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septiembre, 2010:

Descubriendo las Cendejas

Invito a mis lectores a que vayan mañana a las Cendejas, ese grupo de tres pueblos intimamente hermanados, porque encerrados en un alto valle los tres se contemplan mutuamente, y a los que se suele ir poco, porque siempre pillan a trasmano de cualquier ruta, remotos por desconocidos, pero cerca porque en una mañana se va, se les visita y se vuelve uno, sin mayor problema.  

Son tres lugares de común historia, con patrimonio reducido y sencillo, pero como siempre peculiar y con perspectivas únicas, y espacios por los que el viajero puede deambular cómodamente, a veces en llano, a veces casi trepando, y desde sus atalayas ver el fluir de la mañana otoñal, azul y quieta, con la vida antigua rodando por sus plazas y empinadas callejas.   

Cendejas de la Torre asienta en un cerro que estuvo culminado por un castillo, del que aún quedan restos visibles.

 

 Una historia común  

Son sus nombres Cendejas del Padrastro, Cendejas de Enmedio y Cendejas de la Torre. Se puede empezar a visitarlos desde la carretera que de Jadraque sube a las sierras, hacia Atienza. O llegar a ellas subiendo la cuesta que desde Matillas asciende hacia su alto valle. Sea como sea, empezar por uno y acabar por otro, Cendejas de Enmedio queda siempre a la mitad del recorrido. No falla.  

En las vertientes que dan a un arroyo central que bajará hacia el río Henares finalmente, las Cendejas tuvieron una historia común. Parece ser que en sus términos hubo asentamientos celtíbéricos, y quizás también romanos, pues su primitivo nombre de «Sintilia» así lo sugiere. Hasta “las Cendejas” (sin especificar a cual de ellas, porque las tres se tenían por un lugar único) llegó Ordoño II, a comienzos del siglo X, en un avance reconquistador, según dice el Cronicón de Sampiro. Pero la reconquista definitiva no llegaría hasta fines del XI, cuando Atienza cayó en poder de Alfonso VI. Quedaron las tres en el Común de Atienza pasando luego más tarde al de Jadraque. En 1434 pasó a formar parte, junto con Jadraque y toda su tierra, del señorío que en ella concedió el rey Juan II a su cortesano Gómez Carrillo. A fines del XV pasó al cardenal don Pedro González de Mendoza quien lo incluyó como «condado del Cid» en el mayorazgo de su hijo Rodrigo. De él pasó, con el título de marqués de Cenete, a los duques del Infantado, en cuyo señorío quedó hasta el siglo XIX.  

Tan asilados estaban, que no fueron incluidos en los desmanes y atropellos de guerras como la de Sucesión o la de Independencia. Ni siquiera en la Civil, y eso que el frente anduvo cerca, sufrieron bombardeos y asaltos. Las Cendejas han formado siempre, como se ve, en la falange de los sitios tranquilos, lejanos “del mundanal ruido”. Y hoy siguen así, cuajados de chalets, de casas que se va construyendo la gente porque son el lugar idóneo para retirarse, y pasar desapercibido.  

Su patrimonio esencial  

Cada uno de estos lugares tiene su aquel. Como van gemelos, la tarde que los visité estaban los tres en fiestas. Son las de aquí unas fiestas tranquilas, que se reducen a colgar banderitas de plástico en las que alternan los colores rojo y gualda con los de la Diputación y la Junta. En uno de ellos, en el de La Torre, habían conseguido montar, en la estrecha plaza, un gran hinchable que servía de espacio de saltos para los más pequeños, y una gran piscina, también de estructura hinchable, para los adolescentes, que no hacían más que salir y entrar, porque el calor así lo demandaba. Supongo que al mediodía dirían su Misa y por la noche darían paso al atronador sonido de los bafles pachangueros.  Afortunadamente no me pilló ninguno de esos peligros.  

Cendejas del Padrastro es realmente pequeño y en su caserío ganan en cómputo las casas derruidas sobre las construidas. Está un poco de pena por eso, porque se ve mucha ruina por las calles. Sin embargo, aún da para saludar a las gentes que a la sombra charlan, o en las encrucijadas juegan a las bicis y a los aros con sus hijos. Ya veremos qué pasa en el invierno, pero me imagino que se queda vacío.  

Es este un lugar anejo a Cendejas de Enme­dio, del que está separado tan sólo, como dicen las antiguas crónicas, «por dos tiros de ballesta». Destaca en lo alto, a media ladera, la iglesia parroquial, de origen románico, que nos pre­senta una espadaña de fuerte fábrica de mampostería, con remate triangular y tres vanos para las campanas. La puerta aparece entre dos contrafuertes, y consta de arco semicircular adovelado. El interior, según me dijeron, es de una sola nave, muy sencilla.  

En su término asienta el san­tuario de Nuestra Señora de Valbuena, por el que es más conocida esta Cendejas. Se trata de un edificio grande, obra del siglo XVII, al que se unen una hospedería y otras dependencias para uso de los romeros. El entorno del valle en que se ubica se halla rodeado de hermosas y densas arboledas. Dice la tradición que en aquel paraje, un «buen valle» durante la Edad Media, se apareció la Virgen a un pastorcillo, ordenando que construyeran allí una gran ermita en su honor; otra versión quiere que fueran unos reyes de Castilla los que, perdidos por aquellas espesuras, prometieran elevar un edificio religioso a la Virgen si les ponía en el buen camino hacia Atienza.  

