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enero, 2009:

Donceles y Muertos que leen

© Todas las fotografías son del autor.
En el bicentenario de la muerte del “Doncel de Malta” (ocurrida en 1808) y aprovechando que a algunos les ha dado por descubrir “muertos que leen” ignorando todo lo que se ha dicho sobre el tema hasta ahora, y en esta provincia, voy a reproducir el artículo que publiqué en 1997, y no en este periódico precisamente, sino en un libro titulado “El Doncel de Sigüenza” que firmó el Cronista seguntino Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, y que fue quien permitió que yo pusiera, entre las páginas 65 a 71 del centro de su libro, estas investigaciones que hace ya bastantes años inicié, y que posteriormente he ido completando, con visitas personales a todos estos túmulos de donceles y “muertos que leen”.

 

El Conde de Beaujolais, en su enterramiento de la Catedral de Saint John de Malta. Medita tumbado y tiene en las manos un plano de La Valetta.

 

El Doncel de Malta 

En el centro mismo del Mediterráneo, a una distancia similar de Gibraltar y de Estambul, a poco más de 200 kilómetros desde la costa africana, y a un centenar de kilómetros de Sicilia, se alza plana y suave, despejada de árboles y densa de historias la isla de Malta. Los caballeros de la Orden de Malta, extraídos durante varios siglos de lo más granado de la aristocracia europea, establecieron en esta isla un estado soberano, y pusieron su capital en un puerto natural de la costa norte, que aún hoy, como hace varios siglos, permanece a cubierto de cualquier ataque rodeado de altas murallas sobre el mar, albergando en su interior infinidad de palacios, iglesias y monumentales perspectivas propias de una ciudad que parece anclada en el siglo XVIII. 

Una vez en la catedral de San Juan, un murmullo de historia recorre el pavimento, los abovedados cielos cuajados de pinturas, los muros sembrados de impresionantes túmulos de arrebatado barroquismo donde solemnes caballeros pregonan su constante afán por defender el ombligo del Mediterráneo frente al turco. El suelo de este templo está totalmente cubierto por cientos de grandes lápidas realizadas en taracea de mármoles de colores donde se pintan los escudos, las leyendas y aún retratos de los grandes maestres de Malta. Tras pasar las capillas de los castellanos, de los aragoneses y navarros, llegamos a la de la lengua de Francia. 

Allí está, bello y pálido, el retrato yacente del príncipe Luis Carlos Aurelio. Es una estatua de mármol blanco que representa a un militar francés en vestimenta de principios del siglo XIX, acostado sobre su lado izquierdo, apoyando su cabeza de cerrados ojos durmientes sobre la mano izquierda, mientras la derecha, indolente, sostiene un pergamino en el que aparece, tallado, un plano, que muestra concretamente la situación de Paris y Fontainebleau. Tras de él, una talla en medio relieve que representa la virtud del muerto. En el mármol gris del sepulcro, aparecen estas frases en latín decadente: 

PRINCIPI ILLUSTRISSIMO ET SERENISSIMO
LUDOVICO CAROLO AURELIANENSI,
COMITI DE BEAUJOLAIS
IN MELITA INSULA
QUO SE AD REFICIENDAM VALETUDINEM CONTULERANT,
ANNO DOMINI MDCCCVIII.
DIE MAII VIGESIMA NONA
DEPEXCTO
ET IN HAEC SANCTI JOANNIS AEDE. 

* * * * * * 

INTER SUMMOS MILITENSIS ORDINIS MAGISTROS 
CONSEPULTO
HOC MARMOR
PIAE RECORDATIONES MONIMENTUM 
DICAVIT.
FRATER AMANTISSIMUS ET DILECTISSIMUS  
LUDOVICUS PHILIPUS, FRANCORUM REX.
ANNO DOMINI MDCCCXLIII. 

Esto es todo lo que sabemos de este magnífico y emocionante «Doncel de Malta». Hermano del rey Luis Felipe de Francia, murió el 29 de mayo de 1808, siendo allí mismo enterrado y construido luego el monumento y estatua a costa de su real hermano en 1843. Formaba parte este individuo del ejército francés puesto por Napoleón en 1798, cuando de paso hacia Egipto conquistó y se anexionó la isla de Malta, expulsando a sus maestres y caballeros. Aunque finalmente los ingleses se harían con el poder en la isla desde 1815 por el tratado de París, durante unos años se sucedieron las revueltas de los nativos contra los ocupantes franceses, muriendo en estas trifulcas el caballero hoy tallado en mármol. De su estatua sabemos que la talló Jacques Pradier (1794-1852), en 1843, y que la placa al estilo de Cánova que cubre su espaldar es de mano de Augustin-Felix Fortin (1736-1832). El arrebatado romanticismo de la estampa del «Doncel de Malta» no tiene comparación con la serenidad clasicista de la estatua de Martín Vázquez de Arce en Sigüenza. Pero la similitud de actitudes ante la vida, la sorpresa de la muerte en batalla, en plena juventud, y el aire de resignada espera que la dureza del mármol impregna a su actitud le hace familiar y querido. 

Enterramiento de Federico de Antioquia, en la cripta de la catedral de Palermo. Podría llamarse "El Doncel de Sicilia" porque duerme y lee ante la eternidad, tallado en piedra.

 

El Doncel de Palermo 

 En la cripta de la Catedral de Palermo (Sicilia, Italia), y sin que ningún antecedente existiera escrito sobre esta preciosa estatua yacente, bajo un arco apuntado nos aparece «el Doncel de Sicilia», un enterramiento medieval que contiene los restos de un misterioso caballero cruzado, Federico de Antioquía, muerto en 1305, y cuya estatua yacente luce encima, tallada por alguno de los miembros de la familia/escuela de los Gagini. Se trata de un individuo un tanto hierático en su aspecto, revestido de armadura metálica, las piernas cruzadas por haber muerto, sin duda, en batalla contra los moros, y a los pies depositado su yelmo o celada. Apoya el cuerpo sobre su costado izquierdo, y reposa su cabeza sobre la mano de ese lado, cuyo codo descansa a su vez en un manojo de almohadones. Con la mano derecha mantiene abierto un libro que se apoya en su cadera, y que, si antes lo estuvo leyendo, ahora le ha entrado el sueño y sólo lo señala, abierto, y lo muestra al visitante. El no lee, ni medita, como el seguntino Martín Vázquez. El caballero mediterráneo Federico de Antioquía está, resueltamente, dormido. La lápida que en un primitivo gótico ofrece la escena de la Anunciación y los escudos del caballero, nos dice algo sobre su condición de magnífico guerrero («miles magnifico») y hermano del arzobispo de Palermo don Olegario. 

