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febrero, 2010:

Ruta de los Castillos molineses

En nuestro intento de hacer del Señorío de Molina un destino firme, seguro, cierto, para los viajeros que con la próxima primavera piensan salir a ver nuestra provincia, ahora ofrezco una nueva ruta, de las varias que he trazado para darle vida a los caminos molineses.

Para el amante de las huellas históricas, han de ser los castillos molineses los que se ofrezcan como objetivo de esta imaginaria y posible ruta de los castillos molineses.

Antes de entrar en el Señorío propiamente dicho, se pueden visitar los castillos que formaron en su frontera, en la Edad Media: el castillo de San Juan, en el actual pueblo de La Torresaviñán, y el castillo de Almalaf que dominaba un  breve valle que por Hortezuela de Océn da al Tajuña. También en  esos extremos hubo una torre en Luzón, que hoy solo muestra  derrumbados muros, y la fortaleza de Codes, puesta como todo el  pueblo sobre un oteruelo rocoso, desde el que se domina un valle que daba acceso a Aragón y permitía la comunicación entre el Señorío y el Común de Medinaceli. Fronterizo con Aragón estuvo el castillo de Villel de Mesa, al que podemos llegar desde Maranchón y Codes, bajando por Iruecha (en Soria) hacia el hondo valle del río Mesa.

Sesma del Sabinar

Todavía en la frontera con el Común castellano de  Medinaceli, se alzaron torreones ya a medio derruir en Turmiel y en Chilluentes (hoy despoblado en término de Concha / Tartanedo). El castillo de Establés es el que ha quedado más entero, y por dónde podemos iniciar la auténtica “Ruta de los Castillos molineses”. No fue este un edificio que mantuviera  historia singular, aunque sí en cierto modo tremebunda, pues si en un principio el lugar formó parte del Señorío de Molina, y  estuvo gobernado por sus señores y su Fuero, en el siglo XV pasó a pertenecer a los duques de Medinaceli. Estos, en la primera  mitad de la referida centuria, mandaron un capitán de su confian­za que tuvo por misión levantar una fortaleza en el pueblo. Este  emisario, llamado Gabriel de Ureña, cometió toda clase de trope­lías con las gentes comarcanas para edificar el castillo de  Establés. Desde el siglo XVI este castillo perteneció de nuevo al Señorío molinés. Es edificio que presenta algunos detalles curiosos. Es de planta regular, cuadrada, de fuerte mampostería recubierta y formada de sillarejos. Sobre tres de sus esquinas aparecen robustos cubos, y en la esquina del suroeste se alza, cuadrada y enorme, la torre del homenaje; poseyó un foso en su torno, ya cegado, y no llegó a tener barba­cana exterior, pues desde un primer momento las casas del pueblo estuvieron muy cercanas a él. Hoy ha sido levemente reconstruido.

Sesma del Campo

En la frontera con Aragón, el castillo de Fuentelsaz vigiló un estrecho paso desde su atalaya rocosa. Se mantuvo entero hasta el siglo xix, en que sirvió de escenario para las  guerras carlistas. Hoy muestra un torreón medio erguido y muros a medio caer. Toda una teoría de la ruina.

Y siguiendo en la misma frontera aragonesa, en la sesma del Campo, el castillo de Embid muestra su recia y feliz estampa restaurada para el que desde Molina se acerca. De su maltrecha torre quedan los altos muros partidos, ahora rellenos en su antiguos huecos por el firme cemento reconfortante, y de su recinto perviven cortinas y cilíndricos cubos en esquinas y al centro, rematado todo ello con bien conservadas almenas. Se sitúa sobre un cerrete de rocas y arenisca que le ponen como en un pedestal. Tuvo este castillo una misión fronteriza durante varios siglos. Perteneció al caballero viejo don Juan Ruiz de Molina, y en su familia, luego nombrados marqueses de Embid, siguió durante siglos.

Aún más a oriente, en La Yunta (que quizás utilice este nombre en recuerdo de ser ése el lugar donde se «juntan» los reinos de Castilla y  Aragón) hay todavía fuerte castillo: fue desde la Edad Media  posesión de la Orden de San Juan, y, aunque estaba incluido en el marco territorial del Señorío, nada tenían que ver en él sus  señores, condes primero de la casa de Lara y luego los reyes de  Castilla; el maestre de la Orden de San Juan era el único digna­tario que sobre La Yunta tenía poder, delegado en algún comendador allí destacado. Este militar instituto levantó en el centro del  pueblo un gran torreón, de fortísimos muros y escasos vanos, donde poder refugiarse en caso de ataque. Su puerta, elevada en  notable altura, sólo permitía el acceso mediante escaleras de mano. Sobre ella, escudo de la orden sanjuanista.

El corazón del Señorío

Proseguirá el viajero su Ruta Castillera por Zafra, la más espléndida fortaleza molinesa. Es el de Zafra uno de los castillos más importantes de todo el Señorío, y de los que más interesante historia guarda entre sus muros. Se encuentra en término de Campillo de Dueñas, aun cuando la mejor forma de llegar a él es desde Hombrados, a través de caminos, sendas e  incluso atravesando prados de perenne verdor. Los condes de Lara tuvieron como enclave puntal de su territorio a este castillo, y en él se resguardó en 1222 don Gonzalo Pérez al sufrir el acoso  del rey Fernando III de Castilla. Su situación es por demás pintoresca: en un sinclinal de roja peña caliza, emergiendo como agudo navío sobre una larga serie de praderas, se levanta el  castillo, con sus muros completamente en vertical elevados sobre los bordes de la roca. Un gran recinto interno, con aljibe y dos patios, se rodea de alta muralla almenada, reforzada en sus esquinas y comedio de muros por torres fuertes. En su extremo nordeste se yergue la torre del homenaje, de dos plantas y curio­sos detalles, como puerta gótica de arco apuntado, escalera de caracol, terraza almenada, etc.

