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octubre, 2010:

Budia: un convento en ruinas

Entre las escondidas joyas que la Alcarria tiene, por Budia encuentra el viajero las ruinas de un convento, que son evocación y canto de un tiempo antiguo. Como todos los románticos espacios ruinosos en los que la religión monacal dejó sus huellas, este de Budia nos da la estampa del tiempo ido, nos habla de carmelitas, de Santa Teresa, de templos altísimos y barrocos altares. El tiempo borró su brillo, pero hoy se quiere recuperar, y el Ayuntamiento budiero está poniendo todo el empeño por sacarlo del olvido.

 Libro sobre el Convento de Budia

Pasado mañana domingo, 31 de octubre, tendrá lugar en Budia, a la tarde, la presentación de un libro que habla de ruinas, de historias, de tiempos pasados que se quieren evocar ahora. Con el impulso del Ayuntamiento de la localidad, se ha construido y se pondrá en las manos de quienes asistan, un libro muy completo en el que aparece la historia, las imágenes, los problemas y el futuro del que fuera Convento Carmelita de Budia, una institución curiosa porque fue al mismo tiempo fábrica de prendas de vestir, y un extraordinario ejemplo arquitectónico de la arquitectura barroca, ahora deslucida por los estragos que el tiempo y el abandono han dejado sobre su piel.

La decidida voluntad del Ayuntamiento budiero de poner otra vez en pie, y vivo, este edificio para uso del pueblo y la comarca, está en la razón de este libro, que es algo más que 100 páginas de historias e imágenes.

Un convento en lo más alto

Fue el de Budia un convento de corta vida pero siempre muy querida de sus vecinos, quienes procuraron hacer la vida amable a sus religiosos huéspedes.

Tuvo su origen en la piedad netamente popular: varios vecinos de Budia habían entregado, en el primer cuarto del siglo XVIII algunas cantidades para fundar con ellas un convento de la Orden Carmelitana reformada. Puestas en renta dichas cantidades, producían al año 13.956 reales de vellón. Por otra parte, donativos o compromisos de otras personas, ascendiendo a 12.000 ducados, llevaron al provincial de la Orden, fray Bernardo de San José, a presentar en 1732 la formal solicitud de levantar en Budia una nueva casa del Carmelo, en la que podrían vivir cómodamente más de 15 religiosos, sin necesidad de acudir a la limosna pública.

Accedió el obispo seguntino, el franciscano fray José García, unos días después, como el año anterior lo había hecho el duque del Infantado, señor del pueblo, y en agosto de 1732 lo hacía el Consejo Real. Fueron rápidos en el construir, si es que no se habían aparejado ya vecinos y frailes en ir construyendo desde antes. El 22 de octubre de ese año 1732, ya estaba levantado el cenobio: casa conventual y hospicio anejo, se congregaban en torno a una grandiosa iglesia a la que se trasladó el Santísimo desde la parroquia con mucho boato y popular festejo. Quedaba así instituido el Convento de la Concepción de Nuestra Señora, siendo general de la Orden el padre Antonio de la Asunción, y quedando incluido en la Provincia del Espíritu Santo, que correspondía geográficamente con la región de Castilla La Nueva. Fue la última fundación carmelitana que se hizo en la provincia de Guadalajara.

De los documentos que sobre este convento hemos podido encontrar en el Archivo Histórico Nacional, Sección Clero, resaltamos la donación que a la hora de su fundación, en 1732, realizó la marquesa de Campoflorido, de un gran conjunto de pinturas, esculturas y relicarios destinado a adornar uno de los brazos del crucero de la iglesia. También por entonces el Duque de Beragua donó la fabulosa suma de doce mil ducados de vellón para mejorar su edificio eclesial.

Tranquila fue la existencia de este convento a todo lo largo del siglo XVIII. A mediados de él, concretamente en 1747, se trasladó desde Madrid la casa de profesos, siendo un prior, nueve religiosos y seis legos conventuales los que la habitaban. Ya finalizando la centuria, en 1796, quiso la Orden carmelitana probar fortuna nuevamente poniendo en este convento de Budia una modesta fábrica para hacer en ella sayales de las religiosas y religiosos. En otras casas y en otras ocasiones se había intentado ya, pero con muy escaso éxito. Se contaba ahora con la tradición probada de las industrias laneras y de buenos paños que habían existido en la alcarreña localidad, y así, en el Capítulo de 1796, se acordó “que para su establecimiento se tomen a censo 50.000 reales, hipotecando todos los bienes de la Provincia, dando plena autoridad al definitorio provincial sobre la disposición y giro de esta fábrica”. El experimento comenzó a funcionar y, mal que bien, y renovando frecuentemente de religioso organizador, se llegó como pudo a 1814, en que, después del mucho sufrir en la Guerra de la Independencia, el obispo de Sigüenza se propuso comprar la fábrica de tejidos de estos religiosos, poniendo por condición que continuase el hermano Pedro de San Antonio al frente de ella. El Capítulo Provincial accedió a este deseo, pero el obispo no llegó a comprarla finalmente. En 1820 se nombró al padre Julián de San Jerónimo administrador de la fábrica, a quien debían rendir cuentas los dos religiosos que en ella trabajaban. En 1824 se decidió se fabricase solamente sayal pardo o blanco, nunca paño.

La destrucción de los franceses

La Guerra contra los franceses fue dura en toda la Península, y Budia no escapó a sus horrores. Llegaron, pues, las tropas francesas a Budia en enero de 1809. Ante las noticias de su inmediata llegada, y los desmanes de brutal salvajismo a que sometían a ciertos sectores de la población, en especial del estado religioso, decidieron los carmelitas de la Concepción de Budia abandonar su convento, dejando únicamente a dos miembros de la comunidad entre sus muros. Llevaban los frailes cálices y custodia, resignándose a perder algunas cosas, como altares, sagrario, copones, etc., que destrozaron los invasores nada más llegar. De vez en cuando aparecía una columna francesa por Budia, y aprovechaban la fábrica del Convento como cuartel. Finalmente, en 1814 volvieron los religiosos. Ignorando seguramente lo poco que le quedaba de vida al convento. Fue su último prior fray Cristóbal del Niño Jesús, pues la Desamortización de Mendizábal dio la puntilla y llevó a la ruina esta fundación con tanto sabor teresiano. En esa ocasión, el edificio entero, con su huerta, pasó a poder de particulares. Aunque previamente, desde 1842, se decidió dedicar el convento a hospital y escuela de la villa, la Diputación Provincial se opuso, y exigió que todo saliera a subasta. Así fue que en 1847 lo adquirió doña María Isidra Pastor, vecina de Madrid, en la cantidad de 140.000 reales, quedando de todos modos la iglesia para el culto y uso de cementerio, como hasta hoy ha permanecido.

