Driebes, una pueblo blanco y una leyenda negra

viernes, 30 noviembre 2007 1 Por Herrera Casado

 

En la Alcarria más blanca, la de los yesares y los espartales,  la de los arroyos que sin agua caminan hacia el Tajo, está Driebes, al sur de la provincia, en el confín.

Cuando se pasa junto a Driebes, (por ejemplo, bajando desde Albares hacia Estremera, o viniendo desde Mondéjar) el viajero no puede dejar de asombrarse ante la blancura de sus tierras. En la provincia hay tierras de muchos colores: es verde el piso por Majaelrayo y Almiruete, es rojo por Alcuneza y Guijosa, es sepia fuerte por Monasterio, y gris por Concha. Pero es blanco, inmaculado, por Illana y Driebes. La tierra es yeso, las plantas se deslizan sobre la tierra, como a punto de morir, sin agua ni flores.

Tiene Driebes un aura de santidad y lentitud. Mucha historia, a pesar de haber estado fuera de cualquier camino. Y muchas leyendas, muchos sueños que brotan, como fuentes, en el corazón sensible de sus gentes.

Lugar e historia

En lugar llano, con el término inclinado desde los altos alcarreños hacia la vega amplia del Tajo, y surcado por varios arroyos (siempre secos) que, formando suaves y amplios vallejos van a dar en este río, se podría considerar a este pueblo como frontera entre La Mancha y la Alcarria, pues hacia el sur se abren los campos y se allanan los horizontes. Produce abundante cereal y regadío en la vega del Tajo. Mucha extensión de monte bajo con buena caza.

Hubo habitación de pueblos primitivos en las proximidades del actual caserío. En un “cerro testigo” a mediodía del pueblo, se ven, en lo alto, restos de un castro ibérico, y es posible que en sus laderas se pueda hallar la correspondiente necrópolis. Le llaman “La Muela” a ese cerrete, porque tiene la forma del ancho diente que tritura. Allí los fragmentos de cerámica son abundantes.

Se pobló tras la reconquista, y estuvo inclusa en la jurisdicción de Almoguera, dentro de su alfoz o Común, perteneciendo al señorío de la Orden de Calatrava, como toda la comarca, desde el siglo XII. Esa Edad Media feudal y silente en la que las gentes de este lugar no escribieron página alguna, tiene su archivo fundamental en el recuerdo de los cuentos y las leyendas que en el pueblo corren sobre aquellos siglos.

En la XVI centuria fueron enajenados los bienes de la Orden militar, y el lugar de Driebes fue adquirido, en 1541, por el marqués de Mondéjar, en cuyo señorío se mantuvo hasta el siglo XIX. Los señores mendocinos que poseyeron el título, la jurisdicción y el derecho de cobrar impuestos, se ocuparon a través de administradores de pasar anualmente la mano como ahora hace Hacienda con el IRPF. Entonces, además, pasaba la mano la Iglesia, con los diezmos y primicias. Debido a todo ello, a los habitantes de Driebes les fue muy difícil ahorrar.

Paseando por sus calles

Como mimetizado entre los campos que le rodean, el caserío de Driebes también es de color blanco. Encaladas las fachadas de sus casas, corrales y monumentos. Es blanco el aire, blanco el cielo a fuerza de luz que de él cae, blanco el pavimento de sus empredrados.

Su iglesia parroquial está dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Su edificio, aunque grande, es muy sencillo y debió ser construido a mediados del siglo XVII, con fábrica simple de sillarejo y argamasa, revocada de yeso y encalada como todo el caserío. Al interior no muestra sino su gran nave pero carece de elementos artíticos de interés.

En la orilla derecha del río Tajo, se alza la ermita de Nuestra Señora de la Muela, por la que el pueblo de Driebes siente gran devoción, y corre entre sus gentes una leyenda que ahora referiré, porque endulza el amargo discrurir de los días.

Como también se ve, nada más salir del pueblo en dirección a Mondéjar, a la derecha y en alto, unos ruinosos restos de torreón vigía. Entre el bullicio de una romería y el metálico sonar de unas espadas, las leyendas de Driebes cristalizan su historia perdida y la hacen viva y colorista..

La leyenda de la virgen de la Muela

En el ámbito de la mariología provincial (que tan bien cuidaron escritores como Sanz y Díaz, García Perdices, Simón Pardo y Herranz Palazuelos) es famosa la leyenda de la Virgen de la Muela, de Driebes. Recientemente ha sido puesta en verso por María Suárez Albares, y de sus estrofas saco la memoria de aquel acontecimiento, que tiene mil caras y más latidos aún.

Cuentan que un pastor, en época remota medieval, que vivía en Estremera, encontró una talla de mujer sedente encima de una muela de molino abandonada en el campo. La cogió con presteza y se la llevó a su hija, para que jugara con ella, creyendo que era una muñeca. A la mañana siguiente, la talla no estaba en casa del pastor y en la niña se produjo la correspondiente desilusión. Al día siguiente, caminando por el mismo entorno, volvió a ver la talla sobre el mismo pedestal pétreo. Cogióla de nuevo, metióla en su zurrón y partióse a su casa. Pero al llegar, no estaba ya la talla dentro.