El interés de esta estatua radica en la demostración que efectúa  de que la corriente de tallar estatuas funerarias con un sentido especial que sobrelleva la simple pérdida de la vida, y representar caballeros, luchadores, en actitud de descanso o dormición, mientras exhiben papeles y libros que demuestran su afición a las letras, es algo de muy antigua y prolongada tradición en las tierras del Mediterráneo. Si líneas más arriba hemos visto el que pudiera considerarse último eslabón de esta cadena (el «Doncel de Malta» como hemos llamado a la estatua yacente del vizconde de Beaujolais), esta de Palermo se pondría sin discusión al comienzo de la cadena: este Federico de Antioquía es el caballero yacente, meditabundo y lector más antiguo de toda la Mediterranía. En España la tradición es amplia, llena de excelentes figuras entre las que, sin discusión, y sin falsos chauvinismos, destaca la tallada cifra caballeresca de don Martín Vázquez de Arce, el Doncel de Sigüenza. Aunque con muchas razones sospechamos fue tallado en Guadalajara, en el taller de Sebastián de Almonacid, la tradición sigue queriendo que fuera de la mano de algún italiano, de Sansovino, por ejemplo, que en aquellos años anduvo la Península, y que tenía ya por entonces, en los finales años del siglo XV, la gloria de haber tallado en la iglesia de Santa María del Popolo, en Roma, las estatuas sepulcrales del cardenal Girolamo Rosso y la de Ascanio Sforza, sin duda claros antecedentes del Doncel, pero también, con menos duda aún, clarísimos herederos de este Doncel siciliano que, un tanto primitivo, inicia un camino muy utilizado en los países mediterráneos. 

El conde de Tendilla, don Iñigo López de Mendoza, muerto que lee en su enterramiento de la iglesia de San Ginés, de Guadalajara.

 

Y otros Donceles españoles 

 En España no puede dejar de admirarse la rica factura del sepulcro de Antonio del Corro, en la iglesia parroquial de San Vicente de la Barquera, en Cantabria. El ilustre inquisidor vio su figura tallada por Juan Bautista Vázquez el Viejo, quien aprendió este escorzo en Italia, cuando allí viajó a formarse. Después del Doncel seguntino, el cántabro es el mejor de la Península. Contemporáneo suyo, además. Pero si alguien quiere empaparse de Donceles españoles, puede hacerlo con una «tournée» no excesiva. Puede ir al monasterio de Montserrat y ver el enterramiento de Bernardo de Vilamarí, o a la iglesia parroquial de Bellpuig y admirar el soberbio conjunto en el que descansa, dormido y apoyado sobre su mano, el caballero Ramón Folch de Cardona. También en Salamanca hay más de un ejemplo: en la iglesia de San Martín está la estatua semiyacente de Roberto de Santiesteban (que como Corro y Martín Vázquez está con los ojos abiertos, leyendo o meditando), en la iglesia de San Martín descansa Rodrigo de Maldonado, y en la catedral nueva está Francisco Sánchez de Palenzuela. El segundo de ellos lee un libro, aunque tiene su mano en la sien, en una postura un tanto forzada. También en Guadalajara hay dos magníficos ejemplos de yacentes incorporados: son hombre y mujer, y proceden sin duda del mismo taller que tallara al Doncel seguntino. En la iglesia de San Ginés, hoy muy destrozados por la Guerra y sus agentes, están los bultos en mármol de Iñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, y de su esposa Elvira de Quiñones: despiertos, incorporados, lectores de sendos libros, lloran su muerte sendos pajecillos dolientes puestos a sus pies. 

El Inquisidor Antonio del Corro, en la colegiata de San Vicente de la Barquera, en la Montaña de Castilla, espera la resurrección leyendo.

 

  Son todos ellos claros ejemplos de ese arquetipo que podríamos denominar «el muerto que lee», y que aparece si cesar en la ruta monumental de la Europa mediterránea. El de la oscura cripta de la catedral de Palermo es, sin duda, el más antiguo de todos los hasta ahora conocidos, y bien pudiera tenérsele por el antecedente más venerable del Doncel. Pero seguro que la imagen deriva de anteriores modelos, y sin forzar mucho, cualquier especialista en la Antigüedad clásica nos entregaría algún ejemplo pretérito. Es, en cualquier caso, un motivo muy atrayente para seguir viajando por el ámbito mediterráneo. 

Epílogo en Portugal  

En la catedral de Lisboa hay dos, por falta de una, estatuas de muertas lectoras. Curiosamente, son mujeres. En dos capillas contiguas de la románica sé lisboeta, aparecen un par de matrimonios enterrados, desde el siglo XV. En una está el rey Alfonso IV de Portugal, revestido de sus arreos militares y reales, empuñando con su mano una enorme espada, y con un perro dormitando a sus pies. En el enterramiento parejo aparece su esposa, la reina doña Beatriz de Portugal, con su testa coronada, y las manos cogiendo un enorme libro que, abierto, lee, y en el que están talladas finamente unas frases latinas de alabanza a Dios. 

Enterramiento de la Reina Beatriz de Portugal en la catedral de Lisboa

 

En la capilla contigua, se encuentra enterrado el caballero don Lopo Fernández Pacheco, cortesano del anterior rey, compañero de armas suyo, que también lleva gran espada sobre el cuerpo y perrazo a los pies. Es su mujer, doña María Villalobos, quien sostiene en sus manos un libro de enorme volumen, de muchas páginas, que en las que mantiene abiertas se leen palabras latinas de contenido religioso. En esta ocasión se pone de manifiesto ese antagonismo, complementario en la vida, de la actividad militar (los hombres con sus espadas) y la intelectual (que la exhiben sus mujeres con la lectura de sendos libros). 

El libro que lee María de Villalobos en la catedral de Lisboa. Otra muerta que lee.