Imagen del pasado

Lo que hoy queda del gran edificio conventual de los carmelitas, se sitúa en las afueras del pueblo, a occidente del mismo. En una meseta amplia que forma la montaña en declive, se ve hoy la estructura de la iglesia conventual, con su magnífica fachada todavía en pie, aunque con amenazadores signos de ruina. Se trata de un ejemplo muy importante y característico de la arquitectura carmelitana del siglo XVIII español, en la línea de las fachadas conventuales de Avila, Madrid y Guadalajara que en la anterior centu­ria trazaron y construyeron varios monjes carmelitas. El convento de Budia, se fundó ya en el siglo XVIII (1732), siendo levantado el conven­to e iglesia inmediatamente después, pero su tradición arquitectónica y artística pertenece en todo a la centuria anterior. Es sin duda una de las últimas grandes fábricas conventuales trazadas de acuer­do con el modo de la Orden, y que no dudamos que sería diseñado por un tracista oficial de la misma. Según el estudioso del arte carmelitano José Miguel Muñoz Jiménez, este edificio de Budia pudiera ser obra de fray Pedro de la Visitación (activo en Castilla la Vieja entre 1710 y 1715), de fray Juan de Santa Teresa, natural de Pozal­dez (Valladolid) y autor del magnífico convento de los carmelitas de Padrón (La Coruña) en 1729, o del navarro fray José de los Santos quien en 1753 trazó y dirigió la fábrica de convento e iglesia de las carmelitas de Santiago de Compostela. En todo caso, no puede descartarse que fuera trazado por algún artífice no identificado que ocupara el cargo oficial de tracista de la provin­cia de Castilla la Nueva, que si bien fue la región pionera en la expansión carmelitana, a mediados del siglo XVIII apenas conoció la construcción o reno­vación de conventos e iglesias.

El cuerpo central de su fachada presenta tres arcos bajos de acceso, hoy cerrados de una verja. El central se escolta de planas pilastras, y se remata con vacía hornacina. Sobre ella aparece un enorme ventanal escoltado de almohadillado, que tenia por misión dar luz al coro, y sobre ella todavía gran remate triangular con bolones. Esta fachada ofrece la habitual com­posición de un rectángulo central y sendos cuerpos laterales unidos al primero por aletones curvos. Si bien las líneas generales pertenecen al Manierismo clasicista, a la sazón anacrónico, la planitud del hastial se adorna de los elementos acostumbrados, pero de magnífico efecto en la bicromía de su elegante caliza sobre los muros de blanco enfoscado. El tripórtico, la ventana del coro, la hornacina superior, así como los óculos en elipse, todo responde a un diseño preciosista y depurado, propio del último barroco hispano. El interior, del que solo quedan los muros, y muy deteriorados, es de una sola nave con capillas laterales, comunicadas entre sí, por lo que podría también decirse que es de tres naves. Era esta la planta canónica de los templos carmelitanos, con una cruz latina muy precisa, nave única, capillas laterales, brazos del crucero muy cortos, y gran desarrollo de la cabecera, de planta cuadrilátera.

De las obras en él contenidas, poco se sabe y nada queda. Hemos podido encontrar un dato: en la iglesia de la Bodera se encuentra una imagen de la Virgen del Carmen con una inscripción que nos indica su procedencia del Convento de Carmelitas Descalzos de Budia. Y en el Museo Provincial de Guadalajara, entre los muchos fondos que contiene, existe un cuadro de la “Adoración de los Pastores” de autor desconocido, que procede de este convento también, de cuando la Desamortización.

El libro que nos llega: El convento carmelita de Budia

El libro que se presenta el domingo lleva por título “El Convento Carmelita de Budia. Memoria y Esperanza”. Son sus autores Juan José Bermejo Millano y Antonio Herrera Casado, añadiendo el nombre de Aurelio García López como coautor al haberse encargado este investigador del capítulo relativo a la Fábrica de Sayales de este cenobio. El libro tiene 104 páginas, está encuadernado en tapa dura, y ofrece numerosísimas ilustraciones en color, que sirven para completar a la información exhaustiva que sobre la historia, el arte y las anécdotas de este convento se han ido forjando a lo largo de los siglos.

En la presentación de la obra, intervendrán los autores, además del profesor García de Paz, y Ana María Sánchez, alcaldesa de la villa de Budia.

Los Conventos antiguos de Guadalajara

Hace un par de días, el miércoles 20 de octubre, y en el contexto de los actos conmemorativos del 550 Aniversario de la declaración de Guadalajara como ciudad, ha tenido lugar la presentación de un libro que constituye un referente muy valioso para conocer la evolución histórica de Guadalajara. Concretamente, la salida a la consideración pública ha sido la de la obra “Los Conventos Antiguos de Guadalajara” en reedición actualizada del original que escribiera Francisco Layna Serrano en la primera mitad del siglo XX y que apareció publicado en 1943.

 Libro de Conventos Antiguos de Guadalajara

Una memoria palpitante

En el conjunto de actos conmemorativos de un hecho histórico singular, no podía faltar la edición de algún libro que rescate, a los ojos y los entendimientos de hoy, la esencia de ese pasado controvertido (espléndido para unos, lastimoso para otros) pero incuestionable. La ciudad de Guadalajara fue, como tantas otras en Castilla, una ciudad conventual, entre los siglos XII (tras la instauración del reino castellano en ella) y el XIX (en que las políticas liberales y desamortizadoras acabaron con prácticamente todo rastro de conventualismo).

Entre los límites de esos siglos, fueron 14 los conventos que surgieron. De todos ellos, tan solo uno queda hoy vivo y en pie, ocupado de la misma comunidad para la que fue creado: el convento de San José, de monjas carmelitas descalzas, del que luego haré breve semblanza.

