudiada para no perderse nada. Con él les dejo.

La ruta de Monje

Luis Monje Arenas, suficientemente conocido como biólogo director del Servicio de Fotografía Científica de la Universidad de Alcalá, y reciente autor, entre otros, de un libro titulado “El Señorío de Molina, paso a paso”, nos propone en las páginas de este una ruta en automóvil por el río Mesa. Por su trayecto más fácil y espléndido.

Y así nos sugiere que primero de todo salgamos desde Turmiel, lleguemos al puentecillo sobre el río, y antes de desviarnos a Establés hagamos andando el recorrido hacia abajo, que es de 17 kilómetros y solo apto para caminantes avezados. En su transcurso, cuajado de sorpresas y hermosos rincones, nos sorprenderá sobre todo la presencia de un gran risco, el Tormo, de piedra rojiza y puesto como una torre en medio del valle.

Pero como la mayoría querrá hacerlo en coche, nuestro cicerone nos propone salir de Maranchón, un pueblo de aire señorial y distinguido que, a pesar de su imagen decadente, cuenta aún con varios bares, plaza de toros y una estación de servicio automática, último lugar donde poder repostar durante los siguientes 45 kilómetros del viaje.

Poco después de salir de Maranchón, ya en dirección a Molina, debemos tomar a nuestra izquierda la carretera GU-406 que lleva al Valle del Mesa. El camino comienza pronto a ascender entre parameras con bosques abiertos de sabinas que conviven, desde hace unos años, con los molinos de los parques eólicos que invaden el Señorío. A los cinco kilómetros podemos ver a nuestra derecha una charca casi circular, el Navajo de Torremocha, que en primavera aparece orlado por un verde prado florido en el que se recalienta al sol una multitud de ruidosas ranas.

Continuamos por la misma carretera hasta llegar al primer empalme, en el que dejamos la ruta para desviarnos hacia Codes tomando una empinada y sinuosa carretera que finaliza en la aldea. Su caserío corona un otero que emerge en el centro de un amplio valle cuyas laderas están tapizadas con un sabinar muy bien conservado. Al llegar al pueblo sorprende su amplia plaza principal, la Plaza del Navajo ocupada, haciendo honor a su nombre, por un misterioso navajo que mantiene el agua todo el año y cuya cara oeste, que es la más profunda, está cerrada por un viejo muro. Decimos misterioso, porque geológicamente, la existencia de una laguna con surgencia de agua en la cumbre de un cerro puede parecer a primera vista inexplicable y lo sería si el viajero no fuera lo suficientemente curioso como para dejar de leer la interpretación hidrogeológica del fenómeno que, con todo detalle, ofrece un panel explicativo situado a su lado.

Tras visitar el lugar se vuelve al empalme de Codes para tomar un tramo de dos kilómetros de una carretera que discurre en dirección norte hacia Iruecha, uniendo la GU-406, con la SO-P-30008 y que, por uno de esos caprichos autonómicos, no figura ni en mapa, ni en navegador alguno. A partir de ese punto atravesamos tierras sorianas durante unos cinco kilómetros para penetrar de nuevo en Guadalajara poco antes del empalme a Mochales, en donde la vía, llamada ahora GU-427, se empareja con el río Mesa, para continuar a su lado durante el resto del recorrido.

Un kilómetro antes del llegar a Villel de Mesa, justo donde la carretera cruza el río, conviene aparcar en su margen ya que, paralelo a nuestro puente se encuentran las ruinas de otro más antiguo conocido como el puente romano. Si miramos por la otra barandilla del puente, veremos a nuestros pies despeñarse un torrente que procede del caz que alimenta el molino anejo. Finalmente, si volvemos la mirada hacia el sureste, veremos la cúbica Peña de la Cabezuela que, en equilibrio inestable, se recorta bellamente contra el cielo.

Por aquí la vega del Mesa es fértil y está muy bien cuidada ya que es prácticamente el único terreno cultivable de la zona, debido a que la aridez del clima en las alturas y las descarnadas rocas de estos parajes impiden cualquier tipo de agricultura.

