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julio, 2007:

Tapicerías en tierras de Guadalajara

Los tapices de Pastrana se admiran sobre los muros del Museo de la Colegiata de Pastrana, en la Alcarria de Guadalajara.

Con motivo de la aparición de un libro, largamente esperado, sobre los tapices y las obras de arte textiles, de nuestra provincia y de toda la Región de Castilla-La Mancha, no quiero dejar pasar la oportunidad de destacar el gran trabajo realizado por sus autores, y la oportunidad en que esta obra llega, para dar a conocer, en toda su dimensión auténtica, el valor de ese patrimonio cultural y artístico que, por estar guardado y requeteguardado en sacristías, museos y palacios poco frecuentados, no es lo suficientemente valorado por cuantos dicen estar interesados (y lo están, lo que ocurre es que no pueden acceder a él) en salvaguardar nuestro patrimonio histórico y artístico.

Los paños portugueses de Pastrana

Muy conocidos desde hace años, estudiados a conciencia especialmente por los historiadores portugueses que saben están en ellos indeleblemente pintadas las mejores horas de su expansión africana, esta colección de seis grandes paños constituyen uno de los hitos del patrimonio artístico de la provincia, que todos deberían conocer y propagar.

Bien es verdad que cada sábado y domingo se forman colas ante la entrada al Museo de la Colegiata de Pastrana para admirar su museo y especialmente esta colección de paños de Flandes. Y todos cuantos los ven, salen admirados. Especialmente de la riqueza de sus escenas, de la multitud de sus personajes, de la viveza de su colorido. Se narran en ellos las acciones militares que dirigió el rey Alfonso V “el Africano”, monarca de Portugal, en 1471 al conquistar las ciudades norteafricanas de Arzila y Tánger. Y fueron realizados, por encargo de la corte portuguesa, a través de sus agentes comerciales destacados en las ciudades de Arras, Tournai y Bruselas, en los años finales del siglo XV y principios del XVI.

La doctora Ramírez Ruiz aporta en este libro algunas nuevas interpretaciones desvelando detalles hasta ahora no vistos de estos tapices. Multitud de fotografías, en detalles representativos, se exponen en sus páginas, pero lo que está claro es que nadie debería quedarse sin ver, alguna vez en la vida, esta impresionante colección de tapicerías medievales, que están [siempre] pidiendo a gritos una mejor colocación, una más atractiva y cómoda ubicación para ser admirados en su plenitud.

La manufactura pastranera de Francisco Tons

El estudio en profundidad del taller de tapices que existió en Pastrana en el siglo XVII es otro de los capítulos más interesantes de esta obra recién salida de la imprenta. Afirma Victoria Ramírez que el tapicero flamenco Francisco Tons solicitó permiso del rey Felipe IV para instalar en Pastrana un gran taller de tapices que abastecieran a todas las solicitudes de los magnates españoles. Patrocinado por el tercer duque de Pastrana, que le cedió como taller las salas de su palacio, y con numerosos operarios algunos venidos de Flandes, empezó a producir tapices que fueron adquiridos por la realeza, nobles y eclesiásticos, tanto castellanos como europeos, pudiendo afirmarse que este fue el único taller de tapices existentes en España, hasta la creación, ya relativamente moderna, de la Real Fábrica de Tapices a finales del siglo XVIII.

En Pastrana se tejieron enormes paños muy alabados por los cronistas de la época, de los que muchos se han perdido, pero otros aún quedan en Museos, como el de Bilbao, donde se encuentra el famoso tapiz “León a la orilla de un río” y los paños con armas heráldicas del patriarca de las Indias, don Diego de Guzmán y Benavides, otro con el escudo del Conde-Duque de Olivares, y otro con las armas del III duque de Pastrana, Ruy Gómez de Silva, hoy en el Museo Cerralbo de Madrid.

Los tapices de Palas Atenea en Sigüenza

Quizás el más novedoso de los aportes de este libro, tan denso en otras cosas, es la descripción por vez primera de la colección de 16 tapices flamencos que se conservan en la Catedral de Sigüenza, y que componen dos series independientes que Ramírez Ruiz describe y analiza pormenorizadamente. Se trata de las series dedicadas a la “Historia de Rómulo y Remo” por una parte, y a la “Alegoría de Palas Atenea” por la otra. Están distribuidos estos grandes paños por los muros de la catedral, nave de la epístola, girola, sacristía de las Cabezas y la mayoría en diversas salas y capillas anejas al claustro. Muy bien conservados, sus motivos se pueden leer en cartelas, escritas en latín, en la parte alta de la cenefa, yendo todos ellos firmados por los autores de las colecciones, que fueron los tapiceros bruselenses Ian le Clerc y D. Eggermans.