Seguirá luego el caminante hacia el centro del Señorío, donde acaba su ruta visitando los castillos señoriales, ejes del poder molinés en la Edad Media. De ellos podemos insistir en que son los mejor conservados, los de mejor apariencia y quizás los más ricos en historia. Es el más espectacular y magnífico el de la capital, el castillo de Molina de Aragón, cuya historia es pareja a la de sus señores los condes de Lara, quienes a partir de la reconquis­ta del territorio, en la primera mitad del siglo XII, se dedica­ron a reconstruir y fortificar el alcázar que en la época árabe había servido de residencia a los jeques del reino taifa molinés.

Su más antiguo elemento es la atalaya justificadamente denominada torre de Aragón, que preside todo el conjunto de la  fortaleza, y que parece comenzó a levantar el rey Ramiro de Aragón, con objeto de poner pie en esta tierra fronteriza.

Fue don Manrique, desde 1140, y sus descendientes don Pedro, don  Gonzalo y muy especialmente doña Blanca, ya en el siglo XIII, quienes fueron sumando torres y muros, dependencias y detalles al  castillo, hasta hacerle uno de los más seguros y prestigiosos  ‑también de los más bellos‑  de toda España. De doña Blanca es, indudablemente, la iglesia que en el recinto del alcázar, junto a  la llamada «torre del reloj», hubo durante siglos y que reciente­mente ha sido excavada. Lo que propiamente podemos considerar como castillo es un ámbito de torres y muros almenados, defendi­dos en su altura por una barbacana, que tiene unas dimensiones de ochenta por cuarenta metros, lo que ya supone una grandiosidad desusada para lo que solía ser norma en el siglo XIII. En el muro  de poniente se abre la puerta principal, coronada de arco de medio punto. De las ocho torres que tenía, hoy solo restan cua­tro: la de «veladores«, la de «doña Blanca«, la de «Caballeros» y la de las «Armas«. Su fuerte color rojizo que emana de los si­llares esquineros, se complementa con los vanos apuntados de sus  muros, dando un aspecto evocador muy singular.

El interior del castillo molinés es hoy un recinto vacío. Adosado al muro norte estaba el palacio de los señores, de  los condes de Molina, y en la parte sur se colocaban caballeri­zas, cocinas, habitaciones de la soldadesca y cuerpo de guardia, así como los calabozos, que es lo único que hoy subsiste, y que,  especialmente el de la torre de «las Armas» conserva en sus techos grabadas curiosas frases, palabras y animales dibujados que claramente demuestran ser del siglo XV.

El recinto exterior del castillo es todavía mucho más amplio. Alargado de oriente a occidente, muestra una línea de  muralla almenada en la que de vez en cuando se refuerza con una  torre. Cuatro puertas tenía este recinto: la actual de la «torre del reloj«, la del «Campo«, la de la «Traición«, en el murallón  norte, y la del «puente levadizo«, frente a la torre de Aragón. Partiendo de este enorme recinto exterior, en el que durante el siglo XII hubo numerosos edificios de viviendas y una iglesia  románica, se extendió luego la muralla, llamada «el Cinto» para abarcar la ciudad que progresivamente iba creciendo hacia el río.  Algunos torreones y restos de este «Cinto» quedan entre las actuales calles molinesas, pudiéndose seguir perfectamente el trazado antiguo de esta muralla. Es especialmente interesante la Torre de Aragón que domina el castillo y la ciudad toda. De planta pentagonal, apuntada hacia el norte, muestra cinco altos pisos unidos por escalera y coronados por terraza almenada. Se rodea de un recinto externo propio. Esta torre se constituye hoy en Centro de Interpretación de sí misma, y es visitable previa petición de hora en la Oficina de Turismo de Molina. Al mismo tiempo, la visita al castillo molinés se solicita en esa Oficina, sita en la Calle de las Tiendas, nº 62 y llamando al teléfono 949 832 098

Seguimos el viaje alcanzando 6 Kms. Al sur, por carretera bien señalizada, el castillo de Castilnuevo, muy cercano a Molina, en la suave vega del río Gallo, en un lugar apacible y  sereno, y ahora en proyecto de restauración y uso turístico. Su existencia es muy antigua, y ya en el Fuero dado por don Manrique a mediados del siglo XII se menciona: solamente existiría el castillo y, con posterioridad, se le fueron añadien­do dependencias y el caserío en derredor. Perteneció este casti­llo durante un tiempo a don Iñigo López de Orozco, por regalo del rey don Pedro I. Del magnate castellano pasó a la familia Mendo­za, y en una rama de ésta, la de los Mendozas de Molina, condes de Priego, quedó Castilnuevo hasta la abolición de los señoríos.

El castillo primitivo ha quedado desfigurado con suce­sivas reformas. Está enclavado en un altozano sobre el valle, y en principio tuvo una barbacana o recinto exterior, prácticamente desaparecido. Esta se aprecia mejor frente a su fachada, en el muro norte: son arcos dobles, y la puerta se halla flanqueada por  sobresaliente torreón seguido de un lienzo que corre hasta la  recia y cuadrada torre mayor. Su aspecto es imponente, y, aunque luego fue utilizada como casa de recreo, meramente residencial abriéndole nuevas puertas, modificando su estructura, todavía puede el aficionado a castillos contemplar una silueta valiente y  un rancio bastión de la Edad Media, que además va a ser restaurado en breve.

Entre Molina y Corduente, muy cerca ya de este pueblo, se encuentra el castillo de Santiuste, sobre otero que domina el  valle del río Gallo. Lo construyó, en el siglo XV, el famoso caballero viejo don Juan Ruiz de Molina, y lo hizo tal como hoy  se ve: un recinto fortísimo de altos muros almenados, con cuatro torreones en las esquinas. En el paredón norte se abre la gran  puerta, rematada por un desgastado escudo de los Ruiz de Molina. El interior está utilizado como centro de reuniones y puede visitarse.

