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diciembre, 2006:

Historias de la Guerra

Un año después de su primera edición, vuelve a salir a la pública consideración el libro de Luis Monje Ciruelo, las “Memorias de un niño de la guerra”. El niño es él, y la guerra es la más cruel y terrible de las circunstancias históricas en que España, y más concretamente Guadalajara, se vio inmersa hace setenta años: la Guerra Civil. Ha surgido esta edición renovada, algo ampliada, y como la primera superinteresante, porque el éxito de ventas llevó a que se agotara poco más de dos meses después de salir. En esta ocasión, es el propio autor el que encara su edición, cediendo los beneficios que pueda dar a la Asociación Española Contra el Cáncer. Hacerse con el libro supone, pues, no solo alcanzar la opción de pasar momentos muy entretenidos leyéndolo, sino colaborar con unos pocos euros a la benéfica acción que esta Asociación realiza, día a día, en pro de los enfermos que padecen cáncer.

Miedos infantiles y milicianos que van y vienen

El primero de los veintiséis relatos que se incluyen en este libro, y también el más largo y entretenido, es el que da título al libro. En él nos expone el autor su visión de la Guerra Civil española desde los doce años que entonces contaba, y que discurrió para él en su pueblo natal, en Palazuelos, donde estaba pasando el verano con sus abuelos. Las idas y venidas de coches, de camiones, de aviones, de bombazos y de tropas milicianas, con sus atuendos divertidos y sus actitudes revolucionarias, le marcan de asombros, especialmente el último momento, el que supone la finalización de la guerra y la toma de Palazuelos por tropas del Requeté. Lo más divertido de la Guerra, para el autor, fue cuando uno de estos “carlistas” del siglo XX, probablemente de origen navarro, le regaló su gorra roja, y otra a su hermano, con la que se retrataron felices, y quedaron inmortalizados en fotografía ante el desvencijado caserío de lo que era Palazuelos tras tanto cañonazo.

El libro entero de Monje es un cúmulo de anécdotas, reales todas, contadas con un fluido castellano que se hace alegre, entretenido, visual casi, porque como narrador ha concluido por ofrecernos su mejor dote, la de esta obra de memorias, de hechos, secuelos y acontemientos que en la provincia han sucedido a lo largo de los dos últimos siglos.

Muchas otras historias de la Guerra Civil desfilan por este libro. Quizás la más impresionante sea la de algunos “topos” o individuos que tras la victoria de Franco decidieron recluirse en sus casas, desvanes, bodegas, y demás refugios, para así salvarse de la que se suponía justicia dictatorial y represiva de los vencedores. Tal es el caso, que Monje Ciruelo relata con viveza y detallismo, del alcarreño Tomás Alonso Sandoval, que vivió recluido en silencio y oscuridad, durante casi 20 años, de 1939 a 1958, en su casa de la capital. En ese relato, nuestro admirado Monje Ciruelo describe con detalle las anécdotas de aquellos años en Guadalajara: los fusilamientos, los racionamientos, las hambres pasadas, los fríos, los periódicos, radios y fiestas que se hacían, etc. Se completa el artículo, largo y emocionante, con otras referencias a “topos”, como la de Andrés Fernández Ruiz, de Armuña de Tajuña.

El médico nazi de Mochales

Entre los relatos de este libro es especialmente llamativo el que minuciosamente describe la estancia por nuestra provincia de don Eugenio Díaz Torreblanca, médico formado en Alemania y algunos otros hospitales europeos, que llegó a mediados de siglo a Mochales a ejercer su profesión, pero con tales “rarezas” acumuladas que todos quedaron asombrados, construyendo por indicios lo que sin duda es una de las “leyendas urbanas” que más fuerza llegó a coger en nuestra provincia, y que en definitiva, finalmente se vio que no tenía mayores misterios el asunto. Dada su considerable estatura, pelo rubio, aspecto nórdico, deje en el habla, y fotografías que le vieron, o referencias a su estancia, años atrás en Alemania, todos concluyeron que el médico recién llegado era alemán, y por más señas nazi, huido de su patria por miedo a las represalias de los judíos. Aún se acentuó la maravilla al ver cómo vivía el mencionado galeno: en una casa-choza que él mismo se fabricó, en lo más alto del pueblo, aprovechando una gran rendija de la roca, de tal modo que la mayor parte de su vivienda era realmente una cueva. Se le avisaba, cuando alguien se ponía enfermo, tirando de una cuerda que había en la plaza, y que por medio de varias poleas hacía sonar una alarma en la cueva del médico. Muchas otras “cosas raras” se contaban de él, como que vivía acompañado de animales, que leía libros raros (lo de leer libros, que para el vulgo son siempre raros, es otro de los mitos que en la España rural de entonces, y aun en la de ahora, ponen el sambenito de locos y nazis a la gente) y que siempre contestaba lo mismo “Tararí, tararí” cuando alguien le preguntaba algo obre su vida privada. Eso acabó dotándole del mote por el que le identifica Monje. Se trasladó luego a Argecilla, donde también ejerció de médico y quedó a vivir, hasta su fallecimiento en 1979 en el primitivo Hospital de la Seguridad Social de Guadalajara.

La historia de las minas de Hiendelaencina y otras muchas historias

El libro de Monje es un “museo de la maravillas” que han acaecido en nuestra tierra en el pasado siglo XX, y aún antes. Una de ellas es todo lo relativo a la historia de la explotación de las minas de Hiendelaencina, con la búsqueda de los datos, hasta el más mínimo de ellos, que componen la vida de su iniciador el navarro don Pedro Esteban Górriz. Aquella búsqueda de los filones, de las galerías, de las piedras manchadas, recuerda las historias de las minas y mineros del Oeste americano que escribiera Mark Twain, aunque en este caso son reales y verídicas.