La tradición popular sigue celebrando una gran romería el último domingo de mayo, que se repite también la víspera de la Ascensión. Acuden gentes andando o en vehículos desde muchos pueblos de la comarca, y aún de Guadalajara y Madrid en autobuses. Los pueblos comarcanos hacen la rome­ría a pie, presidido cada grupo por la cruz parroquial respec­tiva. Al llegar a la ermita, se realiza la ceremonia del «saludo» que consiste en que la cruz de los romeros choca sus puntas con la cruz parroquial de Cendejas del Padrastro. Se celebran actos religiosos, y luego comida y bebida en los pra­dos y alamedas circundantes.  

Seguimos viaje a Cendejas de Enmedio. En realidad es bajar al valle, denso de arboledas, y subir la cuesta. Ya estamos en medio de las Cendejas de Enmedio.  

Además de un denso surgir de chalets, plazuelas y fuentes, llegamos a la amplia plaza de la iglesia, que está aislada de todo, y que fue reconstruida a finales del siglo XIX (1888) aunque mantuvo su alta torre de fábrica de digna mampostería, con esquinas de fuerte sillar calizo, y el templo de tapial revocado, con contrafuertes de sillar, y una simple puerta de arco semicircular sobre el muro sur. La torre forma un agradable contrapunto con la fuente que preside una de las dos plazas que la circundan. Aunque cuando uno se pone a mirarla, se da cuenta de que la sobran algunas cosas: muchos cables, muchas farolas, y una amenazante higuera que se la va a comer como un cáncer, por la mitad.  

El más interesante, en mi opinión, de estos tres pueblos, es al que se llega finalmente, siguiendo la propuesta ruta. Cendejas de la Torre asienta en una empinada ladera que tiene en su cima los restos, todavía bastante evidentes, de un viejo castillo medieval. Ascendemos, todavía en coche, hasta la plaza o la confluencia de calles que ejerce de tal. En un rellano aposenta el rollo o picota que se edificó hace unos años, en memoria del que existió hace muchos siglos, proclamando su categoría de villa independiente. Va junto a estas líneas una imagen de este rollo moderno pero tradicional a un tiempo. También en el centro está una ermita grande y antigua, y si se sigue trepando llegaremos, primero, a la Torre del Reloj, que es posiblemente la que da nombre al pueblo. Y que es sin duda el resto de una antigua torre fuerte, quizás albarrana de su castillo primitivo, o quizás esquinera de su amurallamiento. Siguiendo la calle se llega a la iglesia, dedicada a la Asunción de Nuestra Señora, que si bien tuvo un origen románico, como todo en esta zona ya viva y poblada en el siglo XIII, fue reedificada en el siglo XVIII, y muestra su por­tada, algo más antigua, abierta a atrio descubierto, consistente en arco de medio punto, escoltado por sendas pilastras estria­das y adosadas, rematadas en capiteles renacientes y friso.  

Sin dedicar mucho tiempo al examen de las ruinas de lo que fue castillo, porque el calor de la tarde apretaba fuerte, sí que es visible la estructura de la fortificación, que remata un cerro más de 30 metros más alto que la parte más alta de la villa, y que tanto en las fotografías de satélite como a simple vista, incluso en la lontananza cercana desde Cendejas del Padrastro, se le ve como cerro atalayado que, ya en la cercanía, se aprecia está reforzado por murallas de piedra. Este castillo de Cendejas de la Torre no ha sido hasta ahora identificado ni estudiado por autor alguno. Será cuestión de ahondar todavía en sus posibles referencias medievales. “Las Cendejas” tuvieron siempre una común historia y “buena prensa” entre los cronistas medievales. Eran, sin duda, el camino natural para bajar desde la Sierra central y Atienza hacia el valle del Henares, que en Matillas, su salida natural, recibe al Dulce y forman ya el seguro camino hacia Toledo.  

El viajero que haya pasado un largo rato visitando estos tres pueblos se llevará, como se la llevó este cronista, la impresión de estar en un mundo remoto y tranquilo. Y es así, las Cendejas no están lejos (lleva poco más de un cuarto de hora saliendo desde Jadraque por la carretera de Atienza, y cinco minutos subiendo desde Matillas). Da la sensación de que están remotos por su aislamiento, por su soledad en invierno, por la geografía en que se enclavan, de valle alto, y por la sobriedad de sus perfiles. Pero dentro late un corazón sonriente. Estos días del verano lo pude comprobar, y así se han quedado, los tres lugares, metidos en el mío, seguros para siempre.

Evocación de una Guadalajara antigua

En la pasada semana, en el prólogo de las Ferias de Otoño, hubo una tarde cultural y expositiva en la que se pusieron al alcance de los guadalajareños multitud de propuestas artísticas y culturales. Asistimos a las que pudimos, porque apenas daba tiempo a ir de una en otra. Pero sí que estuvimos, de principio a fin, en las tres magníficas exposiciones con que Diputación Provincial y su delegación y servicio de Cultura nos ha obsequiado a los alcarreños. Todas ellas para asombrarse un rato, para aprender, para pasar una parte de la Fiesta entre colores, sonidos e imágenes sorprendentes. Yo recomiendo que nadie se pierda, al menos, estas tres exposiciones del Centro de San José. Y ahora las explico un poco y digo su por qué. 