Si el viajero tiene tiempo de sobra, aún puede tomar la carretera que sale de Molina en dirección a Peralejos, y visitar en término de Tierzo, a la derecha de la carretera mencionada, la finca denominada Vega de Arias, que se extiende sobre el pequeño y delicioso valle del río Bullones, en un lugar donde muy posiblemente acampó el Cid en su camino de Burgos a Valencia, y que posiblemente discurrió a través del actual Señorío de Molina. Allí se encuen­tra la casa‑fuerte de la Vega de Arias, monumento histórico‑artístico. Su interés arquitectónico es evidente: se trata de un  gran caserón de planta rectangular, que, aunque muy modificado modernamente, aún muestra restos de almenas, canecillos, ventanas gotizantes, gran portón adovelado con escudo y un amplio zaguán en su interior, con pozo. Ante el caserón o casa‑fuerte se mues­tra amplio patio de armas, rodeado de muralla o barbacana almena­da, que se muestra abierta en su muro central por gran puerta de arco apuntado, protegido por un airoso matacán. El conjunto de esta casa‑fuerte, y el entorno que le rodea, son aspectos inolvi­dables y muy característicos del Señorío molinés. Fue construido  en el siglo XIII.

Memorias en piedra de la iglesia de Jadraque

Hemos estado hace unos días en Jadraque, acompañando a José María Bris que prepara, ultima ya, las tareas de edición de su libro sobre la villa, y hemos tenido la oportunidad de repasar los suelos, y los muros, de la iglesia parroquial de San Juan Bautista, en ese pueblo señero de la Alcarria en el que la historia emerge en cada esquina.

La visita a Jadraque, acompañada de su historiador más veterano, mirando con detalle las casonas, los escudos, las lámparas y bóvedas… es un ejercicio de enriquecimiento cultural, porque se encuentran a cada paso las huellas de largos siglos de esplendor y nombres propios.

 

Pasear la iglesia de Jadraque, hoy bellamente, pulcramente mantenida, iluminada, limpia y resplandeciente por su cura párroco, don Alfonso Henche, es un placer para los ojos. Aparte de las maravillas en cuadros, orfebrería o retablos que en ella se muestra, como una pequeña catedral, los viajeros han ido a buscar viejas piedras talladas, laudas y lápidas que nos dicen la memoria de antiguos jadraqueños. Unas ya conocidas, otras inéditas, aquí van las que este cronista vio en su paseo del pasado sábado.

Laudas sepulcrales del Cura Pedro Blas, de Juan de Zamora  y de su mujer María Miño

Aunque no son las primeras que ve el viajero, son las que yo recomiendo que no se pierda bajo ningún concepto. El pasado sábado, al mismo tiempo que este cronista, acudieron a verlas un buen número de turistas, interesados por el arte religioso alcarreño. Todos eran de fuera de nuestras fronteras, de Alcalá y el Valle del Henares. Y todos quedamos maravillados de este hallazgo, de lo bien colocadas e iluminadas que están.

Talladas en alabastro, en un amplio hueco bajo la escalera que sube al coro se sitúan dos laudas en vertical, las de un caballero, y una dama, y en suelo, ante ellas, la de un clérigo. A los costados, sendos escudos de armas tenidos de angelotes. Todo ello muy desgastado y agredido, aunque sabemos por fotos antiguas, que a comienzos del siglo XX estaban muy bien conservadas. Les pasó por encima el siglo más duro y violento de la historia de España. Y así y todo, se han salvado. No pasó lo mismo con muchas otras piezas de nuestro patrimonio.

Frente al espectador, a su derecha, aparece un caballero de fiero rostro e indumentaria guerrera. Es la lauda de Juan de Zamora. Y a la izquierda del espectador, y derecha del caballero, está la lauda de una dama solemne, posiblemente su esposa. Es la de María de Miño.

Debieron estar siempre unidas una a la otra, porque la inscripción no corre más que por un solo lado de las orlas o pestañas, además de las cabeceras y los pies, faltando por completo en el lado largo del rectángulo por el que debían estar unidos. Son obras de una imperfección técnica notable. Digo imperfección, porque son rudas en la talla, bastas en el dibujo, sencillísimas en la composición. Parecen estar hechas por el ayudante de un picapedrero del siglo XVI. O no tenían posibles para contratar un buen escultor, o estos señores se conformaron con lo que sus herederos y/o albaceas quisieron darles. cura, en el parale­lismo inocente del plegado y en algunos otros defectos.

No deben ser más antiguas del siglo XVI, aunque por su rudeza alguien pueda pensar que emergen de la profunda oscuridad del Medievo. Sus letreros hablan del siglo del Renacimiento. Aunque con mucha dificultad, y gracias a que Ricardo de Orueta en su libro de La Escultura Funeraria en España nos echa una mano, podemos leer:

«I MARIA DE MIÑO SV MVGER FVNDADORES DESTA». En la cabecera del caballero:

«CAPILLA FALLESIO». En la cabecera de la señora: «A… DEL MES DE AGOS». Es el cronista Juan Catalina García quien afirma que los enterrados eran Juan de Zamora y su esposa María de Miño. Y no se hable más, porque quien lo dice es autoridad.

En el suelo de ese espacio que no llega a ser capilla, está recuperada otra lauda que fue exquisita, pero que quedó maltratada por los tiempos (eufemismo en el que caben también unos cuantos salvajes que se dedicaron a picar con martillos y hachas la cara del clérigo enterrado). De esta lauda, la del suelo, perteneciente al licenciado Pedro Blas, ha quedado una fotografía de hacia 1920, que acompaño a este escrito junto a la que hice personalmente el sábado pasado.

Como las anteriores, labrada sobre alabastro, material que se descompone a la intemperie, muestra un clérigo revestido, con un libro en las manos, y un escudo tallado en el faldón principal de su casulla. Se rodea de una inscripción que ahora se lee con mucha dificultad, pero que Orueta nos da entera gracias a la imagen de hace un siglo: «AQVI ESTA SEP | VLTADO EL SR LDO P. BLAS CVRA Q FVE DESTA PAROCH DEJO EN ELLA ESTA CAPELLA­NIA | Y MEMORIA FVNDA | DOS SOBRE VN MAYORAZGO Q DEJO A LOS DE SV APELLIDO FALLESCIO A 27 DE FE | BRERO DE 1579». Aun se aprecia en su cabeza restos del bonete, pero el rostro ha desaparecido. Los escudos laterales son difíciles de identificar, quizás se rescataron de otras laudas, o más bien de antiguas capillas y epitafios de pared.