Añade el autor la historia de La Constante, un pueblo de estilo inglés que surgió en un barranco del río Bornova, entre Prádena de Atienza y Hiendelaencina. Levantado por los capitalistas y accionistas de la empresa “La Bella Raquel” que explotó las minas serranas de plata entre 1845 y 1871, se calcula que de allí salieron hacia la Casa de la moneda más de 11.000 carros de plata, obtenidos tan sólo del Filón Rico, así llamada una de las minas. Las historias que aquí se cuentan son similares a las que en otros libros, (recuerdo aquí “El río de la Lamia” de Antonio Pérez Henares “Chani”) dicen de aquellos traslados de grandes cantidades de plata, escoltados por la Guardia Civil , a través de malísimos caminos de pizarra, y que algunas veces sufrían asaltos de bandas organizadas.

Pero hay más, muchas más historias. Están las de los “pelayos” que se fueron, en el siglo XIX, a hacer las américas, comerciando primero con las sustancias que sacaban de los pinares del Alto Tajo, y luego instalándose en Nueva York y otras grandes ciudades yankis, montando finalmente grandes negocios. O la espeluznante historia de Antonio Barrera Cifuentes, que vivía en una cueva de los Agallones, cerca del Balconcillo, y de quien se dijo que estaba endemoniado, aún más: que él era el mismo demonio. Recuerdo aún, por habérselas oído a mi amigo el  médico don Emilio López Verde, las historias de aquellos extraños ataques epilépticos que padecía el chico, y que (probablemente por los medios insuficientes que la ciencia tenía por aquel entonces) quedaron sin resolver científicamente, pero con un halo de misterio que circuló por todos los habitantes de la ciudad, que subían a la cueva del enfermo a preguntarle.

Hay además historias de emigrantes, de oleoductos, de alcaldes, de asesinatos, de rayos, de nevadas…. Sobre ellas alzándose la historia humana de una de las mayores obras de ingeniería que a mediados del siglo XX se hicieron en España, la presa de El Vado, junto a Retiendas y Tamajón, y en la que participaron miles de jóvenes de la comarca, en trabajos a veces muy peligrosos.

Y el autor aún se retrotrae a contar otras historias de guerras, cosas ocurridas en la de la Independencia, que parece tan lejana que ya nadie se “calienta” por las cosas que en ella pasaron, aun cuando fue también una guerra civil, en la que no sólo contra los franceses se luchó, sino –y fue lo más terrible, como siempre ocurre en los fratricidios- españoles contra españoles. Pero las atrocidades mayores las proporcionaron los generales y tropas franceses. Así, Monje describe, en el contexto de una aventura personal, los hechos acaecidos en los primeros años del siglo XIX, más concretamente los primeros días de Noviembre de 1810, cuando la ciudad de Molina de Aragón fue tomada por el general Roquet, y destruida por el fuego, el robo y la más absoluta de las crueldades. Sigue el relato por las sierras molinesas, y llega a Villar de Cobeta, donde ocurrió otro asalto y destrucción masiva por haber estado allí, hasta días antes, la Junta Suprema de la resistencia española ante el ejército napoleónico.

Apunte

Un libro apasionante

El libro de Luis Monje Ciruelo, “Memorias de un niño de la guerra”, en tamaño grande y 288 páginas de nutrida lectura, es el mejor exponente de la capacidad literaria de su autor. Su lenguaje limpio, directo, llano, perfecto, entretenido, tiene como una claridad que anima a seguir y seguir leyendo. Cada una de las 26 historias que en él aparecen son apasionantes, ninguna aburre. La primera de todas da nombre al libro, y en varias otras aparecen relatos y anécdotas vivas de la Guerra Civil. El libro, que de nuevo está ya a la venta en todas las librerías y en Internet, vertirá sus beneficios a la Asociación Española Contra el Cáncer.

Los Viajes de Urioste por la Alcarria

Una novedad literaria de este otoño finiquitado son los “Viajes de Urioste por la Alcarria”, que han sido publicados recientemente, y que vienen a añadir una nueva visión, fresca y simpática, de la provincia en que vivimos, con datos nuevos y, sobre todo, con visión desde fuera, que es la mejor y más limpia, porque está exenta de prejuicios, de débitos y compromisos. Para que el lector tenga ideas renovadas de las tierras en que vive, y para que sepa qué hay de mérito en ellas, estos viajes de Urioste por los caminos de Guadalajara son un revulsivo a tanta frase hecha y tanto estereotipo como, -mea culpa- estamos acostumbrados a escuchar, leer o escribir.

Desde hace años, quizás muchos años, José Ramón de Urioste y Ramón y Cajal ha venido pateándose los caminos de Guadalajara. Su forma de escribir, ya consagrada en diversos premios y brillantes intervenciones literarias previas, tiene la fragancia de quien va descubriendo los mil perfiles de la tierra que pisa, sorprendiéndose y juzgando también. No es un mero transcriptor, sino que da valor a las cosas: y unas son positivas y otras no tanto. Al menos, tiene la valentía de decirlo.

Empezó, hace cuarenta años, recorriendo sobre un seiscientos los caminos, -en su mayoría polvorientos o embarrados- de Guadalajara. Anotaba lo que veía, y algunas veces se documentaba luego sobre ello. Otras no: simplemente escribía su impresión, lo que le contaban los paisanos, y ahí quedaba el dato.

En el discurso viajero de Urioste hay mucho de emoción y vida directa. Así ocurre que en algunos lugares de la provincia, meritorios de aplauso por muchas razones, la fotografía le sale movida. Así ocurre en Brihuega, donde tuvo problemas con los taxistas; o en Lupiana, donde los tuvo con el guardián del viejo monasterio jerónimo; o en Torija, donde las vitrinas del Museo Cela (ahora cerrado ya) le supieron a rancio.