A la salida de Villel, por esos insondables misterios de las obras públicas a las que empezamos a estar acostumbrados, la carretera GU-427 aumenta un dígito y pasa a llamarse GU-428, cifra que para lo que aquí nos interesa es la clave que nos permite el acceso a los auténticos cañones, que irán aumentando en altura y espectacularidad conforme nos acercamos a Jaraba.

A menos de dos kilómetros de Villel cruzamos Algar de Mesa, último pueblo de Guadalajara antes de alcanzar las lindes zaragozanas y llegar a la aragonesa villa de Calmarza, en cuyo cruce tomamos la dirección hacia Jaraba. Obligada por la abrupta topografía cuyas sinuosidades aprovecharon los ingenieros, la carretera se retuerce junto al río encajonada en el fondo de un espectacular cañón, cada vez más profundo, en cuyas paredes habita una nutrida colonia de buitres, aves que nos acompañarán sobrevolando el desfiladero durante todo el recorrido.

El sitio más bello y seguro para detenerse a contemplar el cañón, se encuentra a cuatro  kilómetros y medio de Calmarza, justo en el empalme de una pista sin asfaltar que nace a la derecha de la carretera que lleva al Santuario de Nuestra Señora de Jaraba. Esta sorprendente edificación, se encuentra alojada en una elevada oquedad natural en las paredes de un cañón lateral del Mesa y se divisa perfectamente desde la carretera. Para estirar las piernas aconsejamos pasear unos kilómetros por este desfiladero cuyas paredes rojizas, totalmente verticales, se van haciendo cada vez más angostas hasta hacernos creer que van a cerrarse sobre nuestras cabezas. Para los amigos de las alturas, se puede ascender también al santuario por una empinada rampa de cemento en aceptable estado de conservación.

Quinientos metros más allá se encuentra una planta envasadora de agua y a su lado el antiguo balneario de La Virgen y el Puente del Diablo. Si el balneario está abierto, resulta muy interesante pasear por sus jardines hasta una piscina natural de aguas cristalinas alimentada por una cascada de aguas termales que en invierno se despeña formando una nube de vapor. Un centenar de metros aguas abajo del Mesa se encuentra el nuevo balneario de Sicilia (cerrado en enero), que bajo una  preciosa cúpula de cristal, pegada a la roca, alberga una moderna piscina de aguas termales. A escasos metros se encuentran también el romántico manantial de las Lilas y otro antiguo balneario, el de Serón, que además envasa unas aguas de gran calidad. El viaje puede terminar dando un paseo por las aragonesas calles de Jaraba.

La vuelta hasta Guadalajara se debe hacer ya por la Autovía A-2 que nos llevaba desde estas tierras aragonesas hasta la capital, 150 kilómetros más al sur.

En todo caso, un recorrido inolvidable que nos hará tomar ganas de volver, y por eso es conveniente que la segunda vez se haga ya con conocimiento de lugares, pueblos y parajes en detalle. Para disfrutar mejor de esta naturaleza pura, brava y tan desconocida.

Otro libro que nos lleva al Mesa

 Hay otro libro de gran interés, y muy bien editado, con muchas fotos, gran tamaño, y frases justas que nos enseñan el entorno, que recomiendo aquí muy claramente. Es el titulado “El valle del Mesa” y está escrito por Teodoro Alonso Concha. Editado por Editorial Mediterráneo, cuesta 16 Euros y ofrece en tamaño grande estupendas fotografías a todo color, y un texto en que Alonso analiza pueblo por pueblo, el área del río atravesando Molina: se detiene en la parte más difícil de acceder al valle, que es el espacio del Tormo, entre Establés y Mochales. Con esta otra publicación se puede planear previamente la ruta a hacer luego andando, ocupando las manos con los necesarios bastones y la máquina de fotos.

