Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

septiembre, 2007:

Las Balconadas de Trijueque

 

Han pasado los viajeros una mañana en Trijueque. Se han asomado a sus balconadas anchas sobre el paisaje expresivo de los valles serranos. Han paseado sus calles, cuidadas y limpias, y han oido retumbar sus pasos en los muros que guardan la historia de este pueblo. Han buscado los detalles mínimos de sus construcciones viejas, porque siempre se encuentra el viajero con alguna novedad en lo ya visto. Y han buscado, y hallado, los restos de la picota que Trijueque tuvo y le dio dimensión de villa. Para otros viajeros que hagan un alto en su viaje por la carretera A-2, y quieran pasar un par de horas en este pueblo encantador y siempre sorprendente, van estas líneas que le configuran.

Algo de historia

Sobre el mismo borde septentrional de la meseta alcarre­ña asienta este pueblo, dando vistas al gran valle del Henares, al de Badiel que le llega por levante, y a las innú­meras barrancadas, arroyos y ondulaciones del terreno en que derrama la meseta de la Alcarria., y la sierra al frente.

En el fondo del paisaje, especialmente en los días claros del invierno, aparecen en magnífico tapiz blanco‑azulado las diversas sierras del sistema Central que cierran por el norte la provincia de Guadalajara (Peña Centenera, montes de Cogolludo, Ocejón, Alto Rey, La Bodera, etc.). El resto del término es una inmensa llanura en la que se cultiva en abundancia el cereal. Hacia el Henares, hay olivos y algunos huertos.

Perteneció Trijueque, tras la reconquista de la comarca en el siglo XI, al Común de Villa y Tierra de Hita, que se ve como al alcance de la mano desde las balconadas. Con un buen catalejo se observa el ir y venir de sus gentes, por las plazas y cuestas.

Los arzobis­pos toledanos tenían aquí muchas tierras y cobraban fuertes tributos, dejándoselo todo a los monjes‑canónigos de San Agustín del monasterio de San Blas de Villaviciosa, heredado por los jerónimos que luego vinieron a sustituirles. Estos monjes tuvieron también en el pueblo algunas casas principa­les, y numerosos aldeanos trabajaban para ellos.

Quedó Trijueque incluida como aldea del señorío de Hita, que en el siglo XIV poseyó don Iñigo López de Orozco, y a principios del XV quedó incluido en el mayorazgo de los Mendoza alcarreños, llegando al siglo XIX en manos de los duques del Infantado. Pero ya en 1503 cobró relativa inde­pendencia, a lo menos en lo jurisdiccional, pues Fernando el Católico expidió el privilegio que la hacía Villa, siendo de las pocas que comprendía el señorío mendocino de Hita.

En 1560 se construyeron unas magníficas casas en el lado norte de la Plaza para albergar el Concejo o Ayuntamiento, poniendo en su fachada, -y aún duran-, los escudos de Men­doza y del Rey tallado en piedra. Los Mendoza utilizaron esta su posesión para construir en ella un castillo, y rodear al pue­blo entero con fuerte muralla que presentaba tres entradas. En este lugar tuvieron custodiada, en el siglo XV, a doña Juana *la Beltraneja+. Entre la población, numerosa, que Tri­jueque tuvo en la Edad Media, se puede contar con una nutrida *aljama+ hebrea.

Los Orozco, señores de Trijueque

Aunque el señorío de Trijueque quedó en manos del linaje Mendoza durante muchos siglos, (concretamente desde inicios del siglo XV hasta la constitución de Cádiz), fue en el siglo XIV que este lugar, como todo el amplio espacio serrano y alcarreño de Buitrago e Hita, estuvo en manos de los Orozco, linaje que, como los Mendoza, procedía del País Vasco, y que acudió a la corte castellana en apoyo de los monarcas, para protegerles y al mismo tiempo sacar de ellos mercedes y ventajas.

Estos Orozco, procedentes del lugar vizcaíno de tal nombre, y que aún hoy existe, -Orozco, en el partido judicial de Durango- lucieron desde el primer momento un escudo de armas que consistía en dos lobos, pasantes, puestos en palo. El apellido se encuentra escrito en muchos documentos con hache: Horozco. Y el emblema heráldico del linaje se puede representar con un solo lobo, con dos (lo más habitual) o con cuatro, a veces acompañando a una cruz central, y otras con bordura de gules cargada de aspas de oro, recordando su presencia en la toma de Baeza el día de San Andrés de 1227, acompañando a López de Haro, señor de Vizcaya. Este emblema heráldico de los Orozco se puede encontrar en muchos lugares de la provincia de Guadalajara, puesto que a lo largo del siglo XIV este linaje tuvo enormes posesiones por nuestras tierras.

Por recordar algunos: en la puerta solemne de tallada piedra del castillo de Guijosa; en la parroquia de Loranca; o en el altar del fondo de la nave del evangelio de la iglesia de Santiago, de Guadalajara capital, porque esa capilla fue fundada por los Orozco arriacenses cuando el convento de Santa Clara se creó, en aquel siglo.

