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marzo, 2009:

La Fuente de Abajo, en Fuentelencina

Ha servido el fin de semana, apacible y primaveral en sus perfiles, para volver a la Fuente de Abajo, en el vallejo que a mediodía de Fuentelencina, acabado de nacer, va ahondando las tierras y los olivares y va dirigiándose, con aguas y huertas, hacia el ancho camino del río Arlés, que desde Alhóndiga bajará al Tajo pasando antes por Valdeconcha y frente a Pastrana.

La fuente de Abajo, de Fuentelencina, vista desde arriba.

Viajar por la Alcarria reserva sorpresas a todos, a los que se la conocen de punta a cabo, y más aún a los que la visitan por primera vez. Por eso es tan recomendable echarse a andar por las trochas de la Alcarria, a descubrir maravillas, porque las hay en cada rincón. La mañana de recién estrenada primavera, soleada y tibia, invitaba al viaje por los valles de Alcarria. El rumor del agua es el que atrae al viajero, que al llegar a Fuentelencina, camino de Pastrana, decide seguir las indicaciones que el Ayuntamiento ha puesto en la carretera, y que dicen “A la Fuente de Abajo”. Con facilidad, y en coche, se llega al primer vallejo que por levante rodea a esta importante villa que en la Edad Media, y aún después, tuvo señalado papel en los anales alcarreños. El lugar es indiscutiblemente hermoso. Un recóndito y suave valle en el que los árboles, infinitos, están ahora con sus verdes capullos arrancando brillos: las acacias copudas, el enorme juego de las ramas de la noguera, los chopos estilizados.

Promete ser grandiosa esta primavera. La tibieza del aire y el celado azul sobre los bordes de la costanilla cuajada de olivos, dan fe de ese mensaje seguro. Se oye el agua, cayendo de caños, rodando por piedras, borboteando en sumideros. Encima, muy cerca, las últimas casas del pueblo. Nadie canta ni grita, la naturaleza es solamente rumor de agua, y el viajero la escucha. Una fuente monumental, la “Fuente de Abajo”, llena el paisaje de muros, caños, acequias, lavaderos, bolones y espaldas de sillar calizo.

Una fuente de piedra

Sale el agua de una veta del nivel freático que hay junto al pueblo, en una cuesta que le cerca por levante. Nunca se seca, y su caudal es muy abundante. Tanto, que necesita seis grandes caños para salir entera. Se construyó con un muro de piedra sillar en el que a trechos de casi dos metros se espacían las cabezas de león talladas de cuya boca sale el chorro de agua. Cae el líquido mineral sobre unas oquedades talladas que permitirían en su día asentar los cántaros. Y del gran pilón delantero donde se recoge el agua de los seis leones se va por un gran caño y canalillo hasta un estanque enorme, un lavadero que finalmente desagua para seguir su camino de arroyo que bajará hasta el río Arlés, que está como a media legua de este lugar, valle abajo. Sería un gozo ver el movimiento de aquel espacio, hace siglos, o no tanto: hace solamente cincuenta años, en que el agua todavía no había llegado a las casas. Allí las jovencitas bajarían con sus cántaros a recoger el agua de los leones.

Y allí las mujeres con sus tablas, jabones y enormes cestos lavarían las ropas y las pondrían a secar luego. Un bullicio de féminas cada día, y un mirar de varones por las cuestas, entre los árboles, allí sentados en las grandes piedras grises que escoltan el rumor y la sombra. La fuente es muy antigua, está allí, y es aprovechada, desde que Fuentelencina es lugar de común habitación de gentes. Las Relaciones Topográficas que los del pueblo mandaron a Felipe II en el siglo XVI, ya nos dan constancia de su existencia y uso. Decía así el punto 23 de la Relación: Como dicho es, en esta Villa no hay rios, ni en el asiento de ella fuentes, ni pozos, ni género de agua; pero en lo bajo de la Vega hay dos fuentes, la una la fuente suso, ques á tiro de arcabud; la otra la fuente la Canal, ques á tiro de piedra, de donde copiosamente se proveen de agua los ganados é Vecinos; y del agua dellas se riega la vega hasta el fin de la alameda, ques casi á media legua, y se sirven los lagares del aceite que están allí cerca, é se hace el servicio de las tenerias como se dirá adelante.