Cuevas con memoria

En ocasión de haber sido presentado, en solemne acto cultural celebrado en el Palacio del Infantado, el pasado día 26 de enero,  el libro de Muñoz Jiménez sobre los Santuarios españoles, tiempo nos ha faltado para escarbar en su gran contenido las referencias a temas alcarreñistas. Hay muchos, todos ellos estudiados y analizados con la seriedad que usa el profesor Muñoz Jiménez en sus estudios históricos y patrimoniales. Pero lo que más nos ha llamado la atención es su repaso a las ermitas rupestres, que en la Alcarria son especialmente numerosas, todavía mal estudiadas, y que en esta obra se enumeran, se esbozan teorías explicativas, y se quedan en el aire para seguir mirando, buscando, estudiando rastros de lejanas memorias en ellas.

 

Acceso a una de las secciones del eremitorio medieval conocido hoy como "Cueva del Moro" en Pastrana

En el último número de la Revista “Nacional Geographic”, se lanza Neil Shea a deambular por los subterráneos (Cuevas, cloacas, santuarios, cementerios, de más de 300 kilómetros de longitud) de la ciudad de París, y uno se asombra de cuantas cosas puede contener el subsuelo de una ciudad, el interior de la tierra. La mayoría, hechas por la mano del hombre, cuando aún tenía mucho sitio en la superficie para plantar sus ideas. 

El caso es que en muchas ocasiones las ideas han querido esconderse bajo tierra, o las actitudes, por pensar que así se ocultaba un quehacer a los ojos de los demás, o quizás porque se alcanzaba mejor la soledad  y el silencio en ese mundo subterráneo que, de forma natural, a todos nos repele. 

Dos zonas hay en Guadalajara en los que se concentra la aparición de cuevas y santuarios subterráneos, naturales, excavados o construidos: uno es la Alcarria en la proximidad de Pastrana y Peñalver. Otro es el valle del río Badiel. De forma somera vamos a verlos ahora, ofreciendo a los viajeros y caminantes de nuestra tierra la opción de ir a descubrirlas, a admirarlas, y a pensar sobre sus orígenes remotos. 

El eremitismo en la Alcarria 

Toda la Alcarria está formada de valles hondos excavados por las aguas, en miles de siglos de evolución, sobre un sustrato calizo blando. En la villa de Pastrana se han concentrado las ideas eremíticas de varones y mujeres que en tiempos de espiritualidad se dieron a perfeccionar su vida con la oración y la contemplación escueta. En medio del robledal que media entre Pastrana y Escopete surgió el reducto conventual de Valdemorales, fundado por fray Juan de Peñalver. En la unión del arroyo que baja del pueblo con el río Arlés, se alza un enorme bloque calizo sobre el que se construyó el convento carmelita de San Pedro. En su parte meridional, había labradas cuevas que ocuparon, desde principios del siglo XVI, diversos anacoretas, y que llegaron a ser ocupadas por el mismísimo San Juan de la Cruz, que en su interior hizo penitencia, y compuso poesías. 

El origen un tanto legendario de ese monasterio que fundó Santa Teresa en 1569, con la ayuda de los duques don Ruy y doña Ana, estriba en que allí se produjeron milagros en torno a las covachas, unas excavadas y otras erigidas, ocupadas por eremitas como fray Juan de la Miseria, Ambrosio Mariano y Catalina de Cardona, entre otros. Hoy queda la ermita de San Pedro, origen de la leyenda de las palomas, y la Cueva del Santo, donde vivió el fraile fray José de la Virgen (el Santo Sordo) en el siglo XVIII, y que permite el acceso a su interior subterráneo entrando desde la huerta y bajando dos pisos hasta el cuchitril en el que solo cabe una persona y está revestido de tibias y calaveras. 