Lápida de Juan Romo e Isabel Carrillo

En la capilla del Cristo de los Milagros, situada en la parte SE del templo, donde tuvo su cabecera la iglesia románica primitiva, en el suelo aparece una gran lápida mortuoria, hasta ahora no descrita ni interpretada. Está toda ella tallada con letreros, y en su centro dos cuadrados que enmarcan con adornos sendas calaveras y tibias cruzadas, en la expresión más tétrica y simplista de la muerte. En diversos carteles que se engloban unos a otros, con una grafía romana clara, pero una disposición que da lugar a equívocos, aparecen los siguientes textos: “Esta capilla del Stº Christo de los Milagros compraron e hicieron a su costa Ivan Romo e Isabel Carrillo su mujer vecinos de…. 1689” Esta leyenda circunda toda la lápida, y es descriptiva. En su interior aparecen, rodeando a las calaveras, estas dos frases: “Aquí yaze Ivan Romo Familiar Fallecio a  De   M   DC   “ Y sobre la calavera esta frase: “Amenint Anima Lorvm Requiescant im paze”. Debajo, esta otra: “Aquí yace doña Isabel Carrillo Lopez su muger fallecio a   del mes de   del año    “. Como es evidente, se colocó la lápida cuando compraron la capilla estos señores, Juan Romo e Isabel Carrillo, cosa que ocurrió en 1689, pero luego o no se enterraron allí, o nadie se preocupó de tallar la fecha exacta de su muerte en la lápida.

José Gutiérrez de Luna, “el Indiano”

Uno de los personajes más curiosos, y legendarios, de la historia de Jadraque, fue José Gutiérrez de Luna, a quien desde que vivió a comienzos del siglo XVII le apodaron unánimemente “el Indiano”. Palabra que como todos mis lectores saben, se le aplicaba en tiempos pasados a todo aquel que se había ido, a bordo de un bajel, y normalmente con lo puesto, a vivir en América, y tras años de duro trabajo (porque allí no regalaban nada, y menos a los pobres) volvían a la Península cargados de riquezas, de dinero y generalmente de una generosidad rayana en la locura. Este de Jadraque hizo eso, se fue a Méjico a mediados del siglo XVI, y volvió a comienzos del siguiente rico y dadivoso.

En Jadraque se cuenta la anécdota ocurrida a su regreso. Quienes se han ocupado de la historia de Jadraque, Juan Catalina García López, Andrés Pérez Arribas, y ahora José María Bris Gallego, la refieren con pelos y señales. Más o menos es esta:

Cuando José Gutiérrez de Luna volvió a su pueblo natal, Jadraque, se le ocurrió en el viaje de vuelta el modo de averiguar si los lazos de parentesco y de amistad, tendrían más fuerza que el interés, y para ello concibió la siguiente estratagema: En Miralrío, pueblo situado en el altiplano alcarreño, a una legua de Jadraque, dejó su equipaje compuesto por baúles y arcas en las que guardaba su tesoro y pertenencias, y pobremente vestido y solo, entró en Jadraque. Sus amigos y parientes, entre los que estaba su propio padre, le recibieron con tal desapego y desprecio que solo un pariente le alojó en su casa. Motivó en él lo sucedido una dolorosa impresión, por lo que volviendo a Miralrío se vistió con sus mejores galas y haciendo alarde de su riqueza, con sus criados y acémilas de carga, regresó al día siguiente a su pueblo natal.

Entonces, los parientes le agasajaron con solicitud, pero jamás olvidó su interesado proceder y anterior desprecio, y de ello dejó muestras en su testamento. Este dato se conoce porque uno de sus familiares que presentó un alegato jurídico, presentado el día 11 de marzo de 1766, contra la Fundación hecha en virtud de su testamento”.

El Indiano de Jadraque dejó 3.000 ducados para servir de inicio a una Fundación, (la Obra Pía del Santísimo Sacramento, como se la llamó en su inicio) administrada por los curas de la parroquia, que sirviera para ayudar a los pobres, necesitados y gentes con problemas. Era esa una cantidad enorme, que duró siglos, con sus réditos, y que llegó a enfrentar, a principios del siglo XX, a las gentes de Jadraque en orden a la correcta administración de aquella fortuna.

Valgan estas frases de memorial para recordar quien fue este indiano, que hoy tiene su lauda puesta en el suelo de la Capilla del Santo Cristo de Jadraque. Allí vemos, junto a la inscripción que ponemos al final de estas líneas, un emblema que recuerda las composiciones de los simbolistas románticos franceses de mediados del siglo XIX: en aspa una guadaña y una cruz, abrigadas por una gruesa cinta, atraviesan dos coronas parejas puestas en el centro. Son coronas mortuorias, que se rematan por el verdadero símbolo de la muerte: un reloj de arena con alas. De entrada me sorprendió una imagen tan moderna para ser del siglo XVII, pero la explicación está en la cartela que la sigue, y que lo explica todo. Fue puesta en 1871, y en todo caso para el visitante se alza, aunque esté en el suelo, como una lauda sorprendente y admirable, poco común. Esta es la frase que la acompaña:

POR LA ETERNA MEMORIA DE

D. JOSE GUTIÉRREZ DE LUNA

FUNDADOR DE LA OBRA PIA DEL

SATMO. SACRAMENTO EN ESTA PA-

RROQUIA, DEDICAN, COMO TESTI-

MONIO DE GRATITUD ESTA LA-

PIDA SUS PATRONOS D. ESTANIS-

LAO MIGUEL CURA ECÓNOMO. D.