Por tierras de la Alcarria conquense tuvieron también muchas posesiones, hasta el punto de que hoy se conoce como “las villas de Orozco” a las que están en torno a Villalba del Rey, en la comarca de Huete.

Desde el mismo siglo XI fueron los Orozco dueños de Hita y su comarca, pues en esa época casó Lope Iñiguez de Orozco, cortesano de Fernando III, con Juana Ruiz, heredera de los Fernández de Hita. Mientras que algunos hijos pasaron a Andalucía, otro llamado Ruy López de Orozco quedó en Castilla. Su nieto Íñigo  López de Orozco, fue primer señor de Escamilla y Cogolludo, teniendo una relevancia notable en la corte de Alfonso XI y Pedro I, habiendo participado con él en la batalla del río Salado, en 1340. A su hijo, también llamado Iñigo López de Orozco, mandó matar el sanguinario rey Pedro I el Cruel, tras la batalla de Nájera, y sería su hija, Juana de Orozco, la que al casar con uno de los emergentes Mendoza, don Pero González de Mendoza, entregara a esta poderosa familia alavesa el control del valle del Henares y las somosierras.

Esta larga parrafada sobre los Orozco viene a cuento de lo que luego vamos a ver cuando visitemos, con la paciencia que el tema merece, la arruinada iglesia de Trijueque.

Lo que hay que ver

Llegan los viajeros, primero que nada, a la ancha plaza mayor de Trijueque. Lugar memorable, y hermoso como pocos, iluminado por el sol amable de una mañana de otoño. Al fondo se alza el edificio concejil, en cuya amplia balconada se ven, tallados con minucia, los escudos del linaje Mendoza y de la monarquía hispana. Más allá, se continúa el plazal con edificios soportalados, y se sale de él por un pasadizo que se escolta de innumerables columnas, añejas y venerables. Forma todo un conjunto urbano, aunque breve, pero muy explicativo de la estructura medieval de nuestros viejos pueblos.

Algunos restos de la gran muralla que circuyó Trijueque han llegado a nuestros días. Pocos, porque sobre esa muralla se fueron construyendo viviendas a lo largo de los siglos, pero los suficientes para ver un enorme torreón de argamasa forrada de sillarejo, en la parte de poniente, frente a la iglesia. Y otra torre, hoy en el interior del pueblo, que ha sido recientemente rehabilitada, y hasta hecha visitable en su altura, gracias a una escalera metálica exterior, que quizás altera un poco su primitiva estampa.

En el camino que desciende hacia el Badiel, hay una hermosa y antigua fuente pública. Y en el extremo sur del pueblo, junto a la Autovía A-2, se ve en bello conjunto la ermita de la Soledad, de doble arco de entrada, y un Calvario de piedra. Sobre el muro de la ermita figura la altura del lugar sobre el nivel del mar: justamente mil metros.

Buscando el símbolo de villazgo, los viajeros han deambulado por el camino que va junto al borde de la meseta, dando vistas a través de hermosas balconadas, a los valles del Badiel y Henares. Al final del paseo, y hoy entre los chismes de una obra, se ve lo que queda de la picota que simbolizó el villazgo y la administración propia de justicia en Trijueque: es una gigantesca piedra caliza, cilíndrica, con basamenta lisa, e inicio de fuste estriado, acabando como a metro y medio de altura, y no conociendo nadie como fuera esa picota en su remate. Al menos, y aunque un tanto aislada y preterida, algo queda de aquella esencia histórica.

Signos esotéricos en la iglesia

Dejamos para el final la visita a la iglesia. Dedicada a la Asunción de la Vir­gen, el templo de Trijueque asomaba sobre el valle, en el extremo norte del pueblo. Era un gran edificio de estilo renacentista, pero rehecho sobre otro más antiguo, quizás románico, del que hoy solo quedan las maltrechas ruinas, y estas, además, abandonadas. La Guerra Civil, y más concretamente las jornadas de marzo de 1937 en que justo allí se desarrollaron las más crudas escenas de la “batalla de Guadalajara”, la dejó en ese estado y así sigue, quizás como vehemente muestra de los desastres de aquella contienda.

Se trataba de un buen ejem­plar de arquitectura plateresca, de la primera mitad del siglo XVI, con portada de elegante ornamentación, e interior cubierto de bóvedas nevadas y gallonadas. Quienes la vieron antes de su destrucción dicen que era un templo hermoso y artístico como pocos. Aunque no han podido los viajeros penetrar a su interior, porque está celosamente guardado con candados y trancas, sobre los collaretes que rematan los pilares de separación de las naves, aún se ven tallas vegetales, grupos de ángeles teniendo escudos mendocinos, y otros detalles escultóricos de interés. La portada es de estilo plateresco con reminiscencias covarrubiescas. Muy propio de un templo que caía en el corazón jurisdiccional del arzobispado toledano. Columnas valientes, los rostros de Pedro y Pablo en las enjutas (a este último le afeitaron del todo la cabeza en la Guerra) y un bloque informe de alabastro consumido por los aguaceros en la hornacina superior, que representaría a la Virgen María, pero sentada.