Del resto de los conventos creados, nada queda, aunque sí los edificios de algunos, transformados en iglesias parroquiales o destinados a otros menesteres: el de San Francisco está viendo, tras pasar al Ayuntamiento, renovado y restaurado su interior, que durante 150 fue dedicado a cuartel y Gobierno Militar; los de dominicos y jesuitas son hoy iglesias parroquiales de San Ginés y San Nicolás, respectivamente. Los de las bernardas, las jerónimas, las concepcionistas de San Acacio, los franciscanos de San Antonio, los hermanos de San Juan de Dios y algún otro, desaparecieron por completo, incluso físicamente. Y de los carmelitas de la epifanía quedó en pie todo, convento e iglesia, aunque hoy ocupado por franciscanos y religiosas concepcionistas. Las clarisas solo conservaron el templo (hoy parroquia de Santiago), y las franciscanas de la Piedad tuvieron como herederos a la Dputación Provincial y luego al ministerio de Educación y ciencia, convirtiendo su viejo palacio de Mendoza y su templo de La Piedad en dependencias del Instituto de Educación Secundaria “Liceo Caracense”

En su libro, Layna no trata de otros conventos y comunidades religiosas que han llegado a asentar y ser clásicas en la ciudad, como las Adoratrices sobre la fundación de María Diega Desmaissiéres, duquesa de Sevillano, o las Hermanas de los Ancianos Desamparados, en la Concordia, o las Francesas y las Anas en enseñanza, o las religiosas de San Vicente Paul en la asistencia sanitaria: consideró estas órdenes, nacidas en el siglo XIX con una proyección social y evangeliadora muy neta, como “no antiguas” y por lo tanto ni sus historia ni sus edificios han cabido en este libro.

Lo interesante de esta obra, magnífica por el aspecto y por el contenido, que viene a ser esencia de la historia de Guadalajara, es el nacimiento de cada Convento, el arte que en él tuvo cabida, los personajes que dieron sus dineros para que creciera, las monjas y los frailes, algunos linajudos y otros eminentes, que los poblaron: una secuencia histórica, en fin, que abarca siete largos siglos de la historia local, y que ahora van a tener posibilidad de leer y recordar cuantos se interesan, aunque sea superficialmente, por los avatares pretéritos de Guadalajara.

Verán así descritas, con el castizo lenguaje de Layna, figuras como las infantas Isabel y Beatriz, hijas del rey Sancho IV y María de Molina, o la de doña María Fernández Coronel, fundadora de las clarisas, y mujer con arrestos como pocas en toda la historia de la ciudad. Sabrán de doña Brianda de Mendoza, organizadora proverbial, y de la duquesa doña Ana, devota y fundadora. Recordarán los nombres de tantas jóvenes alcarreñas que acabaron sus días en los conventos, que eran entonces, en pleno siglo XVI, lugar de reunión de la gente diversa que trabajaba y se entretenía, pero que los domingos acababan saludándose y cotilleando a las puertas de las monjas de la Piedad, en Santa Clara, o en el ancho prado delante de Santo Domingo.

Y se asombrará de lo que Guadalajara fue en punto al nacimiento del Renacimiento artístico, de la mano de arquitectos como Alonso de Covarrubias, Lorenzo Vázquez de Segovia o fray Alberto de la Madre de Dios, creadores de modas y avanzados diseñadores de edificios y formas.

El convento carmelita de San José

El único de los conventos que hoy permanecen en pie, vivos y habitados, de los que se historían en este libro de Layna, es el dedicado a San José y ocupado por una comunidad de monjas carmelitas descalzas.

Sito en la calle Ingeniero Mariño, antiguamente llamada de Barrionuevo Baja, es una deliciosa obra del siglo XVII que conserva perfectamente las esencias conventuales de la época. Fue instalado en Guadalajara en 1615, ciudad a la que se trasladó la Comunidad  ‑fundada en 1594 por doña Magdalena de Frías‑  desde su primitivo emplazamiento en Arenas de San Pedro. Aquí fueron ayudadas y apadrinadas por los duques del Infantado, título ocupado a la sazón por doña Ana de Mendoza, que cedió unas casas de su propiedad, adquiridas expresamente para este fin, y que además otorgó otras muchas ayudas, acompañadas de fundaciones y donaciones de otras linajudas familias de la ciudad.

El edificio del convento fue levantado entre 1625 y 1644, debiéndose las trazas de la iglesia al arquitecto santanderino, el fraile carmelita fray Alberto de la Madre de Dios, y siendo su constructor el maestro de obras Jerónimo de Buega, construyéndose de nueva planta la iglesia y el frontal del convento, y aprovechándose, reformadas, las casas de los duques para instalar el cenobio.

Sus portadas son sencillas, características de la arquitectura religiosa conventual del momento. El interior de la iglesia es de una sola nave, con planta de cruz latina. Ofrece un gran altar barroco, con buenas tallas, en la capilla mayor, y otros del mismo estilo, algo posteriores, a los lados del crucero. Sobre la pared de la  epístola en el presbiterio, aparece un gran lienzo representando la «Transverberación de Santa Teresa», firmado por Andrés de Vargas en 1644, y cerca de él otro gran cuadro en que aparecen retratadas las “tres azucenas de Guadalajara”, jóvenes religiosas que fueron ejecutadas en el verano de 1936 y ahora declaradas beatas por la Iglesia Católica. Una forma de unir antigüedad y tiempos recientes en esta comunidad que sigue viva, felizmente atenta a la evolución de la ciudad en nuestros días, y a la que en palabras de los editores del libro, va dedicada la obra como prueba de admiración por su perseverancia.

El libro

Una obra de gran peso

 Aparte de los dos kilos largos que realmente pesa el libro, encuadernado en tela con estampaciones en oro, y más de 500 páginas en tamaño folio, impreso sobre papel consistente en color, el contenido de la obra es lo más interesante. “Los Conventos Antiguos de Guadalajara” obra de quien fuera Cronista Provincial a mediados del siglo pasado, aparece en esta segunda edición dentro de la Colección “Obras Completas de Layna Serrano”, como número 6 de ellas, y como remate de dicha colección de libros, capitales para el conocimiento de la historia de nuestra provincia, sus personajes y su patrimonio más relevante.

Además de los grabados originales, esta edición, -que respeta escrupulosamente el texto del cronista- presenta una amplia colección de nuevas imágenes, la mayoría a color, rescatando aspectos hasta ahora desconocidos de los 14 conventos que constituyen la esencia de la obra. Se completa con un amplio Apéndice Documental, y el índice de todo cuanto en ella aparece.

De la obra de Layna Serrano poco queda ya por decir que no se sepa: con un lenguaje castizo, una documentación enorme, y una elaboración meticulosa, el que fuera cronista de la provincia elaboró entre 1931 y 1971 una monumental aportación bibliográfica que cuajó en 8 grandes obras de las que este de los “Conventos Antiguos” de Guadalajara es el último en aparecer. Quedan aún sus obras breves y sueltas, artículos en revistas, colaboraciones en periódicos, que una vez reunidas quizás sirvan de base a un último y realmente definitivo libro que remate su obra.

Armas heráldicas: piedras labradas de Hita

La villa de Hita es uno de los lugares más interesantes de la tierra de Alcarria, y ello por muchos motivos. Uno es por su historia, larga y preñada de acontecimientos de relieve. Otro es por los personajes que albergó a lo largo de los siglos, muchos de ellos cruciales en el devenir de la nación castellana. Y un tercero, en fin, por la fama que ha cobrado al calor de quien fuera su Arcipreste y poeta, de aquel Juan Ruiz que dio al mundo su «Libro de Buen Amor».  