Enfrente de este convento y cerro calizo, en el camino hacia Valdeconcha, a poco más de 500 metros, se encuentra otro de los santuarios del eremitismo alcarreño más sorprendentes, no estudiados tampoco en profundidad, hasta ahora. Se trata de la Cueva del Moro, un lugar que muestra una fuerte roca emergente sobre el valle, y trepanada a través de numerosos orificios o bocas talladas que permiten la entrada al conjunto de naves y galerías sin tener que agacharse. Hay dos bloques de cuevas, en sendas masas de roca, y en cada una de ellas se ven excavadas anchas naves, la mayoría de corte trapezoidal, con amplia base y paredes inclinadas hacia el techo, que es más estrecho. En algún momento, las galerías se entrecruzan y acaban en espacios muy profundos, faltos de luz, por lo que conviene ir a visitar estas Cuevas provistos de linternas. Damos junto a estas líneas imagen y plano del conjunto. Se han expuesto, por cuantos las han visitado, muchas teorías acerca de su origen y funciones. Hay quien dice que se registra un fuerte magnetismo en su interior. El hecho, en nuestra opinión, parece claro: fueron elaboradas como lugar de recogimiento y oración, con función de eremitorio, y llegaron a constituir un verdadero monasterio subterráneo. 

En término de Pastrana surgió a finales del siglo XVI otro lugar de piedad severa, en el contexto de la reforma de la Descalcez del Carmelo. Es el Desierto de Bolarque, fundado por fray Alonso de Jesús María, un carmelita entusiasta y que abrió el camino de otra forma distinta, primitiva, dura, del carmelitismo: los desiertos o conventos retirados totalmente del mundo circundante. Este se colocó en la abrupta orilla del río Tajo, al que se llegaba por complicados caminos, montañas y bosques impenetrables, desde Pastrana. Primero se tallaron cuevas y se levantaron humildes ermitas. Luego se erigió el edificio central con iglesia, claustro y dependencias, en las que los eremitas hacían vida común algunos momentos del día, pero seguían viviendo y orando en soledad, desperdigados por el bosque, cada uno por su lado. 

Por el término de Peñalver son también numerosas las cuevas de eremitas. Un lugar de prosapia histórica es el entorno de la Salceda, un grandioso convento franciscano en el que durante el siglo XIV se refundó el franciscanismo con el entusiasmo de fray Pedro de Villacreces. La tradición es que allí, en medio de la espesura de un robledal que remataba por lo alto el llamado “valle del Infierno” por el que se asciende desde Tendilla hasta la meseta alcarreña, se ubicaron eremitas en mínimas cuevas y ermitas de sillarejo y maderas. Tras años de penitencia en solitario, Villacreces y otros frailes levantaron la Salceda, en la que luego vivieron nada menos que San Diego de Alcalá, fray Francisco de Cisneros y fray Pedro González de Mendoza, estrellas de la Orden franciscana, que terminaron por dar gran relieve al convento y hacerle meca de peregrinos, incluso de reyes, pues sabemos que Felipe III los visitó en 1604. 

En la parte más alta del conjunto, aún se ven los restos de las cuevas. Luego, a instancias del hijo de la princesa de Éboli, guardián del convento a finales del siglo XVI, se construyó un “Sacromonte” o espacio vallado en el que se articularon caminos y plazas que servían de paso hacia las ermitas aisladas donde vivían los frailes penitentes. 

Muy cerca, en línea recta, de La Salceda, está el eremitorio de la Cueva de los Hermanicos, más cerca de Peñalver. En un sitio agreste y de complicado acceso, a media ladera, se abren dos vanos que dan acceso a una cueva amplia, en la que se ven altares antiguos, alacenas y decoración de rocalla. Está documentado que aún en el siglo XVIII vivían allí algunos anacoretas que lo hacía por libre, sin pertenecer a orden alguna. Pongo junto a estas líneas el plano que elaboré en su día de esta cueva, a la que tuve oportunidad de acceder, a pesar de los derrumbamientos que poco a poco se producen en ella. 

En el término de Peñalver quedan aún otras cuevas que muy posiblemente tuvieron ese mismo destino de servir de eremitorios a religiosos aislados. En el libro que sobre “Cuevas y Bodegas de Peñalver” escribió en 2007 Benjamín Rebollo se puede encontrar con todo detalle lo que en estos parajes se esconde. 

