Buscando al duque de Osuna en San Petersburgo

viernes, 19 octubre 2007 4 Por Herrera Casado

 

Un viaje por Europa, cualquiera que sea el destino, tiene siempre de acicate la búsqueda de elementos, de recuerdos, de huellas de Guadalajara y sus gentes por los caminos y las ciudades. En esta ocasión, este cronista ha viajado hasta el extremo boreal de Europa, a la ciudad de San Petersburgo, capital del imperio de Rusia durante más de dos siglos, y una de las ciudades más bellas del mundo.

Además de saborear durante unos días el urbanismo, la elegancia y el denso rumor de la historia y la arquitectura de este enclave, que sorprende siempre por su inmensidad, su riqueza y ahora su buena conservación, hemos dedicado a buscar espacios que pudieran rememorar las andanzas de un alcarreño que, nos consta, presumió de “su casa” (el palacio del Infantado) enseñando fotografías en los salones del zar Alejandro II y los grandes Duques en la gélida ciudad del golfo de Finlandia.

El alcarreño era don Mariano Téllez-Girón, duque del Infantado, y de Osuna,  y esto es lo que vimos, y recordamos, a él tenente.

El duque del Infantado en San Petersburgo

 Nacido en Madrid, en 1814, Mariano Téllez-Girón y Beaufort había heredado entre otras cosas un sin fin de títulos (que se quedaron en pomposas nominalidades, y suculentos bienes raíces) exentos de la categoría de señorío tras su abolición por las Cortes de Cádiz en 1812. Tanto se ha escrito sobre “don Marianito” que sería vano intentar siquiera hacer el resumen de su vida aquí y ahora.

La galanura, la elegancia, la belleza física, la educación y el derroche de este personaje se hicieron proverbiales en la España de la segunda mitad del siglo XIX, habiendo llegado a nuestros días su memoria en forma de frases que aluden a su magnanimidad y ostentación.

El año 1856, tras el establecimiento de relaciones diplomáticas entre España y Rusia (siendo sus jefes de Estado respectivos doña Isabel de Borbón [II de España] y Alejandro Romanov [II de Rusia] fueron nombrados embajadores don Mariano Téllez-Girón, de España en Rusia, y Mijail Golitsin, de Rusia en España. El viaje lo emprendió nuestro duque del Infantado en el otoño de 1856, llegando tras penalidades sin cuento a San Petersburgo en los primeros días de diciembre de ese año, tras tener que hacer las últimas jornadas, desde Varsovia a la capital del imperio, en trineos que atravesaban estepas nevadas y grandes ríos y lagos helados. Acompañado de su ayudante militar el comandante Quiñones, y de su fiel secretario el escritor Juan Valera, este nos ha dejado un suculento libro que recomiendo, porque es interesante a más no poder, y divertido como pocos. En esas “Cartas desde Rusia” Valera cuenta con su ironía habitual lo que ve en San Petersburgo, y lo que allí le ocurre al duque del Infantado.

Nada más llegar afirma, en carta dirigida a un alto cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores: “Esto es inmenso, inmenso, y por lo poco que he visto, me gusta más que París”. Pocos días después de su llegada, el zar Alenjandro II invita a la delegación española al palacio de Tsarkoe-Selo, donde deslumbrados contemplan uno de los conjuntos arquitectónicos, -barroco- más impresionantes del mundo, construido un siglo antes por su antecesora la emperatriz Catalina II de Rusia, que todos apodaron “la Grande” por serlo físicamente (era una alemana rubiaza y gordota) y por haber dedicado su reinado a construir palacios, catedrales, ciudades y bastiones en número inabarcable.

Las primeras semanas, el duque del Infantado y su grupo no dan abasto para ir a recepciones, cenas, desfiles y discursos. La corte rusa, formada por cientos de aristócratas ricos como no se concebía siquiera en España, les invitan a sus palacios, les preparan cenas fabulosas, bailes, y el emperador invita al duque a presidir con él, en un día de finales de diciembre, un desfile de 40.000 hombres, con 5.000 a caballo, y 170 piezas de artillería, en la gran plaza del Palacio de Invierno, con una temperatura de 15 grados bajo cero, en la que Valera creyó haber perdido la nariz (por congelamiento)  y nunca se pudo explicar cómo el duque pudo sobrevivir a aquella prueba terrible, de pie firme, saludando mariscales, brigadieres, generales y banderas durante toda un día de luz (que, afortunadamente, en esas fechas de fin de diciembre en San Petersburgo solo dura desde las 10 en que amanece a las 2, en que se hace de noche).

Seguimos luego con otros detalles de la estancia de Mariano Téllez-Girón en Petersburgo. Ahora conviene recordar que su estancia fue famosa, entre otras cosas, porque era joven, estaba soltero y tenía muchas ínfulas militares. Durante 6 años, hasta 1862, se mantuvo Osuna como embajador en Rusia. Después volvió a España, y fue nombrado embajador ante el emperador alemán. Allí decidió, por fin, casarse, cosa que hizo en 1866 con la señorita Leonor Crescencia Catalina Löwenstein-Wertheim-Rosenberg, princesa de Salm-Salm y algo parienta suya, que acabó de comerse lo que quedaba de la fortuna, ya muy marchita entonces, del duque.

