Monumentos funerarios en Guadalajara

viernes, 11 diciembre 2009 0 Por Herrera Casado

Con motivo de celebrarse, al año que viene, el redondo quinto centenario de la muerte del licenciado Alonso Fernández, cura que fue de Jirueque y las Cendejas en el remoto siglo XV, van a programarse allí en su pueblo preserrano una serie de actos que consistirán en afirmar las raíces culturales, históricas y patrimoniales, de este pequeño pueblo. Tarea que merece un fuerte aplauso, y que debería ser imitada en tantos otros sitios en los que la cultura se suele limitar a reponer un sainete de Arniches, comerse una caldereta y organizar una carrera de sacos en torno a la vieja olma de la plaza.

En Jirueque tienen al licenciado Fernández como ser venerable y antañón, debido fundamentalmente a que él mismo decidió guardarse “como oro en paño” en el interior de un sarcófago de piedra que fue tallado, por ignoto escultor, en estilo prolijamente gótico y severamente castellano, dando de su propietario la imagen de un ser culto, piadoso, y rico. De ahí que aún quede en la memoria de sus paisanos con el apelativo de “el Dorado de Jirueque”.

Memorias de la muerte

La muerte ha sido, en todas las edades y culturas, uno de los temas que más profunda y violentamente han conmovido la atención y el pensamiento de los hombres. Religiones y filosofías se han visto centralizadas por lo que alguien calificó como «lo único cierto de la vida». Por ese estado problemático y oscuro, misterioso y comunitario al que todos los seres arriban, se han tamizado también las más esplendidas muestras del arte, desde la poesía y el drama, a la arquitectura y la escultura. En esta última faceta, los artistas se apresuraron a plasmar su inspiración en los monumentos funerarios que otros grandes y poderosos hombres disponían para encerrar sus cuerpos inánimes.

La provincia de Guadalajara, esta tierra nuestra que en su fondo palpita al unísono del cosmos, lleva en su manto salpicadas todas las manifestaciones del espíritu humano. Y esta del culto artístico a la muerte nos deja en amplio y magnífico repertorio, desde las lápidas más sencillas y humildes hasta los panteones colosales y polícromos donde la muerte es cantada y reverenciada con el nombre de alguna persona noble.

Sin espacio para citar una por una todas las muestras que del arte funerario han existido o todavía se conservan en Guadalajara, espigaremos aquí un sucinto muestrario, elevado en glosa, de las más caracterizadas e interesantes. Desde aquella piedra, casi incolora y ya perdida, que Loperráez describió como encontrada en las cercacías de Sigüenza, y que decía así: Cayo Elio, seguntino, hijo de Galerio Paterno, natural de Clunia, de cuarenta y cinco años de edad, está aquí sepultado. Séale la tierra leve, pasando por las necrópolis hispanoromanas y visigoda que Monteagudo describe en los términos de Azuqueca y Alovera, con hallazgos de curiosas fíbulas y extraños ritos funerarios, son muchas las muestras sencillas, silenciosas y fugaces que han quedado del paso de las diferentes razas y culturas pobladoras de nuestra tierra. Radicadas ya en el contexto socio religioso del cristianismo occidental, comienzan con la reconquista la elaboración de piezas recordatorias de la muerte y enterramiento de las personas de alta alcurnia. Eclesiásticos, guerreros, poetas, damas y mercaderes van dejando su nombre tallado, su blasón polícromo o su recostada y pálida efigie en los oscuros rincones de iglesias y catedrales, de monasterios y panteones particulares en donde los siglos son únicamente hojas amarillentas de un otoño arrebatado y continuo.

Recorramos algunos de estos mausoleos, minúsculos o retumbantes, que se agolpan en los caminos y las ciudades de Guadalajara: el inusitado alarde plateresco que D. Fadrique de Portugal, obispo de Sigüenza, mandara levantar en un ángulo del crucero de la catedral seguntina, con sus escudos y aún su propia efigie orante, dando a su “más allá” un eco colorista y casi galante. Frente a él, formando el contrapunto de la auténtica humildad y desprecio de las pompas humanas, esa piedra ruda, presidida por la calavera y las tibias, que D. Bernardino Mendoza, hijo del tercer conde de Coruña, hizo poner sobre su tumba en el presbiterio de la parroquia de Torija. El hombre que capitaneó una compañía en Flandes, que escribió tratados de guerra, libros de historia y poemas, y que ejerció la diplomacia en las principales capitales europeas, vino a dar con su escueto epitafio: Nec Potes, nec timas, en el apretado destilar de la sabiduría. Y entre ambos, quizás a medio camino de la vanagloria y la humilde retirada, ese magnífico sepulcro, hoy en el Museo de Bellas Artes de Guadalajara, que doña Aldonza de Mendoza, la duquesa de Arjona, se hizo tallar para contener sus restos en el monasterio jerónimo de Lupiana. Con las galas severas y elegantes de la vestimenta gótica (murió el 18 de junio de 1435), minuciosamente trabajadas por anónimo escultor, aún se decidió a poner esta frase junto a su escudo: «Omnia preteriit, preteram arcae deiciit», con la que viene a señalar la fugacidad de la vida humana: «Todas las cosas pasadas, pasarán arrastradas a la tumba”.