Mirando a los altos, en oficio genuino de turistas aplicados, los viajeros se encontraron con un buen número de canecillos tallados sujetando el alero del templo, en la zona del presbiterio, que es lo más entero que queda de la iglesia, aunque también con el tejado hundido. En esos canecillos,  se ven curiosas formas: una de ellas en la esquina oriental, y que acompaña a estas líneas, es bien clara: se trata del emblema heráldico de los Orozco, lo cual significa que ese templo fue construido, o mejorado, en tiempos del dominio de esa familia, y por lo tanto fechable entre los siglos XI al XIV. El templo, pues, fue románico en su primera etapa. Son dos lobos pasantes puestos en palo, no hay duda.

Luego, a lo largo de la ristra de canecillos, van apareciendo imágenes que dejan sorprendidos a los viajeros: hay una cabeza de mono, muy expresiva; una cabeza de toro, con unos grandes cuernos; y unas cabezas de clavo, muy simples. Se añaden otros símbolos, como un pico de ave, y otro conjunto de elementos indescifrables, lo que sumado hace una oferta inquietante de mensaje encriptado, que espera de los sabios analistas del Medievo su lectura. En todo caso, un motivo y acicate para subir hasta Trijueque, pasear sus calles, asomarse a los paisajes espléndidos de sus balconadas, y leer a trancas los mensajes del arte románico en las grises piedras de sus muros derruidos.

Los Mendoza en Mombeltrán

 

Castillo deMombeltrán

Un paseo por las cumbres de Gredos nos ha llevado a descubrir el castillo de Mombeltrán. Allí los viajeros se han encontrado no solo con una perfecta imagen de castillo medieval, pulcro y completo, enmarcado por los altos serrijones graníticos de Gredos, sino que han recorrido a través de matacanes, mocárabes y escudos tallados en su piedra gris una parte de la historia alcarreña, que anda allí petrificada y en silenciosa memoria. Estas líneas quieren ser invitación a viajar a ese enclave de Avila, incrustado en lo más fragoso y espléndido de su sierra azul, y a rememorar cosas de Alcarria a través de la historia de ese castillo, tan parecido, tan entroncado con los de nuestra provincia.

Mombeltrán visto

Bajando desde el alto del Pico (que añade a su belleza paisajística el interés de encontrarse a cada revuelta con la más perfecta calzada romana que se mantiene íntegra en Castilla) se divisa allá a lo bajo el pueblecito de Mombeltrán, que siempre fue dicho Colmenar de Arenas, porque era parte del territorio de la actual villa de Arenas de San Pedro, y como una aldea mínima por lo alta y apartada, aunque estuviera en plena ruta de la Mesta trashumante (la Calzada Leonesa Occidental).

El castillo de Mombeltrán se alza sobre un hito rocoso que domina pueblo y valle alto del Tiétar. Consiste en un recinto cuadrado de mampostería bien trabada, con cubos en los ángulos, rodeado de una barbacana de similar traza. Junto a la entrada del recinto interior, hay una escalera de caracol que es el único acceso al adarve y a las zonas de defensa del castillo, aisladas, por lo tanto, de las dependencias domésticas. Quedan restos notables del primigenio patio, capilla y otras dependencias. Cada esquina del castillo tiene una torre de planta circular adosada. En la esquina nordeste se alza un cubo que es cuatro veces mayor que los demás, y sirve como torre del homenaje. Al igual que ocurre en el castillo de Pioz, esa torre es de planta cuadrada dentro del recinto. Entrando desde el adarve se ve que su interior consta de una sola cámara, con una bóveda hexagonal apoyada sobre un pilar central.

En Mombeltrán, la barbacana es un poco posterior al recinto, pero todo él fue construido en el mismo momento, el último tercio del siglo XV. Posteriormente, en el XVI, se terminaron las dependencias domésticas del castillo y se reforzaron las defensas exteriores: a la barbacana se le adosó un talud con saeteras, muy alto, y un pasadizo interno de ronda, ampliándose la zona de la entrada con otra puerta moderna y una rampa con un baluarte con orejones, esto ya posiblemente en el XVII o más tarde.

Así lo describe Edgard Cooper en su libro de “Castillos Señoriales en la corona de Castilla” y así lo hemos visto nosotros ahora, en la caída de la tarde de verano, cuando el alcázar entero, iluminado por el sol poniente, parece una antorcha de lujo y sueños. Federico Bordejé, en tanto, es más técnico y nos da explicaciones de su estructura. Dice que “el castillo de Mombeltrán puede presentarse como una de las últimas manifestaciones de la arquitectura militar de la Edad Media, en la que también pueden advertirse ciertas influencias ex­trañas y más bien italianas, al modo como sucede en el castillo bastante similar en tiempo, aunque de más fina estructura, de Pioz cuyos directos antecedentes cons­tructivos todavía pueden verse en la fortaleza de la «Rocca Pía», sub­sistente en Tívoli”.  Ya con esta apreciación entronca el Mombeltrán abulense con el Pioz alcarreño, y a ambos con los Mendoza que se apresuran, en todo momento, a colocar sus escudos de armas tallados sobre las puertas y bajo los almenares.