Esta impresionante serie de tapices fue donada a la catedral de Sigüenza por uno de sus obispos, don Andrés Bravo de Salamanca, quien lo encargó hacer en Flandes y los trajo en 1668 recién concluidos.

Una nota en el Inventario de Tesorería de la catedral dice textualmente que hay: “una colgadura de tapiceria de Flandes que se compone de 16 paños, los 8 de la Historia de Rómulo y Remo, y los otros 8 de el Triunfo de las armas y las letras con el coro de las nueve musas, todas las colgaduras tiene figuras grandes y se ponen en invierno en la Capilla Mayor, la regaló a esta Santa Iglesia el Ilustrísimo A. Brabo”. Es una pena que en esta primera ocasión en que se describen y analizan estas tapicerías de Sigüenza no se hayan reproducido en su totalidad. El libro  que comentamos tan solo nos muestra tres imágenes de esa impresionante colección, otra raíz más del sensacional patrimonio artístico de nuestra diócesis.

Dos autores de hondo calado

Los autores de este libro son investigadores muy contrastados en otras múltiples tareas de estudio y análisis (y divulgación seria, que siempre va aneja a lo anterior) del patrimonio castellano-manchego. Se trata de José María Ferrer González, autor (entre otras cosas) de las Guías “200 Km. Alrededor de Madrid por la Nacional…”, y de trabajos de recopilación patrimonial como sus catálogos recientes sobre Rollos y Picotas de Castilla-La Mancha, o Museos de la Región, así como una completa Historia de Valdeavero. Victoria Ramírez Ruiz es Licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Córdoba, y Doctora por la U.C.M con su tesis  “Las colecciones de tapices de la nobleza española”. Es además profesora de Arte, e investigadora, especializada en el estudio de los tapices flamencos. Autora de la catalogación de numerosas colecciones de tapicerías tanto publicas como privadas entre la que destacan la colección del Ayuntamiento de Madrid, el Instituto Museo Valencia de Don Juan, la Catedral de Madrid, el Banco de España, la Real Academia de la Historia y ahora la Colegiata de Pastrana y la catedral de Sigüenza. Ha impartido conferencias sobre el arte de la tapicería en la UCM y en la Universidad de Alcalá de Henares, y en la actualidad se encuentra realizando el inventario de las colecciones de tapices de la Iglesia en las diferentes Comunidades Autónomas

Apunte

Tapices y Textiles de Castilla-La Mancha

El libro que comentamos, recién editado, se suma a la colección “Tierra de Castilla-La Mancha” de la alcarreña editorial AACHE, como número 7 de la misma. Tiene 320 páginas, y más de 400 imágenes, la mayoría en color. Ofrece tres grandes bloques de temas: “Tejidos, bordados y encajes”, “Alfombras” y “Tapices”. En el primero de ellos destacan las enormes colecciones de riquísimos ternos litúrgicos de parroquias, colegiatas y catedrales de toda Castilla-La Mancha. En el segundo, sobre todo las alfombras albacetenses de Alcaraz y Chinchilla. En el tercero, no falta ni uno sólo de los tapices actualmente existentes en nuestra Región, destacando entre todos los de la Catedral de Toledo, los de la colegiata de Pastrana, y la serie inédita hasta hoy de la Catedral seguntina. El libro cuesta 25 Euros y ya está a la venta en las librerías de la provincia y en Internet, www.aache.com/tclm/tierra07.htmhttp://www.aache.com/tclm/tierra07.htm.

Monje Ciruelo, caminante de las Alcarrias

 

Monje Ciruelo, compañero de páginas en este diario, y veterano, el que más, de sus periodistas en activo, acaba de escribir un libro, el cuarto de los publicados, y avalado por la Diputación Provincial ha llegado a nuestras manos con un aspecto dignísimo y un contenido tan sabroso y entretenido que quien lo coge no puede dejarlo ya hasta acabar su lectura. La obra de Monje lleva por título, un poco críptico, porque mezcla números y letras, este misterioso arranque: “11-M: El tren de las 7:10”. Pero ello supone la clave de un relato en el que, sobre la verdad incontestable del horror del 11 de marzo de 2004, se extiende la limpia literatura del autor palazuelino, que monta un relato estremecedor y valiente en torno al tema.