A la fuente de suso es a la que nos estamos refiriendo, la Fuente de Abajo como hoy la llaman. El valle minúsculo en que se enclava, la vega abundante y generosa, también es motivo de descripción, cariñosa, vital, en esta Relación antigua. Así decían poco antes, en el punto 21 de la misma: En esta Villa, á un tiro de piedra, hay una Vega donde se cogen algunas frutas y hortaliza en abundancia, y empieza una alameda por la Vega muy hermosa, y de las cosas más notables que hay en Castilla, porque hay dos caminos en cada orilla de la Vega y ambos van cubiertos de álamos negros, ú olmos que duran media legua pequeña, y por el uno puede ir un carro hasta salir de la alameda, y por el otro hasta la tercia parte del camino, y lo restante es angosto el camino; y en lo hueco de la Vega hay huertos, cañamares, é árboles frutales, y otras alamedas de salces é olmos, cosa muy fresca é de mucha delectacion; no hay ningunas pesquerias. Después de siglos, el Cronista Provincial don Juan Catalina García, analizando la historia de nuestros pueblos, se fijó en este de Fuentelencina, y escribió, poco, pero algo dijo, en esta fuente, de la que escribe en los Aumentos de las referidas Relaciones: Notable por su aspecto de grandeza y por la abundancia de sus agua es es la fuente principal, pasando luego a describir el también solemne y hermoso edificio del Ayuntamiento de esta villa. En su Catálogo monumental de la Provincia, sin embargo, se detiene con gusto en la iglesia y su retablo, pero nada dice de la fuente. Y es indudable que, al hablar de patrimonio, de monumentos, de heredada riqueza arquitectónica, la “Fuente de Abajo” de Fuentelencina es un elemento del que nadie puede olvidarse. ¿Sería su autor Alonso de Covarrubias? Seguro que no, porque tan grande arquitecto no se paraba a estas minucias, pero quien quiera que fuese el autor de tamaño elemento, lo mismo que otras de la Alcarria (recordar aquí las de Albalate, o Solanillos del Extremo) puso todo su saber, y toda la magia del uso de ese mineral que sigue siendo la esencia de la vida, el agua.

Otras fuentes de la Alcarria

En la Alcarria, y en un espacio relativamente pequeño en torno a Fuentelencina, hay enormes y fantásticas fuentes, elementos que fueron trascendentales en la vida de los pueblos, porque solo de ellas se podía abastecer cómodamente la gente para su bebida, sus guisos y sus necesidades de riegos y limpiezas. En Tendilla hemos visto la que llaman “fuente de los condes”, porque lleva estampados en la frente las armas heráldicas de los Mendoza. Está allí, monumentalmente tallada, desde el siglo XVI, generando su fuerza metálica de transparentes ruedas.

En Pastrana, una pequeña plaza, que en tiempos fue mayor, y de mercado, alberga la fuente de los Cuatro Caños, que es la más conocida de la media docena de fuentes que tiene la villa de la Eboli. Hecha también en el siglo XVI, por arquitectos de talla, se mantiene hoy espléndida tras su restauración reciente. El agua sale, en esta ocasión, por caras de viejos que son vientos o puntos cardinales. En Albalate de Zorita, junto al camino antiguo, hoy carretera, está la gran “fuente del perro”, modelo de ingenios acuíferos, que en su frontispicio de elegante piedra dorada tiene tallado el escudo heráldico de la villa, una cruz de piedras preciosas, escoltada de un perro que la encontró escarbando junto al río. Muy cerca, en Almonacid, nos asombra “la Fuente Vieja”, otro elegante ejemplo de utlidad acuosa. Y en Fuentenovilla (además lleva en el nombre su importancia acuosa) a las afueras está la grande con depósito de piramidal remate, escudos y tallas de vírgenes togadas, centrando otro precioso espacio húmedo y sonoro.

Como este es un año de abundantes lluvias en el otoño y generosas nieves en el invierno, bajan las fuentes ahora cargadas y rientes. Merece la pena echarse a viajar por la Alcarria y buscar estos rincones, como olvidados de todos, pero latientes de espíritu, de cargada historia, de belleza ambiental. En el silencio de la mañana, el agua que rompe la piedra en Fuentelencina ha despertado al viajero de un largo sueño. Se ha dado cuenta que, otra vez, como siempre, el mundo que le rodea sonríe sin recurrir al chiste. Solo porque amanece, y el aire se mueve y le llaman brisa.