Guia del Turista en Guadalajara de Juan Diges Antón

Un clásico de la bibliografía de guías: la Guia del Turista en Guadalajara de Juan Diges Antón

 Lluvia de Moleskines 

Cuando me enteré del título de la exposición, me fui al diccionario a ver qué era esto que exponía la Diputación. Ni en el Diccionario de la Real Academia Española, ni en el Diccionario del Español Actual, de Manuel Seco, que son los que más uso, viene esta palabra, Y en el Collins inglés encontré esto: “Piel de topo”. Ahora resulta que una Moleskine es una agenda de mano con esa marca. Bien: estamos en un mundo en el que las marcas mandan, y sustantivizan los objetos. En el Espacio de Arte “Antonio Pérez” del Centro San José se expone “Arte en una Moleskine”. 

Y el asunto es que colgando de sus cuatro paredes, aparecen docenas y docenas de estas moleskines de piel negra en su tapa, y hojas unidas como en acordeón en las que diversos artistas, la mayoría recién salidos de la facultad, exponen secuencias de imágenes. La variedad es tal, que el efecto conjunto es muy agradable, y la visión de cada una de ellas en detalle nos llena de gozo. Arte de siempre sobre una superficie nueva. Ya saben pues, mis lectores, algo que yo ignoraba hace poco. Y desde luego les recomiendo que vayan a verla. 

Instrumentos musicales de la Edad Media 

La segunda exposición, que sirve además para inaugurar un nuevo espacio para la cultura en el San José (se ha transformado en sala de arte el hueco que hace años sirvió de capilla, de minicapilla, al centro) es un espectacular museo que no por minúsculo deja de ser impresionante. Comisariada por José Antonio Alonso Ramos, y con la colaboración de Pepe Rey y el Centro de Artesanía y Diseño de la Diputación de Lugo, se ha abierto  lo que se titula “Los sonidos de Buen Amor”, en lo que podemos ver, y oir, las formas diversas en que los hombres del Medievo hacían e interpretaban música. 

En paneles muy precisos, y sobre vitrinas preparadas al efecto, se enseñan instrumentos de todo tipo (la típica zanfona, el rabel, el pito, los panderos, crótalos y cencerros, la vihuela y los laudes…), y se ilustran en su uso sobre imágenes del arte medieval, especialmente en el Pórtico de la Gloria de Santiago, y también sobre otros elementos poco conocidos, pero muy elocuentes, del románico provincial: la trompa románica del brazo sur del crucero de la catedral de Sigüenza, y la viga policromada del coro de la iglesia de Valdeavellano. En ellos se ven personajes, del siglo XIII, cantando, bailando, haciendo juglarías y tocando instrumentos. La poesía del Arcipreste de Hita sirve, en otro panel, de acompañante certero describiendo nombres, explicando funciones. Bueno, una exposición para estarse un buen rato mirando, y aprendiendo. 

Una vieja guía que sigue viva  

La “del Turista en Guadalajara” que escribió Juan Diges Antón hace casi un siglo (de 1914 es exactamente) y que Diputación regala a los visitantes de la tercera de estas exposiciones ejemplares: “Las guías de Turismo y viajes de Guadalajara” han sido estudiadas a conciencia por José Félix Martos Causapé y José Antonio Ruiz Rojo, autores del texto del catálogo que es más bien libro, y muy documentado, que se entrega al visitante. La comisaria, que ha conseguido dejar la exposición hecha una joya, ha sido en este caso Paloma Rodríguez Panizo. 

¿El tema? Casi inmaterial, pero muy sustancioso. Se trata de la colección que entre los autores y la Biblioteca de Investigadores de Guadalajara se ha conseguido unir a base de guías impresas, mapas, álbumes de fotos, fichas, folletos, postales y un largo etcétera de elementos que fueron los pioneros en la tarea de dar a conocer la provincia de Guadalajara a los viajeros que desde mediado el siglo XIX empezaron a tomársela en serio, y querer venir a visitarla. 

En el denso catálogo se ofrecen mil imágenes de esas guías, y los autores nos proporcionan los datos pormenorizados de sus autores, intenciones, imprentas y hasta sus precios y tiradas. 

Además, y como según dice el refrán “la mejor muestra es un botón” nos entregan reproducida en facsímil la “Guía del Turista en Guadalajara” que escribió el que fuera por entonces Cronista de la Ciudad, Juan Diges Antón, y vio publicada en 1914 gracias a la iniciativa de la Junta Provincial del Turismo, dependiente de la Diputación Provincial a los efectos de dar a conocer la tierra alcarreña. Los autores del catálogo, ponen una introducción a esta guía con los datos biográficos del prolífico cronista Diges. 

Y luego el lector entra de lleno en esa Guadalajara apasionante y casi ya desaparecida que era nuestra ciudad en 1914. ¡Qué diferencia de aquel entonces con el hoy bullicioso y festivo de esta tarde! Pero también, hay que decirlo, ¡cuantas cosas que entonces existían han ya desaparecido! Quién dijo que cualquier tiempo pasado fue ¿mejor? Uno se llena de dudas al ver lo que entonces tenía la ciudad y al compararlo con lo que hoy ofrece. De una parte, entonces muchos edificios que hoy solo aparecen en esta guía. De otra, los parques, la avenidas y los edificios extraordinarios que le han ido surgiendo a Guadalajara en este siglo, y especialmente en la última década. 

Con la Guía de Diges en la mano uno debe darse una vuelta, (literalmente, desde el Infantado hasta Santo Domingo) y andar descubriendo “cosas que fueron”. Verá así cómo el convento de Santa Clara acababa de ser comprado por el conde de Romanones para poner un Hotel, dejando la iglesia de las clarisas como parroquia de Santiago. Hoy el edificio negro y marmóreo de una Caja de Ahorros ocupa aquel lugar histórico. 

