Un viaje [otra vez] a los rayanos

domingo, 20 enero 2008 0 Por Herrera Casado

No somos aragoneses,
ni tampoco castellanos,
que nacimos en [Molina]                                                                                                                                                                                                                                                                                                       
y nos llaman los rayanos.

Con una copla semejante se identifican en nuestra provincia, y en otras de España, las gentes que han nacido y viven en algún lugar que es frontero, que tiene imágenes y sonidos de dos regiones bien definidas. En Guadalajara ocurre sobre todo con los de Molina, que, como acabamos de leer, se ven en Castilla [La Mancha] pero hablan y piensan como en Aragón. Está mucho más cerca Zaragoza que Toledo, y en las fiestas cantan jotas y no seguidillas.

Para ser un “buen rayano” hay que estar muy identificado con ambas regiones por las que se pisa y entre las que se vive. Esto es lo que ocurre a los que nacieron, y aún viven, en las rayas de Milmarcos, de Embid y de Alustante. Pero también a los que pisan cada día Madrid (comunidad, se entiende) para ir de un pedazo a otro de su municipio, como ocurre a las gentes de Mondéjar, a las de Villanueva de la Torre o a las de Uceda.

Un libro de viajes por los rayanos

Hace años, quizás demasiados, escribí un libro de viajes que llamé así: “Viaje a los rayanos”. El tema gustó, al menos a los miembros del jurado del Premio Camilo José Cela, entre los que se encontraba el escritor, todavía no Premio Nóbel, puesto que tal cosa ocurrió en 1976. Yo había hecho diez viajes por otras tantas marcas y rayas tres años antes. Y lo que conté parece que entonces impactó. Hoy, sin duda, tiene un regusto a pasado y naftalina, entre otras cosas porque la mitad de los personajes que aparecen en el libro están muertos, y la otra mitad se han hecho mayores, muy mayores. Pero los pueblos siguen en pie, mejorados todos, y con los mismos problemas (y las mismas ventajas).

Quizás uno de los lugares que con más fuerza ha vivido el fenómeno de ser “rayano” es Villanueva de la Torre. También han recibido esta varita mágica, en lo positivo, lugares como Quer, Valdeaveruelo y Azuqueca. Aquí ha ocurrido que de ser pequeños espacios agrícolas de la Campiña, en 30 años han desarrollado un potencial industrial y de comunicaciones que les ha cambiado la faz por completo. Algunos, como Villanueva, han crecido en los últimos cinco años más que cualquier otro pueblo de España, multiplicando su población inicial por 20.

Unas mujeres, en la puerta de la iglesia, se me lamentaban hace 35 años de que todos se habían ido a Azuqueca, a trabajar en la fábrica, y “este pueblo se nos queda vacío como alguien no lo remedie”. Las vueltas que da la vida, y lo que supone estar situado en un eje de crecimiento europeo, como les ocurre a los pueblos del Corredor del Henares: aviones por lo alto, y trenes, autopistas y mensajes…. Todo pasa por ellos, camino de Barcelona, de Francia, de Europa entera. Ser rayanos de Madrid les supuso también ese desarrollo, que ha sido bueno, para todos, eso no lo duda nadie.

En el Señorío de Molina

Los verdaderos rayanos son los molineses. Porque allí se ve la raya, se palpa el cambio sin discontinuidad. Esa contradicción se vive a diario: se viaja a Guadalajara al médico, y se va a Calatayud de compras. Los de Milmarcos vivieron enrayados muchos siglos. Llegó a ser ese remoto pueblo del Señorío nada menos que cabeza de partido judicial. Tenía barrios, y en cada uno había una parroquia. Tuvo, por tener, hasta un teatro, con plateas y gran telón en el que se pintaban los anuncios de los comercios elegantes de Castilla y de Aragón. Muchos de sus vecinos eran músicos, y otros trasquiladores, de tal modo que andaban por el mundo siempre. Y para entenderse entre ellos, y que los demás no les entendieran, inventaron un argot, que algunos llaman lenguaje, remoto y chispeante: la migaña, del que se han hecho ya gramáticas, y diccionarios. Y allí en el pueblo, y en el vecino Fuentelsaz en que también lo hablan, me consta que hay gente que piensa en “migaña”. Que escribía cartas, y versos, y llevaba las cuentas. Al mendoza le debo esto, al juanchis lo otro…. Y esos nombres eran sustantivos.

Un mundo que se reflejó en su paisaje, austero y alto, frío como pocos en la península. Y en su arte, porque los caserones en que vive la gente (las que llaman “casas grandes” de Molina) son diferentes a todo. Allí está el palazote de los García Herreros, la casa del Inquisidor, el palacete de los Badiola, el de los López Montenegro… y aquella ermita del Nazareno, que más parece un espacio valenciano que castellano místico.