 

Las bodegas de Horche

Tan cerca está Horche, que a muchos alcarreños nos pasa desapercibido. Pero esta villa de la altura, en crecimiento imparable, tiene muchos motivos para ser centro de la atención de historiadores y viajeros, de folcloristas y curiosos. Tiene una historia densa, muchas veces protagonizada por la rivalidad con la cercana capital; tiene monumentos de categoría, como su iglesia, sus ermitas, y hasta sus bodegas, como luego veremos; tiene unas fiestas con encierros que pasan por ser de las más animadas de toda la Alcarria; y tiene finalmente unas rutas que hacerse entre los cerros, las sierras, las fuentes y las leyendas, que no dejará indiferente a nadie.

Los bodegones de Horche

Una historia por venir

La historia de Horche fue escrita, a mediados del siglo XVIII, por un fraile mercedario que había nacido en el pueblo a finales de la anterior centuria. Curioso, científico a su modo, incansable, fray Juan de Talamanco consiguió llevar al folio todo el saber ancestral de su villa natal. Durante mucho tiempo esa fue la única fuente en la que se pudo beber para saber datos y procesos en el devenir de esta villa. Desde su nombre, tan controvertido en su origen y en su uso, hasta los privilegios reales y las leyendas nacidas de su geografía y avatares.

Concluia una nueva historia, de Horche, su villa de adopción, el periodista Juan Luis Francos Brea en la primavera del pasado año 2008, y moría tras acabarla de escribir, un par de meses después. Una historia [hablo de ella porque la he visto, me la he leído, y la conozco en profundidad] hecha al aire de los nuevos tiempos, moderna y sabia, sin falta alguna: sabiendo qué pasó realmente en “tiempos de los moros” y cómo ha evolucionado el rito de los encierros. Sabiendo quien hizo las campanas del templo (las varias veces que ha habido que hacerlas) y por qué se llevaron tan mal los horchanos con los guadalajareños.

Una historia que gracias a la generosidad de la familia de Juan Luis Francos, y al entusiasmo por todo lo alcarreño de una editorial de nuestra tierra, va a salir en forma de libro muy pronto, en un par de meses como mucho, en grueso tomo profusamente ilustrado, y con todo el saber que sobre Horche fue atesorando el autor, hasta el momento mismo de su muerte, en que expresó su deseo de que viera la luz, para conocimiento de esta y futuras generaciones.

Las bodegas de Horche

He mirado estos días en bibliotecas y bibliografías, y he comprobado que recientemente han aparecido algunos libros que tratan de Horche. Unos cuantos, sucesivos, formando serie, se han dedicado a reproducir las fotografías antiguas relacionadas con el pueblo y sus gentes. Ha sido Tomás Bogónez el encargado de recogerlas y ponerlas en orden.

Otro, debido a la iniciativa del mismo artista, que plasma sus ideas en imágenes fotográficas, se refiere a las Bodegas de Horche, y aunque es una obra fundamentalmente gráfica, viene a ser la expresión del alma de la villa, un alma que está palpitante y escondida, bajo tierra, en semioscuridad, pero siempre alegre y creativa. En las fotografías de Bogónez, en el libro de limpias páginas que editó el Ayuntamiento de Horche hace unos años, late una historia que tiene, probablemente, más de mil años. Porque la mayoría de los autores, y la voz popular que es infalible, califica el origen de estas bodegas horchanas como árabes, pues la posición estratégica de Horche, al borde de la meseta dando vistas a los valles del Ungría y el Tajuña, tuvo un castillo (al que llamaron de Mairena, por María Reina) y ya población que lo defendiera en esa época.

De tantos siglos corriendo ha quedado fraguado el silencio, la humedad y la paz de las bodegas en unas 200 que todavía existen en la villa. Se dice que llegaron a ser 500 a principios del siglo XX, pero la plaga de la filoxera que destruyó tantas viñas acabó con muchas perspectivas vitivinícolas. Hoy se usan unas 70, pero con el esmerado cuidado de sus dueños, que las miman, las mantienen y las dan vida.

Esta es una parte muy señalada de Horche, que Juan Luis Francos en su inminente historia refiere con todo detalle, y que ya es posible admirar en las fotografías de Bogónez.

En el Plan de Ordenación Urbana que en 2004 elaboró el Ayuntamiento horchano, figuraban unas cuantas bodegas como elementos arquitectónicos y patrimoniales a proteger. Con protección estructural aparece la “Bodega de Sixto”, que es monumental realmente, y con protección ambiental, las bodegas de Muñoz Moya, de Alfredo, de Felipe “el Hortelano”, de Salas, de Joaquín Escribano, de la Francisquilla y de la Piedra de la Comuna.

Están excavadas, la mayoría de ellas, en la propia tierra, en la parte baja de las casas, y ofrecen su entrada desde el portal, o en los aledaños del caserío. Son normalmente húmedas, con una superficie adecuada a la producción vinícola familiar. Muestran sus techos abovedados, pasillos generalmente rectos, huecos a derecha e izquierda para las tinajas (que en su gran mayoría eran compradas en Colmenar de Oreja) y alguna estantería de madera, siempre húmeda,  algo salitrosa, sobre las que se colocan las botellas, garrafas, damajuanas, vasos, cántaros y un montón de útiles varios y profusos.

Estas bodegas horchatas, como todas las de Alcarria, se mantienen siempre en la misma temperatura: la media anda entre los 12 y los 14 grados, y ni en el más crudo invierno bajan 3 más, ni en lo peor del verano suben otro tanto. Esa atmósfera templada y permanente sirve también para guardar adecuadamente los productos perecederos de la huerta. De ese nivel de temperatura atmosférica depende el inicio y la duración de la cocción de los caldos y de su grado de humedad el sabor del vino.

Al perder volumen las cosechas de vino en Horche, sobre todo tras la epidemia de filoxera a comienzos del siglo XX, se fueron arreglando para servir de almacén y de lugar de estar, de espacio comunitario y de convivencia.

De las tres fechas que en la Alcarria están elevadas a la categoría de mito, y que son, a saber, la vendimia y posterior pisado de la uva, el esquileo y la matanza del cerdo, prácticamente solo queda viva la primera. Ello ha hecho permanecer activas a las bodegas. Y aún más lo ha conseguido el hecho de haberse creado el Concurso del Vino de Horche, que se celebra el último domingo del mes de abril, y que lleva ya 28 ediciones en el cuerpo, con lo que supone de estímulo para todos cuantos producen caldos con la uva de sus viñas y el calor de sus bodegas, disputándose el mérito de ser los mejores.