Pero en la mayoría de los lugares, Urioste acierta con su descripción, le pone un toque vibrante, muy breve y directo, de pasión y ganas. Una sonrisa. Y casi siempre sale un gato corriendo, un arco iris, un bar de plaza mayor donde hacen unas suculentas empanadillas que alaba como merecen. No se entretiene en largas descripciones de monumentos, historias o costumbres. Simplemente llega, describe lo que ve, lo valora, lo sazona con sus inesperados adjetivos y visiones por derecho y por el forro, y se va.

Es, sencillamente, otra Alcarria a la que estamos acostumbrados. Una Alcarria (y una Campiña, una Sierra y un Señorío molinés) que merece ser leída y entendida. Porque nos fuerza a verla desde esa perspectiva, siempre sana: la del forastero que llega sin prejuicios y cuenta lo que el corazón le dicta.

Un Apunte

Un capítulo de Urioste

POR LA RAYA DE MADRID: LAS TIERRAS DE PIOZ

Hasta hace poco nosotros no sabíamos si Pioz pertenecía a Madrid o a Guadalajara. Visitábamos a menudo el castillo por dentro ‑entonces se podía entrar libremente en él ‑, nos hacíamos fotos en sus muros y nos íbamos hacia el Henares.

En este castillo de Pioz tuve el mayor ataque de vértigo de mi vi­da: estaba atravesando un murete alto cuando a la mitad del recorrido me vino un vértigo invencible y me quedé bloqueado en las alturas sin poder dar un paso. Tuvieron que venir a sacarme del atolladero.

Para llegar a Pioz hay que subir un buen trecho, venimos de Santos de la Humosa. Una bandada de palomas silvestres, en formación cerrada, vuela rápido sobre una nave industrial abandonada. El campo es el típico de la meseta alcarreña: campos de labor con mojones de piedras extraídas de los surcos.

El castillo de Pioz posee un magnífico foso cubierto de hierba y ba­rro rojo. Muchos sillares de la base han sido desgajados para construir otras casas del pueblo, así es que se nota muy claramente el hueco donde estuvieron los nobles bloques de piedra. De cualquier manera el castillo, si le echaran dinero, podría quedar de muy buen ver. Le rodean unos arbo­lillos. A su alrededor se extiende una pradera muy apta para cualquier ro­mería.

El pueblo es muy apañado, las casas viejas que están arruinadas pare­cen como si en cualquier momento fueran a ser habitadas de nuevo.

Desandamos algo el camino para cruzar Pozo de Guadalajara: un rollo jurisdiccional y una iglesia con arquería. Detrás de la iglesia está el cementerio de verja baja y puerta que se abre a discreción. Montículos de tierra entre las ortigas y cruces de hierro clavadas en el suelo. El ce­menterio de Pozo es un cementerio como deberían ser todos los camposantos: con hierbas incultas que van creciendo más que las cruces. Aquí está el olvido, como Dios manda.

Una buena hilera de tordos hace su reunión vespertina en los hilos del tendido eléctrico. Los tordos están en animada asamblea, charlan sin parar, junto a otros pájaros más grandes. Sin embargo, los pájaros gran­des ‑tres o cuatro ‑ hacen migas aparte, han dejado unos metros de hilo entre ellos y la multitud de tordos parlanchines.

Chiloeches aparece allá abajo, ya hemos dejado la meseta.

En Chiloeches el buen profesor don Hugo Obermaier, a principios del siglo pasado, encontró el ejemplo para su teoría del várdulo‑iberismo universal en la provincia. Quién sabe si don Hugo tenía razón o no.

Dos olmos muy pelados, frente a la iglesia, todavía tienen la faja blanca de haber estado al borde de una carretera de hace sesenta o seten­ta años, todavía se aprecian los trazos pálidos en sus cinturas.

Una curiosidad de la iglesia de Chiloeches: por dentro parece el sa­lón de columnas del Pequeño Rey (véase Osglow), con dorados, en vez de una austera nave para rezar por nuestros pecados. La iglesia huele a madera bien encerada.

Albolleque viene marcado en un mapa viejo que tenemos, pero no apa­rece en la guía Michelín de este año.

‑ ¿Para ir a Albolleque?

‑Por la carretera de Madrid hay un caserío con picadero.

Nosotros sospechamos que Albolleque no es un pueblo.

Todavía estamos en Chiloeches. Cerca de la plazuela del pilón hay una casa con unos borrosos números y letras: MOLINO ACEITERO AÑO 1853″.

Pasamos el puente del Henares. Damos la vuelta, nos vamos a Guadala­jara a por una docena de bizcochos borrachos de Hernando. Estamos sólo a diez kilómetros de la capital.

Otro Apunte

El autor de este viaje literario

José Ramón de Urioste y Ramón y Cajal nació en Madrid en 1944. Su modo de vivir es el trabajo en una Compañía de Seguros, pero su indudable vocación es la de escritor.  Su más conocido triunfo fue haber sido ganador del Premio de Novela «Ciudad de Irún» en 2002, con su obra «Por la pendiente», habiendo llegado a finalista en otros varios concursos, entre ellos los premios de novela Sésamo 1986, Tigre Juan 1987 y Plaza-Janés 1989. Cuenta Urioste en su haber con 16 novelas, 3 libros de poesías, 2 de cuentos y relatos y ahora este libro de “viajes literarios” que acaba de publicarse. Optimista y hablador, Urioste ha recorrido España entera a través de sus caminos más insospechados, pero ha elegido precisamente la provincia de Guadalajara para hacer su début como autor de literatura de viajes. Es quizás esta una costumbre que abrió Camilo José Cela con su “Viaje a la Alcarria” y han ido repitiendo otros autores. Ojalá se ponga de modaesta buena costumbre, de entrenarse con Guadalajara para descubrir el mundo y contárselo a los demás.