Escudos del apellido Hita repartidos por casas y templos de la villa alcarreña

 

Hay entre las casas de Hita escondido un pequeño/gran tesoro: entre las sombras de los muros de sus templos, mezclado en las ruinas y confundido en los recuerdos: son los blasones tallados en piedra de quienes fueron sus señores y sus hidalgos. Es un tesoro de mil facies, todavía por descubrir en su definitiva dimensión, y que nos habla, aunque con letras minúsculas, de un pasado esplendoroso, vibrante, único.  

Esta palabra minúscula, visual tan sólo, es sin embargo el perfecto complemento de la Historia que con mayúscula escribe Hita con su silueta cada día. Para el viajero que pasa por Hita quizás no dirán nada estas viejas piedras talladas, pero para quien vive y lleva en su corazón la memoria de esta villa, el significado de estos elementos es muy grande. Y por eso en esta ocasión vamos a tratar de desentrañarlo, aunque sea parcialmente.  

Las armas talladas de Hita proceden de las que se pusieron en templos, en altares, en dinteles de puertas y mansiones. La mayoría, sin embargo, proceden de las laudas y lápidas sepulcrales que se hacían tallar, con leyendas escritas y dibujos de blasones, en las piedras destinadas a sellar las tumbas, y que normalmente se ponían (las de estas gentes principales) en el interior de los templos.  

Los hidalgos de Hita  

La mayoría de las más de cuarenta grandes laudas con escudos heráldicos civiles que aún pueden admirarse en Hita, como parte indiscutible de su patrimonio artístico, son pertenecientes a hidalgos. Hay que recordar aquí que una de las características de la sociedad de Hita durante los siglos de su esplendor fue la crecida cantidad de miembros que poseyó su estado noble, y que apareció a partir de 1492, pues anteriormente a esa fecha, el burgo de Hita, aunque dominado señorialmente por los Mendoza, mantuvo su pujanza gracias a la numerosa colonia o aljama judía. que tuvo aquí sus centros comerciales. La expulsión supuso dos cosas: de un lado, desaparición física, por alejamiento, de muchos honrados y trabajadores individuos, con sus familias. De otro, la conversión y regreso de otros tantos, que adoptaron nombres de sus lugares de nacimiento, o apellidos de sus señores. Además contaron estos conversos con el apoyo de los Mendoza, siempre favorables a la raza de Moisés, por lo que incluso adquirieron, a lo largo del siglo XVI, el «status» de hidalguía.  

La totalidad de estos «hidalgos» que poblaron Hita en el siglo XVI tenían, junto con sus familias, el privilegio de exención por pertenecer al estado noble. Así lo hacen constar repetidamente en sus inscripciones sepulcrales: «los muy nobles caballeros», «el noble señor», «hijodalgo de sangre y ejecutoria en posesión y propiedad», «los magníficos señores», etc. El uso de celadas, lambrequines y cruces de órdenes militares; la profusión de escudos de armas, de dotaciones pías a la iglesia que los acoge, etc., hacen de este grupo un curioso y denso mundo de individuos que parecen ponerlo todo en su vida al servicio de la apariencia y de la constancia de su categoría. La mayoría de ellos habían alcanzado el estado que les permitía tales ínfulas en el siglo XV, traídos muchos de éllos por el primer marqués de Santillana. Actuaron como alcaides de su fortaleza, capitanes o alféreces de sus gentes de armas, administradores de sus bienes, o simples mayordomos. Este es el origen de buena parte de esta nobleza nueva y villana de Hita, que reúne tan gran cantidad de ejemplos espectaculares.  

La mayoría de estos escudos, tallados en la pálida piedra caliza que existe en torno al cerro y por la Alcarria, son de estructura «española», que es el nombre que se le da al campo del escudo que acaba en punta redondeada. Dan todos ellos idea cabal de una forma de vida, de un régimen social, de unos entronques familiares y de una mentalidad muy especial. Para quienes, lúcidos investigadores del pasado, sepan leer en éllos, serán todos un tesoro inigualable. Tallados por un equipo homogéneo de artesanos, la mayoría presentan una tipología propia que modula la forma clásica del escudo español: la punta es más aguda, y en la línea superior se alza un apéndice central que la comba en dos mitades cóncavas y que permite resaltar las esquinas superiores. Es de notar la cantidad de emblemas mendocinos que aparecen, aun en personajes que por sus apellidos nada parecen tener en común con el linaje alavés. Sin embargo, la mayoría de estos individuos y sus familias eran empleados, funcionarios o allegados en diverso grado de los señores de Hita por excelencia, de los Mendoza duques del Infantado, por lo que a quienes de antes de su hidalguía no contaban con escudo propio, se le ponían las armas mendocinas en sus diversas acepciones y antigüedades.  

Escudos del apellido Hita  

Las armas de Mendoza son fácilmente distinguibles entre todas las que aparecen en la penumbra del templo de San Juan, en cuyos paramentos bajos se muestran colocadas. En campo cuartelado en sotuer, el primero y cuarto de sus campos muestran una banda cruzada cuyo color es el rojo sobre fondo verde. Y en los segundo y tercero campos, de oro, aparecen de azul las letras de la frase «Ave Maria Gratia Plena». Junto a ellas, independientes o combinadas formando cuarteles de escudos más complejos, aparecen los emblemas de apellidos de gran prosapia castellana: las armas de los Ayala, de los Orozco, los Velasco, Salazar y otros importantes linajes del reino.  

Sin embargo, y por no extenderme demasiado en esta ocasión, voy a destacar solamente los escudos que ofrecen las armas propias de la villa y del apellido de Hita, que aquí nace y se expande luego por Castilla toda. Las imágenes adjuntas confirmarán lo que ahora digo.  

Es quizás el más espectacular (aunque moderna su talla, tras la Guerra Civil) el que corona el arco de la puerta de entrada a la villa, que lo puso el marqués de Santillana cuando la mandó erigir, y que representa las armas de Mendoza, pero con el añadido propio de Hita: se trata de un escudo español partido en sotuer, 1º y 4º cuarteles con una banda perfilada, y 2º y 3º lisos con la invocación ave maria gratia plena repartida entre ambos, añadiendo en su bordura repartidas diez picas o hitos (fig. 1).  