Un viaje a la Guadalajara de 1877

Se puede hacer, de vez en cuando, un viaje al pasado. Además de entretenido, es aleccionador, porque ves cómo ha cambiado el mundo en un siglo, en diez siglos, en tres años, etc. Hoy propongo un viaje a la Guadalajara de hace 130 años, y para hacerlo, nada mejor que meterse entre las páginas de un viejo periódico, el más chic de la época, la “Ilustración Española y Americana” en el que, a tamaño inmenso, venían noticias de actualidad, comentarios, historias y curiosidades. Ah, y una corta serie de láminas, con imágenes de obras literarias universales, retratos de políticos nacionales o extranjeros, instantáneas de actualidad o reflejos de los monumentos de la nación. Todo ello dibujado, con primor y exactitud, de la mano de los mejores dibujantes de aquel momento en España.

Salcedo se pasea por Guadalajara

Uno de los ilustradores más fieles en las páginas de La Ilustración Española y Americana fue Salcedo, de quien conocemos varias láminas, publicadas en torno a 1880, con motivos guadalajareños de lo más variado. Al menos, que yo conozca, Salcedo diseño y dibujó, del natural, con detalles sabrosísimos, cinco láminas que nos atañen: una dedicada a las fiestas en la Alcarria, con la imagen del rollo o picota de Fuentenovilla como elemento central, y escenas de bailes, tertulias, juegos de naipes y torerías por los pueblos alcarreños. Otra dedicada a la zona de Pastrana, Pioz y Lupiana, con detalles de Torija y Fuentenovilla. Otra dedicada a temas alcarreños en los que se incluyen vistas de Bolarque, Almonacid y hasta Buendía. Otra muy pastranera, con la imagen de la cripta ducal en la Colegiata, y el gran puente de Auñón sobre el Tajo, además de las ruinas del castillo de Anguix. Y, finalmente, la lámina que hoy comento y que nos sirve para hacer este viaje por la Guadalajara de 1887, año en que la dibujó: imágenes de la vieja ciudad novecentista.

Junto a estas líneas va la imagen completa de la página, que apareció publicada en 1877, poco después de iniciada la Restauración borbónica en España. Y en ella, de arriba abajo y de izquierda a derecha, ocho estampas de Guadalajara en ese momento: 1) La iglesia de San Ginés, hasta poco antes convento de Santo Domingo. 2) La ermita de Santo Tomé, hoy santuario de la Antigua. 3) El patio del palacio Antonio de Mendoza, hoy Instituto “Liceo Caracense”. 4) Interior del templo de Santo Tomé. 5) Portada en la fachada del palacio del Infantado. 6) Capilla de los Urbina junto a la iglesia de San Miguel. 7) Torreón del Alamin y puente de las Infantas. 8 ) Patio de los Leones en el palacio del Infantado.

Detalles de los edificios guadalajareños

Y ahora los vemos uno a uno, sin prisas, sin demasiados detalles, pero sacándole el jugo a las mejores imágenes de ese retablo de instantáneas.