Otro Apunte

El libro “Caminos de Guadalajara”

La edición de “Caminos de Guadalajara” de J.R. de Urioste ha corrido a cargo de AACHE Ediciones de Guadalajara, que lo ha colocado como número 7 de su Colección “Viajero a pie”. Tiene la obra 248 páginas y muchos grabados, en su mayoría realizados por el propio autor, que además maneja con trazo fácil el estilógrafo. En la cubierta aparece una perspectiva de los bosques del Ducado antes de su incendio: concretamente una imagen espectacular de los grandes pilotes rocosos conocidos como “los Milagros” de Riba de Santiuste, en el valle del río Salado.

Palabras en Zorita

La semana pasada se celebró en Zorita de los Canes una Jornada Literaria que bajo el título “Zorita y la Alcarria” organizó la Asociación de Escritores de Castilla-La Mancha, con el patrocinio del Ayuntamiento alcarreño, presidido por don Dionisio Muñoz, quien en toda la jornada actuó de anfitrión de un numeroso grupo de escritores y periodistas. Se homenajeó a León Felipe, considerado por muchos como uno de los grandes poetas alcarreños; se habló del castillo de Zorita y de los Calatravos; se recitaron poemas alusivos a la historia y las costumbres de la Alcarria, y se leyeron fragmentos del nuevo libro de Alfredo Villaverde y Raúl Torres: “Viaje a las Alcarrias”, un nuevo clásico que nace.

Centro de Interpretación del Parque Arqueológico de Zorita. Un verdadero Museo del mundo visigodo.

La jornada literaria

Se realizó de inicio una visita al Centro de Visitantes de Recópolis, hoy Parque Arqueológico montado y administrado por la Junta de Comunidades. Los escritores pudieron contemplar la presentación visual con que se inicia la visita, y luego hicieron el recorrido por las instalaciones de lo que sin duda puede considerarse como un auténtico Museo Monográfico sobre la ciudad de Recópolis, la cultura visigoda, y el desarrollo de las excavaciones. Se nota en todo momento, los largos años de trabajo y la pericia de los arqueólogos que, dirigidos por el profesor Lauro Olmo Enciso, han conseguido poner ante los ojos de los visitantes y viajeros una equilibrada muestra de historia y arte.

Posteriormente, y a lo largo de toda la jornada, se sucedieron las intervenciones literarias en el gran salón de actos del Centro Cultural de Zorita de los Canes. Intervinieron, entre otros, Alfredo Villaverde, presidente de la Asociación, que ofreció la lectura de uno de los capítulos de su último libro “Viaje a las Alcarrias”, y que comentaremos próximamente con todo el detenimiento que el texto merece. También habló el veterano escritor Enrique Domínguez Millán, de la Real Academia de Buenas Letras de Cuenca; el crítico literario Florencio Martínez Ruiz; el médico y escritor Manuel Ambite; y el historiador Alfredo Pastor Ugena. Más quien esto escribe, que presentó una propuesta visual de memoria de Zorita y de iniciación a su necesaria proyección turística futura. Todos los intervinientes fueron muy aplaudidos y s estableció posteriormente un coloquio entre los asistentes y los escritores castellano-manchegos.

El castillo de Zorita

La esencia de Zorita de los Canes es su castillo. En esa altura rocosa está cifrada su clave histórica. De ella emana su silueta más nítida, y junto al heredado pasado está prendido su obligado futuro. Muchos son los viajeros que llegan, semana tras semana, a visitarlo, a maravillarse de su altura y sus formas valientes. Buscan la magia del pasado medieval, la seguridad de los siglos prensados, de la brillantes de sus aristas fieles.

Para quien se anime a visitar, quizás por primera vez, esta fortaleza de junto al Tajo, conviene recordar que su historia corre parejas con la de la villa en su torno, que desde la distancia se mimetiza por completo con la fortaleza y aún con el terreno calizo sobre el que asienta.

Es de suponer la existencia de población prehistórica en este lugar, dadas las favorables condiciones de defensa y utilidad del territorio en torno. Ciudad romana y luego visigoda existió en el cercano cerro de Rocafrida (el antiguo Racupel, la Recópolis de los godos), en similar estrategia orohidrográfica que Zorita. En la época árabe la población se traslada a la villa actual, y el castillo se construye (según antiguos cronistas árabes) con las piedras traídas de la cercana ciudad de Racupel.

La reconquista de este lugar por los cristianos, llegó en 1085 cuando el rey Alfonso VI alcanzó con sus ejércitos a recuperar Atienza, Uceda, Guadalajara, Alcalá y Toledo. El capitán de la hueste cidiana, Alvar Fáñez de Minaya, quedó por alcaide de Zorita, así como de Santaver, y en ambos lugares tuvo que sufrir la invasión almorávide de finales del siglo XI, que dejó al castillo de Zorita casi por completo arruinado. Años después, Alfonso VII, que había repoblado este enclave con mozárabes aragoneses, entregó el lugar a la familia de los Castros, quienes en vez de guardarla para el poder real, se hicieron por la fuerza sus señores feudales, amenazando en ocasiones incluso a la monarquía.

En 1169, el joven Alfonso VIII, apoyado por los Laras y los ejércitos concejiles de Alcalá, Guadalajara, Atienza, Toledo, Soria y Avila, mas el apoyo de los caballeros calatravos, consiguió recuperar Zorita para la corona castellana. En 1174 la entregó a la naciente Orden militar de Calatrava, que lo recibió en la persona de su maestre don Martín Pérez de Siones, quien se dedicó inmediatamente a fortificar el castillo, a ponerlo en uso completo, a convertirlo en cabeza de una Encomienda y hacerlo un firmísimo bastión pleno de tropas, caballeros y armamentos. Fue entonces cuando, por tener distribuidos grandes perros alanos por las torres y patios, como mejor defensa del castro, éste recibió el nombre de Zorita de los Canes.