De esos escudos, que vemos sobre la puerta antigua, destacan los de Castilla y León, como homenaje del valido don Beltrán a su monarca, y junto a él los de La Cueva (su linaje) y Mendoza (el de su primera mujer, doña Mencía, con quien casó en 1462).Además se encuentran en otras partes el escudo de los Toledo, linaje al que perteneció su segunda esposa, doña Mencía Enríquez de Toledo, con la que casó en 1476. Sobre la puerta principal, y más moderna, aparecen las armas de Cueva y Silva.  Es muy posible que estas fueran talladas y ahí colocadas en el siglo XVIII, por parte del duodécimo duque de Alburquerque, don Federico Fernández de la Cueva, casado con Agustina Ramona de Silva, que lo habitaron mediado ese siglo del barroco.

En el muro ampa­rado por la torre del homenaje se abre la puerta principal, tanto del castillo, como de la barrera, esta última flanqueada por otros torreones más pequeños, ante los cua­les, y en su tiempo, corrió un foso, luego cegado cuando, en el siglo XVI, esa puerta exterior fue cerrada y suplantada por otra provista de gruesos garitones, con cupu­lines y frontón, abierta en una barbacana de forma casi trian­gular, aunque con traza en parte curvilínea, destinada a reforzar ese frente más vulnerable, pues por ahí tenía acceso desde la propia villa.

Exteriormente, la alcazaba de Mom­beltrán se conserva casi intacta, viéndose en su interior todavía bastantes restos del patio, cámaras y escaleras, que nos permiten hacernos idea de la composición interior del edificio, siendo bastante fácil su recons­trucción, por lo demás ya intentada algunas veces. Bordejé insiste en lo que es más evidente para cualquier visitante de hoy: que “uno de los mayores atractivos del castillo de Mombeltrán reside en su maravillosa situación ante el bello y extenso paisaje que le rodea, motivo principal del re­nombre y estimación de que siempre gozó, por su singular y admirable emplazamiento ante tan dilatadas y grandiosas perspec­tivas”.

Mombeltrán recordado

El lugar de Mombeltrán, como antes decía, fue nombrado “El Colmenar de Arenas” durante la Edad Media. Ya en el siglo XIII el rey Alfonso X le asignó fuero propio y le otorgó determinados privilegios reales. En 1393, el rey Enrique III concedió al lugar el título de villazgo, segregándolo del alfoz de Avila, y se lo entregó en señorío a su camarero mayor y condestable Ruy López Dávalos. Años después, el rey Juan II se lo entregó a su valido y también Condestable don Alvaro de Luna. Cuando el 12 de septiembre de 1461, el rey Enrique IV se lo donó a su valido y canciller don Beltrán de la Cueva, este lo cambió de nombre, componiendo ese bello topónimo con el que hoy se le conoce: el monte de Beltrán, Mombeltrán…

Como un altivo exponente de su nuevo señorío, el valido quiso levantar un castillo de nueva planta, que sustituyera al que de antiguo ya existía allí, porque el cerro rocoso lo está pidiendo a gritos. A quién encargó la traza y construcción del castillo, es cosa que no está documentada. Aunque parece todavía un poco pronto, pero el estilo de la fortaleza y algunos de sus adornos nos hace pensar en Juan Guas. Porque los mocárabes que bordean la desaparecida cornisa de la torre mayor son muy parecidos a los que luego este arquitecto pone en los castillos de Belmonte y Manzanares el Real, así como en el palacio de los duques del Infantado en Guadalajara.

El caso es que esta fortaleza fue habitada, en la segunda mitad del siglo XV, por la que fuera hija mayor del primer duque del Infantado, Mencía de Mendoza, quien al casar con el favorito del rey consolidó las alianzas de los Mendoza alcarreños con la monarquía, que a partir de entonces se fueron haciendo más firmes.

Este castillo fue declarado monumento nacional en 1949, pero a pesar de ello, y de estar incluso en la Ley General de Patrimonio, que protege todos los castillos españoles y dispone de la posibilidad de su visita, actualmente el de Mombeltrán, que es propiedad de los duques de Alburquerque, se encuentra cerrado y es inaccesible a los visitantes.

Apunte

Cómo llegar a Mombeltrán

Lo más cómodo es ir por la A-5, la autovía de Extremadura, hasta la altura de El Casar de Talavera, pasada ya Talavera de la Reina, y por Velada seguir la N-502 dirección Avila, dejando a la izquierda Arenas de San Pedro, y enfilando el alto valle del Tiétar. Después de visitar Mombeltrán, su castillo, su iglesia parroquial, su Hospital medievla y algunos palacios interesantes, se puede tomar con filosofía y buen ánimo la subida del Puerto del Pico, una carretera llena de cuervas de 180 grados, muy bien asfaltada, cómoda de subir, y parar de vez en cuando en los lugares señalados a contemplar la “Calzada Romana” que está recuperada en su integridad, fantástica. En el Alto del Pico, a 1400 metros de altitud, se contempla magnífica la Sierra de Gredos y en días claros se ve con toda nitidez el pico Almanzor, la montaña más alta de todo el centro peninsular.