FRANCISCO PEREZ Y D. PEDRO

SERRANO ALCALDE Y REGIDOR

DE ESTA VILLA DE JADRAQUE EN

EL AÑO DE LA RESTAURACIÓN

DE ESTE TEMPLO LLEBADA A CA-

BO CON LOS PRODUCTOS DE

DICHA MEMORIA PIA

1871

R.  I.  P. A.

Ruta de los Pairones de Molina

El Señorío de Molina es siempre una meta segura. Para cualquier viajero. Un trozo de esa España remota, silenciosa y pura, a la que se quiere atraer a la gente que aún no la conoce. Y es realmente difícil atraer a un sitio para el que hay pocos sistemas de acceso (no hay tren, no hay avión, no hay autovía…) y hay poca promoción institucional, y esta un tanto equivocada. Porque la  campaña que se inició recientemente de crear una “marca turística” para Molina mezclándola con el Alto Tajo, es sin duda una estupenda manera de confundir a la gente. 

Una cosa es el Alto Tajo, -espacio de la Naturaleza maravilloso y único- y otra diferente el Señorío de Molina, con unos paisajes, una historia, unos intereses y objetivos netamente diferenciados. De un lado la Naturaleza, del otro el paisaje mondo y la historia palpitante. Habrá que llamar a las cosas por su nombre, para quien quiera entender que entienda

El pairón de la Virgen de Jaraba, en Labros.

 

Viaje a los pairones de Molina 

De las muchas cosas que Molina tiene como propias, únicas, irrepetibles, son los pairones una de ellas. ¿Qué son los pairones? Dirán algunos de mis lectores, nuevos por estos pagos. Son muchos y todos parecidos, Solo están en Molina y en algunas partes del bajo Aragón. 

Los pairones son una columna pétrea en medio de los anchurosos campos. Un bloque de talladas piedras, del color de la sesma (los hay grises en la Sierra, rojos en el campo, pardos en el Sabinar…) que se suele colmar con una cruz férrea, algún bolón tierno, y siempre en sus costados, en lo alto, los polícromos azulejos de cerámica en que aparecen pintados San Roque, las Ánimas consumiéndose entre llamas, algún Cristo o alguna Santa Catalina pregonando su virtud. Estos son los pairones molineses, esos elementos que definen, como pocas cosas, con su escueta presencia la tierra que les dio vida. 

Los pairones constituyen uno de los símbolos más emblemáticos del Señorío de Molina, dando la bienvenida a los viajeros en los caminos molineses… anunciando la presencia de los caseríos… Son palabras estas que escribió ese gran periodista que es Carlos Sanz Establés, molinés y mantenedor de la entraña molinesa en cuanto hace. 

Aunque se han dado muchas definiciones de este pináculo de piedra, y los molineses no necesitan definiciones para saber de ellos, López de los Mozos dos daba una definición en un libro que escribió sobre este tema: Construcción arquitectónica, generalmente de no muy grandes dimensiones, fabricada con diferentes materiales, que consta de varias partes y que contiene imágenes de carácter religioso y/o inscripciones (en algunos casos) que se sitúa en diversos lugares, siendo los más frecuentes los cruces de camino o junto a éste. Aunque es esta una definición que no define demasiado, pues deja en la categoría de diversos muchos parámetros que podrían gozar de medida, sí que centra el tema y nos los presenta como son: de piedra, siempre, y de unas dimensiones que rondan los 3 metros, teniendo un pilar como eje sustentorio de lo que suele ser un remate en forma de pequeña capillita donde está la imagen sacra de que nos habla este autor. Están casi siempre en los cruces de los caminos, y sirven tanto para indicar la proximidad de los pueblos, y el cambio de término, como para pedir a los viandantes que recen una oración por el santo en él representado, y muy especialmente por las Ánimas del Purgatorio, mayoritariamente titulares de ellos. 

El origen de los pairones es pagano. Anterior al cristianismo. Precisamente la tierra de Molina, que fue habitada densamente por los celtíberos en los diez siglos anteriores a la Era cristiana, quedó regada del espíritu que los hizo nacer: la costumbre, (bien documentada en el mundo romano) de arrojar los caminantes una piedra en los cruces de caminos, o en las orillas de estos cerca de las poblaciones, donde los romanos solían enterrar a sus muertos, generó con el tiempo montones ingentes de piedras, pirámides casi, que finalmente se terminó por conglomerar y transformarlos en hitos o columnas de piedra tallada, que sirviera para eso mismo: recordar a los muertos, de quienes antiguas leyendas decían que se concentraban en las encrucijadas. 

Es la cristianización de la tierra molinesa, muchos siglos después de llegar y marcharse los romanos, la que impone dedicación y devoción a estas piedras. En su remate, que a veces alcanza la forma de un edículo o pequeña capilla cerrada con reja, aparece tallada o pintada sobre cerámica una imagen. Y suele ser motivo iconográfico como santo individual el francés Roque, protector de los caminantes; otras veces Santiago, y casi siempre una representación de las Ánimas del Purgatorio, ese conjunto de seres anónimos que en la hagiografía cristiana viene a definir a los antepasados que murieron y el caminante no conoce. Este es también el origen que se explica para los humilladeros aragoneses o los hermosos cruceiros gallegos, aunque estos se yerguen, tallados y preciosistas, como elementos de lujo ornamental en el centro de los pueblos. Todo en esencia procede de la misma palpitación: de origen celta, -y así nos lo explica el especialista en símbolos Juan Eduardo Cirlot- estos Montes de Mercurio con los que los caminantes señalaban, mediante montoncitos de piedras, los lugares estratégicos de los caminos, y que luego se cristianizaron con cruces, son la expresión humana del respeto hacia los muertos, y hacia los dioses, a quienes se ofrecía esa piedra como sustituto de cualquier otro sacrificio. Un esfuerzo y un recuerdo, cuando en el camino se hace una parada. 

También la etimología del pairón insiste en este significado: peiron o pairon en griego significa «límite». De ahí que son más frecuentes los que se encuentran aislados, en medio de los campos, señalando caminos, y sobre todo señalando límites de términos municipales (de veintenas en sus primeros tiempos) que los que vemos a la entrada de los pueblos, o incluso dentro de ellos. Esa función de señalización es muy evidente cuando, en los meses del invierno, la paramera se cubre de nieve (piensa, amigo lector, que hace unos siglos la tierra molinesa permanecía cubierta por el blanco manto los tres meses del invierno, y aún algo más) y sobre el monótono y brillante paisaje solo destaca el negror de los cuervos y el solemne estirón de las piedras de los pairones. Es bonita, incluso, esa función de faro en medio de ese mar monótono, limpio y pelado del páramo. Según cuentan algunos viejos, en tiempos se ponía dentro de los pequeños edículos que los coronan, una luz, una antorcha para orientar a los viajeros y a los perdidos por los caminos. 

