Atalayas olvidadas de Guadalajara

viernes, 10 diciembre 2010 4 Por Herrera Casado

Por aquello de que hay que proteger a los más indefensos, y abogar por los que menos posibilidades tienen de triunfar en la vida (en la historia, en este caso) me voy a dedicar hoy a hacer un repaso de esos pequeños castillos, torreones, atalayas, castros singulares y demás monumentos que necesitan que alguien les aúpe y ponga un brazo sobre el hombro, para que no se sientan solos, incluso para que quienes pueden alzarlos lo hagan. Protegiéndolos.  

La "Torre de los Moros" vigila el alto valle del Tajuña, en término de Luzón

 

  Castillos de tercera fila  

 En nuestra provincia, que es enclave principal de la nación castellana única y antigua, hay muchos castillos alzados, más o menos conservados. Principescos unos, como el que hoy es Parador Nacional de Sigüenza. Dignísimos otros en su precariedad, como el de Jadraque, el de Molina, el de Cifuentes… y otros en tercera fila que apenas son restos inestables, torres fortificadas, puestos vigías, pero emocionantes testigos de una historia que nos pertenece.  

A esos castillos mínimos, olvidados, pordioseros de las ayudas y las atenciones, van dedicadas estas líneas. Esperando que, al menos, estando en nómina, no se les deje caer. Aunque no hay que tener mucho miedo, si nadie va de frente contra ellos. Porque, como siempre he dicho, los castillos no se caen. A los castillos los tiran.  

Cantalojas. Castillo de Diempures  

 En la parte más noroccidental de la provincia, y en término de Cantalojas, quedan restos de una fortaleza muy antigua, que ya figuraba en el Fuero de Atienza, que la ponía por límite occidental del territorio, fronterizo con Sepúlveda y Riaza. El castillo que llamamos de Diempures, y que allí conocen como “de los moros” y le sitúan en el pago de “El Castillar”, asienta sobre los restos de un castro celtibérico de la Edad del Hierro. Se alza sobre una empinada eminencia del terreno, oteando el hondo cauce del río Sorbe que va en una cortadura de pizarras bajo la mirada de la peña del Liguero. Sin llegar a ser un castillo en toda regla, se utilizó como puesto de vigilancia y sede de una reducida guarnición vigilante del límite entre comunes. La peculiaridad de este castillo es el uso de pizarra para su construcción, compactando sus muros únicamente con argamasa formada por «cal y canto«. Como todos los demás castillos de Castilla, las ruinas de Diempures están protegidas de cualquier agresión por el Decreto Protector de los castillos españoles de 22 de abril de 1949 y por la Ley 16/1985 del Patrimonio Histórico Español.  

La Torresaviñan. El castillo de la luna  

 Desde la autovía del Nordeste, a su paso por el término de Torremocha del Campo, se divisan en un altozano los restos del castillo de la Luna, que fue otro de los que puso don Manrique de Lara en el límite occidental de su independiente territorio molinés. De hermosa estampa castillera, todos los automovilistas le ven y dejan un instante volar a la imaginación, pensando que en esta tierra cabalgaron aquellos seres de los que hoy solo nos quedan, -a la mayoría- imagen de cómo eran y qué pensaban por las películas de Cecil B. de Mille.  

También en muy antiguos tiempos, este otero sirvió de habitáculo a los pueblos celtibéricos. Sobre él se construyó, durante la dominación árabe, un torreón vigía, y tras la reconquista y repoblación de la comarca, efectuada en el siglo xii por don Manrique de Lara, se reforzó la torre, levantando verdadero castillo, y poniendo en su derredor un humilde y escaso caserío, con pequeña iglesia dedicada a San Juan o San Illán. El Rey Alfonso xi, en 1154, se lo donó al obispo de Sigüenza, don Pedro de Leucata y a su Cabildo catedralicio, para que lo ostentaran en señorío, así como su aneja aldea de la Fuente, hoy Fuensaviñán. Pasó posterior­mente a ser propiedad del infante don Juan Manuel, quien reforzó el castillo, y de este infante, en 1308, a través de venta realizada por su hijo, pasó al obispo de Sigüenza don Simón, que­dando a partir de entonces bajo la jurisdicción de los prelados seguntinos. Bajo este señorío, la población de La Torresaviñán se trasladó a más acogedor y templado lugar, abandonando y dejando solitario el castillo en lo alto del cerro.  