Verá así que el convento de las monjas bernardas desapareció como tocado por la varita de un prestidigitador, y de él solo queda ese dibujo que el propio Diges hizo y a estas líneas acompaña. 

Verá así cómo era el palacio de los Davalos, por dentro y por fuera, y si quiere lo podrá comparar con la evolución que ha sufrido convirtiéndose en Biblioteca Pública Provincial, cuajada de vida, y recuperada de escudos y artesonados que entonces estaban cayéndose. 

Verá así las tumbas de los condes de Tendilla y del Adelantado de Cazorla y su mujer en el presbiterio y crucero de la iglesia de San Ginés, que Diges vió enteros y hoy solo podemos contemplar sus muñones tras el fogonazo al que fueron sometidos en julio de 1936. 

Verá así el sepulcro de Azagra en la iglesia de San Esteban, de la que solo queda el nombre de la plaza, y él al menos aporta un curioso dibujo que tampoco me resisto a copiar junto a estas líneas. 

Verá la capilla de Luis de Lucena, en un ámbito urbano mimado y con una restauración de muros y pinturas que la dejan hecha una joya del Renacimiento, frente a la ruina en que entonces estaba y que gracias al Conde de Romanones, ministro por entonces de la “cosa cultural” fue declarada Monumento Nacional el 7 de abril del 14 y así se salvó de ser demolida, como querían hacer sus dueños. 

Verá el solar de la gran Academia de Ingenieros Militares, que nueve años después de escribir este libro ardió hasta las raíces y se esfumó para siempre. 

Verá también que el palacio del Infantado, en este siglo, ha sufrido retoques y reformas pero, sobre todo, el bombardeo de la Aviación del ejército de Franco, que lo incendió y destruyó casi al completo, desapareciendo para siempre los artesonados que todos, antes, incluido por supuesto Diges Antón, reputaban por ser los mejores de España. 

Verá escenas, dibujadas por el propio autor, de la vida sencilla de entonces en Guadalajara, con esa fuente y lavadero de Santa Ana, que estaba en la confluencia de calles más concurrida del Amparo, o ese “Paisaje visto desde la puerta de Bejanque” en el que un burro anda comiendo las hierbas de una valla del barrio de Budierca. 

Y verá, aún, y sin embargo, un monumento que Diges no menciona, porque entonces estaba ya tapado por las casas circundantes, pero que hoy está vivo y resplandece: la antigua (o su fragmento arqueado) puerta de Bejanque real y descrita. 

Será un paseo entretenido, contemplando nuevas caras de la ciudad, recordando otras viejas que desaparecieron. En definitiva, esta “Guía del Turista en Guadalajara” que como regalo de Ferias nos ha entregado el Servicio de Cultura de la Diputación Provincial, y esa tercera exposición en la que se acoge, serán rutas obligadas por las que pasar estos días, haciendo un requiebro a la Batukada, a la Dulzainada y a los Gigantes y Cabezudos, pero con esa intención, tranquila y llena de gusto por lo nuestro, con que el paseante de Guadalajara va descubriendo huellas, y alegrándose de ver cómo aún muchas resplandecen.

En el Tajo con los gancheros

El pasado sábado se cumplió, un año más, el rito de los gancheros. Una fiesta cuajada que este año en Peñalén ha tenido sede anfitriona, en el más espectacular de los escenarios. Mucha gente, demasiada para el lugar donde se hizo, y sobre todo para cumplir las previsiones de traslado en autobuses desde el pueblo a la orilla del río, pero bien dispuesta toda: la memoria de los gancheros volvió a recuperarse, y sonaron sus voces entre las gargantas del río, llevando mansos los rebaños de madera.   

Gancheros en el Alto Tajo

Los Gancheros del Alto Tajo, en la demostración que se hizo en Septiembre de 2010, en Peñalén

 

 Desde hace años, la Asociación de Municipios Gancheros del Alto Tajo (Poveda, Peñalén, Peralejos, Taravilla y Zaorejas) organiza un encuentro, a finales del verano, sobre las aguas del Tajo, para memorar las tareas de los hombres que antaño se dedicaban a llevar sobre el río las maderadas, los grandes conjuntos de árboles cortados, y que había que transportar hasta los llanos de Aranjuez, donde se comercializaban.   

Esa tarea, ardua y peleada, de días, semanas y meses viviendo al aire libre, en las orillas, metidos en el agua, docenas y docenas de hombres, ha dado lugar a leyendas, literatura y un gran cariño hacia ese pasado, que así se rememora, en forma de “Fiesta de los Gancheros” que acaba de recibir el reconocimiento por el Gobierno Regional de Fiesta de Interés Turístico Regional.   

El sábado pasado, 4 de septiembre, le correspondió organizarla a Peñalén, echando “la casa por la ventana” como suele decirse, poniendo su Ayuntamiento y sus habitantes todos la mayor ilusión en que saliera bien. Durante toda la jornada, ell sano espíritu de la fiesta y las ganas de pasarlo bien superaron cualquier problema. Comida en el pueblo a mediodía y actuaciones y actividades festivas por la tarde. Todo un éxito.   