Entre las bodegas actuales, creo que las más impresionante es la Bodega de Sixto, considerada Bien patrimonial en Horche, y sin duda es un monumento a conocer. Tiene dos pisos, con dos caños o pasillos en el piso inferior, y otro central en el superior, más su cocedero y un pilo grande. La altura de sus naves, lo bien dispuesto de sus arcos y bóvedas, el aire denso y agradable que en ella se respira, la hace sin duda ser una meta en cualquier visita a Horche. Además hay otras como la conocida con el títilo de “El Metro”, con forma de aro, en cuyo perímetro hay oquedades, en cada una de las cuales está un símbolo del Metro de Madrid y el nombre de una estación de la Línea 1 (Cuatro Caminos, Iglesias, Chamberí,…). Durante una temporada se usó también como taberna, y en ella los grupos de amigos se acomodaban cada uno en una “estación” y se lo pasaban de miedo tomando sus vinos y merendando. Se vendía vino a granel, y venían gentes de fuera, de Guadalajara y de Alcalá. Todavía cuenta Damián Catalán, el hijo del dueño, que había meses de verano que llegaban a vender 400 arrobas (6.400 litros), y en invierno hasta 100.

Otra interesante bodega, sin duda, es la Piedra de la Comuna, de planta circular, con unos 2 metros de diámetro interior, pero en los que caben, en sus paredes, hasta 12 huecos para otras tantas tinajas, soportando el conjunto una columna central. De muy buena piedra labrada son los muros de la bodega de Pepe “Musín” y en general todas tienen su interés y su gracias. Bogónez supo verla y plasmarla con su cámara en el interesante libro al que remito al lector, para que se planifique y suba a Horche, buscando las dichas, o alguna más, como la de Julián y Benjamín Chiloeches, limpia y pulcra, museo auténtico del ruralismo alcarreño; o la de José Antonio Martínez, más moderna pero igualmente recoleta; o la de Saldaña, gigantesca y pura; o la de Regino, oronda de vientres subterráneos, de grandes tinajas, de húmedos regustos… todas son únicas, diferentes y mágicas.

Cantares de Horche

Otro libro, este muy reciente, de hace tan solo unos meses, que el Ayuntamiento de Horche ha apoyado con su edición, es el escrito por José Antonio Pérez Martínez y titulado “Cantares”. Es un voluminoso libro de 304 páginas en las que el autor vierte su inspiración en forma de seguidillas (180), jotas (360), despedidas (40), villancicos, y otras muchas y variadas canciones. Surgen de su pertenencia a la Ronda de Horche, esa institución multisecular, sin ordenanzas ni presidentes, pero con vida propia, como si de un ser bilógico y activo se tratara. La Ronda es rondar, y si no se ronda no hay Ronda, que dijo Perogrullo, pero que define en una sola frase muy bien lo que este latido horchano. Pérez nos ofrece un gran libro de letras y cantares, actuales, evocadores, sencillos, alegres… y al aire de su inspiración va dejando también caer la memoria de días, de fiestas, de formas de cantar y rondar.

Unos libros, unas memorias, y un carácter que, sin duda, se van a ver muy pronto aumentados y tallados en las páginas realmente definitivas de esa gran “Historia de la villa de Horche” que ha escrito Juan Luis Francos, y a cuya memoria irá dedicada cuando aparezca.

Un centenario con sabor alcarreño: Santa María Micaela

En estos días se ha cumplido el segundo centenario del nacimiento de una mujer que llenó el siglo XIX con su actividad y fue recompensada por ello con el grado máximo que un cristiano puede obtener: el grado de la santidad.

Micaela Desmiassiéres y López de Dicastillo nació en Madrid, el 1 de enero de 1809, en los turbulentos momentos en que la patria está sacudida por una terrible guerra, que es de independencia frente al invasor francés, y es civil entre liberales y absolutistas. El odio y la venganza corriendo por todas las venas, y abriéndolas para soltar la sangre, y con ella la vida, de cientos de miles, quizá de millones, de españoles.

 

Una referencia biográfica

La relación de esta santa española, -de la que se cumple ahora exactamente el segundo centenario de su nacimiento-, con Guadalajara, pasa por la presencia siempre brillante y vibrante del panteón de la condesa de la Vega del Pozo, del gran complejo educacional de San Diego de Alcalá (las Adoratrices), y de tantos y tantos otras cosas que fueron creadas por su sobrina, la duques de Sevillano, doña Maria Diega Desmaissiéres y Sevillano, condesa de la Vega del Pozo, y vizcondesa de Jorbalán, título este último heredado de su tía la santa.

Daré aquí escuetamente algunos datos de su vida, porque sé que hay muchos lectores que quieren tener estos datos, que son los que mejor centran una vida y una actividad. Una vida llena, la de Micaela Desmaissiéres, una vida entregada y un riqueza –la de su familia que ella pudo disfrutar- distribuida generosamente en el difícil siglo que la tocó vivir.