Historias de Guadalajara y su tierra

En las más de 300 páginas de su libro, que subtitula “Cuentos y Relatos para adultos”, Monje incluye 34 escritos de creatividad incontestable, refiriendo en ellos anécdotas que ha oído en su peregrinar de Alcarrias, o le han contado al amor de la lumbre en pueblos diversos de la provincia. No lleva ninguno de ellos contenido sexual, explícito ni siquiera implícito, como algún pícaro hubiera podido pensar al saber que son “de adultos” los cuentos de Monje.

En realidad, el mote o subtítulo viene a decirnos que el sustantivo “cuento” usado habitualmente para la narración infantil, en este caso se hace universal, y es accesible, y entretenible, para cualquiera.

Y entre ese racimo denso de narraciones, de inventos extraños como la situación astronómica inconcebible de que la Tierra se parase y, en España, que tocó de noche el evento, no volviera a amanecer nunca, surgen relatos ambientados en pueblos, en costumbres, en fiestas, en leyendas, en anécdotas y en ocurridos reales. De ahí que también pudiera llevar este libro el subtítulo de “historias de Guadalajara y su tierra” porque si no salen los manidos Mendoza ni la Batalla de Trijueque, sí que aparecen escenas que nos llevan al Mazuecos del siglo XVI en que algunos vecinos protagonizan una saga de sucesos en los que se enlaza la devoción y el milagro con la batalla de Lepanto y el miedo al turco. O esa otra emotiva y tierna del jovencísimo “Pelayo” que hace su primer viaje de arriería por Castilla de la mano de su padre y familiares, vendiendo resina, aguarrás, colofonia y pez.

La historia, la más simple y bien llevada, la pone Monje en su relato dedicado al “Castro del Ceremeño” en tierras molinesas de Herrería. Allí recompone la vida de los primitivos habitantes carpetanos del entorno, y en un juego de sueños, viaje en el tiempo, y emociones realistas, nos cuenta con un detalle vibrante la forma de vivir de aquellos antepasados de hace 2.500 años. Que aún sin ser especialista en arqueología puedo afirmar que se acerca mucho a la verdad, y nos ayuda a comprender los restos que hoy vemos y a intuir las formas en que vivieron aquellos seres tan remotos.

Hay otra vertiente, quizás la más atractiva, que Monje ofrece en su estupendo libro. Es la de las leyendas traídas y llevadas desde siglos entre las gentes de los pueblos. En aquel donde pasó su infancia, Palazuelos, cuentan y no acaban de los lobos. Especialmente atractivas y emocionantes, las dos narraciones que recoge de su bisabuela Ciriaca y que él desarrolla con su sobria con sobria parsimonia no exenta de emoción: el ataque de los lobos al tío Cleto en una noche de nieve, y la valentía del joven Dimas que se enfrentó a otra manada de lobos en las mismas murallas de Palazuelos. Hechos estos ocurridos a mitad del siglo XIX, pero testimoniales de la existencia de estos depredadores por los montes de encinas de las sierras de nuestra provincia.

Y muchas otras esquinas de Guadalajara y su provincia nos salen al paso en este libro de “cuentos y relatos para adultos” que no debe perderse quien se apasione por las autóctonas raíces de nuestra tierra.

Es, en definitiva, un libro de los que hacen falta, hoy más que nunca: una “herramienta de enraizar” gentes y espíritus a la tierra en que se vive. Un empeño en el que debieran estar más comprometidos los políticos que hoy nos rigen, que andan más pendientes del bienestar de la gente (sin ser este despreciable) que de la conciencia que tengan de estar sobre una tierra de ancestrales leyendas y sabias entrañas, en cuyo discurrir estamos hoy inmersos, y solo conociendo las páginas pasadas podremos encontrar la razón del vivir de hoy.

Monje Ciruelo, en concreto

Después de hablar de lo importante que hoy nos convoca, que es este último de los libros publicados por Monje, creo que corresponde decir algunas palabras más sobre el autor, sobre este “palazuelino” de corazón que lleva más de 80 años entre nosotros, y más de 60 escribiendo en este periódico.