Ya entre las laudas que ocupan los muros de la iglesia de San Juan, aparece una que tiene un bello escudo, de traza simple, pero plenamente expresivo del apellido Hita: es un escudo español con un estilizado castillo de tres torres, y una bordura en la que lleva repetidos diez veces los hitos de Hita. Bajo la piedra descansaron los cuerpos de padre e hijo, o de dos hermanos, de apellido «Sánchez de Hita», muertos en el siglo XVI. Eran bachilleres y uno se llamaba Fernand Sánchez y el otro Juan Sánchez de Hita. El segundo escudo de estos personajes es similar al anterior pero el castillo es de una sola torre, está puesto sobre ondas de agua, y en la bordura aparecen ocho veces los hitos de Hita, que en este caso están tallados en forma de V (fig. 2).  

Más antiguo, del siglo XV, es el escudo que se ve en la lauda de Juan… de Hita, en la que también aparece tallado un castillo de tres torres y una bordura alrededor con ocho hitos (fig. 3).  

Finalmente, es de admirar el escudo que aparece en la lauda de Diego del Castillo, nieto de Garci López del Castillo, alférez perpetuo que fue del ejército del marqués de Santillana destacado en Hita. De esa familia hidalga era este Diego, que muestra un escudo complejo, en cuyo cuartel superior derecho aparece tallado un castillo de tres torres rodeado de una bordura de quince picas o hitos (fig. 4).  

Estos son algunos de los elementos puntuales, curiosos, de esa gran colección de escudos heráldicos tallados en las pálidas piedras mortuorias de la iglesia de San Juan de Hita, y que a pesar de su soledad y silencio están hablando muy alto de las pasadas grandezas y la densa historia de la villa de Hita.  

Apunte Bibliográfico  

La heráldica medieval de Hita  

Existe un libro, que forma como nº 6 de la Colección “Archivo heráldico de Guadalajara” que se editó (por AACHE) en 1990 y que lleva por título “Heráldica de Hita”. Tiene 112 páginas y una gran cantidad de imágenes, presentando un estudio inicial con la visión pretérita de Hita y su estructura social, y luego ofrece un catálogo completo de todos los escudos que sobre lápidas se apiñan en los muros de la iglesia de San Juan. A un lado el dibujo del escudo, y al otro ficha que dice títulos, nombres, blasonados, fechas, etc. Un filón de historia alcarreña en pocas páginas.

Memorias de un seguntino: Pérez de Escobar

De cara al curso que se inicia, conviene recordar algunas cosas que este verano ocurrieron y que atañen a la cultura provincial. Por ejemplo, se hicieron presentaciones de libros, jornadas de conferencias en Sigüenza y Brihuega, cursos de verano en Guadalajara y Molina, exposiciones y excavaciones, y un sin fin de actividades que demuestran que, en contra de lo que parece tras un verano futbolístico especialmente intenso, la cultura sigue interesando en nuestra tierra.  

La biografía de Pérez de Escobar, escrita por Francisco Javier Sanz

 

 Javier Sanz es uno de los valores científicos con que cuenta hoy la provincia de Guadalajara, y ello gracias a su constante dedicación a su profesión (médico-dentista, profesor de Historia de esa especialidad en la Universidad Complutense de Madrid) y al estudio de los médicos de la antigüedad, relacionados con el enfermo dental, o con la ciudad de donde él es natural: Sigüenza.  

Javier Sanz acaba de entregarnos un estudio sobre otro personaje seguntino, de esos que poco a poco va perfilando con nitidez y arrancando sus secretos, que estaban guardados en las profundas cavernas de los archivos. La obra recién publicada, por AACHE, de Javier Sanz lleva por título “El doctor Antonio Pérez de Escobar. Su vida y su obra” y es un nuevo y total discurso por la biografía y los libros escritos por este antiguo galeno, del que Sanz da los datos irrefutables, documentales, de su origen seguntino.  

Una biografía   

Pérez de Escobar estudió su carrera médica en la Universidad del Alto Henares, donde se doctoró en enero de 1758. Alcanzó a ser entre otras cosas “médico de familia” del Rey de España, por entonces Carlos III, y examinador del Real Tribunal del Protomedicato hispano. También ocupó el entonces importantísimo cargo de primer médico del Real Convento de la Encarnación de Madrid. Terminó siendo “Médico de Cámara” real. Ese prestigio profesional, que le sitúa en la nómina  de los mejores médicos españoles del siglo XVIII, se vio respaldado con el nombramiento de Pérez de Escobar como académico de número de la Real Academia Española de Medicina.  

El doctor Sanz analiza en su obra la que nos legó escrita Pérez de Escobar. En esencia, son dos libros de gran consistencia, utilidad y éxito en aquellos tiempos: los “Avisos Médicos” y la “Medicina Patria”, esta última realmente trascendente por cuanto sentó las bases, en su época, de lo que en siglo XIX serían las “Topografías Médicas”, estudiando en una primera parte la Geografía Española y sus disposiciones a la salud y la enfermedad; en una segunda, las enfermedades propias de los españoles, que empiezan por la melancolía y acaban por las hemorroides, como de todos es sabido, pasando por la calentura catarral reumática y algunas otras curiosidades; en la tercera se dedica a revisar los medicamentos que a la sazón se usan y parecen efectivos: salen allí a relucir la sangría y el purgante, el agua y el mercurio pasando por el alcanfor y el agua blanca. Una revisión de las virtudes de las aguas medicinales, que para Pérez de Escobar las de Trillo y Sacedón son las mejores, le sirve para concluir su interesante obra.  

El seguntino Javier Sanz corona su libro con la bibliografía pertinente y nos deja un estudio perfecto, por lo medido y certero, rescatando del olvido a un personaje del que todos deberíamos hoy hacer memoria y homenaje ¿Será posible que el nuevo Centro de Salud de Sigüenza lleve el título de “Doctor Pérez de Escobar”? Sería una decisión, cuando menos, justa. Y desde luego, prestigiosa para la propia ciudad  

Su vida en datos   

Antonio Pérez de Escobar nació en Sigüenza, el 10 de Septiembre de 1723, entre las 2 y las 3 de la tarde. Así lo ha encontrado Sanz, en el libro de bautismos de la parroquia de San Pedro aneja a la catedral seguntina. Acudió a estudios básicos “de Gramática” en su ciudad, y allí obtuvo, a los 22 de su edad, los grados de bachiller en Artes y Medicina. Pero siguió estudiando, y alcanzó los más superiores títulos de Licenciado y luego Doctor en Medicina, también por la Facultad de la Universidad de Sigüenza, en 1758. De este día, Sanz Serrulla analiza con todo detalle los temas que se le pusieron en el examen, lo que contestó, los miembros del Tribunal, sus votos, etc. Es impresionante comprobar con qué detalle están apuntados todos los datos de la historia de las Universidades Españolas, que hoy sirven para poder construir las biografías de antiguos profesionales, y que nos vienen a decir, sintiendo con ello cierto escalofrío, que “la historia nos observa”. Algo que todos deberíamos saber.  