Fue su padre el general Miguel Desmaisières y Flores, leal a Fernando VII y participante en la guerra contra los franceses. La niña fue trasladada a Pau en cuyo colegio de Ursulinas se formó. Su padre murió en 1822 y Micaela siguió al lado de su madre Bernarda López de Dicastillo y Olmeda, condesa de la Vega del Pozo y marquesa de los Llanos de Alguaza. Por tener muchas propiedades en tierra de Guadalajara, todos los veranos venía a esta ciudad, viviendo en el palacio de su familia (hoy Colegio de los Hermanos Maristas). Desde pequeña se inició en los impulsos caritativos, poniendo aquí una escuela para 12 niñas donde las enseñaba la doctrina, coser, planchar. Su madre murió en 1841 y entonces queda sola aunque no desasistida, pues su riqueza es inmensa.
El 6 de febrero de 1844, es una fecha fundamental para Micaela, según ella ha explicado, porque por primera vez visita el Hospital de San Juan de Dios acompañada de su amiga, y pedagoga, Ignacia Rico de Grande.
Ese día se encontró allí con “la joven del chal de cachemir”, anécdota que ella cuenta detalladamente en su autobiografía, donde dice:  “De esta historia y otras muchas… que en mis continuas visitas al hospital tuve lugar de saber y ayudar, nació mi primera inspiración de poner una casa o refugio donde pudieran vivir una temporada las jóvenes que salían del hospital…
Y en ello trabajó hasta conseguir abrir, en abril de 1845, un primer colegio que monta en una casa de la calle Dos Amigos de Madrid, siendo regido por ella y una junta de 7 señoras más. Al año siguiente recibió de forma oficial el título heredado de su padre, el de Vizcondesa de Jorbalán, y durante un tiempo vive en Madrid en opulenta riqueza. Pero es el padre Carasa, sacerdote jesuita, quien la inquieta y propone que dedique todo su tiempo a la caridad. Tiene suficiente dinero para, de momento, dedicar las mañanas a la caridad, y las tardes al mundo.
Es en los ejercicios espirituales de abril de 1847 cuando Micaela se convertirá completamente a Dios. Cuenta que un mes después recibió “una gracia decisiva”. Y cuenta “Sentí un trastorno muy grande y una luz interior que obró en mí efectos muy marcados...” Y ya en 1850 se hace cargo personalmente del colegio que había fundado en Madrid: vende sus joyas, sus vajillas y el equipaje para que la casa subsista. Se sirve aún de maestras seglares pues no es fácil encontrar “vocaciones de mártir”. En 1853 toma el nombre de Sacramento y con las alhajas que la quedan construye una custodia. Una de sus amigas, Ana Ballesteros, toma también el nombre de Hermana Caridad, y en 1856 crean ambas la Congregación de Adoratrices, Esclavas del Stmo. Sacramento y de la Caridad. Micaela se ha convertido ya en Madre Sacramento y ese mismo año escribe unas constituciones que serán aprobadas por la Santa Sede en 1861. En el siglo XIX, y más en esa década de movimientos sociales muy radicales, la inquietud hacia la protección de los muy pobres surge en muchas voluntades. De esa enorme voluntad de madre Sacramento surgen enseguida colegios en Zaragoza, Valencia, Barcelona y Burgos, El último surge en Santander, en 1865.
A comienzos de agosto de 1865, en plena canícula, Madre Sacramento está en Guadalajara escribiendo su vida. Vuelve a Madrid por no encontrarse bien de salud. Y allí se entera de que en Valencia ha aparecido un gran brote de cólera y algunas hermanas y colegialas han caído enfermas. No lo duda un momento, y acompañada de la hermana Catalina de Cristo se va a la capital del Turia en tren. En la parada que este hace en Aranjuez, tratan de disuadirla de su viaje “¿Vas a morir por las desamaparadas?” Y ella responde: -Son mis hijas… Y sigue el viaje.
A las 8 de la noche recibió el viático y al las doce menos cinco minutos de la noche, entregó su alma a Dios. Junto con ella morían una hermana y dos colegialas. Siempre se ha tenido por muy ejemplarizante y conmovedor el anecdotario de aquellos días de fin de agosto de 1865, en los que la madre Sacramento, sabiendo el enorme peligro que corría, quiso personalmente ayudar y acompañar a sus hermanas y muchachas acogidas enfermas, encontrando rápidamente la muerte por el cólera.

Un par de decenios más tarde, y a instancias de su instituto de monjas adoratrices, se inició el proceso de beatificación y canonización. Fue largo como casi todos… pero al fin la Santa Sede cumplió todos los trámites, alcanzando en junio de 1925 la beatificación, y finalmente en marzo de 1934 la calidad de santa.

Otros detalles de Santa Micaela del Santísimo Sacramento

Es destacable el hecho, incidental pero aclaratorio de su importancia social, del apostolado que Micaela Desmaissiéres ejerció sobre la casa real española, especialmente sobre la dama reinante en aquellos años, Isabel II de Borbón. En los últimos años de su vida esto le ocupó una buena parte de su tiempo. Después de haber abandonado, para no volver jamás, los salones del regio palacio, donde lució sus juveniles galas, volvió a palacio llamada por la misma reina y obligada por su confesor, San Antonio María Claret. La reina, que era de todo menos una santa, con Micaela se sinceró y se dejó llevar de sus consejos, tratando siempre de mantenerse totalmente al margen de intrigas políticas: incluso ella confiesa que hizo solemne voto de no pedir, jamás, algo a la reina.

Además de la congregación de religiosas adoratrices, Santa Micaela fundó en España las Escuelas Dominicales, según una idea traída de Bruselas y que implantó en Madrid, Zaragoza, Valencia y Murcia, extendiéndose desde allí por todo el país. Las “conferen­cias de San Vicente de Paul” la contaron igualmente entre sus miembros e intervino en la fundación de las de Zaragoza.

Una de las facetas más interesantes de la santa es la escritora. De ella han quedado varios documentos con la historia de su vida y de sus fundaciones, con los favores y luces que recibía de Dios, escritos por obediencia a sus confesores. Esta faceta de su vida es aún poco conocida aunque su autobiografía ha sido ya publicada, y con ella una inmensidad de datos que sirven para conocer mejor tanto a la santa, como a toda su familia, a su padre el general, a su madre de la familia de los López de Dicastillo, hidalgos navarros, todos ellos enormemente enriquecidos a partir de la Desamortización de Mendizábal. No es una casualidad que precisamente esta familia, luego en manos de su sobrina la duquesa de Sevillano, tuviera entre sus enormes propiedades las tierras justas, exactas, que habían sido antes de los jerónimos de Lupiana. Menos el propio monasterio, que lo compraron los Páez Xaramillo, el resto de las tierras jerónimas que englobaban especialmente los llanos de la Alcarria que media entre el Henares y el Tajuña (y que hoy es la finca de Villaflores, el sanatorio de Alcohete, los llanos entre Guadalajara y Yebes donde está asentando Ciudad Valdeluz y la Estación del Ave, etc,) pasaron a ser propiedad de su sobrina, María Diega Desmaissiéres y Sevillano, quien al morir soltera y sin testar dio origen al más increíble proceso de declaración de sucesores que se ha dado en España. De ese largo y enrevesado pugilato, surgió el Conde de Romanotes, los marqueses de Casa Valdés, y algunas otras familias adláteres como propietarias de esos terrenos de los que, aún, tanto se habla.

El recuerdo de la santa en Guadalajara

El palacio de los vizcondes de Jorbalán, donde hoy todavía tiene su sede el Colegio de los Hermanos Maristas, fue el lugar de residencia en Guadalajara de Santa María Micaela. Precisamente en la ciudad de Guadalajara vino a quedar la casa más importante y numerosa de la Congregación que ella fundó, la de religiosas Adoratrices. Esto fue realidad porque su sobrina, Diega Desmaissiéres, levantó en las afueras de la ciudad un gran edificio para servir de Asilo y Casa de recogida de muchachas con vida difícil, y al morir esta señora en Burdeos, todos quedaron de acuerdo en que las monjas heredaran de ella, al menos, esa edificación y con ella el cuidado del panteón de los Desmaissiéres y López de Dicastillo.