Tras la batalla de Alarcos y la retirada de Calatrava y Salvatierra, al impulso de la invasión almohade, la Orden calatraveña hubo de refugiarse en el castillo y lugar de Zorita, donde quedó la sede del maestre y su plana mayor durante algunos años de finales del siglo XII y comienzos del XIII. El maestre Ruy Díaz se dedicó en esa época a fortalecer y mejorar el castillo, dejándole como uno de los más fuertes y eficaces de todo el reino de Toledo, al tiempo que preparaba a la Orden para lanzarla a la lucha, junto a otras fuerzas cristianas, contra el árabe, culminando la operación con el éxito de las Navas de Tolosa en 1212. Tras ella, volvió la Orden a Calatrava, quedando Zorita como Encomienda mayor.

Carlos I y Felipe II, monarcas absolutos y maestres de todas las órdenes militares, decidieron en el siglo XVI enajenar sus bienes y posesiones, poniéndolos a la venta para obtener rentas suficientes con que acudir por Europa a sus guerras de religión y dominio político. fue entonces que la villa y fortaleza de Zorita de los Canes fue puesta en venta, y adquirida en 1565 por su ministro don Ruy Gómez de Silva, luego premiado con el título de duque de Pastrana, de donde también era señor. En 1572, este magnate fundó un mayorazgo en el que incluyó la villa de Zorita y su castillo.

Pasó a su hijo don Rodrigo de Silva y Mendoza, y luego a sus descendientes los duques de Pastrana, hasta que en 1732, los duques del Infantado, a quienes por sucesión había correspon­dido la casa pastranera, vendieron este enclave a don Juan Antonio Pérez de la Torre, antecesor de los condes de San Rafael. Los Becerril, titulares de este condado, lo han vendido recientemente al Ayuntamiento de Zorita, en el simbólico precio de una peseta. Hoy es, por lo tanto, propiedad pública. Municipal.

Es una inolvidable experiencia ver el Castillo de Zorita, desde lejos, y luego subir a su altura, y deambular por sus ruinas esparcidas y gloriosas. Se eleva sobre un roquedal de agrias pendientes a la orilla izquierda del Tajo, amparando con su mole parda el breve caserío del pueblo. Es su estructura un complicado sistema de murallas y puertas, de torreones y ventanales amalgamados a lo largo de los siglos. Su planta es alargada, de norte a sur, estando rodeado todo el recinto de fuerte mura­lla, que en muchos lugares lo único que hace es reforzar la corta­da roca caliza, obteniendo de este modo, visto a distancia, el efecto de ser todo, roquedal y castillo, una misma cosa. Estos muros, dotados antaño de almenas, ya se encuentran desmochados. Y el acceso a este bastión militar se hacía y aún hoy se hace, por dos caminos, penetrando al mismo por dos puertas.

La más señalada era la forma de llegar a través de un cómodo camino de ronda, que partiendo desde el fondo mismo del valle del arroyo Bodujo, ascendía lentamente bajo los muros del lado oriental. Protegido a su vez por poderosa barbacana, atrave­saba la torre albarrana, una de las piezas mejor conservadas, más atractivas y originales de este edificio, y llegaba hasta el extremo norte de la meseta, entrando a la parte del albácar o patio de armas del castillo. Desde él, se entraba a la fortaleza a través de una puerta abierta en la muralla y de un puente levadizo de madera, ahora inexistente, que saltaba el hondo foso tallado sobre la roca. La otra forma de entrar se hacía por un camino zigzagueante, estrecho, y sometido al control directo de las murallas y torreones, por la cara poniente del castro, arribando hasta la puerta principal, abierta en el comedio del referido muro de poniente, de cara a la villa, en el piso bajo de la llamada torre de armas. Esta puerta es sumamente interesante, por cuanto muestra superpuestas un primer arco apuntado de tipo gótico, y otro arco interior, más antiguo, netamente árabe, en forma de herradura poco acentuada. Entre ambos, el hueco necesario para hacer pasar el rastrillo típico de las entradas seguras a los castillos medievales.

Sobre la meseta de la roca, todo es ruina y dispersion de piedras. Pero sí que merece ser visitada con atención la iglesia románica que los caballeros calatravos construyeron: es de una sola nave, de planta rectangular sin crucero, rematada a oriente con un ábside de planta semicircular. Ofrece al exterior muros de sillarejo, y antiguamente tuvo una alta espadaña que se hundió y no se ha vuelto a poner. En el interior, la nave se cubre de bóveda de medio cañón reforzada con arcos fajones que se apoyan en capiteles muy hermosos de tradi­ción visigoda aunque evidentemente románicos. En el ábside, bóveda de cuarto de esfera, embellecida por cuatro arcos de refuerzo en disposición radiada apoyados en capiteles similares a los de la nave, y en el presbiterio, bóveda nervada de crucería muy primitiva. Una ventana de notorio derrame ilumina el conjun­to, que al exterior se revela inserto en antiguo torreón de planta irregular pero tendiendo al semicírculo. Es destacable que desde el presbiterio, parten unas escalerillas estrechas que bajan a una pequeña cripta construida debajo del pavimento del ábside. Es curiosa su pequeña portadita de entrada, formada por un arco de medio punto enmarcado por un alfiz moldurado, y en su interior encontramos minúscula nave y correspondiente ábside semicircular con bóveda de cuarto de esfera labrada, como el resto de la cripta, en la roca viva. A este espacio le cupo la custodia, durante la Edad Media, de la imagen románica tallada en madera de Nuestra Señora la Virgen de la Soterraña, hoy conserva­ da en el convento de monjas concepcionistas de Pastrana.