Trabajó enseguida como médico en pueblos importantes de Castilla, especialmente de Madrid. Luego llegó a ser médico de la Casa Real, en un ascenso continuo, como se refleja en sus nombramientos, y, sobre todo, en sus sueldos. Por entonces, lo que se pagaba era la responsabilidad. En 1766 consiguió por oposición el nombramiento de “Médico de la Real Familia” con un medio sueldo inicial de 2.200 reales al año, que dos anualidades después dobló. Más adelante subió a la categoría de “Médico de Cámara” entrando en el grupo de quienes atendían personalmente de sus dolencias a los reyes, alcanzando entonces el sueldo de 8.800 reales. En 1787 alcanzó el grado de médico personal y exclusivo del infante don Fernando, llegando en su sueldo a los 30.000 reales anuales.  

Ocupó también el puesto de médico del Real Convento de la Encarnación de Madrid, y su prestigio le llevó a ser incluido como examinador en el Real Tribunal del Protomedicato. Además, en esos años fue nombrado Académico de la Real Academia Médica de Madrid, institución de la que nació la Española actual.  

Murió a los 67 años, en 1790, después de una breve enfermedad, que desconocemos. El seguntino Pérez de Escobar vive la gloria de la política ilustrada de Carlos III, y considera en sus libros que la política sanitaria que ejerció este rey en Madrid fue muy buena, pues organizó cloacas públicas, conducciones de aguas, fuentes públicas, saneamientos  y controles de enfermedades.  

La obra de Pérez de Escobar  

Dos son los libros que publica, que la gente lee y estudia, y comenta, y practica. Dos libros capitales para entender la medicina española en el siglo XVIII, que si bien no tiene nada que ver con la actual, sí que es muy significativa del gran avance que entonces se hizo, de la gran seriedad con que las cosas eran tomadas, dando la imagen y la realidad absoluta de que España era un país puntero, bajo la monarquía borbónica, en temas científicos, económicos y sociales.  

Los “Avisos Médicos”, que llevaban por subtítulo esta explicación “Avisos Médicos, populares, y domésticos. Historia de todos los contagios: Preservación, y medios de limpiar las casas, ropas, y muebles sospechosos. Obra útil, y necesaria á los Médicos, Cirujanos, y Ayuntamientos de los Pueblos”, fue impresa en la prestigiosa factoría de libros de Joaquín Ibarra, en Madrid, en 1776. Trataba nuestro autor de explicar los cuatro tipos de contagio de enfermedades que entonces se conocía, y daba soluciones para evitarlos, técnicas para controlarlos. Son estos: el contacto inmediato, el próximo, el a distancia, y el oscuro, teniendo en cada uno de ellos algunas enfermedades claves, preocupantes todavía, como la peste, que se incluía en el primero, el inmediato, la lepra, en el a distancia, y el asma, el escorbuto y otros a los que incluia en el “lado oscuro” del contagio porque realmente no sabían como se producía. Es, en definitiva, un libro curioso, entretenido hoy, pero fundamental entonces para enfrentarse a una medicina preventiva de la que era partidario el médico seguntino.  

El otro libro es la “Medicina Patria”, en el que va más allá en esta visión de prevención y enfoque de la enfermedad como un problema de la sociedad más que del individuo. Adelantándose a las “Topografías Médicas” que en el siglo XIX estudiaron pueblo por pueblo, y región por región, los problemas médicos, sanitarios y aún sociales de España, Pérez de Escobar se embarca en un análisis complejo y científico de las enfermedades propias de la nación, de sus características regionales, sociales y, sobre todo, de los elementos con que se cuenta para combatirlas, tanto los medicinales (entre los que aparecen las extrañas sustancias que entonces se usaban, absolutamente empíricas, y muy pocas veces lógicas) como las preventivas.  

Dos años antes de su muerte, en 1788, Pérez de Escobar ve publicado este libro, que subtitula “Medicina Pátria ó Elementos de la Medicina Práctica de Madrid. Puede servir de aparato a la Historia Natural y Médica de España”, y que sale de la imprenta de don Antonio Muñoz, que tenía sus oficinas en la madrileña calle del Carmen. Al principio toma el trabajo de describir España, la región de Madrid, y la villa corte, desde un punto de vista geográfico y climatológico, más bien, enfrentándose a su verdadera tarea de poner en comunicación lo que se ve con lo que se controla de esta manera: Para dar a entender al público los fundamentos de este escrito, se hace forzoso poner delante los consejos de la autoridad de Hipócrates de aere, locis, aquis et incolas: Obra digna de toda Biblioteca, y de que los Medicos jamas la olviden. Viene a ser esto una introducción erudita de lo que luego desarrolla: estudiar el suelo, el aire, las aguas y los espacios habitables como lugares donde surge la enfermedad que afecta al hombre. Realmente es un modo nuevo de contemplar la enfermedad, superando con mucho las ideas que hasta no hacía tanto tiempo remitían a los designios de Dios y al pecado las causas de las enfermedades. Un “giro copernicano” que Pérez de Escobar da en este libro, al mismo tiempo que muchos otros médicos lo están haciendo en el resto de la Europa occidental, donde la razón al fin se impone, en este siglo de las Luces, en este nuevo reinado de la Razón, que es la Ilustración.   

No cabe aquí entrar en los detalles, que además son curiosos y divertidos, de lo que el seguntino doctor analiza y propone. Para ello lo mejor es tomar el libro en las manos, y con parsimonia y atención leerlo. Su autor, el joven doctor Javier Sanz, ha hecho un trabajo exquisito, un análisis preciso y científico, y le ha resultado además una obra entretenida, de las que se leen de un tirón, y dejan un buen regusto de tiempos antiguos, y de admiraciones.  

Apunte bibliográfico  

 El libro de que tratamos   

Lleva por título “El doctor Antonio Pérez de Escobar: su vida y su obra”, su autor es el profesor Javier Sanz Serrulla, está editado por AACHE como número 27 de la Colección “Scripta Academiae”, y tiene 100 páginas acompañadas de varios grabados antiguos, entre ellos las portadas de los libros escritos por Escobar. El libro ofrece una primera parte con la biografía del médico seguntino, basada en documentos, en la que el autor no deja un hueco, y una segunda en que se analizan los dos libros de Pérez de Escobar, comentando lo más curiosos, fundamental y trascendente de ellos. Es un libro más para tener arrimado a los otros, ya cientos, que van constituyendo la “biblioteca seguntina” que la ciudad mitrada ha producido a lo largo de los siglos.