  1. La primera es la iglesia de San Ginés, que se construyó a principios del siglo XVI para servir de sede a la nueva congregación de dominicos que llegaba desde Benalaque. Se puso fuera de la muralla, al inicio del arrabal de San Ana, y en la imagen se ve el templo, igual que está hoy, más el portón de entrada a los patios conventuales, que hoy sigue estando igual, como entrada al Instituto Castilla de Formación profesional. Delante del conjunto, una enorme diligencia o coche de postas con dos tiros de caballos, a toda velocidad pasa.
  2. La segunda estampa es la iglesia de Santo Tomé, de origen mudéjar, donde dicen que se apareció la Virgen de la Antigua. Hoy sigue siendo su santuario, y entonces mostraba el mismo ábside y enorme espadaña sobre él, toda en ladrillo, y con unos arcos apuntados y cegados en su muro meridional, seguida de una puerta de arcos rehundidos, por donde se accedía al templo, que quedaba entonces en la inmediatez de la muralla, frente al pozo de las nieves del convento franciscano de San Antonio, que entonces estaba donde hoy se alza el Mercado de Abastos.
  3. El patio del palacio de Antonio de Mendoza por entonces era sede de la Diputación Provincial. De ahí que se vea animado con numerosos grupos de varones, algunos de uniforme y muy elegantes, que hablan entre sí. Al lado izquierdo, dos paisanos, uno sentado en el suelo y otro apoyado en una columna, charlan delante del gran escudo de Carlos V que procede de la puerta del Mercado frente a San Ginés. Aquí vemos que en 1877 ya estaba desmontada esa puerta y traído a este lugar noble y entonces sede de la principal institución política de la provincia.
  4. Interior del templo de Santo Tomé, ya dedicado en su altar mayor, según vemos, a la veneración de la Virgen de la Antigua, por entonces proclamada patrona de la ciudad. Igual que hoy, se ven las buenas rejas de las capillas, el artesonado de madera de origen mudéjar, que se perdió, y un gran lienzo de la Virgen en su presentación como dama bizantina. Lo más interesante puede ser el grupo de devotos y devotas que rezan, algunas de llas sentadas en el suelo,
  5. La portada del palacio del Infantado, que en esos años fue vendido por el duque de Osuna a la ciudad, muestra el doble balcón sobre la puerta, que obligó a subir a los salvajes que sujetan el escudo mendocino y empotrarlos bajo el mocárabe que sustenta la galería superior, la cual ofrece también sus arcos tapiados, a excepción de pequeñas ventanitas.
  6. La capilla de los Urbina (hoy llamada capilla de Luis de Lucena por su fundador) estaba entonces adherida en el extremo sureste de la iglesia de San Miguel, que como vemos era muy sencilla (se derribó a finales de ese siglo XIX) con una portada inexpresiva, y después de haber sido desprovista de la galería de arcos que otro artista algo anterior, unos 20 años antes, había visto y dibujado (Jenaro Pérez Villaamil). Sobre la capilla se alza la torre de San Miguel, cuyo hueco quedó también junto a la capilla.
  7. Muy interesante es la vista del torreón del Alamín, del que arranca el puente de las Infantas, salvando el arroyo del Alamín. Está igual que hoy, solo que añade la estampa un detalle interesantísimo: al fondo, sobre los inmediatos cerros, a la derecha del barranco, se alza entero y verdadero el convento de San Bernardo, ocupado entonces de monjas cistercienses, y que abandonado en el siglo XX, fue finalmente derruido después de la guerra, y hoy no queda ni el rastro de donde estuvo. Ahí se le ve con sus tapias, su iglesia, una torre y una espadaña.
  8. La última estampa de Salcedo en este recorrido por la Guadalajara novecentista es un ángulo del patio de los Leones del palacio del Infantado. No por muy conocido deja de ser atractivo este escorzo, en el que destacan dos figuras humanas, charlando, y que representan una pareja en la que él luce alta chistera y ella un fuerte abrigo y un sombrero escueto.

Con esta lámina en la mano, podría un viajero recorrer esos monumentos hoy en día. Todos (menos el referido convento de San Bernardo y la iglesia de San Miguel del monte) están hoy en pie y restaurados. Esta estampa impresionante y bellísima, ha sido adquirida recientemente por el Ayuntamiento de Guadalajara, y ha sido expuesta en una interesante muestra de estampas antiguas en el Auditorio Buero Vallejo para demostrar que se han iniciado los trabajos de montaje y documentación de un futuro y necesario Museo de la ciudad.

La Hoz del Gallo

Aunque no incluido plenamente en el Parque Natural del Alto Tajo, el recorrido del río Gallo por el señorío de Molina conforma una serie de espectaculares paisajes y entornos característicos que le hacen extensión natural de ese Parque.

Para cuantos esta primavera se animen a viajar, a descubrir una de esas facetas que la provincia encierra y está deseando enseñar, la “Ruta del Gallo” es un destino a estudiar, porque va a proporcionar todo tipo de sorpresas: páramos silenciosos entre pueblos medievales, y abruptos cortados rocosos con ermita subterránea incluida. Preparar las botas, los mapas y los ánimos. Y poneros a andar por sus caminos.

 

Aunque el recorrido por el Gallo es muy amplio, pues nace en los altos montes de en torno a Motos y Alustante, en el extremo más oriental del Señorío, como un regalo de la sierra de Albarracín, y va a dar en el Tajo justamente en el espacio conocido como Puente de San Pedro, todas las miradas, y todas las pisadas se dirigen al estrecho barranco que forma el río Gallo entre las localidades molinesas de Corduente y Torete, aunque más abajo sigue, por cuevas Labradas, hasta la junta con el Tajo en el sitio dicho.