Los mejores pairones molineses 

Según el Catálogo de pairones molineses que en 1996 publicó José Ramón López de los Mozos, un total de 118 piezas de este estilo podemos encontrar hoy en las orillas y los cruces de los caminos del Señorío. Unos más otros menos, todos son hermosos y emocionantes. Tienen pálpito, cuentan historias, fueron vistos por los abuelos, por los tatarabuelos de quienes hoy se cruzan con ellos con sus coches y tractores. Marcan territorios y crean puntos cardinales en torno suyo. 

Yo propondría, como una tarea que está por hacer y que desde mañana cualquiera podrá completar con su personal viaje, trazar una “Ruta de los Pairones molineses” como paso previo a conocerlos todos. Si en un trazado ideal, concreto, a la fuerza limitado, nos proponemos visitar en una jornada 12 ó 15 de estos elementos, seguro que en otra excursión por Molina saldrán a nuestro encuentro otra docena de ellos. Y así hasta completar el cómputo. 

Con los que más me gustan puedo trazar esta “Ruta de los Pairones” que señalo junto a estas líneas con un plano de situación. Para que mis lectores se animen a viajar a Molina (ahora ya empieza a poderse, porque se retira la nieve y se va el frío), les digo esta docena de elegantes piedras. Casi todas están en la sesma del Campo, o el Pedregal, pero los hay en cualquier parte. 

En Embid hay un uno al llegar desde Molina, que parece hacer un contrapunto musical y visual con el castillo; el de San Simón en Tortuera, el de la Virgen de la Soledad en Cubillejo del Sitio (que es el modélico, el reproducido en Madrid en la calle María de Molina), y el de ladrillo dedicado a Santa Lucía en Milmarcos. No puedo olvidar los de Labros, porque son todos severos, son como lo más entrañable de todo el Señorío: grises y recios, solemnes sobre los calvijosos campos, adustos ante el sabinar que emerge, precisos en sus contornos contra el cielo azul de la paramera. El de San Isidro, junto al cementerio, con una imagen del santo y un escudo tallado en el que lucen las iniciales de Cristo; el de Santa Bárbara, junto a la carretera de Hinojosa; el de San Juan, en el Camino de Labros a Tartanedo y de Hinojosa a Anchuela, desde cuyo edículo petroso se vislumbra recortado el cerro donde patina el pueblo; el de la Virgen de Jaraba (al que también llaman pairón del Espolón, que está en el cruce de los caminos de Labros a Jaraba y de Amayas a Milmarcos (la que llaman los labreños senda de la Virgen). En él reza la inscripción sencilla «Acordaos de/las almas/de votos» haciendo referencia a ese sentido de miliario de camino que recuerda a los muertos, a sus almas, a los antepasados, a los que purgan sus pecados en el Purgatorio… y al fin el pairón de las Aleguillas, que está al norte del pueblo, hacia Pozuelo… tantas piedras solemnes y puras, que tienen el frío de los hielos invernales, y el color breve de las noches de luna metidos en sus corpachones rotundos. Los pairones de Labros, como si fueran la esencia de todos los del Señorío, son los que más quiero. 

Todos ellos, y muchos más extendidos por ese alto campal que es la tierra molinesa, tienen un mensaje común, una palabra rotunda y audible, la de la generosa paciencia de esperar, en pie, sin vacilación, a que alguien venga y ayudarle. 

Apunte 

Ruta de los pairones 

La Ruta de los Pairones molineses que propongo, y que señalo en el mapa adjunto, empieza en los altos de Labros y Milmarcos, y recorre los de estos dos pueblos, bajando por la Sesma del Campo, entrando en Hinojosa, Tartanedo y Torrubia, parándose en Rueda de la Sierra y siguiendo por la amplia llanura hacia Tortuera y Embid. Esa sería la “primera parte de la Ruta”. Se hace en coche en una mañana. 

La “segunda parte” sería la que, bajando desde Rueda, y aún pasando por Molina de Aragón, donde hay un recóndito pairón al final del parque del Rey Juan Carlos, subiría de nuevo al Campo para mirar los pairones de Cubillejo del Sitio y Cubillejo de la Sierra, y luego volver por la carretera de Teruel admirando el de Castellar de la Muela, junto al camino, y parando finalmente en los de Anchuela, El Pobo de Dueñas y el Pedregal. Se puede hacer en un día largo de primavera, parando en Molina a comer.

Una excursión para especialistas

No hace todavía un mes que se presentó en nuestra ciudad, por parte de la Consejera de Industria y Medio Ambiente de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, y con asistencia de los autores y numerosos amigos y gente del mundo académico de la Universidad de Alcalá, un libro que es una verdadera enciclopedia, y que más que nutrir las horas lectoras de cualquiera de nosotros, va a dar pasto sin fin a los estudiantes de Ciencias Medioambientales y a los de Biología [vegetal] que tendrán espacio para nadar entre saberes, listados, imágenes y un largo etcétera de apasionantes propuestas geográficas. El libro es el que lleva por título “El paisaje vegetal de Castilla La Mancha. Manual de Geobotánica”, y sus autores han sido el profesor catedrático de Alcalá don  Manuel Peinado Lorca, el también profesor y director del Servicio de Fotografía Científica don Luis Monje Arenas, y el profesor don José María Martínez Parras. 

Pinares en la Tierra del Ducado.