Memoria de los gancheros   

Una de las tradiciones más queridas de Peñalén, desde los remotos tiempos de la Encomienda, es la tarea realizada por los gancheros del Alto Tajo, los hombres que conducían los troncos de los árboles cortados en las altas sierras, sobre las aguas del río, hacia los tramos bajos del mismo, fundamentalmente hasta Aranjuez.   

El transporte de la madera, a lo largo de muchos kilómetros, supuso desde siempre un gran problema, dadas las dimensiones y peso de esos materiales, aprovechando las corrientes fluviales como caminos para ese transporte. Se hizo en el Pirineo, en Europa, y por supuesto en el Duero y el Tajo, los grandes ríos transversales de Iberia. Se denominaba “la maderada” al trabajo que consistía en transportar la madera a través del río desde los bosques, donde los árboles eran cortados, hasta la zona en que ésta sería transformada. En ese camino a lo largo de decenas, de cientos kilómetros se hacía imprescindible la valiente y diestra mano de obra de un oficio arriesgado y poco conocido: el oficio de ganchero.   

A la dureza que ya de por sí entrañaba la tarea del ganchero, hay que añadir la dificultad que implicaba realizar dicha labor en el Alto Tajo. Especialmente por la peculiaridad de las corrientes de esta comarca, pues son ríos con un caudal irregular y muchos cambios de nivel por lo que no son buenos para el transporte de las maderadas. Además, los ríos de la cuenca alta del Tajo son caudalosos en cortos periodos de tiempo, generalmente coincidiendo con las lluvias de la primavera y la bajada de las aguas del deshielo proceden­te de las montañas.   

El trabajo del ganchero que suponía una demostración de equili­brio, riesgo y esfuerzo, consistía en principio en transportar los árboles cortados y descortezados hasta los embarcaderos junto al río. Se hacía esto en carros y tiros de bueyes o mulas. Tras pasar una temporada amontonados para que desprendieran sus jugos y resinas, y así poder flotar con más facilidad, se les dejaba resbalar hasta el agua del río y una vez allí empezaba la gran tarea del ganchero: la de domeñar el conjunto de maderos y conducirlos aguas abajo. Los gancheros recibían este nombre de su única herramienta, especial­mente diseñada para su actividad: una larga pértiga de dos o tres metros generalmente de madera de avellano, con punta de lanza y un saliente cur­vo, como una garra de hierro acerado. Pero lo fundamental para ser ganche­ro, además de una gran pericia en el manejo del gancho era el arrojo y el sentido del equilibrio.   

La maderada comprendía diversas tareas sucesivas: el apeo era la inicial, que consiste en la corta que se efectúa con hacha, a raíz de ser arrancado del árbol, aunque más tarde se introdujo la modalidad de corta con sierra; el descorteza­do se hacía en la primavera, para no perjudicar la albura o madera exterior, y  finalmente la saca que consistía en el arrastre a sangre, con animales, e incluso a hombros. Finalmente el transporte a los embarcaderos se efectuaba en carros y tiros de bueyes o mulas.   

El paso de la maderada por los pueblos junto al río congregaba a numerosos curiosos que desde los pretiles de los puentes asistían al pintoresco espectáculo. Los protagonistas principales, los gancheros, no eran ajenos a la expectación que suscitaban y exhibían con orgullo su pericia. La panorámica que ofrecían era impresionante: la multitud de operarios ‑gancheros, mayorales, mozos de mulas y peones ­siempre en movimiento, clavando unos los ganchos, reuniendo las piezas otros, éstos guiando las mulas, aquellos componiendo caminos y trabajando todos desde la salida del sol hasta el crepúsculo, daban al cuadro vida y animación inusitadas, creando en conjunto una coreografía realmente espectacular. Por fuera del río, por los caminos y trochas anejas, iban los miembros de la intendencia, la «tienda» que llamaban, con las viandas, alimentos, cocinas, trajes, zapatos y todo lo que los gancheros necesitaban reponer o cambiar por las noches, quedando siempre a dormir al raso, junto al río.   

Páginas literarias en torno a los gancheros   

Algunos escritores nos dan noticias sobre la forma en que se efectuaba este singular trabajo. José Torres Mena, abogado y diputado, decía en 1878 que «para las conducciones por el Tajo, los principales embarcaderos estaban en la dehesa de Belvalle en el término de Beteta (cerca del puente del Martinete) y en otro paraje del término de Peralejos de las Truchas junto al molino (antiguo aserradero) y la época ordinaria de los embarques es a finales de marzo. A las tres leguas de curso se tropieza con el primer paso difícil, en el sitio llamado la Herrería del dicho Peralejos, donde después de las precauciones necesarias se consigue salvarlo con retraso de tres a cuatro días, para tropezar enseguida, tres leguas más bajo, con el verdadero peligro en el Salto de Poveda. Después de diez, doce o más días de afanes en este punto, se construye un canal de gran pendiente de dieciséis a veinte varas de largo, con el sacrificio a veces de algún operario. Con dificultades, aún cuando no de tanta monta, se tropieza sucesivamente con las llamadas ruderas, lechos muy pedregosos de San Pedro, Garabatea y Pelayo, en el puente llamado de Tagüenza y en la presa de Armallones, hasta llegar al sitio de la Tornillera, en el término de Ocentejo».   

