La boda de Felipe II en Guadalajara – 1560

viernes, 31 diciembre 2010 4 Por Herrera Casado

Se ha cumplido este año que hoy acaba, otro aniversario de postín en los anales de la historia de la ciudad. Este ha tenido menos relumbrón que el de los 550 Años del Título de ciudad. Tan sólo el grupo “Gentes de Guadalajara” lo recordó el pasado mes de Noviembre, insertando su representación, un tanto volandera, entre la del Tenorio Mendocino que traía la noche de difuntos.

La boda de Felipe II e Isabel de Valois en el palacio del Infantado de Guadalajara. Así se muestra en cerámica en la Plaza de España de Sevilla

El rey más poderoso que ha tenido España, Felipe II de Habsburgo, casó cuatro veces. Al parecer con muchachas de frágil salud que no llegaron a ser comprendidas en sus afecciones por los grupos de médicos cortesanos a los que llamaban cada vez que se mareaban. Todas fueron muriendo de jóvenes, dejando en la boca del monarca un amargor progresivo, porque lo que tenía de grande en dominios (en su Imperio, ya lo sabemos todos, “no se ponía el Sol”) lo tenía de pequeño y triste en su vida personal y familiar.

La tercera boda del rey Felipe, con la hija de los reyes de Francia, Isabel de Valois, se desarrolló en Guadalajara, durante unas memorables jornadas que ocuparon los primeros días del mes de febrero de 1560, en torno a la Candelaria y San Blas. Parece que hubo suerte y no nevó, ni tampoco hizo un frío ruin. Se conoce que todavía había invierno para rato.

De resultas de la Paz de Cateau-Cambresis, entre los reinos de España y Francia (que tantas guerras habían ocasionado en la primera mitad del siglo XVI) se acordó sellar esa amistad con la boda del rey español, a la sazón viudo, con la hija del rey Enrique II de Francia. Él era un mocetón ya maduro, cargado de experiencia y de problemas, pero deslumbrante “emperador del mundo”. Tenía a la sazón 32 años. Ella era una jovencísima princesa que aún andaba jugando con muñecas, con tan sólo 15 de su edad. La boda se celebró en París, “por poderes”, pues el rey no pudo viajar a ello. Le representó y tomó posesión (totalmente simbólica) del tálamo nupcial, el gran duque de Alba, su más fiel apoyo.

En las fiestas que siguieron, en París, el padre de la novia, Enrique II, recibió en un torneo elegante un golpe sobre el ojo de una astilla desprendida de la lanza del contrincante. Todo se complicó, nada se pudo hacer por él, aunque fueron llamados a toda prisa los mejores médicos de Europa, pero a los 7 días el rey galo murió.

Poco después se preparó toda la comitiva para hacer el viaje a España. Se decidió que la boda real se celebraría en Guadalajara, en el palacio de los duques del Infantado, siendo estos los que se encargarían de viajar hasta la frontera con Francia para allí recoger a la joven novia y conducirla hasta Guadalajara. Rodeada de sus parientes, de su madre Catalina de Médicis, de sus hermanos y amigas, llegaron a Roncesvalles, tras subir el puerto desde Saint Jean du Pied de Port, un gélido día de Reyes, el 6 de enero de 1560. Tanto nevó y tanto frío hizo que la comitiva prefirió aguardar a que mejorara el tiempo alojados en el monasterio de Roncesvalles. No se aburrieron allí las delegaciones, tanto la de la casa de Valois, como los Mendoza castellanos: hubo bien que cenar y muy buenos vinos y muy buen entretenimyento de música y conversacion a la española y a la francesa y paresció que quedaron todos muy contentos de unos y otros.

Después salieron en dirección a Guadalajara, donde llegaron el 28 de enero. El recibimiento de la ciudad a la princesa de Francia y futura reina de España fue apoteósico. Diversos cronistas cuentan y no acaban de todo lo que aquellos días se hizo en nuestra ciudad. Como ejemplo valga decir que se montó (llevaban tiempo atrás preparándolo todo) un bosque artificial en lo alto del Amparo, junto a la ermita de la Virgen, más o menos donde hoy está el parque San Juan Bosco. Se alzaron también tres arcos triunfales en arquitectura perecedera, con cartones y duros materiales: uno se puso donde la puerta del Mercado (el inicio de la calle mayor desde Santo Domingo), otro en la plaza mayor, y otro al llegar al palacio de los duques.

La comitiva fue lucidísima, y cuentan que todavía estaba saliendo gente desde la ermita del Amparo, cuando la cabeza de la procesión ya estaba entrando en el palacio. Al entrar realmente a la ciudad, en la puerta del Mercado “avia un arco trinphal grandissimo y curiosissimo lleno de versos y geroglificos ingeniosos; alli cerca del arco estava el ayuntamiento, el corre­xidor y rrexidores con un rrico palio de brocado con dieciocho varas, los rrexidores con rropilla y calzas y çapatos de terçiopelo blanco guarneçidas de gandujados, pestañas y cadenillas, los ropones de ter­çiopelo carmesi forrados de felpa parda y guarnición de pasamaneria de oro, gorras de terçiopelo negro con trenzas vordadas de oro y pluma blanca; a los maçeros, Reyes de armas y ofiziales publicos, vistió la çiudad de amarillo y pardo y los Ropones de terçiopelo carmesí”. No es difícil imaginar el momento, lucido y colorista, animado y despreocupado. Un día feliz para Guadalajara.