Guadalajara: señas de identidad

  

Gigantes y cabezudos de Guadalajara

 

Como en una danza giróvaga, la fiesta de Guadalajara desprende a quien la vive de contingencias diarias y preocupaciones vanas: suena la música, corren los toros, brincan los caballitos y la noria se hace rodal multicolor en el cielo alcarreño.  Mientras se suceden los actos y la vida se toma una pausa, no está mal que reposemos también del viaje semanal por la provincia, por los caminos de Guadalajara y vecindades, y nos dediquemos a pensar en lo que supone estar aquí, ser de aquí, vivir aquí con perspectivas de hacerlo mejor cada día. Un repaso a las señas de identidad arriacenses no parece tarea que sobre ahora. 

Un escudo heráldico 

 El símbolo primero de la ciudad es el escudo heráldico de la misma. Debieran tenerlo todos los pueblos y ciudades de España, como lo tienen, ya desde hace muchos años, todas las villas y ciudades de algunos paises europeos, especialmente la República Checa, Alemania, Gran Bretaña, Eslovaquia, etc. En algunos lugares, están cambiando el escudo heráldico por logotipos, lo cual supone confusión con marcas de otro tipo, y renuncia a una identidad de fondo histórico que es lo que el escudo proporciona. 

El de Guadalajara es complejo y elegante. Falso, porque se ha inventado modernamente, y falto aún de declaración y aprobación oficial. El escudo de la ciudad se forma de un campo verde sobre el que aparece un caballero medieval seguido de una numerosa tropa, y al fondo una ciudad amurallada de la que destacan edificios contundentes, torre y banderolas. Todo ello sumado de un cielo azul sembrado de estrellas de plata. Siempre se ha dicho que representa el momento de la conquista de la ciudad por Alvar Fáñez de Minaya, hecho legendario ubicable en el mes de junio de 1085. 

Pero la realidad es bien distinta. El escudo original de la ciudad, el que puede verse en sellos de cera pendientes de los documentos concejiles del siglo XIII, y luego en escudos tallados procedentes de iglesias, concejos y palacios, es más sencillo. Trátase de un caballero armado, cubierto de arneses metálicos, con espada en una mano y un pendón o banderola en la otra, sobre caballo, con un fondo de estrellas. Esta enseña es más lógica y genuina, pues procede del símbolo de la representatividad democrática del pueblo arriacense por antonomasia. El caballero de la imagen es el juez o primera autoridad elegida por los caballeros, hidalgos y pecheros. 

Este símbolo heráldico, que viene estudiado con más detenimiento en la variada bibliografía existente sobre el tema, debería ser adoptado como auténtico escudo de la ciudad. Siempre es buen momento para articular el correspondiente estudio y la propuesta al pleno del Ayuntamiento, para que si existe consenso suficiente, sea enviado a la aprobación de la Junta de Comunidades previo informe favorable de la Real Academia de la Historia.    

Alvar Fáñez de Minaya 

Todas las ciudades tienen su mitológico nacimiento de las artes de un dios pagano, de un héroe griego, de un ejército romano, o de un guerrero medieval que la sacó de ajenas manos. León fue fundada por una legión romana, y Tarazona nada menos que por Hércules. Así hasta el infinito. Guadalajara, para no ser menos, tiene en el héroe Alvar Fáñez de Minaya su iniciador más contundente. Primo y alférez del Cid Campeador, participó junto al rey Alfonso VI de Castilla en la campaña de acoso y conquista final del reino andalusí de Toledo. Luego tuvo mando en diversos alcázares de la tierra (leáse Zorita, Alcocer y algunos otros) y quedó en las leyendas de diversos pueblos, como Armuña, Horche e Hita como su mítico conquistador. 

Del guerrero y estratega (que entonces, en el siglo XI, era sinónimo de político, porque la política se hacía con  lanzas y catapultas) han quedado entre nosotros algunos recuerdos someros: el torreón de la primitiva muralla medieval, por donde se dice que entró a tomar posesión de la ciudad en la estrellada noche de San Juan de 1085; la calle de su nombre, que parte del referido torreón y llega al Mercado de Abastos, y el busto en bronce que modeló Sanguino y hoy vemos en el paseo de las Cruces. 

Es muy acertado el tratamiento, basado en imágenes, frases, recuerdos, del héroe castellano, en el espacio museificado de ese Torreón de Alvarfáñez, que durante siglos se llamó del Cristo de la Feria, por haber dedicado su espacio al culto de una talla de Jesús crucificado. Es una forma de entregar a las nuevas generaciones la memoria de un personaje, de su época, y de sus hechos. 

