Memoria de Felipe Olivier

viernes, 2 octubre 2009 4 Por Herrera Casado

Una de las personas que más cariño ha ido generando entre quienes le conocieron, fue Felipe Olivier López Merlo, un alcarreño militante que desprendía generosidad y bondad en cuanto hacía y decía. Acaba de morir, en Madrid, lejos de su Guadalajara natal, ciudad (y provincia) a la que dedicó toda su producción literaria, sus charlas, alabanzas y querencias. Una figura que tuvo cientos de amigos y que ahora le recuerdan y proclaman sus gestos y palabras, en ese intento, vano siempre, de parar la muerte y regresar a quien el último latido dejó tumbado y sin fuerza.

La memoria de Olivier

Felipe María Olivier López-Merlo nació en Guadalajara en 1924. Una de sus características, que asombraba a cuantos le conocimos, era su prodigiosa memoria. Que él explicaba diciendo que la había entrenado mucho. Su padre, profesor de la Academia de Ingenieros Militares, como su abuelo, profesor del Instituto de Enseñanza Media de Guadalajara, habían insistido mucho en que se aprendiera de memoria las listas de los reyes godos, los partidos judiciales de España, todos los ríos y sus afluentes de la Península, etc. Y eso le dejó un cerebro funcionante y entrenado al máximo.

Vivió la proclamación de la segunda República Española el 14 de abril de 1931, en Madrid, y tenía, por tanto, siete años de edad.  Coincidió que ese día se celebraba la boda de un familiar y él iba de paje, sujetando la cola del vestido de la novia. Es asombroso leer, en los libros que escribió 50 años después, la exactitud con que refiere cuanto pasó en la Corte y lo que en Guadalajara aconteció, pues a su vuelta a Guadalajara dos días después se lo contaron otros familiares y los amigos. La memoria de Olivier, pues, en el inicio de su recuerdo, porque esa fue una de las capacidades que mi amigo tuvo y alcanzó con ella a asombrarme.

La detallada crónica de la infancia

Como dijo Rilke, la infancia es la patria del hombre. En ella vivió y en ella quedó sumido Olivier toda su vida. Siendo hombre, cabal, trabajador, y atento. Pero viviendo siempre en su patria, la infancia. Hasta tal punto que su tercer libro, publicado en 1988, y titulado “Crónicas de la Infancia”, narra a lo largo de  220 páginas de apretada lectura lo que vivió, aprendió y conoció en los 12 primeros años de su vida. Con una tipografía pequeña y comprimida, el caudal de datos que Olivier esgrime es apabullante: todo lo que ocurrió en la ciudad de Guadalajara, entre 1924 y 1936, lo refiere con minucia. Sobre todo sus recuerdos personales, amistades, estudios, juegos, excursiones. Vivió en una familia feliz y numerosa, de múltiples relaciones, en una “edad dorada” como no puede ser de otra manera la infancia.

En otro de sus libros, “Cuentos de antaño, mieles de hogaño”, Olivier refiere posteriores memorias, anécdotas de su juventud, asombros por lo que fueron sus viajes y vivencias, que esa época de posguerra no podían ir más lejos de Hiendelaencina o de Berlanga de Duero.

La Guerra Civil la vivió Olivier, siendo todavía un adolescente, en Atanzón, un pueblo de la Alcarria, donde su familia fue “evacuada” por las autoridades de la República. En esa infancia ilusionada el autor solo ve maravillas, en el campo, en la naturaleza, en los edificios, en la gente, en los animales. Escucha leyendas, se empapa de historias, y dibuja… de casta le venía lo de ser dibujante también, porque su abuelo, don José María López-Merlo, resultó un consumado artista: profesor del Instituto de Guadalajara en esa materia, en Guadalajara fue considerado el pintor oficial, de tal modo que a él se deben las pinturas murales del presbiterio del santuario de Nuestra Señora de la Antigua, y muchas miniaturas de documentos, actas concejiles y títulos de honor, como el que la ciudad entregó en 1888 a doña María Diega Desmaissières y Sevillano, condesa de la Vega del Pozo, y en el que este dibujante desarrolló un verdadero retablo de símbolos y personajes de la ciudad. Al pintar junto a la Virgen de la Antigua un buen número de angelitos, para uno de ellos usó el rostro de su hija Guillermina, que luego fue madre de nuestro actual biografiado. Este me lo recordaba siempre, y se enternecía ante aquel recuerdo: poca gente puede, como él podía, entrar a una iglesia y, mirando al altar, ver el rostro de su madre cuando era niña.

Trabajos y escritos

Podría haber utilizado la biografía que Olivier ponía en las solapas de sus libros, como breve y exacto resumen de su vida. Prefiero traerla aquí, en este momento de añoranza y evocación del amigo, desde una perspectiva personal y amistosa, salpicada en anécdotas, en fechas ciertas, en títulos de libros, en recuerdos de viajes pasados juntos: con él viajé varias veces por países de América, recordando ahora anécdotas sabrosas de trances que parecían apurados y terminaron bien. Era tan fácil de palabra, y tal el entusiasmo que hablando de su tierra desarrollaba, que en cierta ocasión, en un viaje transatlántico, en uno de aquellos DC9 inmensos que parecían una sala de cine, al sentarse empezó a contar anécdotas de su vida y su tierra a cuantos le rodeaban, y después de servir la cena, y apagarse las luces, con el pretendido objeto de que quienes son capaces de dormir en un avión lo hicieran, tuvo la azafata que dirigirse a él para pedirle que dejara su discurso para unas horas más adelante…

Se jubiló aún joven de su trabajo en la Standard Eléctrica, y se dedicó a su afición favorita: leer, viajar y escribir. En ella coincidimos, y en la pasión por la tierra en que ambos hemos nacido, Guadalajara.