Memoria de las bernardas de Guadalajara

El próximo día 20 de octubre, el Ayuntamiento va a entregarnos una tarde de memorias históricas. Aprovechando esta ocasión en que Guadalajara cumple el 550 aniversario de su nombramiento real como ciudad, y tras haber tenido, días pasados, desde un acto institucional a una cabalgata festiva con memoriales sobre ruedas, o desde un recitar de veraniega noche hasta la edición de un gran libro con la historia y el memorar de la ciudad entera, ahora va a poner en las manos de lectores, estudiosos y público en general un libro de grandes campanillas. Una memoria exacta y sonora de los antiguos conventos de Guadalajara.  

El claustro del Monasterio de San Bernardo de Guadalajara

El claustro del Monasterio de San Bernardo de Guadalajara, antes de su desaparición en 1940.

 

El libro que tituló su autor “Los Conventos Antiguos de Guadalajara”, fue escrito en plena Guerra Civil, por el doctor Francisco Layna Serrano, a la sazón Cronista provincial y de la ciudad, además de académico de la Historia, de Bellas Artes y Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua. No era, como puede colegirse de esa breve lista de títulos, un despistado. Don Francisco Layna dedicó media vida al estudio profundo de los documentos y los elementos patrimoniales de Guadalajara, cuajando en una docena de grandes libros su obra entera, que nos ha servido a todos, y seguirá sirviendo, como manantial seguro de información acerca de nuestra tierra.  

En esa edición de las “Obras Completas de Layna” que acometió hace años la editorial AACHE de Guadalajara, faltaba solamente este voluminoso tomo dedicado a los Conventos Antiguos de la vieja Arriaca. Y como dadas las dificultades en que hoy se encuentran la empresas editoriales, que por más que sacan libros a la palestra, apenas los compra nadie y aún menos los leen, ha sido el Ayuntamiento de Guadalajara el que, a través de su Patronato Municipal de Cultura, ha colaborado en esa edición patrocinándola en buena medida. De tal modo que será el Ayuntamiento quien la presente, en el contexto de sus celebraciones centenarias y estimulantes del conocimiento de la historia de la población.  

En ese interés que nuestro Ayuntamiento muestra por dar a conocer las raíces históricas de la ciudad, está la base de una importante actividad que va más allá de lo cultural, que tiene, creo yo, el peso de la acción formativa y sobre todo guardiana de los saberes y las memorias  de tiempos idos. El hombre, que además de ser “homo sapiens” como especie, es o debe ser “homo historicus” como esencia de su especificidad animal, vive en la historia, en la suya propia, en la de su familia, en la de su comunidad, en la de su pais. Y en la del mundo, por supuesto. Esto se sabe hoy más que nunca, porque el mundo ha encogido, las comunicaciones le han hecho más pequeño y todo lo que en el planeta ocurre, lo sabemos todos al instante. Y todo lo que ha ocurrido, parece más cercano a todos.  

Por eso todo lo que sea estimular el recuerdo y la historia de una ciudad, y que esto lo haga el Ayuntamiento, es de aplaudir. También la Diputación Provincial lo hace, lleva haciéndolo muchos años, siglos ya, porque es su misión, la de promover el estudio histórico de nuestra comunidad provincial. Pero el Ayuntamiento ha estado, sigue estando, en esa senda. A la que nos lleva este libro que pronto veremos, y en el que se suceden las historias de 14 monasterios y conventos, que fueron los que tuvieron vida en Guadalajara desde la más remota Edad Media hasta nuestros días.  

El convento de las bernardas   

Uno de los conventos de los que nada queda en Guadalajara es el que, de fundación medieval, antiguo como pocos, fue ocupado por monjas cistercienses, y estuvo en la orilla derecha del barranco del Alamín, entre unas arboledas, al que podía llegarse cruzando el puente de las Infantas, si bien su acceso más fácil lo tenía por el tejar de la Alaminilla. Hoy es irreconocible su emplazamiento desde que hace ya más de medio siglo lo derribaron por completo, correspondiendo su solar más o menos a lo que hoy ocupa la Escuela de Arte y Diseño y los edificios de la Vaguada.  

De la venerable historia de este enclave cisterciense, poco cabe decir que no sea lamento y añoranza. Es, sin disputa, el de más antigua fundación entre todos los que hubo en la ciudad, pues sabemos que ya a mediados del siglo XIII tenía su primitivo asiento al otro lado del Henares, en la actual carretera de Yunquera. Por darse la circunstancia de haberse incendiado en 1296, se ignora totalmente quién lo fundara y en qué circunstancias tuvieron su asiento las monjas blancas. El hecho cierto es que aquélla su iglesia quedó durante siglos como ermita, con el nombre de la Virgen de Afuera o Santa Agueda, y las religiosas subieron barranco arriba y se asentaron en nuevo lugar gracias a la ayuda de las dos infantas doña Isabel y doña Beatriz, hijas de Sancho IV, que durante muchos años residieron en Guadalajara fomentando su desarrollo.  

El nuevo y definitivo asiento de las bernardas data, pues, del comienzo del siglo XIV, durante el cual recibieron varias donaciones reales y de nobles alcarreños, que aunque no les daban el título de opulentas, sí las permitía una vida hueca de preocupaciones. El hermano de las infantas restauradoras, Fernando IV de Castilla, les concedió en 1328 una fanega de trigo a recibir anualmente en cada iglesia del Arcedianato de Guadalajara. En 1366, doña María de Portugal, mujer de Alfonso XI de Castilla, eximió al rebaño del convento (“las dichas quatroçientas oveías e carneros e cabras de las dichas dueñas”) de pagar las contribuciones a que los demás ganaderos estaban obligados. Y es luego doña Leonor, mujer de Juan I de Castilla, y señora de Guadalajara, la que dona dos cahíces de sal toledanos de las salinas de Atienza para las necesidades del convento. Menudencias por el estilo, y una importante reforma llevada a cabo en el siglo XVI, que ornó el claustro con una doble muestra del Renacimiento alcarreño en zapatas y capiteles, fue todo lo que esta Comunidad obtuvo de la gran familia de los Mendoza, amén de una buena talla en alabastro policromado de la Virgen, y un retablo gótico‑plateresco con santa Apolonia, Agueda y Lucía que les donó el gran Cardenal don Pedro González.  