El Alcázar Real 

Ya inaugurado como espacio visitable, la pasada primavera, la ciudad adquiere otro lugar donde mirarse como en un espejo. Bien es verdad que queda mucho por hacer en ese edificio, que deparará sorpresas cada vez que se le meta la piqueta arqueológica y el cepillo de sacar a la luz los tesoros de su pasado. 

Los estudios concienzudos previos de Pedro Pradillo, y las tareas de excavación dirigidas por Julio Navarro han llevado a cambiar la visión de la que era lastimosa ruina del alcázar o “cuartel de globos” como aún los más viejos le llaman. El esfuerzo de estos últimos años ha supuesto entrever, como a través de una celosía, la estructura antigua de este edificio, y parece bastante claro que se trata de un magnífico palacio de construcción islámica adaptado sucesivamente a palacio real cristiano. La aparición de una alcoba (qubba o salón del trono) sobre la más antigua pared norteña; la perspectiva cierta de que en su centro existiera un patio con alberca, rodeado de finas columnas, y la perspectiva de haber tenido salones abiertos de recepción junto a las alhanías, nos hace pensar en recintos similares como los de Medina Azahara, en la califal Córdoba, o los de la Aljafería zaragozana. Todo ello hace brotar un nuevo espacio donde la ciudad adquirirá mejor conciencia de sí, más certeza de su ya conocida y contundente historia. 

Es una pena que el interesante espacio expositivo sea asaltado, cada vez que les viene en gana, por los pintamonas que siguen campando a sus anchas por toda la ciudad. Hace un par de semanas, aparecieron todos los carteles explicativos, que tantos esfuerzos han costado y tanto dinero han supuesto al contribuyente, tiznados con firmas surrealistas. La pasarela que permite recorrer y ver desde la altura las excavaciones y las perspectivas del antiguo alcázar, nos deja soñar y esperar que pronto llegue el día en que aquello desvele sus viejos misterios. 

El Museo de la ciudad 

Uno mi voz, -que más bien es eco-, a la de otros estudiosos y gentes de fiar, para pedir una vez más la creación de un Museo de la ciudad. Para que Guadalajara afiance el saber de sus esencias sobre la material perspectiva de unos planos, unos documentos, unas piezas y unas maquetas que nos digan cómo se ha ido haciendo, con los siglos, el viejo enclave ibero de junto al río, hasta cuajar en esta metrópoli que hoy alberga gentes de todas partes venidas. La historia es incesante, se hace cada día, y la ciudad ha tenido tantos nombres ya, tantas perspectivas cambiantes, tantos monumentos que fueron y desaparecieron, que bien merece concretar esos recuerdos y ponerlos con claridad ante los ojos de sus habitantes de hoy, ante los del mañana. 

En el programa electoral del PP, que le llevó al contundente triunfo en las pasadas elecciones municipales, estaba la creación de un Museo de la Ciudad. Es esa una tarea que lleva mucho tiempo, y que, dado que las legislaturas duran cuatro años, si no se empieza ya a trabajar en ello, probablemente en la próxima campaña habrá quien diga que no se ha hecho algo que estaba comprometido. 

Me limito a repetir las frases que en otras ocasiones he puesto en letra impresa para apoyar esta idea, que va siendo poco a poco compartida por otras voces: “La mayoría de las grandes ciudades españolas, disponen desde hace tiempo de un Museo de la Ciudad, una especie de grandioso “album de fotos” en el que se reúne todo cuando a lo largo de los siglos ha definido el ser de esa ciudad. Madrid dispone uno, fantásticamente montado, en la plaza de San Andrés: es el ”Museo de San Isidro”; y otro, el “Museo de la ciudad”, en el número 140 de la calle Príncipe de Vergara. Barcelona dispone de su “Museo de la Ciutat” en la plaza del Rey. Melilla tiene uno perfecto. Y Lerma, y Murcia, y Albarracín, y Valencia… Y así, hasta cien”. 

El lugar, también está bastante claro: un viejo monasterio, hoy vacío, como es el de San Francisco, donde se ha preparado una operación urbanística de altura. Entre las nuevas casas, el tráfico que se montará, y la algarabía de los colegios, ese Museo entre las arcadas mudéjares del claustro francisco sería un referente de paz y de memorias.  

“Cosas a poner en el Museo: Los privilegios rodados (o sus reproducciones fidedignas); los retratos y escudos de los Mendoza que marcaron una época y unos siglos; la memoria popular del Mangurrino, de Pepito Montes y los encierros de toros; las vivas y coloridas presencias de tantos gigantes y cabezudos que fueron llamados al retiro. Los escudos de armas tallados en piedra que se salvaron de derribos y destrucciones. Los planos de la ciudad, según los siglos. Y sus maquetas. Las canciones de los niños, las leyendas de los viejos, la visión completa de una historia y sus gentes. Eso y muchísimo más se puede poner en un Museo. Un lugar que aseguraría más visitantes, y en el que los niños sí tendrían cosas que aprender”. 