De las mil anécdotas que le ocurrieron, y que él cuenta en sus libros, algunas pueden parecer casi milagrosas, como la de ir de turista a Roma, pasar allí unos cuantos días recorriendo a pie la ciudad, anotando cuanto ve para escribir una guía, y acabando en el gabinete personal del Papa por casualidad y sin habérselo pedido a nadie. O la llegada a La Habana, con un grupo de periodistas españoles de turismo, y al subir a su habitación encontrarse con una preciosa mulata que estaba duchándose sin mayores preocupaciones en su cuarto de baño. En su libro “Selvas y Rascacielos” cuenta y no acaba Olivier de sus visiones del mundo. Algunas, como en Colombia, o en Estados Unidos, las vivimos juntos, con nuestras respectivas esposas y muchos amigos. Y siempre produce admiración, al leer esos recuerdos que plasma en el papel, la minuciosidad de datos, la exactitud de ritmos, la jerarquía de apreciaciones que hace de cuanto ve. Era –aunque quizás ese mérito no se le ha reconocido todavía- un verdadero cronista del mundo, un expedicionario que sabía contar lo que veía y dar reflejos exactos a los lectores.

Picotas y leyendas

A la amistad que me unía con Olivier desde tiempo atrás, se añadió en la década final del pasado siglo la colaboración en la edición de algunos de sus últimos libros. De entre los que más éxito tuvieron, porque trataban de entrañables temas alcarreños, recuerdo el catálogo de “Rollos y Picotas de Guadalajara” que le edité en 1998, juntamente con el fotógrafo Juan José Bermejo. Aquel fue el resultado de los viajes de Olivier por toda la provincia, tarea que inició después de la Guerra, al pedirle a don Francisco Layna que le dejara acompañarle en sus salidas por los pueblos, para recoger información e imágenes para sus libros. Junto al eminente cronista, Olivier aprendió nuevas historias y se empapó del sentido alcarreñista del médico historiador.

Las “Historias y Leyendas de Guadalajara” fueron la culminación de sus más entrañables querencias, las de recoger y sobre todo desarrollar con su lenguaje detallista y prolífico, los viejos dichos de la tierra, las memorias de la Carrera, de la Fuente de la Niña, del barranco de los Mandambriles o  de la Huerta de la Limpia, por donde tantas veces, antes de que allí asentara, oh, el gran hermano Corte Inglés, que hasta con eso ha podido, él correteó con sus hermanos y amigos.

De Atanzón, donde pasó los años de la Guerra, ajeno a ella en su inocencia, recogió mil anécdotas y el pormenor detallista de su vida campesina. Como un retablo enorme plagado de pequeñas figuras, igual que si fuera un cuadro de los primitivos flamencos, Felipe Olivier deja en esa obra su magistral corte de narrador, de memorialista, de indagador en el pasado de los hombres a los que aprecia porque con ellos vive.

Son estas, o han querido ser, unas brevísimas pinceladas acerca de este escritor, viajero y gran amigo que acaba de dejarnos. Un mínimo homenaje que merece y que la ciudad de Guadalajara, y la provincia toda, debería ampliar con algún otro más consistente detalle: alguna calle, alguna placa o algún homenaje sereno en el que esta tierra a la que él tanto quiso, y tanto difundió, pueda expresar su obligado tributo hacia él.

Apunte

Los libros de Olivier

Una docena de libros nos dejó Olivier. Todos merecen ser leídos, y aún releídos. Entre los más populares, las “Historias y Leyendas de Guadalajara”. (AACHE 2001), y “Crónicas de la infancia” (Tierra de Fuego, 1988). Incluyen memorias personales y relatos encontrados y elaborados luego con su mágica palabra, los libros de “Cuentos de Antaño, mieles de hogaño” que apareció en 1992, y los “Viajes y andanzas de un alcarreño”, el primero de toda su obra, aparecido en 1985. Este contiene, en mi opinión y en la de muchos que lo han leído y releído, las páginas y anécdotas más desternillantes que puedan imaginarse.

Su gran clásico son las “Historias de Atanzón”, con memorias y relatos que se entremezclan con fotografías y dibujos personales. Lo sacó en 1985 y en el pueblo saben bien que sus páginas contienen verdades y anécdotas de calado. Culminó su obra con dos libros de viajes: “Por el camino de Santiago a la Guadalajara del futuro” en una mezcla simpática de viaje real y sueño hipnotizado, y finalmente su “Selvas y Rascacielos” en el que se consuma su faceta de escritor viajero y viceversa. Un bloque de libros que ahora, en la muerte del autor, se nos antojan hermosos y fundamentales para consolidar una biblioteca alcarreñista.