La iglesia, de una sola nave y escasamente ornamentada, fue construída a comienzos del siglo XVIII. Poco después, al tiempo de la invasión napoleónica, las monjas cistercienses huyeron, encontrando al volver su convento desvalijado. Aquí empezó su cotidiano calvario de estrecheces y amarguras, seguido de una transitoria exclaustracíón en 1821, una desamortización exhaustiva en 1835, una injusta persecución en 1936, y una partida definitiva que aún no ha roto sus ecos en nuestra ciudad. Hoy, cuando el incipiente otoño trae con sus tardes luminosas y azules los tonos amarillentos a los árboles, ya nadie sabe ir hasta las bernardas a darse un paseo.  

Algunos escritores de antaño sí lo hacían, porque era clásico en Guadalajara. Salir a pasear, bajar la carrera, sobrepasar Bejanque, y junto a las tapias de San Francisco llegar hasta la venta de Tetuán, asomarse desde el parapeto enladrillado del puente al hondo foso del arroyo del Alamín, y pasar hasta las bernardas, a oir sus campaniles, a mirar sus torres enveletadas. Lo hacía Felipe Olivier y López-Merlo, quien con su fabulosa memoria nos dio en sus libros anécdotas de las monjas, de las demandaderas, y de los niños que como él, que vivía en las casas con jardín/bosque que daban por Barrionuevo Baja (hoy Ingeniero Mariño) al barranco, se entretenían en aquellos jardines con puentes de madera y fuentes enlucidas que el Ayuntamiento de Miguel Fluiters había construido para su solaz entre las angosturas del arroyo. Y lo hacía Juan Diges Antón, el cronista de la ciudad que hasta tuvo tiempo una de esas tardes calmosas de ponerse a dibujar entre las ramas de los árboles las veletas y las agujas del templo de las bernardas.  

Otras memorias de monjas y artistas  

Layna Serrano, cuya biografía compuso y publicó, con gran acierto, el atencino Tomás Gismera, en 2002, fue un singular personaje que confirmaba con su vida y su quehacer la honda raigambre de su castellanía. Médico, cirujano, historiador, escritor, también viajero, y ocupado siempre, apasionado siempre por la evolución de su tierra natal, la provincia de Guadalajara, estuvo activo como Cronista Provincial, académico correspondiente de la Historia y Bellas Artes, durante 40 años, exactamente desde 1931 en que se preocupa por la venta y expolio del monasterio cisterciense de Ovila, hasta 1971 en que fallece.  

En ese periodo, Layna escribe y publica ocho grandes obras, tan voluminosas como que una de ellas, la “Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI” ocupa cuatro grandes volúmenes de 500 páginas cada uno. Además de estos libros, que vieron la luz entre 1933 (Ovila) y 1955 (Cifuentes), aporta noticias inéditas de monumentos, retablos, artistas, costumbres y conjuntos patrimoniales en diversas revistas especializadas, amén de la publicación, en forma de folletos, de algunas de sus conferencias y estudios que le solicitaron ciertos ayuntamientos, Su presencia en la prensa provincial, fue continua, entre 1941 y 1971, especialmente en los dos periódicos que entonces circulaban, los semanarios “Nueva Alcarria” y “Flores y Abejas”.  

Este que se anuncia para dentro de unos días es el titulado “Los conventos antiguos de Guadalajara”, que Layna escribió, tras acumular documentación en archivos y en los propios monasterios, entre 1937 y 1941, precisamente en los años en que España vivió el drama de su Guerra Civil y las consecuencias inmediatas de la misma. Ello significó una dificultad y un peligro, que Layna con su gran entusiasmo superó sin mayores problemas. Refiere en las páginas de esta obra el hecho de estar los conventos destruidos, quemados, arrasados sus archivos, vacíos de religiosos y religiosas, pero ocupados por familias evacuadas, al tiempo que los archivos generales de la administración, como los de protocolos notariales, Simancas, municipal de Guadalajara, etc, desorganizados y cerrados bajo llaves para resguardarlos del conflicto armado.  

En esas circunstancias escribe Layna esta gran historia de las instituciones monacales arriacenses. Historía 14 conventos, de los que habían llegado vivos hasta sus días 4 de ellos, y de los que hoy, a comienzos del siglo XXI, solamente queda uno vivo, el de las monjas carmelitas de San José.  

Layna realiza el estudio histórico, documental, de estas instituciones, y se apresta a describir y valorar los continentes y sus artísticos edificios, rememorando los desaparecidos y ya hundidos, describiendo los que ve, para los que además espera mejores tiempos. Las órdenes que trata son exactamente ocho, y en concreto las cistercienses, los mercedarios, los dominicos, las jerónimas, y los hermanos de San Juan de Dios, de los que hay un convento de cada una de ellas; más las tres casas de carmelitas, y las cinco de franciscanos y franciscanas, con mucho los más numerosos a lo largo de la historia.  

El análisis que hace el cronista es certero, medido, con un objetivo único, que es el de relatar los sucesos más llamativos de cada instituto, con su fundación, sus protectores, sus más importantes sujetos, sus edificios artísticos, sus agobios y sus acabamientos, pero sin crítica alguna, sin zaherir a nadie, sin hacer burlas de antiguas costumbres. Lo que cuenta es suficiente para que cualquiera pueda sacar sus consecuencias, tras analizar hechos, cuentas, actitudes y decisiones. Layna demuestra aquí más que en ningún otro sitio, su serenidad de historiador que observa, anota, refiere, y nada más.  

Es muy probable que este libro vaya a ser muy bien recibido por ese numerosísimo grupo de entusiastas de Layna que aún existe repartido por España. Por varias razones: por ser el último, el que faltaba; por ser sumamente interesante; y por servir de contrapunto a lo que, tras ver lo que había, se ve lo que hay, o lo que queda. Es como una larga y triste película de cuanto ha pasado en España a lo largo de los siglos.  

De los conventos que trata Layna, algunos han desaparecido físicamente, hasta el punto de ser hoy irreconocible su asiento: así ocurre con este de las bernardas que acabamos de rememorar, pero también los mercedarios, las franciscanas de la plaza de Moreno, los franciscanos de San Antonio y las carmelitas de Arriba. Otros, transformados en parroquias, han mantenido su cuerpo de arte, aunque con pérdidas sonadas: así San Ginés, San Nicolás, Santiago, el Instituto Liceo Caracense, o el Carmen… solo uno queda, que permanece igual que hace cuatro siglos en que doña Ana de Mendoza las fundó, fray Alberto de la Madre de Dios les construyó la iglesia, y generación tras generación han sabido mantener la esencia del mensaje de Santa Teresa de Ávila: el convento de San José, en la calle Ingeniero Mariño, que todos los días, sin faltar ni uno, abre a las ocho y media las puertas de su iglesia, el santuario barroco en el que no estaría nada mal que fuésemos entrando, a verlo unos, a rezar otros, y todos a saber con precisión qué hay y desde cuando lo hay, en esta ciudad que habitamos.