Ahí están los espectaculares paisajes que cifran su belleza en la verticalidad y proximidad de los muros rocosos que dan límite al hondo cañón por el que corre el río. En su mitad se esconde (o se muestra, según se mire) la Ermita de la Virgen de la Hoz, que es patrona del Señorío molinés, y cuya leyenda, historia y realidad hoy es algo que se mete en los corazones de todos los molineses esparcidos por el mundo.

Merece la pena acercarse de nuevo hasta la Hoz del Gallo, y recorrerla desde un punto de visto más naturalista que piadoso, más ecologista que histórico. En ese sentido, quienes todavía no hayan viajado hasta ese lugar privilegiado deben hacerlo en cuanto puedan. En esta primavera que ya apunta tímida. O en el próximo verano en el que las sombras de los altos árboles y las inacabables rocas darán frescor a quien hasta allí se llegue.

Imágenes inolvidables

Fue la cámara de Luis Solano, recordado siempre, la que supo captar en su peregrinar constante por el Alto Tajo, algunos rincones poco vistos del barranco de la Hoz. Desde luego que es conocida de todos esa especie de catedral maciza que parece cobijar sin aplastarla a la ermita de la Virgen. Pero quizás son menos conocidos esos otros hitos rocosos que, como «el Huso», y algunos otros de las cercanías de la ermita, dan valor de sorpresa a la excursión.

Entre las imágenes, los altos pináculos de roca rosácea, los pinos recortándose sobre la limpia distancia de los cielos, la ermita cargada de glamour y versos. Allá están puestas en el muro las catorce líneas de Suárez de Puga que dan vida a uno de los más hermosos sonetos escritos en lengua castellana, aquel que se inicia con la invocación a María en la Hoz: «Con qué dulce volar la rama espesa / de tu parral ¡oh, Virgen en clausura!», y acaba en esos versos que a la hoja de parra dedica porque sabe que es sagrada y es eterna: «Promete, ¡oh, tierno tallo de esperanza!, / un día darte la cosecha entera / de su primer racimo transparente / enseñándotela, pues no te alcanza, dentro de la sagrada vinajera / de algún misacantano adolescente».

Prometidas excursiones

Y no vale que andemos más en detalle contando vestidos dorados de vírgenes, o fundaciones pías de familiares de Santo Oficio y Liga Santa, porque a la Hoz del Gallo se va fundamentalmente de excursión, de coche cargado hasta los topes con sillas plegables, mesas ídem, abuelos que se valen y niños por desfogar. Y tortillas, muchas tortillas. Incluso carne empanada, y coca-cola, y (que no falte nunca) vino de la Mancha en bota. Con todo eso, el día por delante, y ganas de pasarlo bien, no hay mejor lugar en el mundo que el barranco de la Hoz.

En Molina de Aragón, primeramente, se ha podido mirar el castillo, o el ábside románico de Santa Clara, o el portalón barroco del Palacio del Virrey. Luego, en Corduente, su bien conjuntado caserío, de nobles casonas recias y francas. Y al fin la hospedería, clavada en el interior de la roca, un verdadero lujo del turismo rural que aquí en la Hoz alcanza el máximo de las posibilidades que el turismo de interior puede ofrecer.

La perspectiva de quedarse a comer en su inmenso salón, a dormir en sus pequeñas y bien acondicionadas habitaciones, y a despertarse arrullado por el sonoro discurrir del Gallo, es algo que verdaderamente carga de sugerencias cualquier plan de «Fin de Semana».

Pero además la Hoz nos ofrece muchas otras cosas. Una: subir por el escalonado vía crucis que parte de detrás de la ermita, hasta lo alto de los roquedales, disfrutando a cada tramo de las vistas suculentas del barranco, de los pinares de Molina, de los cielos transparentes de su altura. Recientemente el Ayuntamiento de Molina ha acondicionado pulcramente aquel entorno, haciendo fácil el discurrir por sus recovecos.

Dos: quedarse a disfrutar las mesas y asientos de madera que se han distrubuido a lo largo de las riberas del río.

Tres: adentrarse en el bosque y buscar los restos de una antigua ciudad celtibérica que cercana a Ventosa existe.

Cuatro: cruzar el bosque a buscar ardillas, comadrejas, petirrojos, y algún ciervo.

Cinco: dormir plácidamente al arrullo fresco de la sombra de un cerezo.