Recópolis y su centro de visitantes

Una de las cosas que no debe perderse el viajero es la visita a Recópolis, dos kilómetros río abajo desde Zorita. Por asfaltado camino se llega y se visita (precio, 4 Euros) el centro de visitantes o Museo muy bien montado, pudiendo luego subir a pie hasta la meseta donde asientan las ruinas de la ciudad visigoda.Allí pueden verse, en modélico “Parque Arqueológico” con paneles explicativos, indicaciones precisas y defenses para evitar percances, los mejores edificios excavados, entre los que sobresalen la basilica mayor, y el palacio real, además de la indicación de otros edificios de habitación, almacenes, guerra, etc. En todo caso, una excursion fácil, rápida e inolvidable. Zorita de los Canes, un sitio seguro donde empezar a admirar esta Alcarria cuajada de sorpresas.

Danzas Serranas de Guadalajara

El haberme venido a las manos, muy recientemente, un ejemplar del libro -primero y prometedor libro- que ha escrito Raúl Conde Suárez, me ha hecho recordar días de alegría y sol por las sierras, buenas compañías, excursiones y comidas campestres, sonido de gaitas y castañuelas, colores y fotografías, charlas entre los robles, recuerdos siempre. Porque en Guadalajara existe una serie, bien larga, de festividades en las que el protagonista es el danzante, el botarga, los músicos y, sobre todo, las gentes de los pueblos, emigradas la mayoría, pero que siempre vuelven a los lares de sus ancestros.

En un viaje rápido por esas danzas, de la mano de este libro claro y brillante de Raúl Conde, me propongo pasar el rato que dure la lectura de estas páginas.

Grupo de danzantes de Galve de Sorbe, en la Serranía de Guadalajara.

La danza de Valverde de los Arroyos

Aunque se celebra el domingo después de la Octava del Corpus, y esto suele ocurrir siempre –con una variación máxima de un mes- por el inicio del verano, no está de más recordar la que, en mi opinión, es la fiesta reina de estas que son danzas rituales similares. Ello es por varias razones: quizás porque fue la primera que ví en mi vida (y ya se sabe que hasta en el más sesudo de los sistemas científicos tiene su cabida la razón sentimental), porque es la más antigua posiblemente, y porque se desarrolla en un marco natural tan espléndido, como es la era de Valverde, al pie de los grandes montes pizarrosos del Ocejón y el Cerbunal.

Se celebran las danzas el domingo siguiente a la octava de la festividad del Señor, esto es, diez días justos después, siempre en domingo. A esta fiesta le dan vida el grupo de danzantes con su botarga. Son ocho en total, y portan una vestimenta muy peculiar, consistente en camisa y pantalón blanco, cuyos bordes se adornan con puntillas y bor­dados; en el cuello se anudan un largo y coloreado pañuelo de seda; el pantalón se cubre con una falda que llega hasta las rodillas (sayolín) de color rojo con lunares blancos estampa­dos. En la cintura se coloca un gran pañuelo negro sobre el que aparecen bordados, con vivos colores, temas vegetales. El pecho y espalda se cruzan con una ancha banda de seda que se anuda a la altura de la cadera izquierda. Los brazos se anu­dan también con cintas rojas más estrechas, y en la espalda, pendientes de una cinta transversal, aparecen otras múltiples de pasamanería. Sobre los hombros hay flores. La cabeza se cubre con un enorme gorro, que se adorna con gran cantidad de flores de plástico, presentando en su parte frontal un espe­jillo redondo. Calzan sus pies con alpargatas anudadas con cinta negra.

A los danzantes les acompaña “el botarga” ataviado con un traje de pana en que alternan los colores marrón, amarillo, rojo y verde. Allí le llaman “el zorra”. Y sobre su espalda se cosen las iniciales A. M., del sastre que lo confeccionó a principios del siglo XX. En la cabeza una gorra compuesta de varios trozos de tela dispuestos radialmente, rematados en una borla roja. También forma parte del grupo el “gaitero”. Ataviado con traje de fiesta, de chaqueta y pantalón oscuro, corbata discreta y camisa blanca, sin tocar, cruzando el pecho gruesa correa de la que pende el tambor, y sujetando en su mano derecha el palillo, y en la izquierda la flauta o “gaita”, pieza metálica de agujeros hecha con el cañón de una antiquísima escopeta.

La fiesta comienza con una misa, a la que asisten los dan­zantes, sentados en el presbiterio, y tocados con sus gorros ante el Sacramento que porta el sacerdote, bajo palio, escol­tado de los danzantes, el zorra y el resto de los hermanos de la cofradía. En la plaza Mayor se expone el Sacramento sobre una mesa delante de una casa ataviada con grandes colchas de colo­res, formando el *monumento+. Luego suben hasta la era, un alto prado sobre el pueblo, rodeado de las altas montañas antes citadas, y allí danzan ante el Sacramento varias veces, formando el baile de “la Cruz”, que se ejecuta al son del tambor, la flauta y las castañuelas que hacen sonar los propios danzantes. Luego se baja a la plaza, y allí se ejecutan otros bailes rituales: “el Verde”, “el Cordón”, “los Molinos” y “la Perucha”, de paloteo y cintas, de gran belleza plástica, acompañadas del monótono y peculiar sonido del músico. Entre una y otra danza se realiza la “almoneda” de las roscas, que van colocadas en una especie de árbol gigante.

La danza de Galve de Sorbe

Quizás la preferida del autor sea la danza de Galve de Sorbe. Es lógico, pues él mismo es danzante, y uno de los rescatadores de esa danza que había caído en el olvido. Esta se celebra en el pueblo serrano los días viernes y sábado de la semana siguiente al 15 de agosto, por lo que suele coincidir con el tercer fin de semana de ese mes veraniego. La danza es en honor de la Virgen del Pinar. La interpretan los ocho danzantes y el director del grupo, llamado en este caso “Zarragón”. Se desarrolla el rito por las calles y plazas del pueblo, subiendo tras la procesión de la Virgen hasta su ermita en el borde del pinar galvito, y bajando nuevamente a la plaza. Los trajes de los danzantes, recuperados de cómo eran antiguamente, son muy llamativos, coloristas y hasta un tanto deportivos, destacando el pantalón y la chaquetilla, muy ajustados y hechos con seda de rayas rojas y amarillas, llevando en los pies zapatillas y medias caladas. Al pecho una corbata y en la cabeza anudado un pañuelo, sus danzas se ejecutan con palos, castañuelas y cintas, al estilo tradicional, teniendo títulos como “el Taraverosan”, “la Rosa”, “El Cordón”, “Las cadenas”, etc. El zarragón viste con una tela de colores estampados muy vivos. En definitiva, la actuación de este grupo, tanto en las calles de su pueblo original, como en todos aquellos lugares a los que con profusión se traslada (encuentros de danzantes, fiestas provinciales, actos en teatros, etc.) deja impregnado el ambiente de un denso sentido de serranía y ancestralismo.