El castillo, que las gentes de la comarca llaman de la luna, posee una bella estampa sobre el otero en que asienta. Cons­taba de un breve recinto cuadrangular, de altos muros de mampostería, con cubos en las esquinas y una gran torre del homenaje en su ángulo suroriental, que es casi lo único que per­manece. Rodeado de fosos, hoy ya casi cegados, mantenía una defensa no demasiado fuerte. En realidad, su misión era más de vigilancia que de defensa de un territorio. Lo que queda actualmente muestra las señales de los cuatro pisos que tuvo, con entrada a nivel del primero de ellos, al que sólo podía llegarse por medio de una escala de mano. La estancia baja, con muros de más de dos metros, de espesor, sólo tenía la luz que le permitía pasar un estrecho agujero hecho en el suelo de la primera planta. Quizás se utilizó como mazmorra.  

La visita de este castillo, que es mucho más grande de lo que parece, visto de cerca, puede hacerse cómodamente aparcando el coche en la cuneta de la carretera que va hacia La Fuensaviñán, y atravesando los campos se trepa cómodamente por la loma que nos conduce a su altura. Allí los muros derruidos de la cerca, y la gigantesca presencia de la torre del homenaje, nos dicen claramente de su grandiosidad primitiva.  

Hortezuela de Océn. La fortaleza de Almalaff  

Llaman castillo de Almalaff, según lo nombraba el Fuero de Molina en el siglo XII, al que hubo sobre un empinado cerro frente al pueblo de la Hortezuela de Océn. Domina el valle ancho de un arroyo que corre hacia el Tajuña, y se accede a él por buen camino que llega hasta el Santuario de Santa María de Almaláff. Fue mandado construir por don Manrique de Lara, primer señor de Molina, como defensa de la frontera del señorío en esta zona oriental. Hoy no queda más que un enorme paredón, con los vanos de sus antiguos ventanales. En equilibro inestable pero con sujeciones firmes, no se caerá así como así.  

 Balbacil. La torre vigía  

Cerca de Maranchón, por carretera fácil, está Balbacil, que junto a Codes hacen una pareja de gran interés para visitar. En Balbacil vemos, antes de llegar al pueblo, sobre un altozano, la torre vigía, que hoy ha sido reaprovechada como palomar. Fue construida en época medieval, entre los siglos XII y XIII, para servir de vigía y defensa de esta zona que siempre fue frontera entre el Señorío de Molina y el Ducado de Medinaceli. Inicialmente cayó en el lado del Señorío, pero luego fue anexionada por los Medinaceli para su territorio.  

Es un fuerte bastión de sillarejo acumulado, con muros muy anchos, y un interior al que se accedía por pequeña puerta en alto, lo que obligaba a utilizar una escala que se sacaba desde dentro, y que debería medir los 3 metros que la separan del suelo. No ofrece ningún otro vano esta torre, que tendría iluminación en lo alto, hoy reutilizado como palomar. Las cuatro paredes de su original construcción medieval se conservan intactas.  

Concha. El lugar de Chilluentes  

En término de Concha se encuentran los restos del antiguo pueblo de Chilluentes, que aún estaba habitado en el siglo XVII. Quedan en medio de los campos cerealistas algunos restos de edificios, las ruinas de la que fue su iglesia, de estilo románico, dedicada a San Vicente Mártir, con un ábside semicircular en el que pueden verse grabados signos cruciformes, y en su interior una gran pila bautismal. Y queda la presencia de una gran torre, espectacular y solemne sobre el valle amplio que desde Establés y el río Mesa ascendía hacia la meseta central del Señorío, hacia su capital. Esta torre o atalaya simple, vigilaba este camino de acceso al centro del territorio, y por lo que hoy vemos debió ser sumamente recia, con varios pisos y una construcción de sillarejos dispuesto en espiga que remonta su origen a los siglos de la dominación árabe, aunque evidentemente fuera más tarde reconstruida y utilizada por los cristianos. Solamente los altos muros quedan de la torre de Chilluentes, pero en todo caso merece la pena visitarlos, llegando desde Concha por caminos fáciles.  