Navarro Reverter, en su libro «La madera del Turia» publicado en 1869, describe a los gancheros de esta manera: «Rudo hijo de la serranía de Cuenca, del Alto Tajo [ … ] es por punto general el ganchero fuerte, robusto, bronceado, enjuto y tan insensible como la materia que su gancho guía. Parco hasta el exceso en el vestir, parece que solo lleva sus anchos calzones para burlarse de las inclemencias del invierno. Ocúpase en las faenas del campo mientras llega la época de la maderada, y cambia entonces la reja del arado por una percha diestramente manejada. Sobrio en la comida como parco en el estilo, apenas gasta el contratista dos reales diarios por su frugal manutención. Semejante a las aves emigratorias, aparece una vez cada año en las orillas del río, retirándose después con el escaso fruto de sus ahorros a vegetar en el patrio suelo. Tal es, -a grandes rasgos trazada- la breve monografía de ese valeroso soldado forestal, que por la mísera cantidad de veinte cuartos diarios emprende durante los hielos invernales una vida nómada, casi salvaje, y tiene para descansar de su incesante trabajo la cama en el duro suelo, a la intemperie, entre nieves y lobos, y gracias si las leñas de las riberas del río pueden dar alguna vez calor a sus ateridos miembros, pueden secar sus húmedos vestidos».   

El escritor que más ha contribuido a mantener viva la memoria y el esfuerzo de los gancheros del Alto Tajo ha sido José Luis Sampedro, en su libro «El río que nos lleva» publicado en 1961. Él nos dice que inició su interés por estos hombres cuando vio por primera vez el espectáculo de los gancheros siendo niño y viendo «entarimado» el río Tajo junto a los jardines del Palacio Real de Aranjuez, donde acostumbraba a bañarse con sus amigos. Pero lo que más le sorprendió de la llegada de la maderada fueron los hombres que la conducían, que se movían con toda naturalidad sobre la superficie del agua. Trató con ellos, los definió como «naturaleza en estado puro» y les identificó como «los seres humanos más íntegros que jamás ha conocido». Años después, ya jubilados los gancheros y olvidadas las maderadas, Sampedro decidió escribir una novela protagonizada por aquellos «pastores del bosque flotante» que bajaban de la sierra en pleno invierno guiando los troncos. «Compré todos los mapas a escala 1: 50.000 de la zona recorrida por el Tajo, los calqué en papel vegetal y los enganché unos con otros. El resultado fueron 18 metros y pico de mapa. Algo así como un papiro inmenso, que llevaba enrollado en mi mochila cuando recorrí las tierras del Alto Tajo. Fue de este modo, mochila en ristre y siempre con mis mapas a cuestas, que pasé varios veranos por aquella zona, hablando con la gente, percibiendo con mis propios ojos aquel paisaje».    

José Luis Sampedro llegó a asimilar por completo aquel paisaje y el carácter generoso y noble de los serranos. Encontró los ecos de la memoria de los gancheros, unos hombres rudos, abiertos, producto de la España de las primeras décadas del siglo XX y lo plasmó en una novela que habla de hombres rotos, de la vida, de la dignidad humana. Ambientada en el primer año después de la Guerra Civil, José Luis Sampedro describe con su prosa precisa un sorprendente y desconocido escenario: «El Alto Tajo no es una suave corriente entre colinas, sino un río bravo que se ha labrado a la fuerza un desfiladero en la roca viva de la alta meseta. Y todavía corre infatigable la dura peña saltando en cascada de un escalón a otro ( … ). Sí, el esfuerzo del río continúa: lo demuestra el aspecto caótico de obra a medio hacer, con los desplomes de tierra al pie de los acantilados, las enormes peñas rodadas desde lo alto hasta en medio del cauce, la rabia de las aguas y su espumajeo constante. El río bravo sigue adelante, prefiriendo la soledad entre sus tremendos murallones, aislado de la altiplanicie cultivada y de sus gentes, para que nadie venga a dominarle con puentes o presas, con utilidades o aprovechamientos. ( … ) Apenas los pastores y los trajinantes se le acercan por necesidad. Sólo los gancheros se atreven a convivir con él, y aun así parece encabritarse para sacudirse los palos de sus lomos y enfurecerse más aún contra los pastores del bosque flotante…». Esta novela de «El río que nos lleva» fue llevada al cine ‑rodada en los mismos escenarios del Alto Tajo- por Antonio del Real en 1988.   

En el Parque Natural del Alto Tajo, entre Cuenca y Guadalajara, cuidado y visitado a diario por miles de viajeros, es el escenario perfecto para revivir aquellas andanzas y aquella profesión de fuerza y valentía. De esta forma tan original y cargada de fuerza hemos podido convivir con la naturaleza y asombrarnos del valor y la destreza de aquellos hombres que, en épocas más atrasadas, sacaban de los pinares su mejor materia para malvivir en el río que nos lleva. Los protagonistas de esta jornada, los jóvenes y menos jóvenes (también hubo escuela infantil de gancheros, para ir aprendiendo técnicas) de Peñalén que colaboraron con entusiasmo, merecen nuestro aplauso. Que se repita!

Cañamares arriba

El viajero ha matado la tarde dándose un garbeo por el valle del Cañamares. Se ha arriesgado mucho, porque la tarde, de verano, estaba congestionada de luz, y sobre todo de calor, y algunas solanas costaba atravesarlas a cabeza descubierta. Pero la naturaleza, el mundo, ese valle solitario y perfecto del río Cañamares, entre Castilblanco y Pinilla, estaba hermoso, verde, con vida. Y en sus pueblos se veían las cosas de siempre, brillantes de sol, y con algunos valientes que se las explicaron.   