Apunte 

Las viejas Ferias 

La fiesta de Guadalajara, que hoy continúa a la celebración religiosa de la Virgen de la Antigua, patrona de la ciudad, tiene un origen antiguo, muy antiguo. Fue el rey Alfonso X el Sabio quien estableció que la villa guadalajareña celebrara sus días feriados en torno a San Lucas (mediados de octubre) y en ella las gentes de la comarca y de Castilla toda pudieran venir a comprar y vender, manufacturas y animales, alimentos y tejidos, sin pagar impuestos. 

Siglos después, y dado que San Lucas es –probado está- santo llovedor y friolero, se adelantaron las Ferias y Fiestas al entorno de San Miguel, porque este alado personaje asegura una semana de soles y de membrillos. Entonces (por los años 60 del pasado siglo) se inició la costumbre de las carrozas, y después, cuando un alcalde de apellido navarro creó tradición sacando los toros a correr por la Carrera (que lo había sido de caballos, no de toros…) se abrió nueva perspectiva a la ciudad que, finalmente, ha puesto la fiesta en el amable contexto del comedio septembrino.

Una Mirada a Recópolis

 

Centro de Interpretacion del parque arqueológico de Recópolis

No viene mal de vez en cuando echar un vistazo al pasado de nuestra tierra. Sirve para aprender y, sobre todo, para asombrarse desde cuanto tiempo hace que existimos como comunidad. En Recópolis esa larga hilera de acontecimientos, esas civilizaciones sucesivas, esas emociones de vida y entusiasmos se ven pasar como las  nubes de un día ventoso sobre nuestras cabezas.

Recópolis es hoy algo más que un yacimiento arqueológico, o una ruina bien cuidada y documentada. Es un museo vivo, un espacio cultural en el que uno disfruta aprendiendo, sabiendo datos nuevos de la historia de la Alcarria, viendo, -casi palpitante- el corazón de la tierra y los elementos que salen de su profundidad, explicando cada uno a su manera qué ocurrió en siglos muy, muy antiguos.

Llegamos a Recópolis

Atravesado el enclave de Zorita, y dejando a un lado la monumental alcazaba de origen islámico y más tarde calatrava, por un bien señalado y asfaltado camino se llega al área donde nos acoge un Centro de Interpretación que es en realidad un completo Museo de la ciudad y de la historia de sus excavaciones. Con toda amabilidad nos pasan al área de audiovisuales donde nos recibe una película que explica con toda claridad la evolución del enclave.

Bien se advierte, en principio, que esta es la que oficialmente se considera ciudad de Recópolis. La que en el año 578 fundara, de la nada, sobre los yermos campos de junto al Tajo, el rey Leovigildo en homenaje a su sucesor el que sería Recaredo. Porque para alzarse con ese mérito existen otras candidatas. Y no es la menor la que posiblemente se alzó, entre el Tajo y el Guadiela, frente al Club Náutico de Bolarque, y que entre las montañas y pinares aún muestra sus muros arrasados y la gente conoce tradicionalmente como Repópolis. Pero la que centró estudios, conclusiones, excavaciones y aplausos es esta de junto a Zorita.

En el Museo se explican los orígenes, la época visigoda, la sucesiva ocupación por los árabes, y la final estancia, durante al menos otros tres siglos, de gentes del reino de Castilla. Todos ellos pusieron su sello sobre el cerro dominante del río. Sobre un superficie de 33 Hectáreas se levantó la urbe visigoda, con basílica principesca y gran palacio real. En el transcurso de los años (y eso que solo se ha excavado y se ve el 5% de su superficie) han ido apareciendo otros elementos que posibilitan el inicio de una explicación plausible. Como por ejemplo, que al ser ciudad real y de referencia en el estado hispánico de los visigodos, en esta urbe se hacía leyes al mismo tiempo que piezas de orfebrería; se fabricaba cristal finísimo y se almacenaban buena parte de las reservas de trigo: incluso existió una ceca, o fábrica de acuñación de monedas, en las que los nombres de los reyes visigodos aparecieron grabados sobre el oro. Un tesorillo encontrado junto a la columna de entrada al presbiterio basilical (y que hoy se conserva en el Museo Arqueológico Nacional) da razón de esa belleza monetal y esa importancia suma en el estado visigodo.

Cosas que hay que ver

Una vez empapados de imágenes, datos y piezas encontradas, desde el Centro de Interpretación se sube al cerro de la ciudad. Una leve subida fácil nos lleva hasta una planicie inclinada desde levante a poniente. En lo más alto, lo primero que nos encontramos, son las ruinas de la antigua basílica cristiana de los visigodos. Transformada luego en ermita románica, y llegada a nosotros en una amalgama extraña pero suntuosa de piedras y equilibrios.

Quedan los abultados restos del presbiterio, con arcos volados de piedra, y muros firmísimos. Además los restos de inicio de muros nos delimitan perfectamente la planta del edificio. Desde una fachada totalmente cerrada, y a través de su única y estrecha puerta, se accedía desde la gran plaza. Era de cruz latina, estando dividida su planta en diferentes espacios que servían a las necesidades funcionales de la liturgia. La cabecera, formada por el ábside – que albergaba el altar- y el crucero, eran los espacios reservados sólo para el clero. La nave central era el lugar destinado a los fieles, los bautizados. Dos naves colaterales flanqueaban a la central y se comunicaban directamente con el transepto.

