Cuevas y Bodegas de Peñalver

lunes, 1 enero 2007 3 Por Herrera Casado

Cuevas y Bodegas de Peñalver

Una de las muchas cuevas de Peñalver

La semana pasada, coincidiendo con la fiesta de San Blas, que en Peñalver está dedicada, entre otras cosas, al juego con la botarga, se presentó en su Ayuntamiento un nuevo libro que presenta aspectos nuevos de la realidad alcarreña. De un tema que aún siendo muy común, muy entrañable y dulce, apenas nadie se ha dedicado a estudiar y describir. El tema es el de las bodegas de pueblo, el de las cuevas naturales, o artificiales, y el de la memoria de los habitantes de unas y otras. El autor, un joven peñalvero que ha dedicado muchos años a esta investigación en la que ha mezclado deporte y sabiduría, hondura (porque se ha tenido que arrastrar por el subsuelo y entre el agua) y buen estilo. Es Benjamín Rebollo Pintado, que ha conseguido un libro que con palabras de la juventud actual no puede ser calificado sino de “alucinante”. Todo un descubrimiento de un mundo subterráneo, próximo y arcano a un tiempo.

 Las cuevas de Peñalver

 Uno de los elementos más interesantes de las cuevas del término de Peñalver es sin duda la llamada “Cueva de los Hermanicos” que adoptó ese título, hace ya muchos años, porque la tradición dice que en los huecos que forma en la montaña se retiraron a vivir dos caballeros de la Orden de San Juan a los que se apareció la Virgen María, sobre un sauce, en el transcurso de una tormenta. Del Sauce salió la Salceda, del milagro la cueva, y los hermanicos se quedaron en la leyenda.

Pero lo cierto es que esas cavidades, que se extienden por el interior de la montaña que bordea por su lado derecho el hondo valle del Vallejo, fueron desde hace muchos siglos verdadero monasterio subterráneo, ocupado en un principio por anacoretas franciscanos, y luego, al menos en el siglo XVIII, por ermitaños que iban “por libre”. Con un desarrollo de 75 metros de longitud, se accede a ella a través de una puerta que permite el paso de un hombre sin agacharse.

Considera Benjamín Rebollo que esta “Cueva de los Hermanicos” es natural, aunque es evidente que ha sido muy ampliada por el hombre, progresivamente, llegando a alcanzar un desarrollo notable, con una capilla tras el vestíbulo, varias salas, celdas, columnas, vasares y adornos.

Por los hallazgos, se supone que tuvo un patio delantero, muy estrecho, pues casi cuelga de la montaña el acceso. En ese patio había un horno para fabricación de cerámica, y el suelo lo tenía con adornos de piedras de colores.  Según nos refiere en su obra el espeleólogo Benjamín Rebollo, “la entrada de la cavidad, capilla principal, altares, pasillo central  y otra dependencia se encuentran muy bien ornamentadas y decoradas con piedra de toba y enfoscadas con yeso, por el contrario la zona de celdas, pasillo lateral y otras dependencias, solamente se encuentran en su estructura original, es decir horadada la roca sin ningún tipo de decoración, aunque el revoco de alguna de ellas esta realizado en yeso”. 

Visité esta cueva hace años, con mi amigo García de Paz, y la verdad es que entonces estaba muy difícil de recorrer, por los múltiples derrumbes. Pero ahora al parecer se ha limpiado y consolidado, por lo que no es difícil admirarla en su primitiva integridad: curiosa en verdad es la capilla principal, en la que se ve un altar con restos de la pintura que ofrecía el símbolo del franciscanismo.

Por el interior de la cueva, excavadas en la roca, van apareciendo estancias de dimensiones varias, que en ningún caso pasan de los dos metros de altura, y de los 3-4 metros de longitud. Se separan unas de otras las “habitaciones” por muros de toba y columnas de lo mismo, teniendo el suelo llano y cómodo, e incluso algunas ventanas que daban luz al interior.