Para decir algo somero de Monje Ciruelo, que es amigo, desde hace muchos años, serviría cualquier biografía, aunque fuera breve: la que aparece en la solapa de este su último libro, que es la más actualizada, o la que se publica en Internet, donde figura entre los “alcarreños ilustres” o diccionario de nombres que han sido algo en esta tierra, a lo largo de los siglos. Allí está Monje Ciruelo, como ha estado durante más de 60 años en las páginas de periódicos provinciales y nacionales, sin descanso: este Nueva Alcarria el primero, y ABC, la Vanguardia, aquel “Badiel” que él fundara y aguantó dos números, en época de naufragios.

Luis Monje ha tenido enemigos furibundos, gentes que le han echado en cara sus ideas (como si tenerlas fuera un delito), y no le han perdonado que haya dicho en público lo que piensa. Y eso en dos épocas: en la de su juventud, cuando solo eran válidas las ideas del sistema, y en la de su madurez, cuando muchos otros piensan que los ciudadanos solo pueden hablar depositando su voto en una urna. Monje ha hablado siempre, ha dicho lo que piensa, y lo ha dicho honradamente. Y eso es algo que algunos no lo perdonan nunca.

Antes de este que hoy comentamos, y después de miles de artículos en un buen racimo de periódicos, Monje sacó tres libros editados: el primero se titulaba “Guadalajara a mi través” y eran crónicas, selectas, de su andar Guadalajara en plan periodista y buscador de actualidades.

El segundo, titulado “Guadalajara desde el ayer”, resultó más interesante que el primero, porque a través de su mano, como un prestidigitador que saca del fondo de su sombrero sombras y luces que parecían haberse borrado, a través de las palabras ciertas de una vida antigua, yendo más allá de las anécdotas personales (sus ascensiones a la cumbre del Ocejón, al que le tiene por tótem mítico de su caminar provincial) abocando a la palpitante historia reciente de una provincia que ha recorrido muchos más kilómetros que otras en los últimos treinta años. Guadalajara salió en este tiempo de la Edad Media, y se ha asentado, (le falta algo todavía, pero muy poco) en el siglo XXI. Y de ello ha sido fiel cronista Luis Monje.

En el tercero, de fulgurante éxito, -tal que la primera edición se agotó en tres meses y se sacó otra que anda ya también a punto de desaparecer- el título desvelaba el camino por el que pasaba la firme literatura de este autor: “Memorias de un niño de la Guerra” que daba inicio a la obra con sus peripecias y recuerdos nítidos de una Guerra Civil que él vivió desde la neutralidad que da la infancia, y que se alargaba en varias decenas de relatos en los que también Guadalajara, sus pueblos y sus gentes, revivían y nos sorprendían con hechos ciertos, plasmados con la brillantez de una película sonora y en tecnicolor.

En el prólogo de su primer libro decía yo mismo que su estilo estaba en la línea de los clásicos castellanos: nada de barroquismos, nada de “diversos ismos” que a todos nos llamaron la atención un día: Monje fue siempre con la palabra justa a describir los hechos ciertos. Hasta ahí la proeza, que no es tan fácil.

Y en fin, que no digo más que lo he referido, porque en otros lugares pueden encontrarse sus méritos e itinerarios vitales. Leáse, si no, la página www.aache.com/alcarrians/monje.htm en la que viene con detalle su currículo, sus fotos, hasta su dirección de correo electrónico, que también la tiene Monje, y la usa, lo atestiguo, como un chaval de veinte años. Muchos lectores tiene Monje para estar seguro que sus méritos son ciertos, y muchos aplausos, más que ladridos, ha escuchado en su vida. Lo cual le hace ganador del partido. Y en hombros sale.

Apunte

 11-M: El tren de las 7:10

 Editado por la Excmª Diputación Provincial de Guadalajara, lleva una Presentación del anterior presidente, J.C. Moratilla, y un Prólogo del periodista y viajero José Serrano Belinchón. Tiene 312 páginas y abarca 34 amplios relatos en los que se entremezclan creaciones literarias puras, con otros que se basan en leyendas e historias ocurridas en siglos pasados en los límites de la provincia alcarreña. De tamaño manejable para la lectura, letra muy cómoda para los que calzan gafas, cuesta 15 Euros y se vende ya en las librerías de Guadalajara y por Internet. Una joya que pide un hueco en los anaqueles de las bibliotecas alcarreñistas.