Otras danzas serranas

En una rápida visión o remembranza de las danzas que con paloteos y cintas se celebran en nuestra tierra, no podemos olvidar las que tienen lugar en Majaelrayo, con motivo de la Fiesta del Santo Niño, pero a primeros de septiembre. Allí son, entre la solemne arquitectura negra que conforma el pueblo, los ocho danzantes y la botarga los que dan con saltos y evoluciones el mensaje alegre de la razón humana ante el sosiego y la severidad del paisaje. Sus vistosos trajes blancos cubiertos de cintas y mantos de colores, así como los grandes sombreros de flores y espejos, les confieren elegancia, y quien los ve en su aldea, serios y mayestáticos, se da cuenta de que no se está ante un mero hecho folclórico o turístico, sino ante una eclosión de savia vieja que llega hasta hoy, ante nuestros ojos incrédulos.

En Valdenuño Fernández, muy a primeros de año (siempre el domingo siguiente a la Festividad de la Epifanía o Reyes) tiene lugar la danza que ejecutan ocho jóvenes del pueblo, ataviados de severos trajes negros populares, acompañados y amenizando, a veces con exceso, la botarga corretona esta fiesta que va a más.

En Utande, para San Acacio, ocho muchachos se atavían de punta en blanco, y con sus palos y cintas ejecutan alegremente las danzas que heredaron de sus mayores. Les acompaña y dirige el botarga que viste de negro y se pone ante la cara una máscara de oscuridad densa. En este caso, como también en Valverde y por supuesto en La Loa de la Virgen de la Hoz, en Molina, tiene lugar la  puesta en escena de una “Loa a San Acacio Mártir” en la que pelean el Bien y el Mal, y se dirime con gestos fieros y salidas arrogantes la más postrera de las interrogaciones humanas: qué somos, a donde vamos y para qué vivimos…

En el libro de Conde se estudia a fondo esa gran fiesta de La Loa de la Virgen de la Hoz, en Molina, que merece por sí sola un análisis amplio, y ofrece datos e imágenes de otras danzas recientemente recuperadas y que son expresión de esa corriente antigua y pura de nuestras sierras: concretamente las danzas de San Sebastián, en La Huerce, y las de Nuestra Señora de la Asunción, en Condemios de Arriba. Con ligeras variantes de trajes, formaciones y músicas, todas estas “danzas de Guadalajara” que pueden suponer un acicate para animar el turismo de interior el próximo verano, nos muestran hoy vivas, palpitantes, las formas de expresión de un pueblo que no puede asomarse al origen de esas costumbres porque siente verdadero vértigo: aunque casi todas van dedicadas a elementos patronímicos de la iglesia Católica, el origen singular, remotísimo, es pagano y sin duda procedente de danzas propiciatorias de las gentes celtíberas que habitaron esas sierras muchos siglos antes de la era cristiana. En eso, además, basan su interés. Y en la belleza de la forma y el movimiento que nos dan cada verano.

Apunte

Un libro explicativo

Todas las danzas que hoy se mantienen vivas en Guadalajara aparecen reseñadas, y profusamente explicadas en este libro, que firma Raúl Conde Suárez y se titula Danzantes de Guadalajara. Editado por Editores del Henares, y patrocinado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, a lo largo de sus 168 páginas ofrece numerosas fotografías, todas en color, y planos de localización de cada pueblo. No solamente descripción de la danza, de atuendos de los danzantes, de letras de canciones y hasta de partituras de sus músicas, sino que de cada pueblo nos da una concisa y útil información acerca de su patrimonio a admirar, e incluso los imprescindibles datos de alojamientos, sitios donde comer, teléfonos a los que llamar, etc. En definitiva, se trata de una auténtica guía turística que nos ofrece recorrer la provincia a través de los pueblos donde se celebran danzas ancestrales.

La Alcarria de Campoamor

Ayer jueves 30 de Noviembre se inauguró en la Sala de Arte de Ibercaja en nuestra ciudad, la última –por ahora- de las exposiciones individuales de Jesús Campoamor, a la que el conocido pintor de alcarrias ha dedicado los últimos años, en una preparación intensa de aceites y colores. A toda pantalla se presenta el genial artífice de distancias nuestras: con el color y la pasión vital que siempre le ha caracterizado, pero siempre entrando en una dimensión nueva de distancias y apreciaciones, madurando a cada año, teniendo más claros los conceptos y los límites.

Durante un mes, hasta el próximo 23 de diciembre, estará abierta a diario esta muestra pictórica que recomiendo visitar, por lo que tiene de atractivo, y sobre todo de hondura alcarreña: la tierra en que vivimos se retrata y afina, cobra sus esencias a través de colores, difuminadas distancias e imprecisas turbulencias de horizontes.

Una pintura de autor

Desde hace casi cincuenta años, Jesús Campoamor está dado muestras de su capacidad creadora. Lo ha hecho a través de la poesía, la escultura y, por supuesto, la pintura. Su espíritu creador ha desarrollado presencias en esos aspectos de la creatividad.