Contado el caso a sus vecinos, estos vieron que era claro: la talla era de la Virgen María, y esta quería expresar, con ese lenguaje de “voy y vengo” su deseo de permanecer en algún lugar concreto. A la cuarta vez que la vió, bajo la talla aparecía una cinta en que se leía (en castellano antiguo, se supone): “Soy María de la Muela, patrona de la villa de Driebes”. Con tan claras palabras quedó para siempre como patrona del pueblo, que la venera en su ermita y la festeja en Septiembre.

Yo pienso, -permítaseme tal licencia, en los tiempos que corren- que el nombre de esta advocación mariana se debería más bien al lugar, sí, de su aparición, pero no el de una muela de molino, sino el de un cerro denominado “la Muela” que hoy todavía existe y en el que se alza la ermita. Junto a estas líneas va la imagen de una antigua xilografía de esta advocación mariana.

El castillo del moro tricolor

Pero aún me cuentan en Driebes otra leyenda, que algunos dan por buena, aunque tenga visos de ser un disparate, sin pies ni cabeza, como el protagonista del relato. El señor Ricardo, que me la contaba, me prevenía que me proteja más de los tontos que de los malvados. Porque a estos se les ve venir, y al final siempre acaban perdiendo, mientras que los primeros pueden llegar a convencer con sus beatíficas propuestas, pero al cabo se despeñan y con ellos van detrás todos los que se confiaron. Algo así pasó en lo alto del castillo de Driebes, que era un lugar poderoso y altivo, poblado de guerreros musulmanes, que llegaron a España muchos siglos atrás, desde el África, y dominaban a todas las gentes de los alrededores, pidiéndoles dineros, frutos y ganados.

Hubo un tiempo en que el capitán de aquellos guerreros era un hombre fornido, de anchas espaldas, ojos saltones y una barba poblada de tres colores. Se llamaba Dri y procedía de un oasis africano denominado Bes. Todos le temían, porque era cruel, y planteaba guerras, abrumando a los habitantes de la Alcarria con múltiples impuestos. En esto que un día apareció un joven pastorcillo, originario de las montañas de Aragón, bondadoso y enérgico a un mismo tiempo, que ofreció a las buenas gentes del lugar de Driebes (así se llamaba ya nuestro pueblo, tomado el apelativo del nombre del tirano) liberarlos del yugo del sarraceno iscariote.

Y esta fue la aventura. Una noche, en completo sigilo, el pastorcillo montañés apoyado por unos cuantos aldeanos subieron hasta el castillo, treparon por sus escarpas, penetraron al interior por una estrecha saetera, y viendo dormido al tirano Dri se dieron cuenta que no tenía barbas, porque ¡oh, sorpresa! estas eran falsas, postizas, y se las ponía solamente para infundir miedo. Con lo cual, falto de barbas, quedaba también falto de fuerza, y de valor, y toda su maldad era como chocolatina caliente. Lo cogieron entre los cuatro, y lo tiraron desde el almenar más alto, estampándose al caer abajo, quedando todos liberados del malvado.

A la mañana siguiente, el pueblo de Driebes, sorprendido, comprobó que el sol era más amarillo, los campos más verdes, las setas más rojas, y hasta los aldeanos tenían unos trajes de brillantes colores. Como en un cuento, todos estaban felices y comían perdices.

Pero la leyenda que me han contado en Driebes termina de una forma estrambótica y horrible. Al día siguiente del valiente golpe de mano, apareció el pastorcillo de allende las sierras con la cuajada barba de tres colores que antes tuvo Dri, y se puso a dar órdenes a todos, a pedirles impuestos, a meterles en guerras… Solo sus tres ayudantes, que con él habían penetrado en el castillo, sabían que la barba era falsa. Pero así y todo se pusieron de su lado, y le apoyaron en sus deseos de mandato sobre el pueblo. Y así siguió todo, igual que antes.

Las gentes de Driebes, todos los días, siguieron bajando a sus huertas a coger tomates, llevando sus ovejas a pastar por los alcores, y trenzando sus secos espartos para hacer cestijos. Y pagando sus impuestos a su nuevo señor, el pastor leonés de la barba de tres colores. Hasta que un día, por el sur, vieron venir una nube de polvo que levantaban diez mil caballos. Eran gentes venidas del desierto, y a nadie le dio tiempo de plantear una conversación, ni una estrategia. Llegaron al pueblo y arrasaron con todo. Violaron a las mujeres, se llevaron a los hombres como esclavos, y al capitán del castillo, que seguía sonriendo al verlos llegar, pensando que era una curiosidad climática, le cortaron la cabeza y los pies.