Escariche, arte en medio del campo

 

 Ahora que se pueden usar los días para largamente programar viajes por la provincia, a la ida o vuelta de una jornada en Pastrana, donde este fin de semana tendrá lugar una nueva edición de las Fiestas Ducales, el viajero puede pasar por Escariche. Son apenas quince minutos de desvío y se puede volver por el valle del Tajuña. En Escariche hay mucho qué ver. Algo distinto, y estimulante. Algo que hará pensar, y hacerse propuestas de futuro. Revitalizar los pueblos de nuestra provincia, los que están más allá del Corredor del Henares y aledaños, es la tarea inaplazable de quienes mueven los hilos del futuro de nuestra tierra. Movimientos de singularidad, ideas que se plantan y fructifican. O algo así.

Ahora que se llevan tanto las pintadas, estrambóticas y y anodinas, en las que prima la fuerza de la transgresión sobre la imaginación del arte, el viajero ha llegado a Escariche, un pueblo de nuestra Alcarria más honda, y se ha quedado admirado de la existencia de decenas de pintadas, gigantescas y artísticas, sobre los muros de casas y corrales, en un intento vanguardista de poner la inspiración gráfica sobre elementos, materiales y horizontes no vistos comúnmente.

No vamos a descubrir nada, porque esta iniciativa se llevó a cabo hace ahora poco más de veinte años, concretamente en 1986, y luego que pasó la fiebre ornamentista por Escariche, nada se ha vuelto a hacer en ese sentido. Ni se han arreglado los desperfectos propios del tiempo, ni se han hecho nuevas pintadas. Pero ahí quedó el testimonio de un movimiento entusiasta, que cuajó en algo distinto.

Aunque no ha llegado Escariche a ser “meta del arte” y objetivo de internacionales excursiones, sí que es verdad que gracias a aquella iniciativa ha cuajado, en el contexto de los lugares característicos de la Alcarria, por ser “el pueblo de las pintadas”. Y por ahí es por donde empieza, siempre lo he dicho, la capacidad de generar una atracción: por la originalidad y la exclusividad. Ningún otro lugar de nuestra provincia tiene esta muestra de arte tan especial. Es única.

Un movimiento vanguardista

La idea surgió de dos artistas locales, en 1986: Rufino de Mingo y Antonio Fernández, naturales de Escariche, muy bien relacionados en el mundo del arte, que decidieron abrir una ruta nueva a la expresión artística, y hacerlo en un lugar apartado y un tanto remoto, aunque en el corazón pleno de la Alcarria. Colaboraron con ellos artistas de diversos países de América, entre los que cabe citar a Rafael Rivera Rosa, profesor de la Facultad de Bellas Artes de San Juan de Puerto Rico; Anaida Hernández y Carmelo Sobrino, del mismo país; Geo Ripley, de la República Dominicana; Oscar Carballo, de Cuba, además de estos doce españoles (más los dos promotores): Antonio Antón, Rafael Liaño, Miguel Recuero, Tony Ibírico, Lorenzo Olaverri, Teófilo Barba, Justo Moral, Francisco Hernando Bahón, María del Carmen Patié y Manuel Amaro.

Por calles estrechas, por costanillas y bardas, al final de una escalinata, en el borde de la carretera, o en plena calle mayor, fueron surgiendo las obras coloristas, formalistas y renovadoras, muchas de ellas con mensajes incrustados, con palomas y figuras salidas de otro continente de luz, con caballos y seres humanos, con noticias de inventadas batallas, con ángeles suspensos y soles rientes. Esa mezcla de ofertas y de formas convirtieron a Escariche en un experimento que le hizo aparecer en la prensa, en los comentarios de calle, y que le procuró eternidad en las crónicas de esta tierra.

Días pasados me remitió el promotor de esta idea, mi buen amigo Rufino de Mingo, un amplio dossier gráfico y escrito, de cuanto se dijo entonces, hace ya 20 años, sobre esta sorprendente iniciativa.

Esta experiencia, que no se he repetido en ningún otro pueblo (de nuestra provincia, porque en Consuegra sí se hizo) ha servido para mucho, para dar nombradía a Escariche, para animar un poco más a la gente a viajar por la Alcarria, y a que los viajeros, en su mirar continuo por esta tierra, que en verano se deja fotografiar y acariciar en distancias muy a mano, se hayan acercado hasta su caserío por ver sobre todo las imágenes, por disfrutar los colores. También por fotografiarlos, y darlos a conocer un poco más.

Esta crónica quiere ser, esperemos que pueda ser, más visual que literaria. Porque el valor de estas “pintadas” de Escariche está sobre todo en la sorpresa que crean, al deambular por los espacios tradicionales de un pueblo mesetario, la dimensión desusada de la pintada, la fuerza inusual de los colores. Junto a estas líneas, pues, algunos elementos gráficos de ese paseo, -todos ellos cedidos para la ocasión por Rufino de Mingo- en un intento de que sirva para captar más visitantes.