Un interesante libro que nos da muchos datos es el editado por Edibesa en 2004, y escrito Alberto J. González Chaves, titulado “Vida De Santa María Micaela del Santisimo Sacramento: La Santa de la Eucaristía, con 310 páginas de información.

Llaneando hasta el Cubillo de Uceda

Salen los viajeros hacia el oeste, [de la provincia] y pasado Marchamalo, Usanos y Fuentelahiguera, poco antes de llegar a Uceda se encuentran con un pueblo en alto, abierto, despejado, de aspecto muy llano,r y muy pulcro: es El Cubillo de Uceda, un lugar al que otras veces han ido, pero en el que siempre paran, porque da gusto, y porque además tiene novedades, espléndidas obras de arte, acogimiento siempre.

El viajero debe ir pertrechado de su máquina de fotos, y con buena cantidad de píxeles en su receptor de imágenes, porque luego va a poder sacarle provecho, simplemente mirando en la pantalla del ordenador, a tantos detalles fantásticos que en su iglesia parroquial, en su fachada occidental, le van a saltar a la vista.

El abside románico-mudéjar de la iglesia parroquial de El Cubillo de Uceda

En sitio alto y despejado, sobre el extremo norte de la meseta campiñera que media entre Henares y Jarama, casi asomándose a este úl­timo río, asienta el caserío, amplio y cómodamente urbanizado, de El Cubillo de Uceda. En su término quedan los mínimos restos de dos despoblados muy antiguos, Valdehaz y Perocrespo, este último con seña­les de edificios y una pequeña y ya derrumbada iglesia. También a unos dos kilómetros al sur del pueblo, en el lugar llamado «El Castillejo«, so­bre un pequeño montículo en la junta de dos barrancos poco profun­dos, se ven restos de construcciones, con señales de muralla: precisaría una excavación y estudio arqueológico.

El nombre del pueblo deriva de la posible existencia de un castillete o torreón primitivo que defendiera el originario asentamiento de gentes en este lugar. Desde el momento de la reconquista y poblamiento de la comarca, El Cubillo estuvo incluido en el alfoz o Común de Villa y Tie­rra de Uceda, perteneciendo en se­ñorío a los arzobispos primados de Toledo. En el último cuarto del siglo XVI, el rey Felipe II enajenó todo el Común de Uceda, dando pri­vilegio de villazgo a las aldeas, y vendiendo a don Diego Mexía de Ovando la cabeza del territorio. El Cubillo de Uceda fue declarado Vi­lla con jurisdicción propia en 1583, y a partir de esa fecha no conoció otro señorío que el del Rey de Es­paña. Vivieron sus vecinos de la agricultura, fundamentalmente de secano, y también existió una gran tradición de fabricación de tejas y ladrillos en este lugar.

El gran monumento, la iglesia plateresca

La iglesia parroquial, dedicada a Nuestra Señora de la Asunción, es un edificio muy interesante, artísti­camente. En su aspecto exterior destaca, en primer lugar, el ábside o cabecera, orientado a levante. Es de planta semicircular, y su fábrica es de ladrillo visto, dispuesto en for­ma de arquerías ciegas en tres cuer­pos, conformando un ejemplar mag­nífico de románico mudéjar. Debe ser lo único conservado de la primi­tiva iglesia del lugar, construida hacia el siglo XII o XIII. El resto del templo fue erigido de nuevo en el siglo XVI. Destaca sobre el muro de mediodía un atrio muy amplio, com­puesto de esbeltas columnas de ca­pitel renacentista, sobre pedestales muy altos, lo que le proporciona una gran airosidad y elegancia. La portada de este muro es obra de seve­ras líneas clasicistas. En el hastial de poniente, a los pies del templo, y centrando un muro de aparejo a base de hiladas de sillar y mampues­to de cantos rodados, muy bello, destaca la portada principal, obra magnífica de la primera mitad del siglo XVI, buen ejemplar del estilo plateresco de la escuela toledana.

El ingreso se escolta de dos jambas molduradas y se adintela por un ar­quitrabe de rica decoración tallada con medallón central y abundantes grutescos, amparándose en los ex­tremos por semicolumnas adosadas sobre pedestales decorados y rema­tados en capiteles con decoración de grutescos. Lo cubre todo un gran friso que sostienen a los lados sen­dos angelillos en oficio de cariátides; dicho friso presenta una deco­ración a base de movidos y valien­tes grutescos, rematando en dente­llones. En la cumbre de la portada, gran tímpano semicircular cerrado de cenefa con bolas y dentellones, albergando una hornacina avenera­da conteniendo talla de San Miguel, y escoltada por sendos flameros. Sobre el todo, ventanal circular de moldurados límites.

El interior, obra de la misma época, mitad del siglo XVI, es un equilibrado ámbito de tres naves, más alta la central, se­paradas por gruesos pilares cilíndri­cos rematados en capiteles cubier­tos de decoración de grutescos muy bien tallada. Sobre el muro norte aparece un gran medallón de talla en que figura la Virgen y el Niño. La capilla mayor se abre a la nave central, y se cubre con bóveda de cuarto de esfera, mientras que el resto del templo tiene por cubierta un magnífico artesonado de made­ra, de tradición ornamental mudé­jar, aunque con detalles platerescos, todo muy bello y bien conservado, obra de la primera mitad del si­glo XVI. El suelo de las naves está cubierto de numerosas lápidas se­pulcrales, con leyendas y escudos tallados, correspondientes a diversos vecinos del pueblo, seglares y eclesiásticos, de los siglos XVI y XVII. El conjunto del templo, en su aspecto arquitectónico y ornamen­tal, está claramente dentro del ám­bito artístico del plateresco toledano, muy en la línea de lo que hace por estas tierras Alonso de Cova­rrubias y los de su escuela.