Los caballeros después, los hombres que dedicados sólo a la milicia, como don Rodrigo de Campuzano, enterrado con todo su material armado en la iglesia arriacense de San Nicolás, o simultaneada esta con el ejercicio de las letras, en la cúspide clasicista y poetizada del Renacimiento, como D. Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza, son claros ejemplos de la imperecedera savia castellana. Es esta última estatua, sin duda alguna, la obra cumbre de la estatuaria funeraria de nuestra provincia, y una de las mejores de toda España.

Al fin, como una cimera coloreada y un algo artificioso de la monumentalidad postrera, el Panteón que la condesa de la Vega del Pozo y duquesa de Sevillano mandó edificar para su enterramiento, y el de sus familiares, a las afueras de Guadalajara, en un estilo neobizantino de gran interés, se culmina en la cripta del mismo, donde la pálida y sepulcral luz rodea el pálido mármol en que García Díaz talló el cortejo angelical que, arrastrado a ignotas moradas, sigue caminando con los restos de la noble dama.

Muchos otros sepulcros en la catedral de Sigüenza, en San Ginés de Guadalajara, en la colegiata de Pastrana, y aún otros que, en oscuridad y olvido permanecen por iglesias y museos, dan fe de lo abultada que fue la obsesión por el definitivo viaje. El arte ha sabido, en la provincia de Guadalajara, cuajar el mito y la creencia religiosa, dando a la piedra y a la pintura un cariz de elevado rango estético. La muerte, así, se ha esclarecido.

Una escuela de escultores funerarios

Por los pueblos de la Alcarria, de las Sierras, de los entornos geográficos de Sigüenza y Atienza, discurrieron por los años finales de la Edad Media una serie de artistas, canteros o escultores realmente inspirados, que sabían lo que hacían, y lo hacían muy bien.

Sería una especie de Jack Jackson de “Los pilares de la Tierra”, quien iba a protagonizar, por nuestros lares, esa epopeya de ir de aquí para allá ofreciendo sus servicios, y su arte exquisito, a magnates que querían poner las más hermosas y nunca vistas imágenes de talla en piedra sobre los capiteles de los templos o en  los frontales de altares, palacios y enterramientos.

Este escultor, cuyo nombre nos es desconocido, fue autor de varios enterramientos en pueblos de nuestra provincia, todos ellos realizados en los últimos años del siglo XV o en la primera década del siglo XVI.

El primero de ellos sería el del chantre don Juan Ruiz de Pelegrina, que hoy vemos (aunque en la semipenumbra en que la catedral se encuentra) en la capilla de San Marcos de la catedral de Sigüenza. Un segundo sería el enterramiento de don Martín Fernández, cura de Pozancos, y beneficiado del cabildo seguntino, que está en una pequeña capilla de la iglesia de Pozancos, aunque con elementos (como las imágenes en talla de bulto de Adán y Eva) en el Museo Diocesano de Arte Antiguo de la capital del obispado.

En ambos casos, aunque en disposición diferente, el autor desarrolla programas muy parecidos. El del canónigo seguntino tiene estatua yacente, revestido de los ropajes litúrgicos propios del caso, y relieves tallados con su escudo, el del Cabildo, escoltado de la escena de la Anunciación, y santas advocaciones. El de Pozancos, que estuvo como el de Jirueque aislado en el centro de una capilla, pero que hace ya mucho tiempo se adosó al muro, distribuyendo anárquicamente sus talladas piedras, tiene también al cura revestido yacente con un libro sobre el pecho, y en los laterales sus escudos de linaje, el del Cabildo, la Anunciación, Santa Lucía y Santa Catalina. Las similitudes entre el enterramiento de Pozancos y el de Jirueque son tantas, que sin duda se trata del mismo artista. El del canónigo Pelegrina se ha querido ver anterior, enlazado con la escuela de Sebastián de Almonacid, autora de los mausoleos de Martín Vázquez de Arce en Sigüenza, Campuzano en Guadalajara, Pedro de Coca en Ciudad Real, condes de Tendilla [hoy en San Ginés pero primitivamente en Santa Ana de Tendilla], y el Condestable don Alvaro de Luna en Toledo. En cualquier caso, similitudes que nos hacen ver la fuerza de un talento desconocido que ha llegado, tras largos siglos de silencio, hasta nosotros.