Iglesia parroquial de Castilblanco de Henares

 

Castilblanco de Henares  

Desde Jadraque, tomando la dirección de Soria, y nada más atravesar el río Henares junto a un gran molino que se ha ido cayendo, poco a poco, y hoy es un montón de ruinas, el viajero toma la carretera de la izquierda, y enseguida ve unas aguas oscuras que musguean y suenan. Son las del Henares, que aún va cargado. Fue mucha la nieve que cayó en el invierno por las alturas.  

Y el río Cañamares, que le entra por la derecha, justo bajo el puente de entrada al pueblo, también aporta su caudal, el que trae desde los altos pedregales del Santo Alto Rey.  

A Castilblanco de Henares, que es de los pocos pueblos de Guadalajara a los que bañan dos ríos importantes, se entra por una calle estrecha y se llega a la plaza, donde se alza el frontón y se ven mostradores de alguna reciente fiesta patronal. Por la calle ni un alma. Ni un perro. Solo suenan las televisiones detrás de las persianas. Y se adivinan a sus habitantes dormitando en un sillón, delante del televisor que repite una vez más que quien corre se estrella.  

El viajero sube a la colina donde se alza la iglesia parroquial. Es antigua, por supuesto, medieval en su origen, y así se explica su estructura alargada, con gran espadaña triangular a los pies, en esta tarde bien iluminada y colorida, y su ábside semicircular a la cabecera. En el medio de su muro sur, se abre la puerta (es un decir, porque la puerta de la iglesia de Castilblanco, como las de todos los demás pueblos, está cerrada con llave) que es de arco semicircular, con capiteles simples, arquivoltas limpias y un aire innegable de románico rural de los más simple.  

La galería o atrio que la precede, y que la protege del sol y la lluvia, es sin embargo algo más moderna. Calculo que del siglo XVI, porque tiene unos capiteles que son remedo de palacios renacentistas, aunque medio rotos y apedreados por los tiempos. Del interior, imposible decir nada. Está cerrado y a nadie encuentra el viajero a quien pedir las llaves. Le queda, eso sí, el recuerdo de ese valle (que es Henares ya, arbolado y rumoroso) en el que las montañas vigilan y el aire duerme.  

Medranda  

Buscaba el viajero, en este segundo pueblo del valle, a su alcalde, Luis Fernandez Cárcamo, y al cronista local, José Ignacio Rodríguez Castillo, que son buenos amigos (del viajero, por supuesto, y entre sí, como Dios manda) pero no estaban: el uno de vacaciones, aprovechando la dormida quietud de la administración en estas épocas, y el otro en trance más doloroso, en un hospital, junto a un familiar sufriente.  

Pero la visita no ha quedado sin recompensa, porque el viajero se ha admirado de cómo ha crecido, y sobre todo de cómo ha mejorado Medranda en estos últimos años. Porque ese “Parque Río Cañamares” que ha construido al extremo de la villa, es espectacular y agradable, una verdadera joya en el que, si no hiciera tanto calor, cualquiera se hubiera quedado a leer y pensar, junto al río, varias horas.  

La plaza mayor está de dulce, limpia y perfecta, con la vieja fuente de las cabezas remodelada y manando agua, que es lo importante. Me gustaba más antes, en tiempos viejos, cuando allí se apeaban los arrieros mientras las mulas bebían. Zumbaban los tábanos y olía a miel, y a romero, también a estiércol, pero es que los olores para ser verdaderos, y fuertes, tienen que venir del mundo, de sus seres.  

La ermita de la Soledad, junto al viejo cementerio, a la entrada del pueblo, está también perfecta: arreglada, limpia, saludable. Con su piedra antigua blanqueada, sus maderas nobles y la vista delante, del río y los campos de girasol que te van mirando. Subo y bajo por las calles, sin demasiado esfuerzo, porque el pueblo es llano, y veo al otro lado del río el viejo molino, que quieren hacer lugar de encuentro de jóvenes y menos jóvenes.  

La iglesia de Medranda es muy simple, apenas una atrio de gruesos pilares que sostienen unos arcos semicirculares, todo enfoscado, y la espadaña a poniente, altísima y espigada, triangular en su remate. Lo bueno está en el interior, donde hay un altar mayor que ofrece, muy oscuras y pidiendo una restauración cuidadosa, unos lienzos que recuerdan con fuerza a Doménico Theotokópulos, El Greco, que vete tú a saber por qué, de su mano vinieron hasta el humilde valle del Cañamares algunas de sus pinturas. Esto lo sé de otras veces, porque tampoco aquí hubo forma, la otra tarde, de hacerse con la llave.  

Pinilla de Jadraque  

Sigue la carretera junto al río, ascendiendo con suavidad. Al otro lado de las olmedas, se alzan los cerros blancos, cubiertos a trechos de quejigares. Al río Cañamares le pasa un poco como al Henares, y en general a todos los que vienen desde la Sierra Central a dar en el Tajo: que sus bases de valle se inclinan a levante, y dejan en su orilla izquierda escarpaduras y cortados de tierra, que se van deshaciendo lentamente, con el paso de los siglos.  

Está todo lleno de girasol, se ve que el aceite que da esta planta se saca fácil y compensa su cultivo. Tampoco necesita mucho riego, así es que el paisaje se deja querer y es todo verde, contrastado solo con el azul intenso del cielo, y el blanquecino lomo del horizonte por el oriente.  