Y no digo esto a vuela pluma, y porque me parece, sino que la documentación que confirma que esa iglesia la trazó, dirigió y puso su mano en los detalles escultóricos fue el mismísimo Alonso de Covarrubias, está en los capiteles que coronan las columnas del interior del templo parroquial. Valga u ejemplo, de los varios que hay en el tmeplo, junto a estas líneas. Es exactamente igual a los que (y eso sí está confirmado, lo publicó doña Juana Quílez en su Revista “Investigación” de la Biblioteca Pública Provincial hace más de 30 años) Covarrubias talló en el claustro del monasterio jerónimo de San Bartolomé de Luliana. La dimensión, la estructura, las cabezas de angelitos en las esquinas, y el libro y el cofre agarrados de una anilla colgando de una cinta, son exactamente iguales. Eso nos hace personalizar y datar al autor de la iglesia parroquial de El Cubillo de Uceda: Alonso de Covarrubias, en 1535.

Cosas del pueblo… y la fuente

En el pueblo se ven varios ejemplos notables de arquitectura popular campiñera, utilizando en facha­das el «aparejo toledano» a base de hiladas de ladrillo y mampuesto de piedra rodada, con diferentes y bellas soluciones; vanos arquitrabados con maderas talladas, decoración de ladrillo en jambajes de ventanas y en aleros; buenos ejemplos de hie­rros forjados en rejas y otros ele­mentos. En el extremo occidental del pueblo destaca el edificio o caserón que la tradición dice fue el primero edificado en El Cubillo, por Hernando García, cuando se fundó el pueblo. Se trata en realidad de un caserón de planta baja y principal, con fábrica de ladrillo, mampuesto y sillar Su puerta presenta gran dintel de piedra en el que se ve ta­llado un sencillo escudo de armas. Posee también rejas interesantes, Es indudablemente obra de final del XV o principios del XVI.

Cerca del pueblo, por su extremo meridional, asienta la ermita de la Soledad, hoy dedicada a Camposanto. Presenta una puerta de doble arco y en ella grabada la fecha de 1565.

Y una de las cosas que no debe dejar de admirar, bajo ningún concepto, el viajero en El Cubillo, es la fuente de abajo, que está en la salida del pueblo hacia Uceda, aprovechando la salida de las aguas de su nivel freático, y que fue levantada en tiempos de Carlos IV, y ahora, recientemente (este pasado otoño) restaurada y acicalada hasta parecer nueva, aunque manteniendo a la perfeccón su aire antiguo, maternal, grandioso incluso.

Apunte

Para visitar la fuente de El Cubillo conviene llevar a mano el libro de las fuentes de Guadalajara, que escribió hace un par de años Juan José Bermejo. Decía así sobre ella: “Según las “Relaciones Topográficas” de Felipe II este pueblo lleva su nombre por la fuente que le nutre de agua. El Cubillo, e se llama al presente ansí por una fuente que ay, en el principio era en forma de cubo y el agua esta en forma de poco por que mana de abaxo, e que esta en un huerto que al presente es de Alonso Yzquierdo, desde alli se guiaba a donde ahora esta la fuente.

Construida tal como hoy la vemos en 1792, según reza una inscripción en su parte frontal entre sus dos caños, reinando Carlos IV, se encuentra en las afueras de la villa, en una hondonada entre la carretera y el pueblo. Es de sillar y tiene un gran pilón rectangular.

Ahora se ha restaurado, se ha limpiado el entorno, y se le ha devuelto el empaque de sus primeros tiempos. Es un paseo que no debe dejar de hacerse.

Segobriga, a dos pasos de la Alcarria

Cerca de Pastrana, -si bajamos hasta el Tajo por Almonacid y seguimos bordeando la sierra de Altomira hasta llegar a Barajas de Melo, de donde se sigue en corto trecho hasta Tarancón, y de allí por la nacional de Valencia, enseguida se llega a Segóbriga-, está la maravilla de ver resucitada y ofrecida al sol la ciudad romana de Segóbriga, un enclave que es hoy una de las joyas de la corona castellano-manchega en punto a enclaves arqueológicos, y que para cuantos hacen el “turismo cultural” que nuestra Región ofrece alto y claro, es una meta indudable. Damos aquí unas notas, muy breves, que nos ha proporcionado Juan Manuel Abascal Palazón, un alcarreño que ha sido, a día de hoy, quien más profundamente ha estudiado esta ciudad romana en nuestra Región.

 

Un corto trecho separa a Segóbriga de la autovía N-III Madrid-Valencia, donde está muy bien indicada la desviación. Se aparca (todo está regulado, porque se ha convertido poco a poco en un Parque Arqueológico puntero) y se sigue a pie la secuencia de la visita, que consta de dos fases nítidas: un primer vistazo al centro de interpretación o museo, y la visita completa a la ciudad, a la que se llega por un paseo de acacias que nos pone enseguida, y tras ver restos de épocas visigoda y musulmana, delante del cerro que desde antiguo se llamó “Cabeza de Griego” y que a pesar de mostrarnos hoy un enclave romano de enorme importancia, se revela como un filón inmenso en el que todavía está por descubrir y excavar más de la mitad de lo que fuera aquello.

Centro de Interpretación

Un moderno edificio alberga la recepción, el Museo y una pequeña tienda de recuerdos. En ese lugar podemos obtener una visión global de la antigua ciudad romana y admirar una selección de sus hallazgos, entre los que destacan los escultóricos. Al mismo tiempo, en el recinto se han instalado algunas imágenes virtuales de los antiguos monumentos, que permiten al visitante la contemplación de los edificios en su estado original. El Centro dispone de una sala dotada con medios audiovisuales y capacidad para 80 personas, en la que se proyecta un video introductorio previo a la visita al conjunto monumental, lo cual da una idea muy exacta de la época en que floreció Segóbriga, como se fue conformando el conjunto, y las funciones de cada espacio.

Desde el Centro de Interpretación se inicia la visita a través de la necrópolis extramuros, por un camino hoy acondicionado con arbolado y fuentes, hasta llegar al pie del teatro y anfiteatro, en donde empieza el área monumental.

La ciudad monumental

Quizás el elemento más conocido de Segóbriga sea el teatro. Es uno de los más pequeños, pero mejor conservados, de este tipo de monumentos romanos en España.  Se disponía, parejo con el Anfiteatro, a ambos lados de la vía de entrada que subía hacia la Puerta Principal de la ciudad, pero en las afueras de la misma. Se aprovechó la inclinación del cerro para su construcción, completando el graderío con sillares sacados de las canteras abiertas al Sur de la ciudad, al otro lado del río Gigüela. Se inauguró en tiempos de los emperadores Tito y Vespasiano, en el siglo I después de Cristo.