Sobre el terreno, y según nos explican los especialistas que han estudiado a fondo el edificio, al inicio del templo se encontraba el nártex, el recinto en el que se localizaba la fachada y la entrada principal, una especie de vestíbulo enmarcado por grandes columnas, en el que se albergaban durante las ceremonias los catecúmenos, los que aún no se había bautizado. A un costado se alzaba el baptisterio, lugar fundamental en una basílica visigoda. Bajo su suelo se encontró en 1946 el tesorillo de tremises visigodos, todos de oro y recién acuñados.

La importancia de la planta y restos de este gran templo basilical de Recópolis es su gran parecido con los templos áulicos cruciformes edificados en Bizancio por iniciativa imperial, que inspiraron a las más importantes iglesias aúlicas, dedicadas a los Santos Apóstoles, en muchas ciudades de la Europa controlada políticamente por Bizancio.

Otro de los elementos, a contemplar en Recópolis hoy es el palacio real. El único que existe en la provincia, precisamente para albergar a la realeza visigoda. Era este el lugar donde radicaba el poder: donde vivían y actuaban los delegados gubernamentales, y donde ocasionalmente acudía la Corte. Se levanta, con una planta estrecha y muy alargada, en la parte más alta de la ciudad y en el borde del talud que esta forma sobre el río Tajo: un lugar, sin duda, privilegiado, por las vistas que desde su piso alto se alcanzaba, por el aire que siempre soplaría en sus salones, y por la belleza que tendría su masa sobre el resto de la ciudad.

Según nos cuentan los expertos arqueólogos que han estudiado la ciudad, este conjunto de edificaciones palatinas es el de mayores dimensiones hasta el momento conocido en Europa occidental para este periodo. Además de alojar a los altos dignatarios, este palacio albergaba servicios y funcionarios dedicados a la administración y gobierno de la ciudad y su territorio. Estos estarían en la planta baja, más lóbrega, mientras que la superior, más ornamentada y luminosa, sería lugar de residencia de gobernadores, príncipes y reyes. Al parecer esa planta alta estaba adornada con pavimentos de opus signinum y una importante decoración escultórica. Este edificio se construyó en los años finales del siglo VI, cuando la fundación de Recópolis, y fue recibiendo sucesivas reformas.

Hoy el viajero puede ver un largo espacio con fuertes muros, en algunos lugares reforzados por torreones de planta semicilíndrica, macizos, y en el interior los arranques de poderosos pilares que servirían para sustentar la planta alta.

Detalles y curiosidades

Hemos visitado estas ruinas el pasado domingo, un día especialmente caluroso y con una luz tan intensa que apenas pudieron hacerse fotografías sin que el sol las quemara. En el Centro de Interpretación se ven estupendos capiteles rescatados de la basílica, y se comprueba que son similares a otros que existen en la capilla románica del castillo de Zorita. Esa evidencia confirma el hecho asumido desde hace mucho tiempo, de que en época árabe se sacaron de la imperial Recópolis elementos constructivos, y ornamentales, para servir de basamenta, y adorno a la alcazaba árabe de Zorita.

La fuerza que había tenido Recópolis en tiempos visigodos fue la que adquirió Zorita en los del califato cordobés. La “Hispania toletana” se rendía a los pies de “Al-Andalus” y este se llevaba la gloria tallada de la ciudad de Leovigildo hasta el alcázar guerrero y enhiesto sobre la roca de los Beni Dil Num.

Es curioso también en Recópolis, discurriendo por los caminos que marcan al visitante, comprobar el lugar donde estaba una de las puertas de la ciudad. O como se han encontrado, muy alejados, fuertes fragmentos de muralla, que delimitaba  la gran urbe. También han aparecido, en el nacimiento del arroyo Bodujo, a media legua de la ciudad, los restos de un molino, y algunos fragmentos de acueducto que servían para dirigir el agua de manantiales lejanos a la población. Incluso se ha encontrado, perfectamente reconocible, el lugar que sirvió de cantera para extraer la noble piedra con que construir templos y palacios.

En todo caso, este otoño y días de fiestas que se acercan serán ocasiones perfectas para encontrarse con este fragmento de historia, vivo y colorista, de nuestra tierra. Que en Recópolis (un kilómetro más allá de Zorita de los Canes) nos espera a todos.

Apunte

Datos prácticos

El parque arqueológico de Recópolis abre a diario, excepto lunes, durante todo el año. En verano, desde las 10 a las 9 de la tarde. En invierno, desde las 10 hasta las 6. Algunos días señalados festivos, como Navidad y Año Nuevo, está cerrado. Cuesta 2 Euros la entrada, aunque hay días gratuitos y colectivos que no pagan. La visita al Centro de Interpretación consta de tres salas y la proyección de un video. En la recepción hay una tienda donde venden libros, postales, recuerdos de todo tipo sobre Recópolis. Para cualquier otra duda, llamar al 949 376 898.