Un castillo cotidiano: Pioz

viernes, 2 noviembre 2007 0 Por Herrera Casado

La fortaleza de Pioz, en plena meseta de la Alcarria, es uno de esos castillos en los que apenas si la historia ha dejado huellas de interés en las crónicas que de él tratan, y tampoco aporta novedades estructurales que puedan situarle en un lugar destacable o excepcional en el conjunto de la arquitectura medieval militar. Sin embargo, para quienes gusten de evocar el pasado intrigante de un tiempo en el que estos edificios eran la sede de los poderosos, y la concreción de unas teorías sobre el arte de hacer la guerra en el Medievo, el castillo de Pioz posi­bilita la visión real de uno de estos ejemplos. Es todo un para­digma, completo y latiente.

Cualquier mañana de domingo, el viajero puede dedicarse a recorrer su contorno, mirando desde los diversos án­gulos sus fosos, el recuerdo de su puente levadizo, el paseo de ronda sobre los adarves, cruzar la poterna misteriosa, y ver la gran torre del homenaje o las cruceadas troneras de los garitones de la barrera exterior. Todo ello supone un cúmulo de sensaciones que difícilmente pueden encontrarse juntas en otro lugar. Visitar esta antigua fortaleza, repleta de motivos evocadores de lejanos siglos y epopeyas, es quizás el mejor estímulo para adentrarse con gusto en el mundo sugerente de la castillología hispana y gozar, de entrada, de este plato suculento del patrimonio guadalajareño.

Algo de historia de Pioz

La historia de Pioz es realmente escasa en  acontecimientos. Perteneció esta pequeña aldea, desde los años  finales del siglo XI en que posiblemente se fundó tras las iniciativas castellanas de repoblación, al Común de Villa y Tierra  de Guadalajara, siendo de señorío real, hasta que mediado el siglo xv, el rey Juan II de Castilla entregó el lugar en dote a su hermana Catalina, cuando ésta casó con su primo, el turbulento  infante de Aragón don Enrique. Pero este mismo Rey, pocos años  después, se lo quitó alegando que su cuñado le movía guerra, y lo  entregó en donación generosa a su afecto cortesano don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana.

A la muerte de éste en 1458, pasó a su hijo predilecto, el que fuera gran Cardenal de España, don Pedro González de Mendoza, quien enseguida inició la construcción de un castillo,  en el que muy posiblemente deseaba plasmar las ideas que sobre  castillos‑palacios tenía recibidas de Italia, en orden a fraguar­ un lugar seguro para su residencia en caso de peligro político, así fue como alzó este magno edificio a la par lujoso y seguro.

Pero parece ser que no lo llegó a construir, o a concluir realmente, porque en 1469 desistió de su idea, y puso sus miras en Jadraque y Maqueda, lugares de mayor importancia estratégica para sus objetivos, y dotados ya de sendos castillos en los que poder desarrollar más ampliamente sus ideas constructivas.

En esa fecha, el entonces obispo de Sigüenza propuso al noble castellano Alvar Gómez de Ciudad Real, secretario del rey Enrique IV, un trato, consistente en el cambio de su villa de Pioz con el iniciado castillo, los lugares de El Pozo, los Yéla­mos y algunos otros enclaves de la Alcarria, por la fortaleza y villa amurallada de Maqueda. El trato aceptado, Pioz pasó a las manos de la familia de los Gómez de Ciudad Real, en la que destacaron algunos individuos como políticos y poetas durante el siglo XVI. Ellos continuaron la construcción del castillo, com­pletándole tal como hoy lo vemos en los años finales del siglo xv. Después, y sin apenas haber servido para su residencia, y mucho menos para ser el protagonista de ninguna batalla, la fortaleza se vio abandonada, y aunque los dueños pusieron alcaide y encargados del mantenimiento de la casa fuerte, el progresivo deterioro que procura la falta de uso dio tras muchos siglos el resultado que hoy puede comprobarse.

Visitando el castillo de Pioz

El de Pioz es un castillo de llanura, dominante de amplios horizontes desde los adarves de su defensa exterior, y visto a su vez desde lejanas posiciones en la plana meseta de la Alcarria baja. En leve altura sobre el pueblo, del que apenas destaca sobre sus tejados, se encuentra totalmente rodeado de un hondo foso que los siglos han ido rellenando. Por la parte occidental, tenía la entrada habi­tual y principesca: dos machones cilíndricos fuera del foso servían para que apoyara el puente de madera, levadizo, que se dejaba caer desde el correspondiente hueco abierto en la defensa exterior de la fortaleza. Por la parte septentrio­nal, una estrecha puertecilla a modo de poterna permitía la entrada, o salida, del castillo directamente sobre la profundidad del foso. La escalerilla de acceso de esta poterna al recinto de la liza, es estrecha, empinada y en zig‑zag, de modo que se encuen­tra perfectamente defendida desde el interior.