 Fuentelsaz en Molina. El castillo  

 Francisco Núñez, en el siglo XVI, en su «Archivo de las cosas notables de esta leal villa de Molina«, dice así de Fuentelsaz: “Zerca de este Pueblo [MILMARCOS] ay otro que tiene un Castillo muy fuerte y nombrado en las hystorias de Castilla y Aragon que llaman fuente el Salz.  

Surge el castillo de Fuentelsaz por el interés estratégico y fronterizo del lugar, que estuvo siempre en la raya de Castilla con Aragón. Sobre todo en la primera mitad del siglo xv, durante las guerras que el castellano Juan II mantuvo con su primo el rey Juan de Navarra y regente de Aragón. También a mediados de ese siglo, cuando el rey Enrique IV entregó el Señorío molinés a su favorito Don Beltrán de la Cueva y los molineses se levantaron en armas contra él.  

La fortaleza de Fuentelsaz permaneció fiel al rey Enrique y por consiguiente se situó a favor de Beltrán de la Cueva. Era alcaide de la fortaleza en esas fechas Pedro del Castillo quien tenía en la fortaleza tropas de Don Beltrán. Y no más fastos guerreros tuvo este enclave, hasta el siglo XIX en que, durante la primera guerra carlista, lo que quedaba de castillo vino al suelo destruido a causa de una explosión que se produjo en su interior utilizado como polvorín.  

Fue en sus buenos tiempos un típico castillo roquero, con su plano adaptado a los desniveles del terreno, y construido a base de sillarejo unido con argamasa, con espesores de más de un metro. Queda un gran lienzo de muralla, en la zona no protegida por la roca. La puerta de entrada estaba a la izquierda de este muro, y a la derecha se levantaba la torre del homenaje, de la que solo quedan los fundamentos. Por su posición atalayada, desde lejos parece más de lo que es.  

Una docena más, y uno menos  

 Mucho trecho podría seguir nombrando, describiendo, emocionando con los nombres antiguos y solemnes de castillos pequeños. Por ejemplo, el de Inesque, en término de Pálmaces de Jadraque. Fortaleza de origen árabe que luego castellanizaron y levantaron los de Atienza para proteger un valle de subida a su villa. Hoy se reconoce, lo he publicado en estas páginas y en mis libros, y quizás alguien haya llegado hasta él, para verlo.
En Cobeta se alza, incluso reconstruida no hace muchos años, la torre de los Tovar, que es lo único que queda del castillo que fue recinto cuadrado con cubos en las esquinas, y una torre del homenaje cilíndrica con almenas sobre el grueso moldurón de su remate, quedando de todo ello sólo esta torre y las trazas en el suelo y en el cerro del arranque de los muros.  

De Beleña de Sorbe, en estratégico lugar controlando un vado y un puente sobre el río serrano, quedan los restos de su castillo, que levantaron los Valdés, parientes de los Mendoza, y fue tan grande que sus muros cobijaban, en segunda ronda de murallas, el pueblo entero. La soledad de estas tierras, progresiva e imparable, ha hecho que anden sus dos muros paralelos cantando en vano sobre lo alto de un cerro rocoso.  

Un castillo que fue enorme, temido, valioso: el de Uceda, sobre el valle del Jarama empinado. Desde la reconstruida iglesia de la Virgen de la Varga, joya románica de la villa, se ven allí abajo los restos de la fortaleza. No quedan muros, solamente huellas de su traza. Pero lo poco que hay, merece la pena conservarlo.  

Y de torres, y para acabar, dos ejemplos más: la de Luzón, a la que llaman “de los moros” y que se empina sobre unas rocas que controlan el valle manso del Tajuña. Y la de Anguita, a la que llaman Torre de las Cigüeñas, que miraba estratégica el paso estrecho y rocoso del río Tajuña por el pueblo. Bien cuidada, no hay peligro de que pase con ella como ha pasado hace dos meses con el Cuadrón, en Auñón, que se ha venido al suelo sin saber cómo. Este es el castillo que echamos, a partir de ahora, de menos en la nómina de los monumentos medievales alcarreños.