Memorias de caza en Guadalajara

viernes, 21 julio 2006 1 Por Herrera Casado

Correr detrás de los animales, que en tiempos pasados eran más numerosos y más grandes, ha sido afición común a todas las épocas. Correr detrás y atraparlos, como fuera, vivos o muertos. La caza ha sido necesidad perentoria, de superviviencia para unos, y gozo lujoso para otros, que se ponían (y aún se ponen algunos) trajes especiales, celebrándolo con grandes comidas. Las jornadas de caza de un celtíbero molinés, eran bastante diferentes de las que solía organizar el gran duque del Infantado, por el cerro de San Cristóbal y los densos encinares que había, siglos ha, entre Marchamalo y Usanos.

En todo caso, es este un buen momento para recordar anécdotas y traer a la memoria datos sobre esa afición y esa necesidad: la caza de animales en Guadalajara.

Cazadores y cazas

Desde los tiempos más remotos, se ha ocupado el hombre a la caza de los animales, que en unos casos, los más primitivos, eran de crucial impor­tancia para su alimentación y super­vivencia, y en otros, ya más modernos, de mero pasatiempo. En la que es hoy provincia de Guadalajara han quedado huellas de esa actividad cazadora del hombre, bien de tipo arqueológico, artístico o histórico. Espigando entre las más curiosas de estas noticias, y con objeto de dar en esta ocasión una panorámica anecdótica de la actividad cinegética de los pobladores de esta tierra, van aquí breves noticias de lo que podría ser llamado, e incluso aco­metido por quien guste del tema, la historia de la caza en Guadalajara.

Ya en los tiempos más remotos había una gran cantidad de seres vivos, por estas latitudes. En la zona norte de la provincia, en la región de Campi­sábalos y Villacadima se han encon­trado algunos huesos de jirafa y ma­mut en un afloramiento pontiense, lo que significa la existencia de estos grandes animales que podían ser caza­dos por los pobladores del territorio, aunque esto es muy poco probable.

Más modernos son los vestigios, in­cluso gráficos, que sobre el tema de la caza encontramos en Riba de Sae­lices, concretamente en la Cueva de los Casares. En sus paredes se ven gra­bados multitud de animales, entre ellos toros, ciervos, caballos, leones, pájaros y muchos otros, que luego intenta­rían cazar los artistas que los habían dibujado. Incluso existe un grabado que se ha querido interpretar como un hombre cogiendo peces con la ma­no, lo que podría se catalogado como “caza de río». En las recientes exca­vaciones realizadas en dicha cueva, se han encontrado abundantes huesos de especies de animales como el conejo, la cabra montés, el lobo, y el oso in­cluso, que los hombres de hace muchos miles de años cazaban y comían.

En los tiempos ya más modernos, como pueden ser los de la baja Edad Media, poseemos datos de la caza rea­lizada en ellos: era una de las más prac­ticadas la del jabalí, que por entonces daba una gran cantidad de ejemplares en la tierra de Guadalajara. Es concre­tamente en un edificio el siglo XIII donde aparece representada la caza de este fiero animal. En el friso horizon­tal, puesto en la pared exterior de la capilla de San Galindo, en Campisába­los, se ve la lucha de un hombre a pie que, ayudado por dos perros, ataca e hiere a un gran jabalí. Es el mismo tema que aparece en un capitel de la ermita de Tiermes en Soria.

Queda constancia de otras especies aún más extrañas en nuestra provincia: una antigua relación del monasterio de Sopetrán. En el siglo XI se dedicaba a la caza del oso el rey Alfonso VI de Castilla, en los grandes bosques que se extendían entre este monasterio y la villa de Torija. Dice la leyenda que fue atacado por uno de estos plantígrados, y al implorar el auxilio de la Virgen de Sopetrán, milagrosamente fue libre de peligro.

Es curioso cómo fueron los frailes los que, en tiempos remotos de la Edad Media, se dedicaban con verda­dera asiduidad al deporte cinegético. Antiguas crónicas nos dicen cómo el convento franciscano de Molina de Aragón, que fue fundado por doña Blanca hacia 1293, llegó a ser tan rico, que los religiosos vivían como caballeros, y el guardián… “tenía caballos y perros de caza, y halcones para su regalo». Y en un documento del siglo XV refe­rente al monasterio jerónimo de Villa­viciosa, vemos cómo una de las formas de tomar posesión de un terreno ad­quirido por parte de los frailes, es pes­car en el río Tajuña algunos peces, y cazar algunas piezas de monte. En el mismo siglo, consta del señor del cas­tillo de Anguix, don Juan Carrillo, que entretenía muy a menudo sus soleda­des ocupándose de cazar por aquellos bosques inmensos que bordeaban, mu­cho más abundantes que hoy, el río Tajo.