 

En las 612 páginas que ofrece el voluminoso libro, podría uno pensar que caben todos los elementos necesarios para entender la geobotánica y el paisaje vegetal de nuestra región: pues bien, no, no cabe, porque los autores han tenido que renunciar a publicar tres capítulos de su gran obra, que les ha llevado años de dedicación, porque los presupuestos del Servicio de Publicaciones de la Junta no daban para más. Esos tres capítulos (Clasificación florística de la Tierra y síntesis biogeográfica de España, el cap. 3; Series y geoseries de España, el cap. 4; y un Glosario de términos científico-técnicos y populares, el cap. 7) están convenientemente colgados, en formato PDF, de la página http://www.difo.uah.es/geobotanica/index.html. De ahí pueden sacarlos nuestros lectores que estén interesados en ellos. 

Me remito, en un principio, a lo que la prensa especializada ha dicho de esta obra. A mí, personalmente, me ha parecido genial, inmensa, provista de todos los elementos que le dan rigor, seriedad y ciencia a un trabajo hecho por expertos (que es lo que se lleva ahora, ya no valen los meros títulos de profesor, licenciado, doctor o especialista: ahora hay que ser experto, y estos tres autores lo son). Estos son los datos que nos proporciona la web de la Universidad alcalaína: 

Las páginas de este libro, a través de textos, figuras y fotografías nos ayudan a comprender mejor lo que ya sabemos: que nuestra Comunidad es una región biológicamente privilegiada, un territorio que es un caleidoscopio de toda la geografía interior de la Península Ibérica, donde cualquiera puede, sin salirse de sus límites, integrarse en ambientes naturales representativos del conjunto de la vegetación de España. Desde los enclaves de vegetación templada y húmeda que guardan las sierras de Ayllón o la Serranía de Cuenca, tan relacionados con la vegetación europea septentrional, hasta los territorios semiáridos albacetenses que conectan con el sureste español y desde allí con la vegetación norteafricana, Castilla-La Mancha se presenta ante los ojos del naturalista como el poliédrico rostro de la vegetación ibérica. Otro tanto puede decirse cuando nos aproximamos desde el punto de vista biogeográfico. En la península Ibérica existen ocho provincias biogeográficas, de las cuales cinco están presentes en Castilla-La Mancha: ninguna otra Comunidad española es biogeográficamente tan diversa. Evaluando la biodiversidad en términos fitosociológicos, podemos dar una idea de esto. Están descritas en España peninsular 71 clases de vegetación, de las cuales 48 están representadas dentro de los límites de Castilla-La Mancha. Si del conjunto general descontamos las clases de vegetación canarias y las ligadas a ecosistemas costeros obviamente inexistentes en la región, podemos aproximarnos a valorar la riqueza en tipos de vegetación que encierran los límites castellano-manchegos.  

Este libro es abundante en fotografías (370) e ilustraciones (137), que completan las descripciones de un texto de 618  páginas y la información resumida en las 152 tablas sinópticas que apoyan a éste. En conjunto, se trata de una cuidada edición que destaca por la excelente maquetación y la calidad de reproducción de imágenes y fotografías, una calidad que desgraciadamente no es común en otros libros de estas características, pero a la que nos tiene acostumbrados Francisco del Valle, responsable de la editorial Cuarto Centenario, que ha sido el editor de El paisaje vegetal de Castilla-La Mancha.  El libro nace también con la intención de servir de ayuda como manual de Geobotánica y por eso, junto a contenidos divulgativos, el texto encierra otros muchos más técnicos que son de gran interés para los profesionales de la enseñanza y del medio ambiente, y como texto de apoyo en el aula universitaria.  

Por esa vocación generalista del libro y por las expediciones botánicas que los autores realizan en otras latitudes, el lector no podrá sorprenderse de encontrar imágenes de algunos paisajes –los desiertos sonorenses, la tundra ártica, los gigantescos bosques de coníferas de California o los espectaculares sistemas de dunas costeras del Pacífico- que completan las dedicadas a la flora endémica y a los ecosistemas castellanos-manchegos. La estructura del libro se ha hecho dedicando los dos primeros capítulos a los tres grandes condicionantes abióticos de la vegetación: fisiografía, suelo y clima. El tercer capítulo se dedica a la Biogeografía haciendo un acercamiento desde el todo –la síntesis biogeográfica de la Tierra- a la parte, a la caracterización biogeográfica de Castilla-La Mancha que queda así situada en el contexto de la vegetación del mundo en general y de España en particular. Los capítulos quinto y sexto están centrados exclusivamente en el ámbito territorial de la Comunidad. En el quinto se presenta ampliado y actualizado el catálogo de comunidades vegetales que sirvió para que uno de los autores –Luis Monje- obtuviera en 1987 el primer Premio Regional de Investigación. Finalmente, en el capítulo sexto se describe el paisaje de Castilla-La Mancha a través de sus series y geoseries de vegetación. Si en 1987 eran 20 las series de vegetación reconocidas en Castilla-La Mancha, ahora son 49, todas ellas presentadas con unos sencillos esquemas que, apoyados, en las fotografías y sustentados en un texto divulgativo fácilmente comprensible por todos los lectores, permiten interpretar la variabilidad del paisaje vegetal de Castilla-La Mancha.   

Un viaje tentador por nuestra provincia 

Dos de los autores de este libro conviven a diario entre nosotros: Son Luis Monje Arenas, verdadero experto en la imagen fotográfica de la Naturaleza, y responsable de las imágenes de esta obra, y Manuel Peinado Lorca, conocido catedrático de Biología y hombre que a la usanza del Renacimiento tiene una presencia plural en la sociedad, pues además de ser maestro, es pensador, escritor y articulista, sumando a ello la pasión verdadera por la política (como elemento sustanciador de la sociedad) y en estos momentos uno de los candidatos (quizás el más consistente, a mi entender) a ser Rector de la Universidad de Alcalá de Henares. 

Ellos se lanzaron, en los días que estaban escribiendo el libro que nos ocupa, a realizar un viaje, uno más de los mil que han hecho juntos, por la provincia de Guadalajara. Después de mirar la costa americana del Pacífico de punta a cabo, o los mil y un recovecos de la región castellano-manchega, decidieron ofrecernos (mientras ellos vivían esa emoción que el viaje concede a quien lo planea primero y lo ejecuta después) un recorrido por la paramera de Guadalajara. 

