Antiguos monasterios molineses

viernes, 3 noviembre 2006 0 Por Herrera Casado

La meta de cualquier viajero es encontrar un espacio nunca visto por otros seres humanos. Hoy es prácticamente imposible conseguir esto, en nuestro planeta. Todo en él está medido y fotografiado. Pero trasplantado el deseo a nuestra provincia, aún podemos encontrar lugares que por su aislamiento, incomunicación o misteriosa historia, están cargados de sugestión y vibraciones: el Señorío de Molina, tan lejos de todo, tan despoblado, y a su vez tan cargado de historia, es un lugar ideal para conseguir que un viajero consiga alguna satisfacción memorable. No es una oferta para todos, sino para los más atrevidos, para los incansables, para quienes juegan a descubrir ruinas y memorias bajo la capa de silencio y el cielo ya gris de este otoño.

Vista general del conjunto del monasterio cisterciense de la Buenafuente del Sistal, en las sesma del Sabinar molinesa.

Espacios de leyenda

La tierra de Molina, cercada de altos páramos al norte y de hondos barrancos al mediodía, limitando con Aragón y con Castilla en lo geográ­fico, lo histórico y lo espiritual, ha tenido siempre un latido y un olor pe­culiar, que han alentado sus bravos habitantes, siempre conscientes de sus características histórico‑geográficas propias.

El cristianismo, desde que a principios del siglo XII se reconquistó la zona a los árabes, puso allí su aliento y sus maneras, siendo una de sus formas, la de la vida comunitaria y monacal, la que con abundancia repar­tiría sus fundaciones. Dos tipos de órdenes fueron las que pusieron su sello medieval y recio: los canónigos regulares de San Agustín, luego sustitui­dos por gentes del Císter, y los mendicantes de San Francisco, en diversas formas.

Las primeras fundaciones monasteriales, se hicieron a mediados del siglo XII, en el sur del Señorío, cerca de su frontera con la serranía de Cuenca, de la que se separa por el hondo foso del Tajo. En esa época, este río era la frontera con el Islam, lo cual supone que la intencionalidad de sus fundadores era no solo la evangélica, sino tam­bién la repobladora y defensiva. La función, mitad gue­rrera y mitad religiosa, de estos monasterios, que en un principio fueron servidos por hombres, que, como los canónigos regulares de San Agus­tín, y más tarde los calatravos, basaban su vida en la defensa activa, con las armas y los evangelios, de los terrenos reconquistados a los infieles, es bien patente en la serie de fundaciones que a lo largo de la segunda mitad del siglo XII surgieron en la zona más sureña del Señorío de Molina.

Cuando en el siglo XIII la reconquista haya avanzado mucho más al sur, y por obra de Alfonso VIII el reino de Cuenca sea ya patrimonio de la corona de Castilla, estos monasterios molineses perderían su primitivo valor, y unos, como el de Buenafuente, pasarían a cumplir una misión meramente contemplativa y alentadora de una repoblación, con la instalación ante sus muros de una comunidad de monjas bernardas, y otros, como los de Alcallech y Grudes, pasarían a ser ruina con el transcurso de los años.

La labor auténtica realizada por estos hombres es muy difícil apreciarla, pues los únicos documentos que de ellos nos han quedado se refieren únicamente a su instalación, acrecentamiento de terrenos por donaciones particulares y alguna concesión por parte real, que pudiera tratarse en realidad de la confirmación de pertenencia de un territorio por ellos conquistado, tal como puede ocurrir con el soto del Campillo, en término de Zaorejas.

Los canónigos regulares de San Agustín, al menos en los primeros momentos de su instalación en España, y especialmente en Molina, son los que por entonces eran denominados *francos+, con el doble sentido de gentes libres, a medias entre eclesiásticos y caballeros, y con el de fran­ceses, pues de la vecina nación eran venidos. Algunos, incluso, puede que de más lejos, pues consta en finales del siglo XII que el abad de Alcallech se llamaba Willelmo, que se traduce por Guillermo del inglés o el alemán. Incluso es segura su filiación del monasterio del Monte Bertaldo, en Francia, de donde fueron traídos por intermedio del rey de Castilla,  Alfonso VII. El mismo conquistador de Sigüenza y primer obispo de la ciudad tras la reconquista es francés: don Bernardo de Agen, que puso a ca­nónigos regulares de San Agustín para formar parte de su cabildo catedra­licio, lo cual confirma que se rodeó de monjes y clérigos franceses que con él venían. Incluso en el lugar de Albendiego, afecto en esa época de fines del siglo XII a la mitra seguntina, se instalarían los canónigos regulares en el llamado Monasterio de Santa Colomba.

Alcallech, Grudes y Buenafuente

De los tres lugares en que primitivamente se instalaron monjes en Molina, solo queda hoy en pie la Buenafuente del Sistal. La pauta inicial de los cenobios religiosos, en el Señorío de Molina, la dieron los canónigos regulares de San Agustín en tiempos del primer conde molinés, don Manrique de Lara, regente que fue también del reino caste­llano durante la minoría de Alfonso VIII.

Parece ser que hacia 1136 ya se instalaron, cerca del Tajo, en lo que entonces era frontera con Al-Andalus, un par de conventos de estos mon­jes venidos de Francia. Dice así Sánchez Portocarrero al hablar de ellos: “El principal destos dos conventos era el de Santa María de Alcallex, junto del lugar de Aragoncillo, a menos de dos leguas de Molina, cuyo sitio oy conserva el nombre con el templo de su conbento, y una antiquísima ima­gen de Nuestra Señora”. El otro monasterio, al que se refería, filial del primero, era el de Buenafuente.