En la pintura es donde ha dejado más clara su fuerza generativa. Retratando escenas, figuras y concreciones naturalistas que dejó muy pronto, para dedicarse al color, la forma de la distancia (que la tiene) y el deje dulce del paisaje soñado. En ese sentido, bien puede decirse que es la Campoamor una “pintura de autor”, porque tras esta carrera firme y aún viva, se distingue con nitidez cuando un cuadro es suyo. No es que todos sean iguales, ni que pinte siempre lo mismo, no. Es que la esencia de su pintura asoma con personalidad a cada cuadro que hace. Y todos, absolutamente todos, son distintos. Perspectivas nuevas, mezclas de colores, amaneceres y plenidías, en cada obra Campoamor retrata un respirar distinto de su tierra.

La trayectoria de Campoamor, ya larga y fecunda, ha sido recta y diáfana. De formación autodidacta, su principal obsesión fue, desde un inicio, la pintura de las tierras y de las gentes de Guadalajara, de la provincia donde nació y ha vivido siempre. De las querencias ancestrales que, por tener ese carácter férreamente humano, fluyen mas directas y fáciles ante la barrera de la materia. Los paisajes de suaves lejanías, las luces inciertas del amanecer, las nieblas sueltas que se desgajan sobre los carrascales: esa es la materia de inspiración básica de Campoamor.

Antes de esta de Ibercaja, Jesús Campoamor ha realizado 26 exposiciones individuales y ha participado en 33 colectivas, en numerosos puntos de la geografía de España y del mundo. Puso sus cuadros, hace ya años, en diversas galerías belgas e inglesas. Más recientemente en América, en la Guadalajara de México concretamente. Y, por supuesto, en Madrid y Guadalajara, donde el éxito ante sus paisanos, quizás el más difícil de conseguir, ha sido siem­pre rotundo.

Una visión artística de la Alcarria

Campoamor, como todo artista de verdad, no se limita a tener una perfección estilística o técnica, a realizar de encargo este o aquel retrato, sino que posee una sólida formación cultural y unas ideas propias acerca del hombre y de la vida. Ello le posibilita volcar en sus lienzos, a la hora de hacer tangible su pensamiento y  su inspiración, una paisaje de humana dimensión, una marca de impresionismo subjetivo y personal que acentúa el valor y la belleza del cuadro.

Como en ocasiones anteriores, Jesús Campoamor nos ofrece en esta exposición ayer inaugurada una serie de paisajes de Guadalajara, en los que la luz y el color juegan el factor primordial. También sorprende en sus obras la capacidad que tiene en entregar sensaciones completas, en revestir al alma que contempla de una paz cierta, con solo los leves trazos de su obra, que, mirada con detenimiento, en muchos casos es solo tránsito de color, modulación de un tono en permanente sonido.

La obra pictórica de Campoamor es no solo una parte del arte de la pintura, sino que comulga de la música y de la poesía. Como gran conocedor y amante de esas otras parcelas del arte, es capaz de unificar en los lienzos sensaciones y valores de todas las parcelas de la belleza. En definitiva, Campoamor y Lecea alcanza, en esta exposición de oleos que sencillamente titular “Pintura”, su cota más alta de perfección y maestría. Merece la pena darse una vuelta por esta muestra pictórica, en la Sala de Arte de Ibercaja, y aprehender el rasgo capital del arte que nos ofrece: la capacidad de síntesis, una fórmula mágica con la que, en sencillez y gloria, transmuta la compleja impresión de la naturaleza en un cuadro donde el color graduado expresa el conjunto de un mundo enorme y abierto.

Las Alcarrias donde vive Campoamor

El material de que compone Jesús Campoamor sus cuadros, más allá de la simple tela, el óleo y los retoques, son los paisajes, los pueblos y las humanas historias que por ellos circulan.

En Torija es donde vive, cerca del templo de los Mendoza y del castillo que levantaron los templarios, vigías desde su torre del valle hondo y los campos anchos a un tiempo. Ese paisaje torijano, es como el resumen de la Alcarria toda, y a su vez nos da la clave de la pintura que estos días se muestra: de un lado las anchas planicies que desde las almenas se divisan, brillantes en el verano y pálidamente grises en la época invernal. Entre ellas, se hunden los valles como penetrando la costra terráquea en busca del frescor unas veces y del sonoro manantial otras.

En Hita ha respirado aún más hondo el autor, porque además de esas características paisajísticas, se encuentra con la fuerza de la historia: la poesía de Juan Ruiz arcipreste de Hita, los poderosos atambores de guerra de don Iñigo López de Mendoza, junto a las preces que se levantan desde el cercano monasterio de Sopetrán. Todo ello infunde al paisaje (y por ende a la pintura de Campoamor) de un tono nuevo, y vibrante.

En Sigüenza hay más ruido y por lo tanto más ecos. Lo que sube desde el humilde Henares en clamor poético, se transforma en las bóvedas de la catedral en pujanza sonora y épica. También aquí Campoamor ha sabido captar la esencia de esa lastra arenisca que desde el pinar baja a beber en el río, salpicando su vertiente de edificios, templos y pósitos.

Por Brihuega ha pasado la mirada del pintor, tomando de su verde derramar de aguas un toque nítido para sus obras tajuñeras. En esta villa arzobispal ha bebido esencias y de ella ha tomado prestadas calenturas de color y ritmos.

Y en los llanos, finalmente, del Campo y el Pedregal molineses también Campoamor ha tomado nota de formas y colores. Todo, en definitiva, lo que constituye Guadalajara está en sus paisajes y sus palpitares. Una definición visual de nuestra tierra está dinámica y parlante en la obra del autor que ahora recomendamos: Jesús Campoamor, “Pintura”, en la Sala del Centro Cultural Ibercaja, en Capitán Arenas 5, desde hoy al 23 de Diciembre, de lunes a sábados entre las 7 y las 9 de la tarde, con entrada libre. Una oportunidad de sentir la luz en pleno invierno.