Cerca está Fuentelsaz, donde enseñan el castillo que fue piedra del batallar de los carlistas y los liberales. Y donde también casas grandes se mezclan a la memoria de sus colegiales en Alcalá, y en Zaragoza. Y aún por Labros, que dio vida hace años (en la pluma de Berlanga) a Monchel, ese lugar mítico y arcano, que era a su vez rayano entre otros mundos: el rural y el urbanita. Podría ser este Labros, -que ahora ha sido tocado, por fin, de la varita mágica de los dineros y las atenciones- la quintaesencia del “rayanismo”: un lugar ancho, alto y frío, limpio y terso, en el que todo es pasado y cualquier cosa puede aún pasar, a mitad de camino entre Aragón y Castilla, entre la historia y el futuro, entre el nirvana y la vida.

Otro de los extremos rayanos de Molina es la sierra Menera, en la que Setiles alza su frondosa carátula de hierros. Unas minas que se pararon y el lugar dejó de oir el sonar de los metales. Y más allá, más lejos aún del lejano Tordesilos, está Alustante, que fue siempre el no va más de los rayanos, el fin del mundo para quien pensaba llegar allí a contemplar el caracol de su iglesia, los retablos soberbios de su templo, los restos de su viejo molino, o el arracimo de casonas solariegas y cubiertas de elegantes rejerías. Como dato curioso, este que allí me contaron: Alustante está a la misma distancia, por carretera, de Valencia y de Guadalajara. Es equidistante de ambas ciudades. Y claro, hace 30 años, todos cogieron la de Valencia, y en la capital del Turia hay calles enteras en las que viven, como un pueblo rehecho, los alustantinos. Ojalá el cambio de estos años pasados, con carretera que se endereza y Casa de Villa rehabilitada, empiece a renacer el espíritu rayano, pero allí mismo, en la plaza grande, o en el parque junto a la fuente del caracol.

Sierra de Somosierra

En la Somosierra, entre los robledales fríos de Almiruete, Valverde y Ayllón, están los que llaman rayanos serranos.  El haber hecho carreteras decentes que los comunican con Guadalajara, le ha procurado un mayor encuentro con su propia provincia, y ha posibilitado que las gentes de Madrid lleguen hasta ellos por su camino natural, que son los ríos subidos, el Sorbe, el Cañamares, el Bornoba y el Henares hacia arriba.

Pero hace treinta años están gentes tenían su mejor salida hacia Madrid y Segovia, y así los de Bocígano y Peñalba se dirigían a la capital del reino por Buitrago, mientras que los de Atienza hacia arriba (desde Albendiego, pasando por Galve y terminando en Villacadima) tenían mejor viaje por Ayllón a Segovia. De ahí sus cantos, sus jotas, sus fiestas y sus querencias. Rayanos de la Sierra, fronteros de la nieve y las sendas difíciles, pero que llegan.

A los de Valdepeñas y Alpedrete les pasaba igual, que no sabían muy bien donde andaban, cuando se echaban al monte con sus ganados: en esas suaves y altísimas colinas de la serranía jarameña, pasando por el Pontón de la Oliva, que es límite de provincias, unas veces estaban en Madrid y otras en Guadalajara, pastando y oreando a las cabras. El Jarama fue siempre un río muy fronterizo, porque si nace en Guadalajara, fluye luego por tramos entre una y otra provincia, y al fin, vista su huída desde el alto cerro de Uceda, se pierde por las llanuras de Madrid, se achica entre los árboles y se olvida de quien lo parió entre las cumbres de Sonsaz y el Lobo.

Y esto es todo lo que podemos decir, o recordar más bien, de los rayanos de Guadalajara. Que si hace treinta años, como hace dos siglos, eran gentes de personalidad propia, con historias y anécdotas que corrían de boca en boca, ahora están engullidos por la universalidad de los transportes y la inmediatez de las comunicaciones. Así y todo, Guadalajara puede presumir de sus rayanos, y ellos contar su devenir que, [al menos lo intenté], quedó reflejado en aquel libro que me dio por escribir hace 35 años y que fue justo hace un año solamente que alguien me hizo el favor de sacarlo publicado. Como un buen ayudante de viajes por sitios a los que hermana su sentido de frontera, de mixticismo (sí, con equis), de voy y vengo, y soy de todas partes. No se me olvidó Alcocer, no, ni Sacedón con Córcoles y Monsalud, que de puro alcarreños están entre Cuenca y Guadalajara mirando su historia en el archivo conquense, y llevando sus aguas por el Guadiela hasta la presa de Buendía. Unos y otros dándosela, en definitiva, a los de siempre: a los murcianos que ven llover todos los días por sus campos, con esa agua bendita que nace en las serranías rayanas de Beteta y Peñalén, de Peralejos y Cabeza de Hierro. En todo caso, una llamada al viaje, al querenciarse con los paisajes, con los bosques y los ríos de nuestra tierra.