Y muchas más cosas. Llegar, entre otras, finalmente a Torete, donde parte una carretera hacia Lebrancón, que junto al arroyo Calderón, también profundo y hermoso, nos da posibilidades de admirar paisajes sin cuento. O seguir carretera abajo hacia Cuevas Labradas, puestas en un alto bien oreado y fresco; seguir en dirección a Cuevas Minadas, para saber lo que es bosque salvaje y denso; o seguir ya sin pausa hasta el lugar en el que la carretera se une a la que viene desde Corduente y Molina en dirección al Puente de San Pedro. Todo son bocas abiertas, y ganas de volver, aunque se esté pasando por vez primera.

Ese es el mejor folleto de propaganda turística que puede proporcionar Guadalajara: recorrer entero el barranco de la Hoz del río Gallo en su tramo final, entre Corduente y el encuentro con el Tajo. Con el telón de fondo de ese Parque Natural del Alto Tajo, que ya cuenta con su Centro de Interpretación en Corduente, y que significa un aula vertiginosa y espléndida para saber más del mundo, de la geología, de los animales del aire y el agua, de nosotros mismos.

Un complemento

En fechas recientes, la editorial Mediterráneo ha sacado a luz un libro que atrae y enseña, un libro de imágenes y textos que ofrece, entero, el río Gallo atravesando el Señorío de Molina. Ese río al que Sánchez Portocarrero, cuando escribió la historia de la comarca, llamó “nuestro padre río” porque sabía que de él, y de sus aguas, habían nacido los pueblos, las ganas de la gente, los huertos, y los paisajes. Habían nacido, del Gallo, las estatuas y los pilares que hay debajo de la tierra en aquella altura, los cimientos que sujetan desde hace siglos la grandiosidad molinesa.

El autor de los textos es Carlos Sanz Establés, y las fotos se deben a Paco Gracia. En gran tamaño, con todas sus fotografías en color, “El río Gallo” que es como se llama la obra, nos presenta, quizás por vez primera, el recorrido del río, y los lugares, todos (son más de 20) por donde va transcurriendo, dejando sobre su espalda puentes, alamedas frondosas a sus lados, riscos inaccesibles, poblados celtibéricos, ermitas sagradas y castillos legendarios. Buena cosecha de motivos para hacerse el recorrido que Sanz Establés nos indica.

En su obra, Carlos pinta ligeramente la historia de la comarca: su sentido de “estado independiente” durante dos largos siglos de la Edad Media. Y el crecimiento de su ganadería, y la pujanza de sus hidalgos en los siglos modernos. Nos cuenta en detalle cuales son los pueblos que va sorteando el río, desde Motos y Alustante, hasta Cuevas Labradas, pasando antes por Prados Redondos y Chera, bañando un paisaje siempre verde y suave, que ofrece en cada loma el recuerdo de su densa población celtíbera, allá por los siglos quinto y cuarto antes de Cristo. En medio de su camino, el Gallo hace ciudad a Molina, la preña de solemnidad y altivez, con su alcazaba mora, de color rojo sangre, que a nadie que la vea deja indiferente. Y en la suave vega que alcanza, en el aire quieto y oscuro de las amanecidas invernales, las temperaturas más bajas de toda la Península, se alzan como de puntillas los pueblos de Rillo, de Corduente, y los caseríos de Santiuste, de Castellote, con sus muros levemente inclinados, cansados de tanto aguantar siglos fríos.

Añadido el bagaje viajero de algún plano que en la Oficina de Turismo de Molina tienen, y sobre todo con las ganas de ver espacios nuevos y rústicos, fuertes en color y siluetas, el viajero debe lanzarse a dar sus pasos largos junto al río Gallo. Los ríos son siempre libros que cuentan cosas, que cuentan penas y alborotan la memoria, pero que dan siempre, -eso no falla- agua a la sed del caminante, sombra fresca para su descanso, conciencia tranquila de que se está todavía en un mundo amigo y sabio.

Pastrana cubierta de miel

Han llegado otra vez los días de risas y miel. Han llegado a Pastrana, en el corazón oloroso de la Alcarria. Frío aún, pero vibrante está el aire. La Feria Regional Apícola, en su 28ª edición, desembarca entre la blanca panoplia de su plástica carpa, en l aplaza de la Hora, todavía con el rumor de las sedas de la Eboli y la incierta duda de la heterodoxia de sus habitantes, los del siglo XVI, que fueron pioneros en eso de dudar de todo, hasta de la Religión Católica. Tanta historia, y tanto arte son el mejor marco para encuadrar esta impresionante muestra de la economía y la realidad alcarreñas.