La cueva de los Hermanicos tiene al menos dos entradas principales viéndose en todas ellas el muro exterior de acceso. También en varios puntos existen ventanas horadadas en la roca. En la actualidad todo el suelo  se encuentra cubierto  de escombros y material de derrumbe que ha entrado por las puertas y ventanas en época de mucha lluvia.

 Las Bodegas de Peñalver

Como en muchos pueblos de la Alcarria, en Peñalver se hicieron muchas bodegas para almacenar la uva, y proceder al fermentado del mosto y la elaboración de vino. El lugar más adecuado para todo este proceso era bajo tierra, en cavidades excavadas en los bordes de los cerros de yeso y toba que forman el paisaje de Peñalver especialmente en torno al valle del río Prá que baña el término.

Hoy están a medio abandonar, porque la emigración ha hecho que nadie se ocupe de labrar y cuidar las viñas, de vendimiar, de pisar la uva en el jarai ni de apurar los pasos que llevan a conseguir el vino saludable y un tanto ácido que las uvas de la Alcarria vienen dando desde hace siglos. La plaga de la filoxera a inicios del siglo pasado colaboró un tanto en este abandono de costumbres y ritos vinícolas.

En Peñalver se encuentran todavía las cuevas diseminadas por las laderas de en torno al pueblo. Muchas están cerca del cementerio municipal y su parte baja, otras se encuentran cerca de la carretera de entrada al pueblo y en la parte baja de las eras. También existe alguna bodega dentro de las actuales viviendas. El acceso a ellas se realizaba por medio de sendas o caminos. Excavadas en la pura roca, sus dimensiones llegaban hasta los 25 metros de hondura y una altura de casi 3 metros. Además de un amplio vestíbulo de entrada, disponían de un pasillo principal y huecos laterales en los que se colocaban las grandes tinajas apoyadas en poyos de piedra y yeso. La temperatura, lo saben bien quienes han entrado en ellas, es muy agradable y mantenida a lo largo de las estaciones, siendo frescas en verano y calientes en invierno. Entre 12 y 16 grados es la temperatura en que se suelen mantener.

Además del proceso vitivinícola, sirvieron estas cuevas para almacén de aperos y de legumbres y otros alimentos. Incluso durante la Guerra Civil sirvieron a los habitantes de Peñalver de refugios contra las bombas. Todas sus paredes y suelo están enfoscadas con yeso para dejar una superficie lisa, y al mismo tiempo evitar que el vino se  perdiese entre las grietas de la roca. Ya solo las peñas, en las fiestas patronales de inicios de septiembre, utilizan estas cuevas como lugar de encuentro, pero sin el significado ancestral y sumamente utilitario que en tiempos tuvieron. El viajero podrá admirar algunas, al menos en su aspecto externo y entradas protegidas, en el cerro sobre el que se yerguen los restos del castillo y el actual cementerio.

Además quedan en Peñalver otros espacios curiosos y admirables, como son los “covanchones”, oquedades en la roca, de amplia boca, secos y útiles para descargar en ellos paja, grano e incluso animales, que se cerraban con maderas, puertas viejas, somieres, y eran respetados de todos, pues se sabía para qué servían, casi como almacén al borde de la intemperie, pero en algunos casos bien profundos, como los que aún vemos en la roca sobre la que apoya el viejo castillo.

 Apunte

 El libro de las cuevas y bodegas

 Escrito por Benjamín Rebollo Pintado, con el título de “Cuevas y bodegas de Peñalver”, el libro tiene una extensión de 112 páginas, y está completamente ilustrado, en todas sus páginas, muchas de ellas en color, con fotografías del exterior y el interior de todas las cuevas peñalveras, de las que en su mayoría se ofrecen detallados planos y topografías, además de su precisa localización en el término. Tiene también amplia memoria dedicada a las ermitas-cueva que existieron en La Salceda, y a las minas y conducciones de agua que, como estupendas obras de ingeniería subterránea, hicieron los monjes franciscanos de este convento milenario. El libro ha sido editado por AACHE Ediciones de Guadalajara, y hace ya el nº 65 de su Colección dedicada a la “Tierra de Guadalajara”.