El muro externo de la fortaleza es muy grueso, construido en escarpa poco pronunciada, que ha sufrido con mayor crudeza la rapiña de las gentes que se han ido llevando sus piedras sillares. Culmina en muralla poco eleva­da, con almenas y adarve al que se accedía por escalerillas desde la liza. Se completa con torreones esquineros cilíndricos en los que podían albergarse piezas de artillería, para cuyo uso aparecen orificios en forma de troneras con vanos cir­culares rematados en cruz, algunos de perfecto perfil, como podemos ver en una de las imágenes adjuntas. El casti­llo propiamente dicho, o recinto interior, es de planta cuadrada, con altos muros lisos en los que, a la altura de los pisos interiores, se abren algunos ventanales amplios. El resto del paramento solo se abre para ofrecer estrechas y alargadas saete­ras que, especialmente desde las esquinas, cubren el paso de la ronda, y especialmente la entrada principal y la subida desde la poterna.

En las esquinas del castillo se alzan fuertes torreones de planta cilíndrica, rematados en leve moldura sobre la que muy  en su momento inicial se alzaban esbeltas almenas,  hoy totalmente desaparecidas. En la esquina noroeste álzase la  torre del homenaje, de irregular planta, cuadrada por un lado y  circular por otro, en la que se preparaba el sistema defensivo  último, de emergencia. La entrada a esa torre debía hacerse a  través de otro puente levadizo, de los de tipo de brazo con  contrapeso y eje central, complicado sistema que hacía muy segura  la torre, a la que luego debía aún ascenderse a través de escale­ra de caracol interior.

El recinto interno del castillo está hoy totalmente  vacío, ofreciendo los pelados muros, y las torres que ofrecen en su nivel inferior sendas puertecillas estrechas que permiten la entrada a sus cuerpos bajos, en los que sucintas saeteras cumplían la misión de vigilancia y defensa típicas. Tras las obras iniciadas hace unos años a iniciativa del que fuera alcalde de Pioz, don Enrique Prat, el interior ha quedado compartimentado en zonas divididas por muros calizos, rescatando así la estructura primitiva de su pavimento y estancias centrales

Es muy de destacar, aunque de todos modos era algo habitual en los castillos medievales, la obligación de discurrir en zig‑zag desde la entrada a la fortaleza por el puente levadi­zo, hasta poder acceder a la puerta principal del recinto inte­rior o castillo propiamente dicho. Ello obligaba a los visitantes a recorrer un buen trozo de la liza o espacio de circulación interior, lo que permitía su reconocimiento y la defensa desde dentro.

Hay que destacar nuevamente, tratándose de un castillo ini­ciado en sus fundamentos por uno de los Mendoza más aficionado a la arquitectura, que la función de este castillo, aunque muy volcada hacia la defensa frente a un posible ataque guerrero, guarda al mismo tiempo una intención residencial, y es muy pare­cido, incluso en el nombre de la localidad en que asienta, al de la Rocca Pia, en Tívoli, que se levantó en 1459, y al que el arquitecto que diseñara el de Pioz, muy posiblemente Lorenzo Vázquez, italianizante al servicio de los Mendoza durante largos años, copió en muchos detalles y aun en su estructura general. No es de extrañar este hecho, máxime teniendo en cuenta que el hijo del Cardenal Mendoza, el marqués del Zenete don Rodrigo, llamó a este Lorenzo Vázquez (que luego habría de construir los palacios de Antonio de Mendoza en Guadalajara, de los duques de Medinaceli en Cogolludo y el convento franciscano de San Antonio en Mondéjar) para construir el castillo‑palacio de La Calahorra en Grana­da, en el que tras los severos muros de tono medieval y guerrero, escondió un delicadísimo patio y estancias cuajadas de decoración plateresca muy hermosa. Es más, no sería excesivo aventurar que para este castillo de Pioz, el Cardenal don Pedro González de Mendoza hubiera concebido un patio de estilo plateresco que, por las circunstancias del cambio de esta posesión por la de Maqueda, ya no llegó a construirse.

En cualquier caso, lo que hoy queda a la admiración del viajero y del curioso enamorado de estos viejos conjuntos de piedras remotas, es lo suficientemente espléndido como para mere­cer con creces una visita detenida.

Lo último que cabe añadir es que este castillo merece una actuación decidida de investigación arqueológica y restauración definitivas. Es un poco triste ver que sigue estando, tan rodeado como está hoy de urbanizaciones y vida, olvidado y abandonado. Cuando termine el proceso de expropiación al que está ahora mismo sometido, será tarea a mover desde el Ayuntamiento de Pioz, la de su restauración completa y uso. El porvenir de este edificio es claro: un centro de interpretación del Medievo castellano, de los Mendoza, de la historia y la literatura antiguas, etc. Pero dejemos que, tras este apunte, las ideas surjan, como siempre y en cascada, de los políticos de turno.

Apunte

Una visita de una hora

La visita a la fortaleza de Pioz es fácil para todos, incluso para los comodones que no quieren subir cuestas y trepar por cantiles para disfrutar del pálpito de un viejo castillo medieval. Desde la plaza del pueblo se llega andando, o incluso en coche aparcando muy cerca del monumento. Sin embargo, la entrada al recinto fortificado se hace imposible, porque sus dos únicas entradas, la del puente levadizo, y la de la poterna, han sido tapiadas. Así pues, lo único que puede hacer hoy el viajero enamorado de las moles castilleras, es verlo desde fuera. En cualquier época y sin peligro, eso sí, encontrando en cada perfil que se le busque la hermosa altanería del medieval edificio. Encontrará más información en el libro recientemente editado del profesor José Luís García de Paz, “Castillos y Fortificaciones de Guadalajara”, donde viene referido junto con otros 400 edificios defensivos medievales de nuestra provincia.