El graderío o cavea está muy bien conservado. Estaba dividido en diversos sectores por medio de escaleras y en tres partes de altura diversa que quedaban separadas por corredores horizontales pues estaban destinadas a los espectadores según la clase social a la que pertenecieran, quedando las gradas de la parte inferior, más amplias, para los asientos reservados a las autoridades y personajes destacados.

La ima (baja) y media cavea se conservan perfectamente, mientras que falta la suma cavea, que se apoyaría en la muralla tras elevarse sobre un corredor abovedado bajo el que corría la calle que unía las dos puertas de la ciudad. La parte inferior conserva una orchestra casi semicircular, como espacio en semisubsuelo, rodeada de tres escalones para los asientos de las autoridades. Frente a ella se alza el proscaenium o tablado, que era de madera sostenido sobre pilares de piedra. Detrás del tablado se alzaba la clásico frons scaena, o especie de decorado que servía para que la voz tornara fuerte hacia los espectadores, estando decorada con columnas y algunas esculturas de las musas del teatro, así como de personajes de la familia del emperador, presididas por la diosa Roma, constituyendo un programa de propaganda política de la familia imperial.

Todo ello confirma el carácter no sólo lúdico, sino también político y religioso que tenía el edificio del teatro en la antigua Roma, pues estaba destinado a las grandes fiestas y solemnidades colectivas, en especial a las relacionadas con el culto imperial.

En la ciudad de Segóbriga se encuentra el viajero con otros espacios monumentales y ambiciosos, que deslumbran y hacen soñar cómo sería aquello hace veinte siglos (19, para ser más exactos). Por una parte, frente al teatro, estaba el hipódromo, hoy sin excavar todavía, pero grande como el de Roma. Y junto al teatro el circo, enorme y espectacular. En la parte alta, en la ciudad propiamente dicha, encontramos el foro, enlosado al estilo de las grandes ciudades imperiales, con múltiples columnas y capiteles por todos los lados. Más las termas monumentales, la basílica comercial, los restos de la muralla…. El viajero que suba hasta el cerro de “Cabeza de Griego” se llevará una impresión monumental, y deseará volver, sin duda, cuando (quizás pasados unos años) se hayan desvelado otras zonas de la ciudad, otros edificios complejos, más estatuas, joyas, quizás mosaicos que seguro que quedaron bajo las tierras hoy verdes y prometedoras.

Una historia de la ciudad de Segóbriga

Según nos explican los profesores Abascal Palazón (Univ. de Alicante) y  Martín Almagro-Gorbea (Univ. Complutense de Madrid), el desarrollo urbano de la ciudad romana debió comenzar a mediados del siglo I a.C., fecha en que se pone en marcha la emisión de moneda en su ceca y en que se lleva a cabo la construcción de una parte de la muralla, que estará definitivamente en pie en la época augustea.

A lo largo de los siglos I y II d.C. continuaron en la ciudad a buen ritmo las nuevas construcciones, con la edificación del teatro, anfiteatro, basílica, pórticos, termas, etc. que dieron a la ciudad un aspecto urbano similar al de cualquiera de los grandes centros de otros territorios.

Una gran parte de estas obras fue financiada con aportaciones particulares, destacando por su importancia el teatro, en el que la inscripción del frente de la escena relata la financiación de las obras a cargo de una familia de rango senatorial.

Algo similar podemos decir de las grandes termas públicas de la parte superior de la ciudad, construidas a finales del siglo I o comienzos del II d.C., en las que una gran inscripción descubierta en las excavaciones contiene parte de una titulatura imperial relacionada con la edificación del complejo.

De la pujanza de algunas élites segobrigenses da idea el número de inscripciones con mención de donación de obras públicas descubiertas en la ciudad. A la inscripción ya citada del teatro y a la dedicación privada de un recinto de culto para Zeus Theos Megistos, hay que añadir la inscripción que hoy puede verse sobre la puerta de entrada al Centro de Interpretación, que recuerda las obras financiadas por L. Sempronius Valentinus.

Al servicio de las minas o como libertos domésticos, los indígenas e hijos de indígenas atestiguados en Segóbriga llegaron a tener sus propios cultos.

La presencia de estas gentes en la ciudad es la prueba de que el programa urbanístico y decorativo que arranca antes del cambio de era no es un elemento accidental, y que Segóbriga era a comienzos del Principado un gran centro urbano y comercial.

Las sucesivas excavaciones han ofrecido testimonios de esa pujanza que se manifiesta en los programas escultóricos de los edificios públicos. A la serie de retratos y esculturas ya conocida de antaño, hay que sumar ahora un retrato de Agrippina Maior, otro de Vespasiano y varios personajes togados. Incluso es de hace solamente un año la aparición en excavaciones progresivas de un torso de emperador romano que hoy preside el Centro de Interpretación, y que acompañando a estas líneas nos da idea de la importancia y belleza del hallazgo.

Información Complementaria

Dirección: Centro de Interpretación. Carretera de Saelices a Villamayor de Santiago, s/n, 16430 Saelices (Cuenca)
Telf.  del Centro de Interpretación: 629 75 22 57
Horarios: del 15 de abril a 15 de septiembre: 9 a 21 horas.
Del 16 de septiembre a 14 de abril: 10 a 18 h.
Lunes cerrado, excepto festivos.
Entrada: Tarifa general: 4 euros. Tarifa reducida: 2 euros (carnet de estudiante, carnet joven y grupos a partir de 15 personas). Visitas en grupo, concertar cita telefónicamente.
El acceso a Segobriga se encuentra en la salida 103 de la autovía Madrid-Valencia/Alicante, y puede realizarse también desde la localidad de Saelices. Desde este punto es preciso recorrer 3 km por la carretera que une Saelices con Quintanar de la Orden hasta llegar a la ciudad romana.
Lecturas recomendadas: Segóbriga (Guía del parque arqueológico) escrito por Juan Manuel Abascal, Martín Almagro-Gorbea y Rosario Cebrián, y editado por la Junta de Comunidades, como guía oficial del parque. Museos de Castilla-La Mancha, de la Editorial AACHE de Guadalajara, con referencia a más de 200 museos de toda la Región, entre los que se incluye Segóbriga, de la que se da también resumen e imágenes.