Al fin llega el viajero a Pinilla de Jadraque, donde se encuentra con una plaza atiborrada de coches, aunque prácticamente sin alma alguna: se ve que hubo fiesta anoche, y aunque es media tarde están todos aún durmiendo, preparándose para otra noche de posible fresco con música. Deja atrás la plaza, que ya conoce y en la que hay, como en tantas otras, una vieja fuente y un remozado Ayuntamiento. Ahora le han colocado un enorme cartel, de madera y protegido con plástico, en el que la empresa EMADE, de Toledo, ha puesto como en tantos otros pueblos de la Alcarria las noticias sobre Pinilla que ha ido sacando de aquí y de allá, generalmente tomadas de los libros que otros han escrito previamente con cierto esfuerzo.  

El viajero tiene un objetivo claro en Pinilla, y es visitar su iglesia parroquial, una joya de la arquitectura románica, que ha sido, una vez más, restaurada, acicalada, protegida y puesta en valor de forma absoluta. Aún quedan sueltos algunos trabajos de acondicionamiento exterior, pero ya está visible, y asombrosamente hermosa.  

Respira oros por sus poros. Parece piedra sacada de un taller de orífice. Quizás sea que la tarde de verano le inyecta luz y así resplandece. El viajero sube y baja, la mira, se acuerda de otras veces que ha estado allí, y la compara. Ahora está mejor, más limpia, más perenne. Le hace fotografías, y luego la estudia. El edificio consta de una sola nave, con presbiterio cuadrado y sacristía adosada al sur. En ese interior, que siempre está en la semipenumbra de los edificios típicamente medievales, y en los que solo la luz de los ojos puede con la tiniebla de los siglos, destaca el arco triunfal que da paso desde la nave a la capilla mayor, y que se apoya, perfectamente semicircular, en sendos capiteles de muy perfecta talla y conservación: en el uno hay palmetas, en el otro piñas entrelazadas. Esto lo sabe el viajero porque él mismo lo vio en ocasión anterior. Ahora está cerrada la iglesia.  

De su exterior lo que más llama la atención es la gigantesca espadaña que corona el muro de poniente: es de cuatro vanos, muy pesada, toda ella de sillar calizo. Solamente otro templo románico hay en la provincia de Guadalajara con una espadaña de similares características: la de Hontoba en la Alcarria.  

Apoyando en los muros del sur y poniente, aparece la estructura del atrio o galería porticada, heredero en este caso de las construcciones románicas que en las provincias de Soria y Segovia adornan tantas iglesias rurales. Es la pieza más hermosa y meritoria de este templo, que por sí sola justifica un viaje y una detenida contemplación. En el centro del costado meridional se abre la puerta de ingreso, consistente en un estrecho arco de medio punto apoyado en columnas pareadas que rematan en bellos capiteles de decoración geométrica y vegetal estilizada. De su ábaco surge una corrida imposta muy simple que se prolonga sobre el muro esquinero. El resto del ala sur del atrio se compone de ocho arcos, cuatro a cada lado de la puerta, también de medio punto, que apoyan sobre columnas pareadas y presentan magníficos capiteles de estilizada decoración foliácea. Estos arcos descansan sobre un podio o basamento.  

En el ala de poniente del atrio se abren tres arcos más, también estrechos y apoyando sobre columnas pareadas, y sobre unos capiteles especialmente interesantes, pues muestran sus caras ocupadas por una abundante colección de temas iconográficos que posibilitan al viajero la ocasión de enzarzarse en evocaciones medievales, mitológicas y legendarias sin fin: como si del claustro de una poderosa catedral se tratase, en esos capiteles del ala de poniente de Pinilla surgen figuras arquetípicas como la mujer que sostiene peces en sus manos, los sirénidos coronados, los tres sabios de Oriente leyendo en filacterias, y por supuesto algunas imágenes de la religión cristiana, como la Crucifixión de Cristo, su Bautismo, y la presentación alegórica máxima de la Gloria del Hijo de Dios, que en su mandorla avellanada aparece majestuoso rodeado de los cuatro símbolos de los evangelistas.  

En el interior del atrio, aparece la puerta de entrada a la iglesia, que muestra también muy hermosas características. Tiene todos los caracteres propios del estilo: arcos semicirculares, baquetones múltiples, decoración de hojas, de puntas de diamante, etc.  Y, para terminar, señalar que distribuidas por los sillares de la parte más visible del templo, multitud de marcas de cantería nos hacen evocar a los seres humanos, a los constructores esforzados e ilusionados que levantaron este edificio.  

Desde el atrio de Pinilla se divisa a los pies, más allá de los tejados, la verde sonoridad del río, del Cañamares. Delante del atrio han puesto una piedra en la que aparece tallado el nombre de un italiano. Me dicen que es de un militar de los que vinieron, en el 37, a ayudar a Franco y lo único que hicieron fue llevarse tortas. En todo caso, el viajero que anda en este punto atosigado y sediento, renuncia a seguir lo que en otro caso de menos calor hubiera hecho: y lo recomienda a sus lectores. Que es seguir aún Cañamares arriba, desde Pinilla, por un camino de tierra que lleva, tras pocos kilómetros de andanza fácil,hasta las ruinas del viejo monasterio cisterciense de San Salvador. Allí está, entre arboledas y encinas, cuajado de silencio y abandono, cada vez más desmochado, más expoliado, más olvidado de todos. Es ese colofón, un poco triste, con el que el viajero debe completar su viaje, que por el Cañamares ha tenido, al menos, la cualidad de llevarse algunas gratas sorpresas.