Historia y monumentos

Por completar los saberes del viajero que decida acercarse este fin de semana por Escariche,  cabe decir de esta villa, por darle justa dimensión en el tiempo, que una vez reconquistada la región alcarreña por los monarcas castellanos, a fines del siglo XI, fue poblada y entregada para formar parte del amplio alfoz o Común de Villa y Tierra de Guadalajara. Pasó luego a pertenecer al alfoz o Común de Zorita, usando su Fuero, y en tiempos del rey Alfonso VIII, en el siglo XII, entró a pertenecer a la Orden de Calatrava, en la Encomienda de Zorita. En ella permaneció, participando en el Común del territorio en cuantas luchas anduvo metido contra la morisma, hasta que en el siglo XVI el Emperador Carlos V, necesitado con urgencia de abundantes recursos monetarios para seguir dando guerra por Europa, enajenó todos sus bienes a la Orden de Calatrava, entre otras. Y así puso en venta la villa de Escariche, a la que los Reyes Católicos, en el siglo XV, habían concedido el privilegio de villazgo. La compró, en 1584, don Nicolás Fernández Polo, quien cosntruyó una casa‑palacio en el centro del pueblo, ayudó a la iglesia, y dejó la villa en el mayorazgo de su casa. La tuvieron, pues, en señorío, sus herederos los Polo Cortés, quienes siguieron beneficiando a la villa, fundando un convento de monjas concepcionistas. En el siglo XVII era señor de Escariche don Lorenzo Temporal, de la misma familia. Y en 1730, cuando murió el último varón de la estirpe, el señorío pasó a una mujer de la misma, que había profesado de monja concepcionista y habitaba en el convento de dicha orden de Almonacid. La villa ejerció su derecho de tanteo, y en 1740 adquirió su propia libertad pagando fuerte suma a esta señora monja, y quedando Villa y señora de sí misma.

Destacan en Escariche algunos interesantes ejemplares de casas rurales alcarreñas, grandes aleros de madera, pisos bajos de sillarejo, entramados de madera en el piso alto, etc. Algunos edificios son construidos enteramente de sillería, con buenas rejas y algún escudo heráldico tallado en piedra, como uno que se ve en la calle principal. También se admiran bellos ejemplares de rejas populares y otros trabajos de forja artística.

La iglesia parroquial está dedicada a San Miguel. Es obra notable del siglo XVI en su segunda mitad, con una muy bella portada meridional, en la que se destacan diversos elementos decorativos de tipo geométrico. El interior, de una sola nave, muestra algunos retablos valiosos, en especial el mayor, del siglo XVII, con pinturas estimables.

En la parte alta del pueblo, y tras la iglesia parroquial, se ve el enorme y severo caserón  que fue de los señores de la villa, los Polo y Cortés. Obra en recio sillar bien trabajado, presenta lisos muros, sólo surcados por pequeñas y esporádicas ventanas, lo que le confiere al edificio un aspecto de fuerza y belicosidad no acorde ya con la época en que fue levantado (segunda mitad del siglo XVI). La puerta es muy hermosa, aún dentro de su sencillez arquitrabada y con gran escudo cimero. El interior, hoy habilitado para viviendas particulares, aún muestra detalles de su antigua grandeza. Esta casa fue utilizada, todavía en el siglo XVI, para albergar el convento de monjas que fundó el segundo señor de la villa, y por ello se construyó aneja una iglesia de la que aún pueden verse leves restos, transformados en dependencias auxiliares. Don Nicolás Polo Cortés, en 1567, hizo escritura de fundación del convento de monjas concepcionistas, donándolas para el mismo parte de su casa y levantándolas aneja una iglesia. Trajo las primeras monjas del convento concepcionista de Guadalajara, y entraron enseguida a formar parte de la Comunidad seis hijas del fundador. Duró esta institución hasta 1835, fecha de la desamortización de Mendizábal.

El Cid Campeador en Molina de Aragón

 

Se cumple este año el VIII Centenario del “Cantar de Mío Cid”, una épica relación, en verso medieval escrita, de las andanzas, méritos, conquistas y bondades de un personaje que tuvo luces y sombras, como todos los que han pasado a la historia, pero en este caso sobredimensionadas por culpa –o gracias a- este poema épico, uno de los primeros monumentos del hablar castellano.