No es un trayecto cualquiera, y a muchos que lo sigan ahora, con la imaginación apresurada de quien lee una página de periódico, les podrá parecer que es un recorrido además de largo, inconsistente, porque liga tierras plurales, y al parecer distintas: desde el valle del Henares, la Alcarria de Brihuega, y los altos páramos serranos de Zaorejas. Pero al concluir este viaje, que ofrezco tal cual ellos lo cuentan (hago gracia de los nombres científicos, latinos, de las plantas, que ellos no evitan) el lector se dará cuenta que el camino ofrecido es de una gran consistencia, porque hermana elementos diversos en un ciclo común, el de la “paramera” de Guadalajara, la “tierra alta” lejana del mar, fría en invierno y ardiente en verano. Ese páramo al que, por duro que parezca, nadie de los aquí nacidos quiere renunciar, ese páramo al que se ama, más aún tras conocerle. 

Partiendo de Alcalá de Henares por la N­-II se transcurre por la Campiña en la vega del Henares a través de olmedas, choperas y regadíos diversos, aunque en los cerros que la circundan puede observarse la vegetación del escarpe marginal del páramo, con unas comunidades muy degradadas y dominadas espartales y por coscojares, en su mayoría repoblados con Pinus halepensis y correspondientes a la faciación típica de los encinares mesomediterráneos. En Torija se inicia la subida al páramo y se entra en el distrito altoalcarreño (sector Celtibérico‑Alcarreño), en el que desaparecen las olmedas y regadíos, y nos introducimos en una extensa altiplanicie cultivada con cereales y espliegos, entre los cuales, de cuando en cuando surgen algunos ejemplares de encina (la Quercus rotundifo­lia de muestros ancestros) que son restos de la faciación mesomediterránea superior de los encinares mesomediterráneos.  

Pasado Torija hay que tomar la C‑201 en dirección a Brihue­ga. La carretera, tras continuar por esta planicie cultivada en la que aún resta algún encinar, pronto transcurre entre quejigares. Dejando atrás Bri­huega, hay que dirigirse hacia Cifuentes, lo que nos permite circular entre algunos de los quejigares mejor conservados de la Alcarria: Barriopedro, Valderrebollo y Cívica, en cuyos fondos de valle hay choperas y mimbreras. Superado Cifuentes, nos dirigimos hacia Trillo, y desde allí, siempre entre quejigares, dejando a la derecha las famosas Tetas de Viana, restos denudados de la paramera que se alzan a 1.103 metros, nos dirigimos hacia Villanueva de Alcorón, en donde nos alejamos del itinerario principal para desviarnos hacia Ar­mallones. En el camino hacia Armallones la vegetación cambia por completo; desaparecen los quejigares y la vegetación se torna abierta y poco densa, dominada por árboles de silueta piramidal, arbustos rastreros y pinos salgareños, Nos encontra­mos ante una buena manifestación de los bosques sabineros de los páramos. De Arma­llones sale una pista forestal que conduce al famoso Hundido del mismo nombre. Esta pista, en su primer tramo fácilmente transitable para todo tipo de vehículos, es particularmente fa­vorable para recorrer la paramera. Posteriormente, la pista co­mienza el descenso hacia el Hundido, transcurriendo entre que­jigares muy degradados y sustituidos por añejas repoblaciones de pino salgareño. En los márgenes de la pista prosperan los matorrales espinosos con bojes, agracejos, majuelos, zarzamo­ras y céspedes de fenalar. En las cumbres que rodean al Hundido, la vegeta­ción de la paramera se muestra muy diferente. Aún desde lejos, puede apreciarse su aspecto abierto, heliófilo, muy distinto a lo cerrado del quejigar. 

Regresando al itinerario principal, desde Villanueva de Alcorón hay que continuar en dirección a Zaorejas. La carretera trans­curre entre encinares, quejigares y sabinares, que alternan de­pendiendo de la altura y la orientación. Pronto se cruza el Tajo, y antes de alcanzar Torremocha del Pinar, aproximadamen­te a la altura de Torrecilla, la vegetación cambia radicalmente por el afloramiento de las areniscas del Buntsandstein, rodenos de reacción ácida, lo que posibilita la existencia de un bosque de melojos asimilable al Luzulo, los melojares de esta zona se muestran muy mermados, prosperando en su lugar repoblaciones de pino resinero o rodeno. No obstante, son reconocibles algunas especies propias del melojar o de sus etapas de susti­tución. 

Continuando hacia Torremocha del Pinar y Aragoncillo, se trans­curre a través de algunos de los sabinares mejor conservados de Guadalajara,‑ sobresalen los grandes ejemplares de sabina albar (la Juniperus thurifera), a cuyos pies descansan enebros y sabinas negras, matorra­les y céspedes de diversa naturaleza. En los roquedos, como edafoxerófilos, hay sabi­nares rupestres. En su conjunto, la vegetación produce un aspecto de magnífica y austera grandiosidad. Alcanzando Aragoncillo, estamos ya en la cumbre de la paramera. En estos tramos de la carretera que conduce hacia Alcolea del Pinar, transcurrimos en el genuino piso de parameras, representado bien por los bosques clima­cicos o bien, lo que es más frecuente en los arrasados campos que circundan la carre­tera, por cambronales arbustivos de porte almohadillado En Alcolea del Pinar se vuel­ve a tomar la N‑II ya de regreso a Guadalajara

Con este paseo que hemos hecho de la mano de Peinado Lorca y de Monje Arenas, tomamos conciencia de lo rica que es nuestra tierra en especies vegetales que ya son raras en otros lugares, y que ese espacio seco, vacío y limpio que nos rodea, es uno de los grandes capitales con que contamos. En cualquier caso, es simplemente una evidencia, una página tan solo, de la riqueza natural, de la extraordinaria fuerza que la Tierra nos lanza cada día. Y que en esta singular obra que nos acaba de nacer, queda plasmada con rigor y fortuna: textos e imágenes para aplaudir y, sobre todo, para aprender de ellas.