El palacio, renaciente y renaciendo

El monumento más alto, más ancho y cuajado de historias que hay en Pastrana es el palacio ducal. En el que vivió y murió doña Ana, en el que estuvo Santa Teresa, en el que soñaba Felipe II su amago imposible de presidir el mundo desde un empinado olivar. Este palacio ducal de Pastrana ofrece su monumental fachada, de dorada piedra severa, de portalada clásica con escudos, y en el interior, tras el patio acristalado y valiente, los salones que parecen abrir la sima del tiempo bajo sus artesonados de madera cantarina. La Universidad de Alcalá, con la ayuda del ministerio de Fomento, lo ha restaurado, con la intención de darle vida. Nada menos que 1.400 millones de pesetas se han invertido durante los pasados años para poner en funcionamiento (hospedería, centro cultural, museo) esta casona tan singular, tan alcarreña. Todos sabemos lo fuerte que era esta apuesta, y por eso la aplaudimos en su día, y nos sumamos a ella. Hoy, hace ya varios años, la restauración se ha concluido, y el palacio ha quedado cerrado, excepto para reuniones como esta Feria Apícola, y algún que otro acto cultural veraniego y aislado.

La calle mayor de Pastrana está siempre en sombra: los pasos resuenan entre los muros, bajo los aleros. Hay un balcón, muchos balcones tristes tras los que alguien mira con pesar. Hay humedad y silencio. Pero pesa tanto la historia de esa calle, que no me canso (yo al menos) de recorrerla una vez y otra, subir y bajar, mirar a los muros, mirarme adentro.

Se llega al final donde está la Colegiata, y el Ayuntamiento. En la primera, hay también solemnidad de alturas, gozo carmelitano. En su altar, la oscuridad de Jimeno. Las santas barrocas de seda y talismanes. El San Francisco de la cruz roja y mistérica. La Asunción sobre el ágata, brillante como si tuviera el sol entre sus vetas. Y en el Museo, la gloria del hilo y la cochinilla. Los seis tapices que cuentan la victoria de Alfonso, el rey portugués, sobre los moros de Tánger, de Arcila, de Alcazar Seguer… el barullo de sus soldados, la estridencia de sus trompetas, el bramar del agua contra los bajeles. Pastrana tiene en su Plaza de la Hora, en su calle mayor, en el Museo de su Colegiata, una mano abierta que se te pone sobre el pecho y casi te ahoga. Es realmente hermoso este lugar.

Pasos por Pastrana

Para el visitante que recorre con parsimonia esta villa de la Alcarria, no se acaba nunca la sorpresa: la contemplación, uno a uno, de los monumentos más señalados permite seguir el paseo, tranquilo y dispuesto a recibir sorpresas, por las calles, callejas, plazas, rincones, pasadizos y fuertes cuestas que la villa tiene. En esos lugares, anónimos o con nombres evocadores, está también el encanto y la monumentalidad de esta población. Que si tiene el apelativo de principesca por su historia, demuestra luego ser campesina, letrada, carmelita y artesana por sus cuatro costados.

Pastrana sólo puede descubrirse andando una por una sus calles y plazas. Hay algunas zonas que recomendamos no perderse. Así, el llamado barrio del Albaicín, donde tradicionalmente se dice vivieron los moriscos que, en gran número, trajo de las Alpujarras a su villa ducal don Ruy Gómez de Silva. Allí pusieron sus casas y talleres estos individuos, dedicados durante largos años al trabajo de la seda. En este mismo barrio tuvo casa, viviendo en ella y escribiendo algunas de sus más famosas obras, el dramaturgo Leandro Fernández de Moratín.

La calle de la Princesa de Éboli, ó Calle Ancha por la que se entra a la villa, ofrece un buen conjunto de edificios populares, destacando entre ellos el gran Palacio Viejo de antigua portada gotizante y cuestudos jardines que pronto se cuajarán de lilas. En la Calle Mayor, que desde la Plaza de la Hora asciende suavemente hasta la Colegiata, también abundan los buenos ejemplos de construcciones reciamente alcarreñas, con planta baja de mampostería ó incluso sillar, planta alta de revoco en yeso, y tinados con galerías cubiertas bajo los pronunciados aleros. Se ven escudos de armas por los muros y en los interiores frescos y oscuros se paladea la poesía conceptual de otros siglos.