Como cada año, se celebrará en Molina una jornada lúdico-artística para conmemorar a este personaje, que ahora cobra mayor singularidad al celebrarse este Centenario, el octavo, de su memoria escrita.

Algo sobre el Cantar

Lento avatar el del Cantar de Mío Cid, para escribirse, para guardarse, para ser comentado y recordado. De este poema épico, que se tiene por el primer monumento de la lengua castellana, solamente se conserva una copia del siglo XIV (se deduce la fecha por la letra del manuscrito) que se haría a partir de otra que data de 1207, esta realizada por quien se tiene por autor del poema, y que no fue sino un copista llamado Per Abbat, quien transcribió un texto compuesto probablemente pocos años antes de esta fecha. La de la copia efectuada por Per Abbat en 1207 se deduce de lo que leemos en el explicit del manuscrito, y que reza así:

Quien escrivio este libro de Dios paraiso, amen
Per Abbat le escrivio en el mes de mayo en era de mil e. CC XLV años.[]

Este manuscrito, hoy conservado en la Biblioteca Nacional de España, ha sido estudiado por muchos investigadores, especialmente por el que fuera director de la Real Academia Española, don Ramón Menéndez Pidal, extrayendo de sus textos no solamente la belleza del verso épico castellano, o los datos históricos (a caballo entre la historia y la leyenda) que en él se narran, sino, especialmente interesante para nosotros, los datos reveladores de su caminar por Castilla. Recomiendo especialmente estas dos direcciones de Internet donde aparece toda la información que el curioso pueda desear, en torno al Cantar de Mío cid: http://www.cervantesvirtual.com/bib_obra/Cid/ es el Instituto Cervantes, con una web muy completa, y esta otra, http://www.laits.utexas.edu/cid/ mantenida por la Universidad de Texas en USA, y que ofrece hasta la versión leída y sonora del poema.

Recuerdos cidianos

En su viaje, acompañado de su mesnada, desde Burgos a Valencia, don Rodrigo Díaz de Vivar atraviesa el Señorío de Molina, es posible que a su ida y totalmente seguro que a su vuelta. Corren los años del final del siglo XI, y entonces la zona está dominada por un régulo o jerarca islámico, que según cuenta el “Cantar de Mio Cid”, se llamaba Abengalbón, y se hizo de inmediato amigo y servidor del castellano. Decidió pagarle parias o impuestos, protegerle para ser protegido, y atenderle tanto a él como a su esposa e hijas, y a todos sus capitanes y hombres fuertes, desde Alvar Fáñez de Minaya a Martín Antolínez, en sus caminatas a través de este territorio que, entonces como hoy, estaba bastante despoblado, aunque Molina ciudad, junto al río Gallo, y protegida por el espectacular castillo, era una ciudad “de buenas y ricas casas” como dice el Cantar.

El propio reyezuelo árabe cabalgó hasta Medinaceli para recoger allí a la esposa, doña Jimena Díaz, y a las hijas del Cid (doña Cristina y doña María), y trasladarlas hasta Molina, y luego a Valencia, agasajándolas y protegiéndolas por los caminos. Cuando el propio Rodrigo Díaz pasó por el Señorío, acampó en diversos lugares de los que ha quedado recuerdo en la zona, tanto en el sustrato legendario como en la toponimia. Así en Anguita, durmió al abrigo de las rocas que escoltan en este pueblo el paso del río Tajuña: las cuevas del Cid hoy las llaman. Por Hinojosa dejó grabado su recuerdo en el gran castro celtibérico que preside la población: “el cabezo del Cid” hoy se dice. También en la Vega de Arias, cerca de las salinas de Almallá, queda el recuerdo de que el héroe castellano acampara y se mantuviera unos días de reposo: una casa acastillada allí permanece desde entonces. Lo hizo también por los Cubillejos, uno de los cuales se denomina “del Sitio” pero debería ser “del Cidio” pues en recuerdo del Cid tomó el sobrenombre. Finalmente, aún dentro del Señorío, pero hoy en tierra de Teruel, bajando hasta Monreal, quedó su recuerdo en pueblo y montaña, ambos denominados “Poyo del Cid”.

El paso por Miedes, Somolinos y Anguita

La tierra de Guadalajara está cuajada de recuerdos cidianos. El Cantar dice que pasó por Miedes desde la vieja Castilla a esta que da sus aguas al Tajo. Remontó la Sierra de Miedes, por la zona que hoy llamamos Sierra de Pela, pasando muy posiblemente por Campisábalos y bajando hacia Somolinos, donde se maravillaría ante la limpieza y hondura de las aguas de su laguna, y el encanto del Manadero donde surge a la vida el río Bornova.