Un Centenario en Jirueque

Para el año que ya tenemos en puerta, 2010, está prevista la celebración del quinto centenario de la escultura funeraria del licenciado don Alonso Fernández, el que todos conocen como “El Dorado de Jirueque”.

Este tercer sepulcro que tallaría el mismo escultor que antes hemos recordado, está exento y situado en el centro de la capilla mortuoria, a la cabecera del templo parroquial de Jirueque. Aparece yacente la figura de un hombre, revestido de ropajes litúrgi­cos, con sotana y amplia casulla de bordes muy decorados. Cubre su cabeza con un simple bonete, del que asoman los flecos de su larga cabellera, y la apoya sobre dos almohadones; entre sus manos sujeta un misal. La cama sepulcral presenta decoración esculpida en sus cuatro caras; a los pies aparece la figura de un sacerdote arrodillado sobre un cojín con las manos juntas orando, un bonete delante y la cabeza descu­bierta mostrando amplia tonsura. A la cabecera aparecen dos angelillos desnudos sosteniendo un escudo en el que se ven dos llaves cruzadas, símbolo del sacerdocio. El costado derecho presenta la escena de la Anunciación, con buenas tallas de la Virgen y el Arcángel, separadas por un jarrón de azucenas. En el costado izquierdo aparecen los relieves de Santa Lucía, arrodillada, y Santa Catalina de Alejandría, más dos escudos similares al de la cabecera, rodeados de corona de laurel. El conjunto se apoya sobre seis leones, atados sus cuellos por cadenas. Y en la pestaña del sepulcro se lee esta inscripción en letra gótica: +Aquí está sepultado el honrado alonso fernandes, cura que fue desta yglesia y las cendejas el qual falesció a quinse dias del mes de octubre, año de mil y quinientos y dies años+, con lo que queda identificado el personaje, sus cargos, y el año de construcción de este monumento.

Tiene en total esta pieza diez figuras humanas (el sacerdote yacente, el sacerdote orante, el arcángel Gabriel, la Virgen María, Santa Lucía, Santa Catalina de Alejandría, los dos angelotes que sostienen el escudo, y dos figuras mínimas de sacerdotes, sobre las pilastras de la cabecera) y seis animales (seis leones, de grandes cabezas, encadenados por el cuello, uno en cada esquina, y dos en el comedio de los laterales). Aún podría contarse como décimonona la figura del emperador Majencio, cuya sola cabeza aparece cortada a los pies de Santa Catalina, vencedora con su virtud de aquel sátrapa.

El aspecto del conjunto es señorial, elegante y espléndido. Lástima que esté situado en espacio tan estrecho, porque casi no hay posibilidad de adquirir perspectiva para contemplarle en su conjunto. Las fotografías deben hacerse con objetivos de gran angular, y el espectador se tiene que ir a las esquinas, y casi pegar la espalda contra los muros, para tener una visión de conjunto.

El personaje allí enterrado no ha dejado apenas huella en los anales de la historia. De él se sabe poco más que fue cura del pueblo, y de los tres Cendejas (de la Torre, de En Medio y del Padrastro) y que fue beneficiado del Cardenal Mendoza, con relaciones económicas y patrimoniales en Cogolludo, de donde sacaría el material para hacer su sepulcro. El cual no fue hecho, sin duda, en vida del eclesiástico, sino al morir este, porque la leyenda en letra gótica que corre sobre la cenefa del catafalco dice su nombre, sus títulos y el día exacto de su muerte.

En todo caso, una efemérides que traerá a la actualidad de este nuevo siglo, de vez en cuando, la memoria de tan remoto individuo, que se quedó “de piedra” y hoy le miramos con asombro. Una serie de actos para la próxima primavera y el verano, se están fraguando por parte de la Asociación Cultural de Jirueque, entre la que habrá muy probablemente una representación teatral de la vida de este licenciado, así como algunas conferencias, exposiciones, conciertos, mercadillos y jornadas evocadoras. Todo ello como un tributo de memoria y agasajo a lo que son realmente las raíces culturales de un pueblo y una comarca.