No es hasta 1176 que aparece el primer documento de estos monasterios, dando fe de su existencia en aquella remota edad. Sus habitantes eran venidos del monasterio del Monte Bertaldo, en la diócesis Xantonense: ellos iniciaron nuevos sistemas de explotación agrícola e industrial. Por ello fue que en dicho año de 1176, el conde de Molina, don Pedro, les confirmó la tenencia de las salinas de Anquela, que les habían regalado don Juan de Coba y doña Carmona.

Un año después, en 1177, y desde el cerco a que estaba sometiendo a Cuenca, para su conquista, Alfonso VIII extendió un privilegio rodado por el que decía recibir bajo su amparo a los conventos de Alcallech y Buena­fuente, y liberar sus ganados del pago de impuestos. Incluso unas fechas después, y estando en el mismo lugar, este monarca concede a dichos ca­nónigos la heredad del Campillo, en término de Zaorejas, en la misma orilla del río Tajo, con la condición de que hagan allí un nuevo monasterio. Esto es: que sitúen, ya en la margen sureña del gran río, un puesto de avanzadilla contra el Islam. )Habían conquistado estos canónigos la orilla del Campillo? Es muy probable que sí, y por esto la reciben en donación de su rey. Las leyendas que formaron ya en la mis­ma época y se elaboraron con los siglos dicen que el propio rey Alfon­so VIII, al regreso de su triunfal campaña sobre Cuenca, pasó en persona por el monasterio de Alcallech “a hazer sus Votos” y agradecer a la Virgen y a los canónigos su ayuda y sus oraciones. Esto lo cuenta Rizo en su “Historia de Cuenca”. En cambio, el licenciado López Malo señala que el rey Alfonso visitó Buenafuente y Alcallech antes de emprender la campaña de Cuenca. La leyenda, como se ve, llega borrosa y desdibujada hasta el siglo XVII en que escriben estos autores. Añade Sánchez Portocarrero que “flo­recieron en estas Casas muy perfectos varones en santidad, particularmente en la de Alcallech, donde era prior don Juan, varón de admirable virtud a quien acudían con zelo cristiano los señores y vecinos desta provincia y de otras, con sus votos y ruegos”.

El caso es que por aquella misma época, en 1182, Domingo Pedro de Cobeta, el Rojo, y su mujer, doña Margarita, dan a los canónigos de Alcallech una heredad que tenían en Grudes, para que levantaran allí otro nuevo monasterio. Cinco años después, el conde don Pedro de Molina confirma esta merced y vuelve a insistir en que allí se haga monasterio en honor de la Santísima Virgen. En el mismo año de 1187, Esteban Hernández de Molina concede a los monjes de Alcallech una posesión llamada Algazabatén, para que con ella aumenten la de Grudes. Y al año siguiente, el rey Alfonso, estando en Toledo, autoriza a los canónigos para que compren un terreno junto a la desembocadura del Gallo, en lo que hoy se conoce como “Puente de San Pedro”.

La suerte de todos estos lugares, en un principio fuertes bastiones para la defensa del territorio cristiano, fue diverso con el transcurrir de los siglos. Sólo una de estas instituciones, el monasterio de Buenafuente, ha llegado vivo hasta nuestros días, aunque en manos de la Orden del Císter, cuyas monjas lo ocupan desde 1246. La iglesia de este cenobio, obra románica, típicamente francesa, de finales del siglo XII, es cuanto queda de aquella presencia varonil y místico‑guerrera. El resto de las edificaciones son añadidos posteriores y, por supuesto, mucho menos interesantes artís­ticamente.

El convento de Alcallech, a pocos kilómetros del lugar de Aragoncillo, estuvo habitado hasta finales del siglo XV, y ya en el XVII era prácticamente una ruina. Se situaba en lo hondo de un pequeño vallecillo que baja desde el pico de igual nombre. Hace algún tiempo, un pastor me señaló el lugar que llaman *la dehesa de las monjas+, y en el que sólo algunas piedra talladas y tejas rotas manifestaban la existencia de un antiguo edificio.

Más difícil es precisar algo sobre Grudes. Sánchez Portocarrero, en su Historia del Señorío de Molina menciona el documento de fundación de este monasterio, y dice que el “Tumbo de Buenafuente”, hoy en el archivo monasterial de Huerta, le señalaba situado junto al pueblo de Prados Redondos, allí donde está situada la ermita de San Bartolomé. Su efímera vida nada dejó de su memoria. Pero el lugar de su emplazamiento, que no está, ni mucho menos, confirmado, es más probable que fuera en los alrededores de Cobeta, pues gentes de este pueblo fueron a apear la heredad de Grudes, que fue de donación de Domingo Pedro de Cobeta, y como tercer punto en apoyo de esta teoría podemos decir que la heredad de Algazabatén, temprana donación a Grudes, estaba en el término de Cobeta.

En el Campillo, por supuesto, nada se llegó a construir. Su nombre quedó en el pequeño soto o huerto que riega el riachuelo que baja de Zaorejas, y viene a caer en el Tajo formando la grande y espectacularmente bella «cascada del arroyo del tío Campillo».

Aún queda memoria de otros monasterios medievales que el Señorío de Molina contó entre sus fronteras: fueron los del barranco de la Hoz, la dehesa de Arandilla y Peralejos de las Truchas. Pero de estos hablaré mejor en ocasión futura.