Todos los que han estudiado el camino del Cid desde Burgos a Valencia, coinciden en señalar que nunca fue por “camino real” sino por valles escondidos, por honduras boscosas y hoces estrechas, evitando el encuentro tanto de moros como de cristianos, porque todos eran enemigos suyos y buscaban hacerle daño. Al paso ante el Santo Alto Rey dice el escritor que allí admiró “una montaña extraordinaria y grande”: el cerro mágico y portentoso en cuya altura aún hoy se ve abierta la ermita del Santo Cristo cuyo altar se coloca sobre la punta de la roca, y donde tuvieron poder los caballeros templarios, guardianes del templo y de los caminos.

El camino de Rodrigo Díaz de Vivar pasa por Albendiego y se dirige a la montaña por el molino de los Callejones, y alcanza pasar la sierra por el alto de Pelagallinas, cuyo arroyo sigue en descenso hasta la cueva del Oso. Valga aquí la elucubración toponímica en torno al nombre de Pela, que lo vemos en la sierra que media entre las Castillas, y lo vemos en este paraje serrano. Según Guillermo García Pérez, uno de los más señalados estudiosos del camino del Cid, ese “Pela” no es sino denominativo de “Peña”, porque es una gran peña, -el Pico de Grado- el que corona esa sierra, y aquí es una peña blanca (peña galina > pela galina) la que domina el paisaje.

Se sigue luego por Prádena, se cruza por Robledo de Corpes, y se va hasta Pálmaces de Jadraque, para alcanzar por la Alberguería el lugarejo de Torremocha de Jadraque, luego las Cendejas, y al fin por Moratilla al río Henares, subiéndolo hasta Castejón. El que en tiempos del Cid al hoy denominado río Dulce se le llamara Henares es algo posible, y que ha sido estudiado con rigor por Antonio Ortiz García. Y el que fuera el hoy pequeño pueblo de Castejón de Henares (en el valle del actual Dulce) o el grande y lozano espacio de Jadraque y su castillo lo que conquistara Rodrigo Díaz en su más famosa acción es tema que, por siempre controvertido, dejo para otra ocasión.

En Anguita, camino ya del Jalón, al que asciende pasando antes por el campo de Taranz o de Torancio, es donde se localiza con fidelidad absoluta el paso del héroe castellano en nuestra tierra. Anguita tiene un barrio, el de “las cuevas” que se forma por una profunda hoz tallada a lo largo de los siglos por el río Tajuña. Rematando las agrestes peñas, en cuyas paredes se forman hondas cuevas, aparece la “torre de las cigüeñas” hoy restaurada en parte. En ese lugar, ameno y hermoso siempre, donde hoy aparecen unas cuantas casas, un par de puentes, una ermita manierista, y mucha roca suelta, es donde acamparía el Cid con su mesnada. Hasta un ejército de mil hombres podría haberse estacionado allí durante unos días, pernoctando en tiendas de campaña, o en el interior de las cuevas, que todavía aparecen subiendo el cauce del río hacia Luzón.  De ello nos dará luz, es seguro, Javier Serrano Copete en la Historia de Anguita que actualmente está escribiendo, y de la que esperamos grandes frutos.

Atravesando el llamado en el Cantar “Campo Taranz” sobre cuya etimología todos se han hecho cruces, y que podría más bien derivarse de un topónimo relativo a una vieja torre caminera (Tor ancio, de Torreón Ancho) el ejército cidiano pasa junto a Maranchón y se interna por viejos y olorosos sabinares hacia el valle del Jalón, pasando por Judes, y yendo por la “cañada de los santos” desde Luzón a Judes, muy cómoda. Encontrando pronto el Jalón, bajaría hasta Ariza y de allí hacia otra de sus brillantes victorias, la toma de Alcocer (al cocer, el castillo, no lo olvidemos, uno de los miles que tenía España en esa época) lugar hoy vacío en el término de Valtorres, en la provincia de Zaragoza.

En todo caso, un apasionante tema este de los pasos del Cid por nuestra tierra, que podría completarse, y otro día lo haremos, con las posibles huellas del Cid por otro lugar del Señorío, la sesma del Campo, donde los recuerdos cidianos abundan, como he dicho, y los caminos le eran favorables.