Quienes, lógicamente, más lustre die­ron al ejercicio de la caza en Guadala­jara, fueron los duques del Infantado y su numerosa corte mendocina de fa­miliares y allegados, que para matar tantas horas de inactividad y aburri­miento en su ciudad castellana, se dedicaban a este deporte con un impre­sionante despliegue de medios. Del se­gundo duque, don Iñigo López de Mendoza, constructor del famoso pa­lacio gótico arriacense, se hacen len­guas los antiguos cronistas ante la fas­tuosidad de sus armaduras, las jaurías de perros cazadores y la nutrida colección de halcones, neblíes, azores y otras aves rapaces amaestradas para este noble arte de la cetrería. También su hijo don Diego, y su nieto el cuarto duque fueron muy amantes de la caza por sus posesiones. Cuando en 1525 vino a Guadalajara el rey Francisco I de Francia, prisionero del César Carlos, el tercer duque le halagó durante va­rios días, regalándole al final abundan­tes arneses de guerra y caza, caballos y un lucido plantel de aves de cetre­ría. El mismo don Iñigo López, quinto duque que introdujo varias reformas en su palacio, fió la decoración pictó­rica de algunas de sus salas al floren­tino Rómulo Cincinato, y aún dispuso que este realizara la hoy llamada «Sala de Diana», que es un verdadero documen­to de estudio acerca del arte de la caza: en el siglo XVI. Entre varios grandes paneles con escenas mitológicas de Hipómenes y Atalanta, se distin­guen muchas y curiosas secuencias de caza: la del jabalí, en el acto de ser atacado por criados a pie y la jauría canina, mientras los señores contem­plan y esperan la carrera del animal montados en sus caballos. También vemos la caza del venado y aún otras de la garza y otras aves de gran tama­ño, sin olvidar siquiera la de la perdiz. Muchos de estos animales de caza se representan fielmente tratados en ce­nefas y frisos. El tema, como se ve, es inagotable y lleno de cordiales evoca­ciones de pasadas épocas. Hoy el deporte de la caza ha dejado de ser pa­trimonio de las altas clases, y cabe en el programa de descanso y esparci­miento de cualquier ciudadano. Esto es también un hecho histórico a tener en cuenta.

Apunte

La Sala de Caza del palacio del Infantado

En la Sala baja del palacio del Infantado que hoy llamamos, ya con conocimiento de causa, “de Atalanta e Hipómenes” y que antes se denominaba Sala de Caza ó de Diana, pueden verse interesantes y movidas escenas de caza tal como la practicaban los duques del Infantado en el siglo XVI. Al menos el quinto duque, que mandó a Rómulo Cincinato decorar minuciosamente los techos de sus nobles salas bajas, tenía una especial afición a esta práctica, y sabemos que lo practicaba por los montes de la primera Alcarria y por los encinares que median entre Marchamalo y Usanos. Casas de caza siempre hubo donde hoy está el poblado, a medio caer, de Villaflores.

Como en todo caso conviene sacar a flote las memorias de edades pasadas, porque si no la vorágine del mundo actual, -todo televisión y talleres- puede llegar a evaporarlo, recomendamos a nuestros lectores que se den un paseo, un día de estos que seguro serán de asueto, para echarle una vez más una mirada atenta a esos techos pintados del palacio del Infantado.

Así verán. Las cenefas largas y profusas, que muestran a los cazadores, montados a caballo, y provistos de lanzas y arcabuces, disparando contra todo tipo de animales, que al parecer poblaban los alrededores de Guadalajara: hay conejos y perdices, como ahora; también jabalíes de afilados colmillos, pesadas aves que podrían identificarse como avutardas, entonces aún más numerosas que hoy en las áreas ducales de la Campiña; garzas y grullas, blancas y enormes; ciervos y cervatillos, y hasta un gran felino que podría identificarse con un leopardo, o quizás un lince, aunque sabemos que de estas especies no hubo en nuestra tierra, en libertad, ni siquiera en el siglo XVI. En todo caso, ese estudio que aún está por hacer de la Fauna Española en tiempos antiguos, y que -como la estatua del Moisés de Miguel cuando aún era roca simple-, se encuentra viva pero guardada en los oscuros legajos de los archivos, nos diría la realidad de lo que había en los bosques de nuestra tierra, hace ahora cuatro siglos. Los Mendoza tenían, eso es seguro, una buena colección de animales salvajes en una especie de parque zoológico en su edificio de “caballerizas” frente al actual palacio, en lo que luego fue vivienda de los Montesclaros, y más tarde aún Academia Militar de Ingenieros. Pero lo que está claro es que no los soltaban para entretenerse matándolos. La curiosidad por lo peregrino de la Naturaleza, siempre atrajo a los humanos, y más cuando las dificultades de transporte eran realmente intensas.