En la plaza de la Colegiata destaca el edificio del Ayuntamiento, que guarda estrictamente su antigua apariencia, que no es otra que la de un gran caserón revestido en su fachada del clásico aparejo toledano con sillarejo y alternando con anchas hiladas de ladrillo. En el muro frontal se empotra un antiguo escudo municipal del siglo XVIII tallado en piedra. Ese escudo, timbrado de corona ducal y adornado de múltiples lambrequines, ofrece como en sintético emblema la historia de la villa. En el cuartel primero, una letra P cruzada de una banda y escoltada de dos flores de lis; en el segundo cuartel, una cruz, una calavera y una espada, símbolos de hermosa leyenda que dice que Pastrana está dispuesta a defender la cruz con la espada hasta la muerte. También en esa plazuela, y frente a la iglesia mayor, se ven unas antiguas casas de alta galería abierta con arcadura de ladrillos, que pertenecieron a los clérigos capitulares de la Colegiata.

Los nombres del Heruelo, del Almendro, del Pilar, de las Animas (estos últimos en el barrio alto del Albaicín), de la Castellana, de las Siete Chimeneas, de las Monjas, etc. son algunos de los que sirven para nombrar las estrechas y frescas callejas pastraneras. La cuesta de la Castellana, muy pronunciada, también ofrece un precioso panorama de alcarreños perfiles. Es, en definitiva, todo un apretado conjunto de espacios urbanos que definen de magnífica manera a esta villa tan reciamente hispana que es Pastrana.

Serán estos días de Feria Mielera que van entre el 5 y el 8 de marzo los que permitan a cientos, a miles de curiosos, volver a Pastrana, o descubrirla. Será esa voz que no se dice la que les hablará. La voz del hidalgo pobre con golilla, la de la gitana que arregla cacharros de cobre, la del maestro de primeras letras que sabe rígidamente latín y lo enseña con un mimbre fino. Una Pastrana de siempre que está abierta, para ti, lector. Abierta y palpitante. Dulce de mieles.

Propuesta de lecturas

La última publicación sobre Pastrana es el libro que firma Esther Alegre Carvajal, y edita Meral, cuajado de fotografías de gran tamaño. Es parte del primer tomo de esa “Tierra de Guadalajara” que ha editado Diputación y que el pasado jueves 26 de febrero se presentó en un hotel de Madrid. Un lujo de impresión, de textos e imágenes, que nos ofrece nuevamente la historia y el pálpito de esta villa. Otra ayuda, imprescindible, para saber más de Pastrana.

Y más específico, pues solamente trata de los tapices de la colegiata, pero estos los mira del derecho y del revés, con todos sus datos, orígenes, motivos, escenas, autores, y cualquier cosa que se quiera saber de ellos, está el libro titulado Textiles y tapices de Castilla-La Mancha que escribieron el pasado año los especialistas Victoria Ramírez y José María Ferrer.

El Palacio Ducal, a la espera de su uso

Tras una meticulosa restauración, llevada a cabo por la Universidad de Alcalá, y tras haber invertido muchos millones de Euros, se ha conseguido dar un vuelco a la realidad del palacio ducal de Pastrana: hoy es un espacio perfectamente recuperado, elegante, útil, limpio, con ganas y posibilidad de hacer que Pastrana despegue hacia la cultura y el turismo de una forma insospechada.

Pero el palacio, más de cinco años después de haber sido completamente restaurado, no se abre. Solamente en este caso de la Feria Apícola, y muy puntalmente a lo largo del año (y siempre por iniciativa del Ayuntamiento). Al parecer, la razón que se da desde altas instancias para no poner en marcha e infundir vida al edificio, es que no se ha concretado todavía el uso científico que tendrá, pues gracias a ese plan de uso universitario se consiguió la ayuda. Pero el tema, que es de mero papeleo, no parece que justifique ese plantón en que está el Palacio. La economía de los pastraneros, el despegue de la villa en esta hora difícil de una Alcarria rural en despoblación, no se puede permitir el lujo de tener un máquina, así de potente, parada. Ni un solo año más.

Alguien tendrá que dar el acelerón, y por las trazas, quien tiene ahora la palabra es el Rector de la Universidad de Alcalá, Virgilio Zapatero. El Ayuntamiento de Pastrana está dispuesto a colaborar en lo que haga falta, pero… alguien tiene que ir no ya a cortar la cinta, sino a poner aquello en marcha. Los alcarreños estamos pidiendo y deseando que sea cuanto antes.