Y aún cerca de estos lugares, en el costado norte del valle del Tajuña, estuvo el más clásico y generador de los eremitorios alcarreños: en Lupiana, en el borde de la meseta que asoma sobre el valle del Matayeguas, un grupo de nobles de Guadalajara se juntaron a orar y vivir en cavernas y ermitas humildes mediado el siglo XIV. Sus nombres nos son conocidos, porque se trataba de gente de alto poder económico y linajuda prosapia. Eran los Pecha de Guadalajara. Entre ellos figuraban Diego Martínez de la Cámara, Pedro Fernández Pecha, y su hermano Alonso Pecha, que con su entusiasmo pío y sus dineros, llegaron a conseguir fundar nada menos que una Orden religiosa, la de los Jerónimos, y a ser, el segundo de ellos, alta jerarquía de la iglesia, en concreto Obispo de Jaén, a finales de ese siglo. En torno a esas cuevas, de las que nada queda, se levantó el monasterio de San Bartolomé, primer buque de la Orden de San Jerónimo, sede de sus generales durante siglos, y cuajado en sus mejores días de obras de arte entre las que que ha conseguido sobrevivir el claustro plateresco que construyera Alonso de Covarrubias. 

Otros lugares reseña Muñoz Jiménez en su libro, pero que tienen mucha menor relevancia, por cuanto fueron sede de recogimientos particulares, muy personales y durante poco tiempo. Así la ermita de la Magdalena en término de Quer, o la Cueva del Beato en Cifuentes. Lo del Santuario de Nuestra Señora de la Hoz, en el valle del río Gallo junto a Molina, tiene otros orígenes y parámetros diferentes. 

El eremitismo en el valle del Badiel 

Otro de los lugares mágicos, solemnes y misteriosos que hay bajo tierra en Guadalajara es el conjunto de las Cuevas de Sopetrán. Nada existe escrito o investigado sobre ellas, nadie se ha puesto aún a mirarlas con detalle y a elucubrar sobre su historia y contenido. Se accede a través del vestíbulo de la Casa Rural “El cercado de Sopetrán” en Torre del Burgo, y son, no hace falta insistir en ello, de propiedad privada. El mismo nombre del lugar, de venerable historia, traduce su origen: están “bajo la piedra, sub-petra”. El espacio en que se encuentra esta casa es parte del territorio que perteneció a los benedictinos de Sopetrán, desde época visigoda. Cinco fundaciones monasteriales hubo en el lugar. Ahora, de propiedad privada, se esperan mejores tiempos para restaurarlo. 

La zona de las cuevas se extiende bajo un bloque rocoso, plano en su superficie, y está tallado en diversas galerías que surgen de una principal: Con huecos para las tinajas, se han usado como bodegas vinícolas durante mucho tiempo, pero la tradición dice que aquello es muy antiguo. Yo me atrevo a afirmar que aquel fue un eremitorio amplio y primitivo, de fundación visigoda, el más grande y más antiguo de los que hay en Guadalajara. 

Cerca de allí, en término de Valdearenas, se encuentran los llamados “Palacios de la Tala”, un conjunto de cuevas excavadas en la roca blanda y caliza de uno de los cerros testigos que vigilan el valle del río Badiel en su orilla derecha. Llegados al alto, se encuentra el viajero con numerosos espacios abiertos en la montaña, independientes o comunicados entre sí, formando una posible iglesia rupestre y dependencias o eremitorios para ser habitados por ermitaños. No se ha encontrado ningún signo religioso, ni hay sustrato arqueológico, pero el espacio es elocuente respecto a su sentido religioso: recuerda un poco  a los espacios troglodíticos de Capadocia o a las cuevas de Qumram en Palestina, y podría alargarse su origen, a la par que el conjunto subterráneo de Sopetrán, a la época visigoda, que fue muy fértil en conjuntos eremíticos.