De Mariano Téllez-Girón no puede contarse otra cosa que detalles y más detalles de sus gastos fabulosos y su progresivo endeudamiento. De él se decía que podía viajar por toda Europa alojándose en palacio propio, en el que tenía abierta habitación y cocina. De él se dijo que no hubo día que repitiera traje para vestirse: todos los días estrenaba, y esta que parece leyenda, la confirma don Juan Valera en sus crónicas desde Rusia cuando le acompañó en la embajada. Es más, según cuenta el autor de “Pepita Jiménez”, hubo día que se cambió hasta siete veces de traje.

La casa del duque en San Petersburgo

A finales de enero de 1857 encontró el duque, por fin, una casa decente donde poder vivir. La alquiló a un comerciante que tenía otras mejores, por 1.200 rublos mensuales (se supone que eso, entonces, era mucho dinero, porque hoy 1.200 rublos equivalen a 40 Euros). La casa estaba situada a la orilla del río Neva, el de abajo, frente a la isla Vasilievsky, al lado del puente Nicolai, que hoy llaman del Lugarteniente Schmidt. En esa casa, que hoy existe, decía Valera que “hay en ella magníficos salones de baile, hermosa escalera, jardín de invierno al lado del comedor, que parece un precioso patio de Sevilla, con su fuente en medio y un alto surtidor, y flores, y plantas, y frondosos arbustos, que se multiplican en los espejos que hay en las paredes, en parte cubiertas de hiedra…” allí vivían también Quiñones y Valera, más un montón de servidores. Y sigue el literato montañés: “ya tenemos muchos más amigos, que vienen a comer con el duque a menudo. Todos le aconsejan que dé un baile, y muy particularmente cierta dama que le tiene frito y achicharrado”.

La apostura del duque, su riqueza y cuanto representaba, se hizo mito en la capital rusa, a tal punto que llegó un momento en que don Mariano no podía dar un paso sin que le asaltaran grandes duques, princesitas, mariscales y embajadores de todo tipo. Con los zares tenía íntima amistad, y de mujeres… pretendió a varias, pero nunca le salió bien la jugada. Es fama que su galantería ofrecía a todas rosas blancas traídas de España. Y el asombro de las damas no tenía límite cuando, al día siguiente de la promesa, las llegaba un ramo fresco y oloroso (que el duque había recibido esa madrugada de un emisario de los numerosos que tenía de continuo haciendo el recorrido Madrid-San Petersburgo para traer, todos los días, ramos de rosas con que obsequiar en pleno invierno a las señoras y señoritas rusas).

Esta casa era, sin embargo, sencilla y casi humilde. En comparación con lo que había en esos momentos en la ciudad. Cuando uno visita el Museo del Ermitage (junto al Prado y el Louvre, el más sustancioso de la Tierra, con más de tres millones de objetos artísticos en su interior o almacenes) que había sido antes palacio real de los zares o “Palacio de Invierno” que en octubre de 1917 tomaron los revolucionarios comandados por Lenin, y en ese Museo admira la “sala de los generales”, en la que más de cuatrocientos retratos pintan, magníficos, elegantes y soberbios, a los altos mandos del ejército de Alejandro I que hicieron frente a Napoleón, uno queda deslumbrado y piensa que, cada uno de ellos, mantenía a su vez un palacio en San Petersburgo. No es de extrañar que en cada guerra o asonada gorda que se haya montado en el mundo, el interés de los invasores siempre ha sido llegar a San Petersburgo y asentarse allí. Eso intentó hacer Napoleón, y no pudo. Eso intentó hacer Hitler, y no pudo. Rusia envió contra ellos al “general Invierno”, a quien nadie ha conseguido todavía vencer.

De los palacios de la capital del Neva, que posiblemente nadie ha contado todavía en su número exacto, asombra su grandiosidad, la elegancia clásica de sus fachadas, la nobleza de sus vestíbulos, lo recoleto y elegante de sus patios, la solemnidad y grandeza de sus salones… el de Stroganov en la avenida Nevsky, junto al canal Moyka; el  de mármol, en la Millionarienskaya, que Catalina la Grande mandó construir y regaló a su amante el conde Orlof; el de Mijailovsky que hoy alberga el Museo Ruso tras la estatua de Puskin en la plaza de las Artes; el de los Yusupof, el de los Shemeretef, el de Nicolaievich, cerca del puente Nicolai y de la casa que alquiló el duque… es imposible describir San Petersburgo, anclada en las brumas del húmedo Báltico, pero brillante y ostentosa como ninguna ciudad. Quizás la más espléndida urbe que este cronista ha visto, paradigma de la elegancia y la opulencia, lugar donde se fraguó (no podía ser de otro modo, se veía venir…) la Revolución comunista, el incendio que surgió tras la obligada chispa de tanto despotismo y tanta riqueza descarada. Los años del comunismo revolucionario, los 900 días del cerco nazi, la dictadura terrible de José Stalin, y el progresivo decaimiento del régimen soviético, llevaron a esta ciudad, llamada durante el siglo xx Leningrado, a ser una sombra de lo que fue, pero el apoyo del gobierno ruso actual, de su mandatario Vladimir Putin (peterburgués él mismo) y de diversos países europeos, han impulsado un crecimiento, una restauración y un cuidado que nos devuelve en el aire sonoro e inquieto de la Nevsky Prospekt toda la viveza de la vieja ciudad europea, la más nórdica y más espléndida del continente. Y en ella incluida un recuerdo alcarreñista y mendocino, el de la estancia del XIV duque del Infantado como embajador de España.