El Concejo entero, sus oficiales, y las gentes del duque, con don Diego Hurtado de Mendoza a la cabeza, llevaban rodeada a la princesa, vestida con uno de aquellos trajes de inusitada riqueza y hermosura a la que tan acostumbrada tuvo que hacerse. Trajes de reina en el siglo XVI, de muchos kilos de peso por la cantidad de joyas que le cuajaban.

El cabildo de clérigos la recibió a la altura de la calle mayor baja, y la hizo entrar en la iglesia de San Andrés, donde se celebró una ceremonia religiosa. Al llegar al palacio, el rey miró tras unas cortinas a la novia, a la que solo conocía de retratos. Y dicen que quedó entusiasmado, y enamorado de ella. Pero solo pudieron saludarse personalmente en el inicio de la propia ceremonia de enlace matrimonial, el 2 de febrero por la mañana, en un salón de linajes habilitado para la misa de velaciones, a la que acudieron hombres sobre todo (dicen los cronistas que las mujeres no fueron admitidas, con lo cual hay que imaginar a la duquesa y toda su corte, rabiando por no poder presenciar aquella boda… única en la historia, y que se se celebraba en su propia casa.

Entre los hombres, lo más granado de la Corte filipina. No cabían muchos, pero allí había desde ministros del rey, y secretarios reales, a capitanes, embajadores, corregidores, comendadores, clérigos, concejales, poetas y pintores. Algunos cronistas refieren con detalle los nombres de aquella compaña de invitados, entre los que reconocemos a algunos ilustres que tienen que ver con Guadalajara, entre ellos a Francisco de Eraso, secretario real, y, por supuesto, todos los Mendoza vivos en aquel momento, que eran muchos. Ofició la ceremonia el obispo de Burgos.

Refiere Layna con todo detalle en su “Historia de Guadalajara” estas jornadas-. Dice así sobre lo que corrió después de la ceremonia y la correspondiente comida: A las siete de la tarde volvieron los reyes y acompañamiento al salón de linajes, sentándose con algunos grandes, en el estrado mientras los demás estaban abajo con las damas y poco después empezó el sarao durante el cual sirviéronse confituras, pastelillos y otras golosinas. Don Diego de Cór­doba sacó a doña Ana Fajardo y bailaron primero una pavana y luego una alta; el duque del Infantado danzó con madame de Montpensier y tras ellos salieron las damas españolas y francesas a danzar el alemana, el duque de Francavila con doña María de Aragón, el marqués de Villena con doña Ana Fajardo, el conde de Módica con doña María Manuel, el de Riba­davia con doña María Colonna que a dicho de todos es la mas bien vestida de todas, don Luis Méndez con una francesa y otros muchos con españolas y francesas que anduvieron danzando una «alemana» muy revuelta

Al día siguiente, los reyes fueron a oir misa a San Francisco, subiendo de nuevo la calle mayor, y al llegar a la “plaza de la cárcel” (la actual plaza mayor de Guadalajara) mandó Felipe II que fueron sueltos y libres todos los presos que en ella hubiera. Por la carrera de San Francisco discurrió la comitiva, y en la iglesia toda la congregación, y cientos, quizás miles, de invitados, nobles y grandes títulos llenaron aquel recinto majestuoso.

En la calle, la fiesta duró varios días: se pusieron mesas con comida en las principales plazas, y fuentes de vino en la Plaza Mayor y en la del Concejo. Delante del palacio, en lo que entonces era enorme plaza ducal, se celebraron corridas de toros, una de diez toros la tarde de la boda, y los siguientes días juegos de cañas y distracciones caballerescas, que el rey y la reina, con toda su corte, contemplaban desde los balcones altos de la fachada (aún no había hecho el 5º duque las reformas que dejaron el frontal palaciego tal como hoy lo vemos).

El 3 de febrero los reyes partieron de la ciudad, rumbo a Madrid primero (una villa en la que Isabel de Valois se fijaría y le pediría a su apuesto marido que la hiciese capital de España) y luego a Toledo, al alcázar, donde estaba la sede de la Corte. Los Mendoza, suponemos que todavía mareados de tanto ir y venir, quedaron contentos y mucho más pobres que al inicio de este acontecimiento. Pero más metidos en la confianza del rey, que vivió feliz con doña Isabel durante 8 años, en los que ella le dio dos hijas, las preferidas del triste Felipe: Isabel Clara Eugenia, y Margarita Micaela. En el tercer embarazo, la reina se amustió, decayó, palideció, y nadie sabe de qué modo ni manera, se murió. Dejando al rey estupefacto, más triste aún y con más problemas en Flandes, en Italia, en Africa y en los confines de los turcos.

En todo caso, una memoria que convenía airear, porque fueron esos días de inicios del año 1560, hace ahora exactamente 450, cuando la ciudad fue feliz, alegre y entusiasta, y todos sus habitantes tuvieron cosas de qué hablar durante meses después, durante años. Desde aquí invito a mis lectores a que también ellos, cuatro siglos y medio después, hablen de ello, y se alegren al tiempo.